Carl estaba despierto. La respiración de Monique era regular y profunda, diferente de cuando dormía de verdad. Procuró mantener su propia respiración regular, sabía que ella no notaría la diferencia. Monique nunca se había fijado en él hasta ese punto, y Carl se preguntó por qué le mentía ahora, por qué fingía dormir. ¿Para qué tomarse la molestia? Bien mirado, Monique jamás tenía ese tipo de detalles con él.

Ella siguió fingiendo largo rato, y cuando por fin retiró la colcha y se levantó de la cama, permaneció quieta unos minutos, pendiente de si él se movía. Carl respiraba con regularidad, de modo que fue de puntillas hasta la puerta, la abrió y una vez fuera volvió a cerrarla sin hacer apenas ruido.

Carl aguardó un rato. No se oía nada. Miró el reloj. La una y cuarto, casi. Esperó otros quince minutos y luego se incorporó con cuidado, fue hasta la puerta, aguzó el oído y luego la abrió sigilosamente. Entonces sí le llegaron sonidos, se les oía respirar, y pudo ver luz en el salón, un parpadeo. Habían encendido una vela. Se acercó hasta la esquina y desde allí la vio a ella de perfil, montando a Jim, la cara vuelta hacia el otro lado. Carl solo podía ver la silueta oscura al trasluz de la vela.

Lo que le sorprendió fue la magnitud del dolor, una punzada no imaginaria en el lado izquierdo del pecho. Él pensaba que lo del corazón era una simple metáfora, como pensaba también que básicamente había terminado con Monique, harto de ella y de su mezquindad, pero esta vez se había superado, esto era duro e imperdonable. Verla hacer el amor con aquel tío, verla gozar moviendo los hombros, hacer su numerito a la luz de la vela, todo eso era algo que no se le iba a olvidar jamás, Carl lo sabía. Era el regalo final que le hacía Monique, uno más en la larga serie de regalos maliciosos, y peor que todos los otros.

Carl regresó a la habitación y se metió en la cama. Quería dormirse como fuera, intentó contar las espiraciones, intentó fundirse y desaparecer, pero aún estaba despierto cuando ella volvió, sigilosa al abrir y cerrar la puerta, al cruzar hasta la cama y acostarse con sumo cuidado. Él se esforzó por respirar con regularidad, a sabiendas de que Monique estaba escuchando, y al cabo de un rato percibió la respiración entrecortada de cuando ella dormía de verdad.

Fue horrible tenerla tan cerca, a solo unos palmos. Miró el reloj, eran las dos y media, y decidió que intentaría llegar al barco antes de que salieran a faenar. Necesitaba alejarse de Monique. En el muelle haría mucho frío, de modo que aguardó hasta que fueron las tres, y luego se levantó despacio, se vistió, salió de la casa y echó a andar carretera abajo en dirección al río.

Le sentó bien caminar a la intemperie, no tener que seguir esforzándose por permanecer inmóvil. El crujir de las botas en la grava, la neblina de su aliento. Movió un poco los brazos adelante y atrás, hizo rotar los hombros, trató de quitársela de la cabeza. Oyó su propia voz. Un intento de quitarse el canguelo de encima. Casi como tiritar. Bueno, que se follara a todos los tíos que le diera la gana. Él pasaba de todo: a otra cosa, mariposa.

El frío le iba calando a pesar de la caminata, de modo que se puso a correr un rato, acompañado por el ruido sordo y pesado de sus botas. El único ser humano en aquella carretera, todo estrellas y sin luna. Alaska una inmensa quietud en más de mil kilómetros a la redonda. Un espacio literalmente abierto, ocasión para olvidarse de algo tan pequeño como un disgusto. Carl quería ingerir el aire, el cielo, las distancias.

Sin embargo, un poco más adelante se sintió perdido y se escondió entre los árboles. Estaba llorando y trató de contenerse, pero acabó sollozando como un niño. Monique, dijo, porque aquel era su primer amor. Habría hecho cualquier cosa para que ella le quisiera.

