Camino de Anchorage, el cielo parecía venirse abajo, todo gris y en movimiento, oscuras franjas de lluvia. Era otoño, pronto nevaría. Los árboles estaban cambiando ya de color.

En Rossland había sido algo así. En vez de mar, un río, pero las mismas estribaciones de montañas grandes, bosque tupido, picos cubiertos de nieve. El mismo cielo encapotado, la misma brisa racheada, fría incluso en verano, piel de gallina siempre. Irene cerró los ojos e intentó recordar, trató de situarse allí, de convertir imágenes planas en un espacio físico por el que poder caminar otra vez, pues había pasado cuarenta y cinco años intentando olvidar. Había querido borrar todo aquello, y ahora se le antojaba una horrible pérdida. No estaba segura de qué había cambiado, pero algo había cambiado. Necesitaba acordarse de su madre, de su padre, de la época en que vivían los tres juntos.

El sonido del islandés, no tan monótono como el inglés. Melodioso, vocales más largas, cada sonido una transparencia, una forma, un líquido, o un hálito. En aquella lengua, el mundo podía devenir un ente animado: más temible, más encantador, nunca vacío. Una lengua que no había cambiado en un millar de años, una vía para retroceder en el tiempo. Era lo que a Gary le gustaba. Que ella estuviera conectada con un pasado remoto, que el islandés se hablara ahora casi igual que como en tiempos se hablaba el inglés antiguo. En cierto modo, ella había sido para Gary solamente una idea, no una persona real.

Pero no quería pensar en Gary. Quería encontrar a sus padres, y estos eran sombras todavía. Solo con que pudiera oírlos hablar… ¿Cómo era posible olvidarse de tantas palabras, ser incapaz de oír las voces que habían poblado cada día de su niñez?

Irene trató de recordar la cocina, a sí misma sentada a su mesita. Una mesa de madera, pintada de amarillo. Veteada. Su madre junto al fregadero, con un vestido, aunque no pudo recordar si era estampado o no, tampoco el color, casi podía oír correr el agua, y sabía a ciencia cierta que en ese momento su madre estaría hablando. Ni cara ni voz, su padre más distante todavía. Todo lo que quedaba, pues, eran ideas. Había otra mujer, eso sí le constaba, pero no sabía cómo se había enterado. ¿En qué momento se enteró? ¿Llegó a comprender el significado, que su padre las abandonaba? ¿Pudo entender algo de todo aquello? Recordaba, eso sí, que el de los adultos era un mundo misterioso y denso. Desesperanza inamovible como una montaña. Sus padres tomando decisiones sobre el destino de ella, de su hija, y ahora se habían distanciado más aún, eran mitos. Historias transformadas, imposible saber qué era verdad y qué no. Otra mujer, en efecto, y su madre se ahorcó, y su padre se marchó para siempre y ya no le volvió a ver más. Pero ¿dónde encontrarle algún sentido a todo eso?

Dejaron atrás los montes y continuaron avanzando pegados al Turnagain Arm, un fiordo angosto, roca viva por ambos lados, las crestas blancas. Siguiendo el camino de un antiquísimo glaciar que debió de ocupar el valle y la bahía, aunque Irene no sabía hasta qué punto era verdad eso. El agua era como un río, imponentes olas de más de un metro y medio de alto, la bore tide tan impetuosa que poseía incluso un sonido propio, un rumor. En invierno, el hielo se atascaba y se quebraba, ríos y barrancos profundos tallados en moles de hielo del tamaño de coches, incluso de casas. Nadie se aventuraba en esas aguas.

Se preguntó si Islandia era así. No había estado nunca. Tenía algunos parientes allí, pero ninguno que la hubiera visto a ella. Serían desconocidos, e Irene no podría ya hablar su lengua. Hasta los diez años, en casa solo había hablado el islandés, e inglés en el colegio, pero luego había perdido por completo aquel idioma.

También había perdido las historias, los cuentos. Recordaba únicamente figuras en un paisaje. Había perdido el movimiento, las palabras de dichas figuras, sus objetivos. Una figura en el bosque, la sensación aterradora de ese bosque, o una figura en el mar, un barco pequeño, de otra época. Una casa de piedra, pero tampoco de esto estaba segura. Podía tratarse de una casa de madera con un hogar de piedra.

Y canciones. Sí, había canciones. Irremediablemente perdidas ya.

Pero sí sabía algunas cosas. Su madre sufría horribles dolores en la cabeza y pedía silencio. Lo que ignoraba era el origen del dolor. ¿La pena, acaso, por el esposo que la abandonaba? ¿Duró muy poco tiempo, solo hacia el final, o llevaba años así? ¿Fue un problema puramente médico, como lo que le pasaba a ella ahora? Pero ¿existía algo puramente médico? Si una cosa te absorbía por completo, ¿no pasaba a convertirse en tu propio yo, aunque no fuera más que una cosa física?

