Monique y Carl estaban en la cama del cuarto de invitados de Jim. Ultima hora de la tarde, después de ducharse. Carl rezando para que ella quisiera hacerlo, pero temeroso de abrir la boca. Y Monique contemplando el techo.
Estoy cansada, dijo.
Hum, dijo Carl.
Monique hizo crujir los dedos de los pies.
No hagas eso. Tendrás artritis.
Monique suspiró. Se puso de pie, se quitó la toalla en que estaba envuelta, la tiró sobre una silla y se metió desnuda bajo las mantas.
Carl tiró la toalla y se metió también bajo las mantas.
Monique se dio la vuelta boca abajo, mirando hacia el otro lado, y se puso a dormir.
Al poco rato Carl se vistió y fue a merodear por la cocina y el salón. La casa estaba muy bien, unas vistas espléndidas, todo madera, buenos sofás. Abrió la nevera y el congelador y buscó algo interesante. Barritas de helado, que eran una buena posibilidad. Salmón ahumado, eso siempre estaba rico. Pero cerró las dos puertas y miró en la despensa en busca de otra cosa. Encontró un frasquito de jarabe de arce, sin abrir. Tenía un asa lo bastante grande como para meter el dedo, y en lo alto un diminuto tapón dorado. La etiqueta decía importado de Canadá.
Carl llevó el frasco a la sala de estar y se sentó en un sofá de cara a la ensenada, oscurecida ahora por la lluvia. Desenroscó el tapón y echó un traguito de jarabe, sosteniendo el frasco con ambas manos sobre el regazo entre sorbo y sorbo, como una petaca de whisky.
Sobre la superficie del agua las nubes formaban un techo bajo y sombrío, casi como un decorado de teatro, las franjas sesgadas de la lluvia y la luz un truco de puesta en escena, todo ello en movimiento. Era hermoso, y también diferente, ahora que podía contemplarlo en un entorno seco, cálido y lujoso. No estaba mal ser rico. Quizá debería replantearse lo de estudiar antropología. Vivir en aquella tienda de campaña era un avance de lo que sería su vida si tomaba la ruta del pobre.
Recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Había dormido mal todos aquellos días, cada vez que llovía se le mojaba la mitad inferior del saco de dormir. El sofá era increíblemente cómodo.
En sueños lo sacudían unos monos que trataban de asirse a las ramas de un árbol altísimo, pero en realidad era Rhoda quien le tocaba, y al despertar vio que se había derramado el jarabe por encima y también por el sofá, todo manchado de churretes color de miel. Y Rhoda le limpiaba la camisa y el pantalón con un paño de cocina húmedo.
Lo siento, dijo Carl, presa del pánico.
Tranquilo, dijo Rhoda. Tiene gracia. Deja que te limpie un poco más, no sea que vayas goteando cuando te levantes.
Joder, mira que soy idiota, dijo Carl.
Descuida, querido. Seré una tumba.
Uf, dijo él. Me he puesto perdido.
Y que lo digas.
Carl consiguió levantarse, por fin, y ayudó a Rhoda a limpiar el sofá, que por suerte era de color marrón oscuro.
Lo siento muchísimo, dijo.
Venga, hombre. Tranquilo.
Carl se escabulló para cambiarse de ropa y darse otra ducha, pero Monique estaba ya despierta y le preguntó qué había pasado y, lógicamente, se rió.
Gracias, dijo él. Solo me faltaba eso.
No hagas pucheros, dijo Monique, pero él cerró la puerta del baño y se metió en la ducha. Ya estaba harto de ella.
Rhoda terminó de limpiar y luego preparó una bandeja con quesos variados, aceitunas, salmón ahumado, galletas saladas, alcaparras y pasta de olivas negras. Luego abrió una botella de shiraz y un pinot gris. Le gustaba hacer de anfitriona. Se puso a cantar «Un poquito de azúcar», de Mary Poppins, la película favorita de su infancia. Se imaginaba a sí misma preparando bandejas de chuches para niños.
Cuando oyó llegar a Jim, corrió a la puerta, le echó los brazos al cuello y le dio un beso. Tengo una sorpresa, dijo.
Ah, ¿sí?
Hay invitados. Un poquito de compañía. He preparado una bandeja de quesos.