Se sentó en el lecho del bosque, abrazado a sus rodillas, y sepultó la cara en un hombro. Esperó a que cesara el llanto y esperó después un poco más hasta que se sintió con fuerzas para levantarse, y una vez en la carretera prosiguió hacia el río. Se abstraería con la pesca, ayudando a Mark. Se acordó de aquella cubierta de popa repleta de peces que boqueaban; había en ellos algo magnífico, como si hubieran salido de la nada, algo de lo que ahora deseaba estar cerca.

Cuando llegó por fin al muelle, eran más de las tres y media y allí no había ni un alma, aunque vio encenderse algunas luces en varios de los barcos del canal. Esperó junto a la escala de mano, acordándose de la mujer indoamericana y preguntándose si se la volvería a encontrar, pero fue un hombre de unos treinta y tantos años quien finalmente se acercó desde uno de los edificios del muelle.

Buenos días, dijo Carl.

Buenos días.

¿Podría llevarme hasta el Slippery Jay?

Cómo no.

Y Carl se encontró de nuevo en el río, rodeado por el rugir del fueraborda, con el viento frío en las orejas, dejando tras sí la curva blanca de la estela. Saltó a bordo enseguida y avanzó por la cubierta dispuesto a esperar en la cabina del piloto.

Le gustaba la sensación de estar sentado a bordo, meciéndose con el oleaje. Era un hogar diferente y mejor. No anquilosado. Quizá era esto lo que necesitaba. Conseguir una embarcación en la que vivir, tal vez un barco de vela, dedicarse a dar la vuelta al mundo. Pero sabía por qué pensaba esto. Un gesto teatral, un modo de demostrar a Monique quién era él.

Y que era un juego imposible, un juego del que nunca podría resultar ganador.

El asiento estaba frío, y aunque se acurrucó con la barbilla metida dentro de la chaqueta, Carl no conseguía entrar en calor. Tuvo que esperar, aterido de frío y con la piel de gallina, hasta que por fin apareció Mark.

¿Qué pasó, cabrón?, dijo Mark en español.

Había pensado en ir a pescar, dijo Carl.

Pues has venido al sitio adecuado. Córrete para allá.

Así lo hizo Carl. El otro lado del banco estaba helado. Mark presionó los precalentadores durante unos veinte segundos y giró la llave para arrancar el motor. Al principio raspa un poco, dijo Mark. Pero luego va fino como la seda.

La propietaria subió a cubierta. Yo me encargo, dijo. Hola, Carl.

Hola, Dora.

Tienes cara de frío. Ve abajo a calentarte un poco. Coge un saco de dormir.

Así pues, Carl bajó por la escalera, atravesó la cocina y siguió hasta el castillo de proa. El interior estaba oscuro, pero a tientas localizó los sacos de dormir, todavía calientes, y una almohada y se acomodó. Oyó a Mark caminando por la cubierta, soltando el cabo de proa, y poco después notó que se movían. Esta vez zarpaban más temprano. Carl sin haber pegado ojo, exhausto, a gusto con el ligero vaivén y el calorcillo de los sacos de dormir, no tardó en quedarse dormido.

Soñó que nadaba bajo el agua. Era un río ancho y profundo, iluminado por el sol, todos los salmones mucho más grandes que él. Aquellos ojos suyos, enormes como lunas, y se comunicaban silenciosamente entre sí. Habían recibido un mensaje sobre él, un mensaje de urgencia.

El sonido de las olas contra el casco de la embarcación lo despertó. Desde allí abajo se tenía la sensación de que el barco era flexible, en absoluto sólido. Una simple piel. El motor sonaba ahora más fuerte, más revolucionado, con ímpetu. Carl no quería quedar como un perezoso, pero estaba muy cansado. Cerró los ojos otra vez.

Despertó notando un fuerte balanceo, señal de que se habían detenido. Se puso rápidamente las botas, fue de acá para allá, medio aturdido, y cuando por fin cruzó la cocina y subió a la cubierta de popa, Mark estaba arrojando una boya al agua, el extremo de la red.

¡¿Te echo una mano?!, gritó.