Irene cerró los ojos e intentó sacar de dentro el dolor, exhalarlo, hacerlo bajar. ¿Se estaba inventando todo aquello sobre su madre? ¿Se había quejado ella realmente de dolor en la cabeza? Irene no conservaba ninguna imagen concreta de su madre frotándose quizá la frente, ninguna prueba. Y no se fiaba de las malas pasadas que le jugaba la mente. Lo que quería recordar empezaría a recordarlo tarde o temprano, y no sabría distinguir entre verdad e invención. Tenía un recuerdo de su padre, por ejemplo. Juntos en un trineo, un trineo de madera con cuchillas metálicas. Remontaban una enorme colina nevada, su padre tirando del trineo, y se reían. Al llegar a lo alto, su padre se tendía boca abajo, las manos en la barra de conducción. Irene se montaba encima de él, su cuerpo menudo y liviano, y le rodeaba el cuello con ambos brazos. Su padre soltaba un grito y empezaban a deslizarse cuesta abajo. Irene se ponía a chillar de miedo y de placer mientras descendían a velocidad de vértigo por la colina. Pero el final tenía diferentes versiones. En una, derrapaban, daban una vuelta de campana y acababan riendo uno encima del otro. En otra, iban tan rápido que el cuerpo de Irene empezaba a volar, y tenía que agarrarse al cuello de su padre. En una tercera versión chocaban contra algo después de dar la vuelta de campana, y ella lloraba. Ninguno de estos finales era más real que el otro, así que lo más seguro era que todo fuese inventado. Probablemente no había existido ningún trineo. En su memoria no había ninguno. Toda la escena demasiado idílica, una escena invernal. Un intento de tener algún recuerdo con su padre.

Él era joven, treinta y tantos años, cuando lo vio por última vez. Pelo rubio, no oscuro, como es habitual en los islandeses. Cara pequeña, quemada por el sol. Era silvicultor, y cada día partía con el hacha al hombro. Como salido de un cuento infantil, ni más ni menos, y eso era lo que ella temía. Que todo fueran invenciones suyas. ¿Salía a diario de casa con el hacha al hombro? ¿Llevaba una bufanda verde alrededor del cuello?

Se acordaba, eso sí, de sus brazos y de sus manos. Los antebrazos fuertes, bronceados, con venas. Las manos ásperas, callosas. Se las veía durante las comidas, sobre la madera oscura de la mesa. Sabía que eso era real, un recuerdo concreto. Era al tratar de ver la cara u oír la voz cuando se perdía.

¿Tú te acuerdas de tus padres?, le preguntó a Gary.

¿Qué? Pareció que se sobresaltaba.

Perdona. Trataba de recordar a mis padres cuando yo era pequeña, las caras, las voces. ¿Tú recuerdas a los tuyos?

Sí, claro.

¿Qué recuerdos tienes?

No sé, muchos.

Dime uno.

Por Dios, Irene. Así de repente…

Haz un esfuerzo.

Venga, papá, dijo Rhoda, y se estrujó entre los asientos de la cabina de la camioneta. Yo también siento curiosidad. Nunca hablas de tu infancia.

Esto parece la Inquisición, dijo Gary. Iba pensando en la cita con el doctor y en dónde pasaremos la noche, pero vale. Un recuerdo de infancia. Algo de Lakeport. ¿Qué tal uno sobre cacerías?

Nada de armas, dijo Irene. Les tienes demasiado apego. Todos esos animales que mataste de chico. Mejor otra cosa.

Sí, dijo Rhoda.

Vaya por dios. Pues ahora solo se me ocurren cosas de cazar o pescar.

Un recuerdo de estar en la cocina, sugirió Rhoda.

Gary resopló. Está bien, dijo al cabo. No es un momento concreto. Recuerdo a mi padre sentado junto a la ventana, de cara al lago, echándose crema de champiñones encima de sus crêpes. Y me acuerdo también de que hacía crêpes de colores. Azules, verdes, el color que yo le pidiera.

¿Y qué decía?, preguntó Irene.

¿Cómo?

¿Qué te decía tu padre cuando preparaba los crêpes, o cuando les echaba la crema por encima?

No lo sé.

Eso es lo que te pregunto, dijo Irene. Quiero algo concreto, lo que dijo exactamente tu padre, o tu madre, da igual, y la expresión de su cara en ese momento.

¿Por qué le pides esto, mamá?

Porque yo no consigo acordarme de mis padres, no recuerdo nada.

