Rhoda se encaró a un malhumorado persa gris de nombre Smokey. Es la hora de la pastilla, le dijo, y el perro hizo un intento de resistirse cuando lo agarró por la cabeza, pero ella era rápida y sabía cómo aguantarle la mandíbula abierta. El perro casi ni se enteró. Bueno, ya podemos ser amigos otra vez, dijo Rhoda.

Con Jim no era tan sencillo. Marcó otra vez su número en el móvil, le salió el buzón de voz, cerró el teléfono de mala manera. Hum, dijo.

Jim estaba en Juneau hablando con el posible nuevo socio de la consulta, un dentista llamado Jacobsen. Era todo cuanto Rhoda sabía, cosa rara. A diferencia de lo que era normal en él, Jim no se había extendido en detalles esta vez, y ni siquiera la había telefoneado. Llevaba fuera desde el día anterior, no la había llamado por la noche, y tampoco había dado señales de vida después. Seguramente había cenado con el tal Jacobsen, quizá después se había quedado a dormir en su casa, con su familia; claro que ella no sabía nada de ese hombre, y mucho menos si tenía familia.

Al salir del trabajo fue en coche a la consulta de Jim y se sorprendió al ver la Suburban en el aparcamiento. Llamó a la puerta y, pocos momentos después, con cara de cansado, abrió él.

Hola, dijo Jim. Llevaba la misma ropa que el día anterior, toda arrugada y con un tufillo a sudor.

¿Qué te ha pasado?, preguntó ella. ¿Cómo no me llamaste?

Y le dio un fuerte abrazo, contenta de que estuviese de vuelta.

Caray, gracias, dijo él. Mira, es que perdí el móvil. Quizá se me cayó del bolsillo en el avión, no sé. Pero, en fin, me alegro de verte.

Y yo a ti. Estaba preocupada. Parecía que se te había tragado la tierra.

Perdona.

Sabrás resarcirme.

Uf, dijo él. Estoy agotado. Anoche no pude pegar ojo.

Pobrecito, dijo ella. Vamos a casa. Te prepararé la cena.

Tengo que ordenar este follón. Un par de días ausente y ¡todo patas arriba!

Te ayudo, dijo ella. Se sentaron juntos y empezaron a revisar todos los cambios de hora, mensajes, pedidos, preguntas sobre contabilidad. Su secretaria había dejado post-it aquí y allá para cada cosa.

No tiene ni idea, dijo Rhoda. Esta no es manera.

Calma, tigresa, dijo Jim.

Cuando por fin terminaron de poner orden y llegaron a casa, Rhoda preparó una buena cena, bacalao largo envuelto en beicon, una ensalada grande con aguacate y unos tomates más maduros de lo normal. Para ella era un placer cocinar, cocinar para Jim, en la casa de ambos. De vez en cuando levantaba la vista hacia el techo abovedado, todo de madera. Bebió medio vaso de vino. Empezó a fantasear.

¡La cena está lista!, dijo en voz alta cuando hubo puesto los platos en la mesa. Al no contestar él, fue al dormitorio y se lo encontró ya dormido. Pobre Jim, dijo, y apagó la luz.

Monique salió del hotel y se dirigió al Coffee Bus bajo la lluvia. Era mediada la mañana, había regresado con Jim el día anterior y no soportaba estar sola ni un minuto más. Necesitaba un poco de compañía humana.

No era un paseo corto. Llevaba una cazadora impermeable con capucha, pero la lluvia le estaba dejando las perneras del pantalón vaquero frías y húmedas. Aquí el final del verano parecía casi el invierno. Nada de quejarse, se dijo a sí misma. Fuiste tú la que quiso venir. Alaska parecía una gran aventura, pero no había para tanto ni mucho menos. Veías unos cuantos uapiríes y ya te parecía normal, como las vacas. Eso sí, lo del glaciar había molado mucho.

Dejó atrás una larga galería comercial, de una sola planta, y luego un solar abandonado donde un coche viejo languidecía entre otros desperdicios en la linde de un bosque. Paletolandia, dijo en voz alta. Todo el suelo salpicado de cosas oxidadas.

El Coffee Bus estaba en una esquina desierta, un amplio solar de gravilla. Era un viejo autobús blanco, quizá un minibús escolar repintado. De uno de los flancos sobresalía un toldo, y unos escalones subían hasta una ventanilla. Nada de drive-through.

Hola, Mark, dijo cuando estuvo bajo el toldo.

Tía, dijo él. Carl está que se consume de pena, pobre. Es curioso que lo dejaras tirado en ese camping.

¿No tenías que estar pescando?

La dueña ha decidido tomarse un par de días de fiesta. Quería que yo mientras tanto me ocupara de sacar brillo a la barca y le hiciera de lacayo, pero por ahí no paso.

Hola, Monique, dijo Karen.

Hola.

Entra a tomar café.

Monique rodeó el vehículo, subió por la puerta de atrás y se sentó en un taburete. Dentro olía como un asador, el aire era denso y fragante.

Bueno, ¿dónde has estado?, le preguntó Karen.