No me digas. ¿Y quiénes son?
Te caerán bien, le aseguró Rhoda. A una de las dos personas ya la conoces. Pasaron a la sala de estar y Jim tiró la chaqueta sobre el sofá y se sentó.
Hoy la lluvia era preciosa, dijo Rhoda. Carl estaba antes aquí, mirándola.
¿Carl?
Rhoda le sirvió un vaso de shiraz. Sí, ha venido con su novia, Monique. A ella la conociste en el Coffee Bus.
Jim se puso de pie, cosa que no era habitual. Se volvió hacia ella, boquiabierto, y luego giró la cabeza hacia la ventana.
¿Qué ocurre?, preguntó Rhoda.
No hubo respuesta. Ella le llevó el vaso.
¿Ocurre algo?, preguntó.
No, dijo Jim. Pero se le veía molesto. Es que prefiero no ver a los pacientes fuera de la consulta. Monique vino a que le hiciera un empaste.
Vaya, lo siento mucho, dijo Rhoda. Perdona, Jim. Le dio un abrazo y le frotó un poco la espalda.
No importa, dijo él.
Volvió al sofá, y Rhoda se puso a hacer la cena, unos filetes de caribú de su madre. Los colocó en una sartén junto con dientes de ajo enteros, cebollas Maui, aceite de oliva, romero, vinagre balsámico y pimienta negra. Había puesto a hervir patatas y cocería brócoli al vapor.
Monique salió del cuarto de invitados seguida de Carl. Era alta y, en cierto modo, despampanante, a pesar de que tenía una extraña naricita. Como un elfo cuyo cuerpo hubiera crecido en demasía. Carl, tan indeciso y negado, no estaba a su nivel. Rhoda no creía que duraran juntos ni dos meses.
Hola, dijo. Tomad un poco de vino. He dejado una bandeja de quesos al lado de Jim. Podemos sentarnos a mirar la lluvia juntos.
Hola, Jim, dijo Monique, y él se puso de pie y se acercó a darles la mano a los dos. Pero no dijo nada, lo cual era raro en Jim. Los invitados eran mucho más jóvenes; no tenía sentido que se sintiera incómodo.
Me ha dicho Jim que has estado en su consulta, Monique. Rhoda hizo este comentario para romper el hielo.
Es verdad, dijo Monique. Esos patitos que tiene en el techo me encantaron.
Jim se rió. Los puse para los niños.
Para los cazadores, dijo Monique, y de nuevo se produjo un silencio extraño.
Sentaos, dijo Rhoda. ¿Os apetece un vaso de vino? Tengo shiraz y pinot gris.
A mí shiraz, por favor, dijo Monique. Y para Carl un zumo o solo agua. Él no bebe.
Gracias, Monique, dijo Carl.
¿Qué? Pero si tú no bebes…
De acuerdo, pero no tengo seis años.
Creo que no es el momento de reivindicar tu hombría.
Das asco, Monique.
Rhoda se echó a reír, de nuevo intentando aliviar la tensión. Parece que la tienda de campaña os ha pasado factura.
Será eso, dijo Carl. ¿Tú qué tal has estado en la tienda, Monique? ¿Algo incómoda, a lo mejor?
Carl está mosca porque ha tenido que pasar algunos ratos solo.
¿Y dónde te habías metido tú?, preguntó Carl.
En Seward. ¿Tú has estado en Seward, Rhoda?
A Rhoda le tocaba las narices que discutieran en su casa, con el queso y el vino, y no sabía por qué Jim seguía en aquel plan tan imbécil, pero aprovechó la oportunidad para cambiar el tono.
Me encanta Seward, dijo. Una bahía preciosa, y todas esas montañas alrededor. Hace un montón de años que no he estado en Seward. Deberíamos ir, Jim.
Claro, dijo Monique, tendrías que llevarla a Seward.
Por supuesto, dijo Jim. Daba la impresión de estar medio aturdido, o quizá solo era cansancio. Un día de estos tenemos que ir a Seward, dijo.
