Los troncos no eran todos iguales. Unos más claros, de abedul, la corteza fina como el papel. Luego otros más oscuros, de abeto. Todas las variedades de árbol de esa zona de Alaska.
Y ni uno solo recto. Nudos y protuberancias, muñones allí donde la sierra había cortado las ramas. Gary iba levantando un extremo, miraba a todo lo largo con un ojo guiñado, y pasaba al siguiente tronco.
Llovía otra vez, solo que ahora iban bien equipados con gruesas prendas verde oscuro de pescador, botas incluidas. Irene estaba seca y no tenía frío.
Quizá debería haberlos cepillado, dijo Gary.
Irene se contuvo. Permaneció sentada en el borde de la plataforma y esperó. Haría lo que él le dijera que hiciese. Si Gary decidía atar los troncos entre sí con regaliz, o rellenar los huecos con glaseado para tartas, ella no pondría objeciones.
Finalmente, Gary eligió cuatro troncos de abeto, los midió y serró los extremos para que las esquinas encajaran. Los ángulos de cuarenta y cinco grados, empleando una sierra de mano, y no consiguió colocarlos bien del todo. El serrín, con la lluvia, pasando de amarillo a naranja rojizo. Un olor a madera en el aire, producto de la sierra. Gary empalmando las esquinas y preguntándose cómo rellenar los huecos.
Más o menos, dijo él, pero Irene se dio cuenta de que ya se sentía frustrado. Tenía en la cabeza una idea perfecta, inmaculada, y empezaba a ver las primeras impurezas.
Irene se arrodilló para sujetar los troncos mientras él se ocupaba de clavar. Grandes clavos galvanizados de quince centímetros. Irene tenía las manos húmedas y frías, la corteza era áspera.
Completaron cuatro esquinas, el primer nivel de lo que serían las paredes. Dos troncos de cuatro metros ochenta y dos de tres metros sesenta formando un borde inferior. Del lado de arriba, el tronco llegaba casi hasta el suelo. Del lado de abajo, le faltaba casi un palmo.
Para que el techo quede a nivel, ¿pondremos alguna capa adicional?, preguntó Irene.
Sí, dijo Gary. Habrá que hacerlo. Aunque supongo que un techo puede estar inclinado. Igual quedaría interesante. Y sonrió mirando a Irene.
Sí, rió ella. Se vería muy rústico.
Pues no se hable más, dijo Gary. Tendremos un techo inclinado.
Irene le rodeó con el brazo y le dio un apretón. Tal vez funcionaría. Tal vez no pasaba nada por que la cabaña tuviese una pinta ridícula.
¿Vamos a por la segunda capa?, preguntó él.
Claro, dijo Irene. Estaba medio mareada y sentía como un punzón en el cerebro, pero hacía lo posible por olvidarse de ello. Quizá necesitaba más antibióticos.
Volvieron a tomar medidas, y después él serró los extremos. La lluvia arreció, racheada, de modo que se pusieron de espaldas al viento.
Irene sujetó las esquinas mientras él clavaba los clavos, y enseguida vio que entre ambas capas había brechas, en algunos puntos de hasta seis o siete centímetros.
Maldita sea, dijo Gary.
La lluvia caía sesgada ahora, como si quisiera hacerles ver que se colaría por aquellos intersticios. Mientras Gary estaba distraído, Irene se tomó rápidamente un Tramadol. Pronto se le acabarían. Tendría que pedirle más a Rhoda.
Maldita sea, dijo otra vez Gary. Necesito una máquina de cepillar, hacerlo a mano me puede llevar años. Todos estos nudos, las ramas cortadas, toda la corteza… Es imposible. Tendría que haberlos hecho cepillar antes de cargarlos. Lo sabía. Lo sabía, y sin embargo…
Es la primera vez que intentas una cosa así, dijo Irene.
Pero lo sabía. Ocurre que el tiempo se me echaba encima. Me puse a ello demasiado tarde, pensando que quizá lo lograría. ¿Cuándo aprenderé a no empezar las cosas demasiado tarde?
Yo creo que eres duro contigo mismo, dijo Irene.