¡Sal de en medio!, le gritó a su vez Mark, y Carl se quedó mirando desde la puerta, agarrado a la jamba. El sol sacaba destellos al agua. Mark fue soltando red mientras Dora arrancaba. La red una cosa inverosímil, como una gigantesca cortina de nailon, con pequeñas boyas blancas en la parte superior y una relinga de plomos en la inferior.

El carrete cada vez más delgado a medida que expectoraba nailon verde, hasta que toda la red estuvo por fin en el agua. Dora puso el motor al ralentí mientras Mark amarraba el cabo a una cornamusa de popa. Luego arrancó de nuevo, tirando con cuidado de la red para enderezarla. Una cortina de más de doscientos cincuenta metros dibujando un arco detrás de ellos, una larga hilera de boyas blancas al final de la cual, muy lejos, se veía la boya color naranja.

La red empezaba a arrollarse lentamente, y Carl tuvo que esperar. Mark se acercó por la bamboleante cubierta caminando sin dificultad. Vigila la red, le dijo. Podrás verlos cuando caigan. Verás un chapoteo.

Carl miró pero no vio nada. Allí podía haber cientos de salmones, aunque parecía imposible. Se encontraban a mucha distancia de tierra firme, la costa era apenas un borrón en la lejanía, y el mar inmenso. No podía ser que cada pequeño trecho de agua estuviera tan poblado de peces. Pescar le pareció un gran acto de fe, o de desesperación.

La línea de boyas blancas muy tensa, elevándose de la superficie cada vez que el seno de una ola grande las atravesaba.

Estamos junto a una corriente de resaca, dijo Mark. ¿Ves los troncos?

En efecto, Carl pudo ver varios, así como trozos de madera más pequeños. El agua del otro lado era más oscura y estaba dividida por una fina línea de espuma. Los veo, dijo.

Los peces rondan cerca de la corriente. No podemos meternos ahí porque nos cargaríamos el motor con toda esa madera suelta, pero intentamos mantenernos cerca del borde.

Vayamos al otro extremo, dijo Dora desde el timón.

Puso el motor en «neutro» y luego, despacio, dio marcha atrás. Mark fue a popa, desenganchó otra boya naranja de la batayola, cambió los cabos, y el barco quedó libre.

Dora puso «adelante» y viró para navegar en paralelo a la red.

¡Lo llamamos pasar revista!, le gritó Mark a Carl entre el rugido del motor. Se hace también con las redes de otros pescadores, para ver si hay capturas.

Carl miró la red a medida que iban pasando, y no vio nada.

¡De momento no hay suerte!, gritó Mark.

A la altura del otro extremo de la red, Mark utilizó una pértiga para sacar del agua el cabo de la boya amarilla. Dio un tirón rápido, enganchó el cabo de remolque a la red, desenganchó la boya y Dora volvió a arrancar, tirando despacio de la red para enderezarla.

Agarrado a la puerta, Carl pensó en lo fácil que era perder una mano a bordo, pillada entre cualquiera de los cabos en tensión, el piso mojado y resbaladizo y en movimiento. Ese día hacía buen tiempo, algunos nubarrones de tormenta a lo lejos, nada más. Carl no se imaginaba la misma operación en pleno vendaval, pero sabía que Mark y Dora salían a faenar hiciera el tiempo que hiciese. Dora solo tenía licencia para pescar unos días fijos, por regla general lunes y jueves.

Dora siguió estirando la red durante unos quince minutos y luego puso «neutro» y le gritó a Mark que empezara a recoger. Mark estaba a popa con el pie apoyado en una tabla sujeta a una palanca hidráulica. Era un artefacto casero, un invento para que el trabajo fuera más rápido. Cuando Mark pisó la tabla, el enorme carrete empezó a girar y la red con las boyas fue pasando sobre la guía de aluminio, una plancha convexa con dos postes. Dora se situó al otro lado de la red, y entre los dos, ahora empujando, ahora estirando, consiguieron arrollarla en el carrete sin que se trabara.