Y eso fue todo. Otra vez silencio. Rhoda los hubiera matado a los tres. Volvió a la cocina dejando que se cocieran en su propia extraña cazuela de conductas antisociales. Cogió la lechuga, la enjuagó rápidamente y la cortó en trocitos. Luego partió dos tomates, una cebolla roja, y añadió unos piñones. Decidió que Monique no le caía nada bien. De los tres, era quien peor le caía. Aquel extraño tono de voz al decirle a Jim que debería llevarla a Seward. Por cierto, ¿cuántos años tenía? ¿Veintidós, o algo así, y ya iba por ahí comiéndose el mundo?
Mientras seguía ocupada, aguzó el oído, pero no oyó nada. Silencio absoluto. Increíble. ¿Cómo era posible? Y cuando por fin tuvo la cena lista y se sentaron todos a la mesa, fue Monique la primera en tomar la palabra.
Rhoda me ha contado una historia estupenda sobre osos. ¿Tú sabes alguna, Jim?
A Rhoda no le gustó cómo había pronunciado Monique el nombre de Jim. Con cierta condescendencia. Y, por algún motivo, él lo permitía.
La verdad es que no, dijo Jim. ¿Yo conozco alguna historia de osos, Rhoda?
Pues claro, cariño. Acuérdate de aquella vez en el río, con el salmón colgado a la espalda. Siempre cuentas esa.
Ah, sí, dijo él. Bueno, ¿y tú, Carl? ¿Has visto algún oso por aquí?
No. Pero tenía ganas. Incluso fuimos de excursión a Denali, pero no hubo suerte.
Qué pena, dijo Rhoda. En Denali hay muchos osos. Casi no puedo creer que no vierais ninguno. Qué mala suerte.
Típico de mí, dijo Carl.
Bueno, estás en Alaska. ¿Qué más se puede pedir? Y con Monique.
Oh, dijo Monique. Muy amable. Gracias, Rhoda.
Parecía que las cosas empezaban por fin a enderezarse. Rhoda se alegró. A Monique se la veía más animada, más amistosa, y la conversación se desarrolló con normalidad, cuatro personas disfrutando de la velada, como tenía que ser. Los filetes de caribú suscitaron muchos elogios. Mi madre lo mató con sus propias manos, dijo Rhoda. El broche final fue un postre sorpresa: tiramisú casero.
Los bizcochos son comprados, explicó. Pero el resto lo he hecho yo sola.
Está riquísimo, dijo Monique. Menudo banquete.
Sí, Rhoda. Muchas gracias, añadió Carl. Con esto ya me he olvidado de la tienda de campaña.
Solo Jim estaba relativamente callado, cosa rara en él. Había tomado dos vasos de vino, y de ordinario eso le soltaba la lengua.
Jim acaba de volver de Juneau, dijo Rhoda. Ha estado hablando con otro dentista sobre compartir la consulta.
¿Qué tal es Juneau?, preguntó Monique.
Oh, pues muy bonito, dijo Jim. El glaciar Mendenhall. Hay una excursión preciosa alrededor del lago, y remontando el flanco izquierdo se puede caminar por algunas zonas del glaciar.
Eso me encantaría, dijo Monique. Quizá se podría ir hasta allí en helicóptero y tumbarse en el hielo y hacer ángeles de nieve.
No es mala idea, dijo Jim. Pero Rhoda notó algo raro, algo que no encajaba. Miró a Carl, pero este estaba hechizado por el tiramisú, la vista fija en el bol mientras lo saboreaba a cachitos con la punta de la cucharilla. Al parecer, la comida lo tenía obsesionado.
Carl, dijo Monique, no hace falta que folles con el tiramisú. Basta con que te lo comas. Y le guiñó un ojo a Rhoda.
Carl no se molestó en alzar la vista. Gracias, dijo. Me da más placer este postre que todo el que me hayas podido dar tú.
Uf, exclamó Jim. Y se rió.
Eso no ha estado bien, Jim, dijo Rhoda.
Perdón.
Hummm, dijo Monique. Sin duda no estaba acostumbrada a oír comentarios negativos, de lo cual Rhoda se alegró un poquito.
¿Una partida?, propuso Rhoda. ¿Queréis que juguemos a algo?
¿Tenéis el Twister?, preguntó Monique.
Carl levantó la cabeza. ¿El Twister?
Sí, lo tenemos. Rhoda fue al armario del vestíbulo y se puso a buscar. Olvidaos de los platos. Los limpiaré yo después.