Durante el silencio que siguió, Irene se puso a mirar por su ventanilla, piedras y árboles, los abruptos flancos de las montañas. Y luego: Estas rocas nos dicen tanto de nosotros mismos como los recuerdos.

A ella le parecían una especie de signo de todo cuanto era real y cierto en el mundo. En capas y franjas, identificables, organizadas, pero de hecho todo ello carecía de sentido. Rocas formadas por efecto de la presión a lo largo de millones o miles de millones de años, altas, torcidas, cortadas, sin la menor consecuencia aparente. Las rocas eran lo que eran, punto. No había nada esperándolas, no formaban parte de ninguna historia.

Vivimos y morimos, dijo. Y da lo mismo que recordemos o no quiénes somos o de dónde venimos. Fue otra vida.

Yo creo que eso no es cierto, mamá.

Aún eres joven.

Sigo intentando recordar, dijo Gary. Y de lo único que me acuerdo es de los momentos de tensión. Son los que permanecen. Jugando al pinacle una vez, mi padre tenía una combinación ganadora, pero yo no lo entendí y dije algo como: Eh, a ver, explícamelo. Y entonces mi padre va y me suelta: ¿Me estás acusando de hacer trampas? Esas fueron sus palabras exactas, lo recuerdo, y también recuerdo la cara que puso, tan implacable. Él ya había dictado sentencia, daba igual lo que pudiera decir yo, o mi madre.

Lo recuerdas, dijo Irene. Sí que lo recuerdas.

Sí. Y recuerdo otros momentos, pero no sé por qué solo son momentos de tensión. Mi padre ofreciéndome cinco centavos por nuez para que las sacara del patio de delante, y mamá diciendo: Doug, es demasiado, y la cara de preocupación que puso, el temor que eso me inspiró, como si hubiera de suceder alguna cosa terrible. Creo que fue la primera preocupación que tuve en relación con el dinero. Recuerdo la expresión de su cara.

Irene le puso una mano en el hombro. Gracias, Gary, dijo. Te creo. Lo que no sé es por qué yo no consigo recordar nada.

Algún recuerdo tienes que tener, dijo él.

La verdad es que no.

Pues yo tengo montones de recuerdos de vosotros, dijo Rhoda. Cuando me pongo a pensar, es como si nunca cerrarais la boca.

Gary se echó a reír. Gracias, hija.

Irene sonrió. Nunca había querido ser madre, querido de verdad, pero con Rhoda había tenido mucha suerte. Con Mark no demasiada.

A medida que se aproximaban a Anchorage el número de caravanas fue en aumento, eran los últimos turistas del verano. Algunos se detenían a contemplar saltos de agua o la ensenada. Anchorage era el punto de encuentro para emprender la larga travesía de Canadá camino de los cuarenta y ocho estados de más abajo. Jubilados de vuelta a Arizona o Florida.

De lo que no me acuerdo, dijo Gary, es de que mi padre hablara jamás de que tenía sangre cherokee.

¿Lo dices en serio?

Claro. Era una cuarta parte indio. Su padre lo era al cincuenta por ciento. ¿No lo sabías?

Yo tampoco lo sabía, dijo Irene. Menuda sorpresa.

¿Nunca os lo había dicho?

No, contestaron Irene y Rhoda.

Pues él tampoco. Me enteré por mi madre.

Qué par de bichos raros, dijo Rhoda. Tengo por padres a dos bichos raros. Oh, y ahora resulta que soy un poco cherokee.

Solo una dieciseisava parte, cariño. Siento que no sea más.

Después de decir esto, Gary encendió la radio y escucharon viejas canciones de los Beatles.

Habían previsto parar a comer antes de la visita, pero con el tráfico no les daba tiempo. Irene entró en la consulta mareada por el hambre, además de por los medicamentos. Tampoco había bebido nada.

La hicieron pasar enseguida, justo a la hora concertada, toda una novedad. El doctor Romano era alto, moreno y apuesto, de pelo entrecano y un mentón con hoyuelo. Tenía unas manos preciosas y unos labios carnosos. Como una estatua romana.

Cuando Irene hubo terminado de explicarle sus antecedentes y los síntomas, el médico dejó de tomar nota con la pluma.

Averiguaremos qué es lo que tiene, dijo. A veces las radiografías no muestran si hay una infección en los esfenoidales. Estos senos se encuentran muy atrás, metidos bajo el cerebro, y no es fácil que aparezcan. Me gustaría hacerle un escáner.

¿Cuándo podría ser?, preguntó Irene. Imagino que tendré que volver aquí, a Anchorage. La verdad es que confiaba en salir de dudas ese mismo día.

Ya le he pedido hora, dijo el doctor Romano. Además, están aquí al lado. Puede ir ahora mismo.