Carl pendiente de los peces, creyendo entender por qué había gente que vivía así. No por dinero, tampoco por desesperación. Era el misterio. Qué podía haber allá abajo, qué podía haber en esa red. Quizá nada, o quizá centenares de salmones. O tal vez alguno de esos grandes ejemplares que viven en el mar. Teniendo una red de ese tamaño, uno podía creer en monstruos. El océano era inmenso, sí, pero ellos solo capturaban una parte muy pequeña.

Mark siguió presionando la tabla con el pie, y Carl se preguntó si el barco podría corcovear debido a la presión del tambor. Finalmente la red estuvo por completo fuera del agua, chorreando, arrollada en el carrete. Este parecía ser el momento más peligroso, cuando los cabos podían partirse o el tambor abollarse. Carl se apartó de la puerta y se situó junto a la borda, agarrado a lo que encontró más a mano. No quería estar en medio si algo se partía y salía disparado hacia él. El momento de mayor presión se producía cuando una ola grande levantaba la popa del barco. La tensión entonces era máxima.

¡No parece que pese!, le gritó Mark a Dora, pero Carl tenía la sensación de que el barco se podía romper de un momento a otro, como si su espina dorsal pudiera abarquillarse hasta terminar partiéndose en dos.

Un solitario salmón pasó por encima; estaba atrapado en la red. Mark levantó el pie de la tabla, agarró rápidamente el pez y lo arrancó de la red con un brusco movimiento descendente.

La red de nuevo vacía, vueltas y vueltas de carrete sin nada más que unos jirones de alga, como pequeños ramos marinos de color marrón oscuro, y por último un segundo salmón, de cabeza estrecha y lomo oscuro, que fue arrojado a cubierta con un gesto de palpable decepción.

Un desastre, le dijo Mark a Dora, y Carl se dio cuenta entonces de que todo dependía de Mark. Si no había peces, la culpa era suya. Un día de pesca suponía dinero gastado en combustible, en el permiso, en el mantenimiento del barco, y la red no se podía echar más veces de las autorizadas.

Mark arrolló lo que quedaba de red hasta que la boya llegó a lo alto del carrete. Dora subió al flybridge y arrancó de nuevo, rumbo a otra zona.

Carl se situó una vez más junto a la puerta. ¡Lo siento!, le chilló a Mark. Qué putada.

Mark no dijo nada. Seguía clasificando en la cubierta de popa, enmarcado ahora por una estela blanca. Cogió el primer salmón por las agallas, le metió un dedo dentro, produciendo un ruido como de reventón, y arrojó el pez a uno de los contenedores. Hizo lo mismo con el otro salmón y luego cogió una manguera para limpiar la cubierta. Cuando volvió hacia la proa, no parecía descontento.

Tranquilo, chico, le dijo a Carl. ¿Te apetece ayudarme a encontrar los peces?

Claro, desde luego, dijo Carl. No tenía ni idea de a qué se refería.

Vamos arriba, dijo Mark. Carl trepó por la escala detrás de él. Dora parodió un saludo militar y se fue abajo.

Carl se puso al timón y Mark se sentó en el banco a su lado y señaló el rumbo a seguir. Hacia aquellos barcos de allá, dijo.

¿Qué era ese ruido de antes?, preguntó Carl.

¿Cuál?

Cuando has cogido el pez por las branquias, ha sonado un plop.

Ah, eso. Nada, le he reventado las branquias para que se desangrara. La manera más fácil de matarlos, y como pierden casi toda la sangre, llegan mucho más limpios a tierra. De esa manera nos los pagan mejor.

Después se puso a hablar por la radio, a charlar con sus amigos pescadores, preguntándoles cómo les estaba yendo a ellos, o quedando para comer, invitándolos a la sauna. Para no haber pescado prácticamente nada, se le veía muy sereno y despreocupado. De cuando en cuando miraba por los prismáticos.

Guiar el Slippery Jay era como guiar una bicicleta con el manillar medio suelto. Carl giraba el timón y notaba que el barco seguía la misma dirección que antes. Después sí obedecía, pero pasándose de la raya. Carl tenía que corregir el rumbo constantemente, qué vergüenza, pero Mark no parecía molesto. Continuaba de cháchara con sus amigos.