De modo que se quitaron los zapatos y se sentaron alrededor de la estera del Twister.
Es tan retro, dijo Monique, contemplando todos aquellos puntos de colores brillantes. Me encanta.
Hicieron girar el disco y se turnaron. Jim acabó en una postura muy difícil, con los pies lejos de las manos. Daos prisa, dijo entre dientes. Estaba mirando al techo, las manos atrás y el trasero colgando peligrosamente bajo.
Rhoda se reía. Había conseguido un punto fácil en una esquina, dos pies y una mano.
Entonces Carl tuvo que darse la vuelta y pasar por encima de Jim, en una exagerada flexión de brazos. A Monique le hizo gracia y se rió.
Gracias, Monique, dijo Carl.
Ella tuvo que avanzar sobre las dos manos, pero no fue difícil.
A Rhoda le tocó uno imposible. En el momento de pasar la mano libre por encima de Monique, la cara le quedó pegada al trasero de esta, lo cual le resultó desagradable.
Me rindo, dijo Rhoda. No puedo.
Jim se dejó caer. Menos mal, dijo.
Era demasiado años setenta para mí, dijo Rhoda. O sesenta, da igual. Pero tenemos otro juego antiguo que podría ser divertido.
Y se pusieron a jugar al Ponle la Cola al Alce, mareándose de tanto dar vueltas, cada cual por su lado, sin que nadie consiguiera acertar con el dardo donde se proponía. Y aquello parecía por fin una fiesta. Rhoda estaba contenta. Cuando terminaron, recogió los juegos y se dispuso a lavar los platos.
Te ayudo, dijo Monique. Era tarde, y Jim y Carl se fueron a las habitaciones.
Gracias, dijo Rhoda, algo apaciguada con respecto a Monique. La chica era un poco rara, pero también podía ser cariñosa.
Rhoda se ocupó de lavar, y Monique de enjuagar y secar. Tenéis una casa preciosa, dijo Monique.
A mí me encanta. Siempre había soñado con una casa así.
¿Cuánto hace que tú y Jim estáis juntos?
Algo más de dos años. Viviendo juntos, un año.
¿Cómo le conociste?
Era paciente suya.
Oh.
Al principio no me pareció gran cosa, pero poco a poco me fue gustando. Es serio y responsable. Tiene buen corazón.
Sí, dijo Monique. Parece buena persona. ¿Pensáis casaros?
Rhoda se sintió en un aprieto, no estaba preparada para esa pregunta. Pero Monique trataba de ser amable, y no quiso estropearlo. Sí, respondió. Lo hemos hablado, pero no es oficial todavía. Nos lo tomamos con calma. El tipo de ceremonia que nos gustaría y todo eso.
¿Cuál es tu plan?
Bueno, dijo Rhoda, empezando a entusiasmarse a pesar suyo. Yo había pensado en Hawai. Concretamente Kauai, la Isla Jardín.
Kauai es bonito, dijo Monique.
¿Tú has estado?
Sí, un par de veces. Me recorrí a pie la costa de Na Pali, y también en kayak.
¿La costa entera?
Solo puedes ir en un sentido, la corriente es muy fuerte. Pero tampoco es tan duro, la verdad.
Sería fantástico poder hacer eso en la luna de miel, dijo Rhoda.
Os gustará. Es un sitio precioso.
Rhoda se sintió mal por sus anteriores reparos a Monique. Terminaron con los platos, y Rhoda le dio un abrazo de buenas noches. Qué pena que no te quedes más tiempo en Alaska. Sería divertido vernos de vez en cuando.
Sí, dijo Monique. Me gustaría.
Rhoda encendió la luz del dormitorio, pero la apagó enseguida al ver que Jim ya estaba dormido. Se desvistió a oscuras, tropezándose aquí y allá, achispada aún por el vino, y se dejó caer sobre la almohada.
Jim estaba despierto. Permaneció escuchándola respirar y esperó hasta que pudo notar las pequeñas sacudidas en las manos, señal de que ella se había dormido. Esperó un poco más, para asegurarse. Monique le había dicho un rato antes que se reuniría con él en la sala de estar. Jim, por supuesto, estaba enfadado, pero tampoco quería perdérselo.