Irene sintió que se atragantaba. Que un médico no la tratase como a una mierda era nuevo para ella. Caray, dijo. Muchas gracias.

Un cuarto de hora después estaba en la camilla del escáner procurando no mover la cabeza, intentando que la respiración no la hiciera mover demasiado. Tenía los ojos cerrados para que no le entrara claustrofobia, pero notaba la fría presencia de la máquina, que ronroneaba y crepitaba pegada a su cara.

Después fueron a comer. Un restaurante de carretera que apestaba a grasa. Irene pidió halibut con patatas fritas.

Se sentaron a una mesa de plástico y contemplaron los coches que pasaban. Ha sido increíble, dijo Irene.

Sí, dijo Rhoda. ¡Todo ha ido tan rápido…! Qué diferencia.

Frank debería tener una muerte lenta y dolorosa.

Irene, dijo Gary.

En serio. Trata a la gente como si fuéramos mierda. Y encima es un incompetente. Que se muera.

Un poquito radical sí que eres, mamá.

Irene sonrió. Bueno, pues que no se muera. Es que estoy tan contenta con este doctor… Verá dónde está el problema, y así me encontraré bien otra vez. Ahora mismo, no me preocupa lo duro que pueda ser el quirófano. Solo quiero que desaparezca este dolor.

¿Te ha hablado él de operarte?

Solo me ha dicho lo básico. Tendría que guardar cama una semana, con la nariz toda taponada, lo cual de por sí ya suena espantoso, pero luego se acabó. Unas cuantas visitas de seguimiento y ya está.

Hum, dijo Gary. Todo aquello le hacía sentir muy incómodo. Siempre había sido aprensivo. Cada vez que le ocurría algo a uno de los críos, le tocaba a Irene apañarse sola, se tratara de un simple pañal, de un hueso roto, o de drogas. Gary siempre encontraba el modo de desaparecer.

Si me operan, dijo Irene, más vale que me cuides bien.

¿Qué?, dijo Gary.

Ya me has oído. Siempre que hay algo desagradable sales corriendo. Pero si me operan, quiero tenerte al lado de mi cama de la mañana a la noche. Te mancharé las manos con flemas y sangre cuando tosa, y tendrá que gustarte.

Joder, Irene.

Hablo en serio. Esta vez te olvidas de ser un blandengue.

Mamá, dijo Rhoda. Ten por seguro que papá estará a tu lado. Y yo también.

Sí, tú estarás, dijo Rhoda. Pero él se escabullirá, seguro. Eh, la comida ya está lista. Voy a buscar los platos.

Lo siento, papá, dijo Rhoda cuando se quedaron a solas.

Tranquila. Se le va un poco la olla. No es ninguna novedad.

Eso no es justo, papá.

Qué importa. Justicia, injusticia, qué más da. Nadie lleva la cuenta de estas cosas.

Papá…

Dejémoslo.

Irene volvió con una bandeja de fish and chips. ¿Estabais hablando de mí, eh?

Mira, pues sí, dijo Rhoda.

Irene tocó el pescado con la punta de su servilleta, que quedó inmediatamente empapada. ¿Falta aceite?, preguntó. Dio un mordisco con un poco de ketchup. Congelado, dijo. Increíble. Te sirven halibut congelado. ¿A quién se le ocurre?

De sabor no está mal, dijo Gary. Por mí está bien, al menos.

Por mí está bien, canturreó Irene. Tu mantra de toda la vida.

Mamá… dijo Rhoda.

Comieron. A nadie le quedaban ganas de seguir hablando. Después fueron en coche a un Motel 6, se registraron y entraron en la habitación.

Necesito tumbarme, dijo Irene. Se tomó otra codeína e intentó conciliar el sueño. Rhoda durmió un rato en la otra cama, se quedó dormida al momento, y su respiración sonó áspera y potente en el reducido espacio. Gary había salido a dar un paseo, desaparecía otra vez.

Irene temía el quirófano, aun la mera posibilidad de una intervención quirúrgica. Al preguntar sobre los riesgos, el doctor Romano le había dicho que en primer lugar existía el riesgo de tocar el nervio óptico y provocar ceguera. Aparte del riesgo de muerte por la anestesia general. Y después de la operación, los huesos de la cabeza podían irritarse y aumentar, lo que provocaría un nuevo bloqueo. Eso ella no logró entenderlo, cómo podía crecer un hueso, pero por lo visto así era. Y durante una semana no podría respirar por la nariz porque la tendría vendada y taponada. A todo esto, la garganta se le llenaría de sangre. Le entró claustrofobia solo de pensarlo. De imaginarse sin poder tragar ni respirar.