Monique les contó lo de Seward, sin mencionar a Jim, y dijo que se había quedado a dormir en casa de una gente que conoció. Luego preguntó por Carl, quien al parecer se consumía llorando su ausencia. Monique confió en que se ofrecerían a llevarla en coche al camping, pero le ofrecieron a Rhoda.

Siempre pasa por aquí a las doce, dijo Mark. Es como un reloj. Ella te acompañará.

Vale, dijo Monique, y poco rato después apareció Rhoda y dijo que bueno. El camping quedaba bastante lejos, pero eso no pareció importarle. Será un placer, dijo, con un leve asentimiento de cabeza, un gesto extrañamente formal que podría haber ido acompañado de una reverencia.

Gracias, dijo Monique. Fueron hacia el coche de Rhoda, que era todo menos una carroza real. Datsun, una marca que había dejado de existir. Ni más ni menos que una calabaza de cuento de hadas.

Me has salvado, dijo Monique.

Olvídalo, dijo Rhoda. Cuéntame algo de tus viajes. ¿Lleváis aquí todo el verano?

Hemos estado en casi todas partes. Subimos en el transbordador hasta Denali y Fairbanks y terminamos aquí en la península. Carl quiere hacerse hombre a toda costa, y parece ser que si pesca un pez grande se dará por satisfecho.

Rhoda se echó a reír. ¿Por qué no podrán ser hombres y punto? ¿Por qué tendrán que «hacerse» hombres?

Es lo que yo digo.

Yo también tengo uno que no ha salido del cascarón. Se llama Jim y es dentista.

Le conozco, dijo Monique. Nos presentó Mark en el Coffee Bus.

¿Te pareció como que apenas saludaba?

Estuvo bastante callado.

Suele hacerlo. La gente piensa que no saluda, pero sí que saluda.

A mí no me importó, dijo Monique. Estaba observando a Rhoda, pensando que era una chica atractiva a su manera. Y casi deseó contarle toda la verdad, allí mismo, desde el principio, salvarla de Jim, pero le pareció inútil. Dijera lo que dijese, Rhoda y Jim seguirían adelante con su insignificante existencia. ¿Tú eres de aquí?, le preguntó.

Sí, me crié junto al lago Skilak, un sitio ideal. Podías campar a tus anchas.

¿Te has topado con un oso alguna vez?

Varias.

¿Me lo cuentas? Las historias de osos me encantan.

Pues esta no te la vas a creer.

¡Viva!, exclamó Monique. Una de las buenas, ya lo veo venir. Y se volvió hacia Rhoda en el asiento, dispuesta a escuchar con la máxima atención.

Imagínate, dijo Rhoda, tengo cuatro años. Es uno de mis primeros recuerdos. Llevo puesta mi chaqueta preferida, una roja con capucha.

Oh, Caperucita Roja.

Ni más ni menos. Adoraba esa chaqueta.

De momento, perfecto.

Estoy buscando arándonos en una colina que hay detrás de la casa. Finales de agosto, empieza a hacer frío aunque todavía es verano. Unos días después nevó, cosa que no ocurre casi nunca en agosto.

Vaya plan, dijo Monique.

Y puede que los osos estuvieran más desesperados a causa del frío prematuro. No lo sé. El caso es que estoy allí mirando un arbusto y de repente noto como si alguien me estuviera observando. Levanto la cabeza no sé por qué y veo que a unos seis metros de mí hay un oso enorme.

Dios.

Sí, un oso pardo, y de los grandes. Si hubiera sido un oso negro americano, bueno, tampoco habría pasado gran cosa.

Y a un oso nunca lo ves a tan poca distancia. No se te acercan así. Suele ser al revés. Tú los asustas, y ellos se marchan corriendo. Pero ese estaba a dos pasos, debía de haberme oído, olido, qué sé yo.

¿Y qué hiciste?

Ese es el tema, que no hice nada. Me quedé allí de pie, mirándolo, y el oso mirándome a mí. Era una preciosidad de animal, y parecía amistoso, como un perro grande. Le dije hola, y él movió un poco la cabeza, dio media vuelta y echó a correr.

Le dijiste hola…

Te lo juro, y ahora trabajo para un veterinario. Con los animales siempre he tenido esta sensación, de que en realidad no quieren hacernos daño. Lo que pasa es que a veces nos metemos en su camino.

Premio a la mejor historia de osos.

Llegaron al camping y Monique le indicó por dónde se iba a la tienda. Aparcaron muy cerca. Carl asomó la cabeza.

Hola, dijo Monique.

¿Qué coño quieres?, le espetó Carl.

No te enfades.

Llueve y hace frío, dijo Rhoda. ¿Por qué no os venís los dos a casa? Allí estaréis secos, podéis quedaros a cenar y a dormir. Mañana a mediodía os traigo de vuelta.

Monique se rió. A Jim le iba a dar un infarto. Sería estupendo, dijo. ¿Qué te parece, Carl? ¿Te quedas aquí solito con la depre, o te reintegras en el conjunto de los seres humanos?

Voy, dijo Carl. Odio esta maldita tienda.