No es eso. Lo que pasa es que soy imbécil. Imbécil e incompetente, lo he sido toda la vida. Con cada proyecto.
Gary, dijo ella, e intentó rodearlo con los brazos, pero él se alejó hacia los árboles. Costaba creer que tuviera cincuenta y cinco años cumplidos. Podría haber tenido veinte, o treinta, o solo tres. Aquello era una rabieta, igual que las de los niños que durante treinta y tres años había tenido ella a su cargo.
Y entretanto, dijo Irene para sí, mi vida es esto. Porque una puede elegir a la persona con quien quiere estar, pero no en qué se va a convertir.
De unas cuantas zancadas Gary cruzó la arboleda de la parte de atrás de la propiedad. Llovía a conciencia, y sus pisadas, al partir las ramitas que había en el camino, tenían la pesadez misma de la lluvia. Se vio capaz de seguir caminando eternamente, de cruzar Alaska hasta el Yukón y los Territorios del Noroeste, de andar sin descanso hasta que le ardieran las piernas y su mente se despejara. Fue a parar a la otra cabaña, la de los troncos grandes y parejos. Examinó los resquicios y una vez más no supo ver qué habían empleado para taparlos. Los dientes de su martillo y los propios troncos eran demasiado curvos como para hurgar allí con la herramienta, de modo que abrió camino a martillazos en una de las brechas, desgarrando la parte frontal del tronco. Debajo, la madera era más clara, en la superficie se había vuelto casi negra. Pudo desalojar un pequeño fragmento de relleno. Una lechada gris, o quizá cemento, o resina sintética. Tenía elasticidad, pero no era caucho ni silicona. Un tacto ligeramente granulado. Se lo acercó a la nariz pero el olor no le dio ninguna pista. Y dudaba de que con aquello se pudieran rellenar huecos de varios centímetros. No, imposible. Tendría que tapar los resquicios clavando listones de contrachapado. En vez de una cabaña, por dentro parecería una despensa.
Se dio la vuelta y arrojó el martillo contra un árbol. El ruido que produjo fue demasiado débil, poco satisfactorio. Se acercó, recogió el martillo y lo lanzó, desde más cerca, contra otro árbol. Rebotó en el tronco, y Gary tuvo que apartarse.
Le entraron ganas de hundir las manos en la isla y destrozarla, ver cómo el agua del lago irrumpía por el hoyo. Con eso bastaría. Ni más ni menos.
En fin, dijo. Porque era hora de regresar.
Encontró a Irene sentada en el borde de la plataforma, de espaldas al viento y a la lluvia, los hombros encorvados. Era mejor que volviera a casa. Ella no tenía por qué compartir todo eso. Pondrían unos cuantos troncos más y se marcharían.
Se le acercó y le dijo que lo sentía. Es para desanimar a cualquiera, dijo. Ahí atrás hay otra cabaña, ¿sabes?, y no entiendo de dónde sacaron unos troncos tan grandes.
No importa. Quizá nos apañemos con estos.
Colocaron otra capa, serrando extremos y claveteando esquinas, y luego se apartaron un poco a fin de ver las brechas. De pie, bajo la lluvia, intentaron dar con una solución.
¿Y no podrías clavar cada capa en la de debajo?, propuso Irene. Con unos clavos más largos. Eso quizá serviría para juntar más los troncos. Y de repente se le ocurrió que era casi una metáfora, que si lograban coger todas sus antiguas identidades y unirlas entre sí, hacer que quienes habían sido cinco años y veinticinco años atrás encajaran mejor, tal vez tendrían la sensación de algo sólido, compacto. Por ellos mismos y por su relación, ya que un matrimonio tenía en cierto modo una entidad similar al yo, algo efímero y cambiante, importante y a la vez nada. Podías darlo por sentado durante años, como algo que estaba ahí, pero luego cuando lo buscabas, o lo necesitabas, o intentabas encontrarle alguna sustancia, algo a lo que agarrarte, siempre volvías de vacío.
Es una buena idea, dijo Gary. Creo que lo probaré. Gracias, Reney.
Hicieron otra capa más y luego las levantaron todas dejándolas a un lado para continuar al día siguiente. Al día siguiente tratarían de hacer que todo encajara mejor.