Rhoda se marchó asustada pero incapaz de concretar sus temores. Todo el mundo actuaba de manera extraña. Su madre, su padre, Jim. Como si fueran personas distintas. ¿Y en qué situación la ponía eso? Su vida giraba alrededor de ellos tres.
¿Y qué decir de sus propios deseos? ¿Les importaban una mierda a alguno de los tres? Esto la puso de mala leche, que era mejor que estar asustada. Dio un volantazo hacia la cuneta, luego otro hacia el lado opuesto, haciendo colear su birria de coche por el camino de grava, y se sintió un poco mejor. Vamos, cucaracha, adelante, dijo.
Tomó el desvío hacia la parte baja del lago y continuó hasta frenar con un patinazo delante de la casa de Mark.
Qué hay, capullo, dijo cuando él apareció en la puerta. Era tarde y parecía cansado, o colocado.
Qué amabilidad.
No has ido ni una sola vez, dijo. ¿No podías haber parado de camino, al menos una, para ver cómo se encontraba mamá?
¿Cómo se encuentra mamá?
Ha muerto.
Bueno, supongo que en parte es mejor para todos, dijo Mark. La carga de su eterno descontento y tal. Eso sí, echaré de menos las tartas por Navidad y aquella especie de optimismo suyo un tanto infantil.
Rhoda le propinó un puntapié en la espinilla con la bota, y debió de hacerle daño, porque Mark se tiró al suelo y empezó a chillar. Ella volvió rápidamente al coche, antes de que Karen pudiera sumarse a la escena.
Crêpes con melocotón de lata cuando llegó a casa por fin. Al menos eso era una vuelta a la normalidad. Jim de pie junto a la encimera, dando golpecitos en la lata con el tenedor antes de pescar una rodaja de melocotón.
Te pongo sobre aviso, dijo Rhoda.
¿Cómo dices?
Os comportáis de manera extraña.
¿Os?
Sí. Tú, mi madre, papá. Bichos raros, los tres. Mi hermano es un imbécil y un cero a la izquierda, pero vosotros tres me vais a volver loca.
¿Y yo qué he hecho?
No lo sé. Pero no me gusta. Mejor que no sigas por ahí.
Jim puso cara de dolido. He estado haciendo llamadas para lo de tu madre, dijo. No sé a qué viene esto.
Perdona, dijo Rhoda. Se quedó un momento quieta, tratando de calmarse un poco. El corazón le iba a mil, como si hubiera estado corriendo. Deseaba que Jim la estrechara entre sus brazos para ayudarla a quedarse quieta, pero él seguía allí de pie, sin enterarse. Hay algo de mi madre que me ha desconcertado, dijo al fin.
¿El qué?
Rhoda se quitó la cazadora de cualquier manera y se sentó en un taburete alto. Te va a sonar raro, dijo, resulta que no puede dormir ni comer, le duele todo el rato la cabeza. Total, que cada vez está más ida. Es como si se encerrara en sus recuerdos, ha vuelto a la infancia, a su madre, y me da la impresión de que no habrá vuelta atrás.
Podría ser cosa de los medicamentos.
Podría. Pero no es eso. Mamá está regresando a un sitio que no le conviene nada.
Pues yo he encontrado un buen médico. John Romano, el mejor otorrino de Alaska.
¿En Anchorage?
Sí, señora. Mañana a la una del mediodía.
¿Muy caro?
Carísimo, pero es el mejor y además está dispuesto a cobrarle la mitad a tu madre. Pase lo que pase, todo a mitad de precio, aunque al final tengan que operarla.
¿Operarla?
Sí, de los senos nasales. Es bastante normal.
Rhoda se levantó y fue a abrazar a Jim. Gracias, le dijo.
Y perdona que te haya hablado de esa manera. Es que estoy asustada. Jim la rodeó con sus brazos y le puso una mano en la nuca, como a ella le gustaba. Rhoda se sintió a salvo.
¿Cuántos años tenía cuando su madre se suicidó?, preguntó Jim.
Diez. Fue en Rossland, Columbia Británica. Volviendo un día del colegio, entró en casa y se la encontró muerta. Pero nunca habla de ello. Hace un par de semanas me habló de aquel día, cuando entró en la casa. La primera vez en todos estos años. Que había nieve en el suelo, el aspecto que tenía la pintura. Algo le está pasando, Jim, puede que incluso desde antes de esos dolores. Cada vez está más paranoica y más rara, dice que mi padre la va a abandonar.
¿Y la va a abandonar?
No. Es ella, que se está volviendo loca.
Hum, dijo Jim.
Mira, no hablemos más de esto. Hablemos de algo divertido. Por ejemplo, de cómo nos gustaría que fuese la boda.
De acuerdo, dijo Jim. Bajó los brazos y le dio una palmadita en el trasero.
Rhoda fue a por los folletos de hoteles y se sentaron a mirarlos en el sofá.
Este es el que más me gusta, dijo ella, abriendo un folleto con grandes vistas del mar y montañas verdinegras con cascadas. Princeville, en la bahía de Hanalei. Escucha esto: «El “todos los días de mi vida” empieza aquí. Mientras el sol besa el horizonte y os baña con su luz dorada, eternos vientos alisios esparcen vuestros votos matrimoniales por la inmensidad del océano Pacífico».