Entonces Mark señaló a la izquierda y colgó el micro de la radio. Hacia allí, dijo. Cambio de dirección. Esos dos barcos blancos.

¿Los que están más cerca?, preguntó Carl, girando el timón.

Sí.

¿Ahí es donde están los peces?

Sí. Están pescando a tope ahora mismo, justo ahí.

¿Te lo ha dicho uno de tus amigos?

Sí.

Pues no lo he oído.

Era cuando hablábamos de cerveza. Ni palabras en clave ni nada, es solo el aire con que se dicen las cosas. Así no se entera nadie más. De lo contrario vendrían todos los barcos de la zona.

Qué pasada, dijo Carl.

Sí, es como en las pelis de James Bond, dijo Mark. Estaba mirando otra vez por los prismáticos, al grupo de barcos hacia los que se dirigían antes. Un par vienen hacia aquí, se lo habrán olido. Quizá están esperando a que viremos. Habrá que echar la red a toda velocidad.

Carl miró un momento hacia atrás, pero no pudo ver nada desde tan lejos. Parecía que la cosa era urgente. ¿Tú les conoces?, le preguntó a Mark.

Son barcos rusos. Más grandes que este, doce metros y medio de eslora, motor doble, dos licencias, eso les permite tener una polea extra, redes de trescientos cincuenta metros.

¿Has dicho rusos?

Supongo que ya son alaskeños, dijo Mark. Pero rusos. Aquí hay dos comunidades, una está cerca de Ninilchik. Buenos pescadores, o sea que por lo general no nos necesitan. Estarán teniendo un día flojo. Suelen ir a la suya, son gente muy cerrada, todos parientes, todos dedicados a la pesca o a construir barcos, es la comunidad con más pescadores per cápita de todo Alaska.

¿Son los mejores de la zona?

Mark se echó a reír. Los campeones son los noruegos, unos pescadores de la madre que los parió. Faenan en el otro lado de la ensenada. A sus pueblos solo se puede llegar en barco o en hidroavión. Preñaron a las vacas y mataron a los toros.

¿Qué?

Perdona, dijo Mark. Era una grosería, y de lo más incorrecto políticamente. Un dicho que corre por aquí. Los noruegos dejaron preñadas a todas las aleutas y mataron a la mayoría de sus hombres, o sea que en esos pueblos todo el mundo tiene apellido noruego, Knudsen y tal. Casi no queda ninguno aleuta. Un verano trabajé en un pueblo de esos, haciendo de carpintero, y te aseguro que no hay quien pesque mejor. La mezcla de sangres, supongo. Y tienen sus propias leyes.

¿Qué quieres decir?, preguntó Carl. El barco parecía una tortuga. Bamboleándose entre las olas, lento y perezoso. Mientras tanto los rusos les estaban ganando terreno. Comprendió por qué eran tan atractivos aquellos veloces barcos de aluminio con sus motores de gasolina.

Había un chaval, dijo Mark, un adolescente, que estaba cabreado por algo (seguro que hay motivos para estarlo en un pueblo de esos, incestos y tal, a saber lo que pasa allí), el caso es que le robó dinero a su tía, no mucho, pero después robó un todoterreno, fue con él hasta la playa y al final metió el coche en el agua. Por debajo de la línea de bajamar. Pero, claro, no consiguió engañarlos. Llevaron al chaval en cuestión al centro del pueblo, le pusieron un saco en la cabeza, y los hombres se liaron a golpes de bate con él, hasta su propio padre le dio un bastonazo en la cabeza. Y yo mientras tanto allí de pie, preguntándome si aquello era un asesinato, y me temo que lo fue. Pero ni se me ocurrió hacer comentarios. Yo solo estaba ayudando a construir una casa. Y ahí acabó la cosa.

Joder, dijo Carl.

Voy a avisar a Dora, dijo Mark. Ella se ocupará del timón. Procura no estorbar. Y si caen peces, me ayudas a tirarlos.