Sonar, no suena mal, dijo Jim.
No puede ser una mierda, dijo Rhoda. La eternidad y todo eso. Fíjate en la piscina. Infinita, el complemento de lo eterno, ¿no?
Las habitaciones tienen buena pinta. ¿Carillo?
Rhoda cerró el folleto y miró a Jim. El precio es lo de menos, ¿no crees? Es nuestra boda. Una vez en la vida.
Sí, supongo, dijo Jim.
Rhoda le dio un codazo en las costillas, flojito, y volvió a abrir el folleto. Bueno, y el baile ¿qué?, preguntó. Tendremos que ir a Anchorage a aprender. No creo que aquí haya ninguna academia.
¿A Anchorage?
Yo quiero algo con clase, dijo Rhoda. No le estaban gustando las respuestas de él. Será mejor que hablemos de esto en otro momento.
Lo siento, dijo Jim.
No pasa nada. Total, ni siquiera estamos prometidos. Me gusta pensar en la boda, nada más.
A Jim no se le ocurrió qué decir. Rhoda estaba cabizbaja, con la vista fija en el folleto, y él tuvo la sensación de que debía formular la pregunta clave en aquel preciso momento, pero no había comprado ningún anillo. Y luego estaba Monique. Era una situación insostenible. Así pues, no dijo nada. Siguió mirando el prospecto, y Rhoda fue pasando lentamente las páginas. Ninguno de los dos miró al otro.
Carl estaba sin blanca, no le quedaban ni diez dólares. Tenía que abandonar el camping, de modo que empezó a meter el saco de dormir barato y húmedo en la bolsa correspondiente al tiempo que se preguntaba qué haría con el de Monique. Era nuevo, gris plata y verde, e iba con su funda de vivac. Mucho más grueso y caliente que el de él, y encima pesaba menos. Un chollo de saco. Carl acercó la cara a la almohada incorporada del saco de Monique y aspiró hondo. Momentos después estaba llorando otra vez a moco tendido. No sabía cómo dominar el llanto, que por lo demás no le procuraba el menor alivio, eran lágrimas amargas y dolorosas. Monique no había tenido un solo detalle amable con él, en ningún momento. Y Carl no acababa de entenderlo.
Se quitó los vaqueros, se metió en el saco de Monique, subió la cremallera y se acurrucó. Otra tanda de sollozos, el corazón en un puño. Preguntándose cuánto iba a durar aquello. Muerto de ganas de que ella volviera, se acostara encima de él, lo abrazara. Monique, dijo.
Nada más que vacío en su interior, todo huecos. Sin sustancia. Como si ella le hubiera sorbido el núcleo, la médula. Le vino a la memoria el rostro de Monique la primera vez que habían estado juntos, cuando creyó que ella le quería. Su sonrisa un tanto indecisa, como si también ella estuviera nerviosa.
Carl sintió lástima de sí mismo, una inconmensurable lástima, y se quedó allí tumbado durante horas hasta que se presentó el encargado del camping diciendo que o se largaba o tendría que cobrarle extra.
Lo siento, acertó a decir Carl sollozando todavía. Ya me marcho. Déme unos minutos.
Tiene que irse ya.
Está bien. Ya me voy.
Ahora.
Carl se arrastró fuera del saco de Monique. En el exterior lloviznaba y el cielo estaba oscuro. Se sintió vulnerable. Sacó las mochilas de los dos, desmontó la tienda. Tuvo que sonarse otra vez la nariz, no dejaba de llorar como un crío.
Su mochila pesaba mucho, más de veinticinco kilos, y luego se agachó para coger la de Monique, que pesaba alrededor de veinte. Pasó los brazos por las correas y se la colocó delante. Trastabillando un poco, la cara pegada al armazón de la mochila, las manos unidas por debajo. Llevaba encima casi cincuenta kilos de mochila, y él pesaba menos de setenta, a saber hasta dónde podría llegar así cargado. Para ver por dónde iba tenía que girarse, seguir adelante a ciegas, volver a mirar.
Carl salió tambaleante del camping y enfiló un camino de grava en dirección a la carretera principal. Llovizna, viento flojo. Sentía las rodillas como si se le estuvieran incrustando en los huesos de las piernas, la parte inferior de la espalda a punto de derretirse, los brazos ardiendo.
El camino parecía no terminar nunca. Cuando por fin pisó asfalto, se descargó ambas mochilas y al dar unos pasos fue como si brincara en el aire, ingrávido. ¡Uau!, dijo.
Enseñó el pulgar cuando pasaba un camión. De ninguna manera podía llegar al pueblo cargando casi tres horas con las mochilas.
Pasaron varios coches sin aminorar la marcha, y Carl se dio cuenta de que hacía un rato que no pensaba en ella. Esa era la solución. Estar ocupado. Necesitaba un empleo. Y también porque no tengo dinero, dijo en voz alta. Quizás Mark podría conseguirle algo.