Irene y Gary cargaron planchas de contrachapado en la barca. Era la primera vez desde el temporal que ella salía de casa, salvo para ir al médico. El día había amanecido nublado y frío, soplaba un poco de viento.

Atraes las borrascas, dijo Gary. Toda esta semana ha hecho sol.

Si atrajera borrascas, lo haría a conciencia, dijo Irene. Borraría del mapa todo Soldotna.

Ay, Dios, dijo Gary cogiendo las herramientas y unos clavos. Ahorra fuerzas para el martillo. Hoy tenemos que colocar todas estas planchas. Estaba de buen humor, Irene lo notó. Se había salido con la suya. Ella le iba a ayudar en aquella tontería de proyecto.

Subieron la compuerta, echaron los pestillos y zarparon. Irene bien envuelta en un abrigo, con sombrero, la cabeza encogida en el cuello de la prenda, de espaldas al viento. Viento y frío que agravaban su dolor de cabeza. Se sonó, el extremo inferior de la nariz irritado, casi en carne viva. Al parecer los anticongestivos y los antibióticos no le hacían nada. Pero, según el doctor y todo el mundo, ella se encontraba bien. No le pasaba nada. Un catarro, simplemente. Aprovechando que Gary no miraba, se zampó dos Tramadol.

Atracaron a escasa distancia de la orilla (esta vez iban poco cargados), cogieron las planchas de contrachapado entre los dos y las arrastraron por la maleza. El viento las abombaba al dar de costado, e Irene tuvo que cuidarse de no caer. Y teniendo las manos ocupadas, no podía defenderse de los mosquitos que le atacaban la cara y el cuello. De buena gana hubiera expresado cierta frustración, pero ¿para qué? Solo conseguiría que Gary le soltara un sermón. El de «El mundo es de los duros», o bien el de «Necesito que me ayudes», o, peor aún, el sermón de «Esta cabaña es para los dos», qué gran falacia. Al final resultaría que la cabaña había sido idea suya.

Gary había construido el armazón de un suelo. Estacas delgadas clavadas en la tierra, viguetas entre ellas, todo apuntalado. Ni muy parejo ni completamente nivelado, pero más estable de lo que ella se esperaba.

Tiene buena pinta, dijo. Has trabajado mucho.

Gracias. Me di cuenta de que el suelo de tierra no iba a quedar bien. Y he procurado cuadrar bien las esquinas, a ver si hay suerte y encajan estas planchas.

¿Cómo van acopladas las paredes?

De hecho no van. Digamos que se acoplan entre sí en las esquinas, y ya procuraremos que todo encaje lo más herméticamente posible.

Vale, dijo ella.

Colocaron las planchas encima de la plataforma, alinearon los bordes y empezaron a clavetear en las viguetas. Irene notaba cada martillazo en la cabeza, pese a la última dosis de Tramadol. Le costaba respirar, el dolor hacía que se le saltasen las lágrimas, pero se las secó y no dijo esta boca es mía.

El viento, por supuesto, arreció como para hacerse eco de la presencia de Irene, el sol desapareció tras unas nubes más espesas. Pero no llovió.

Solamente seis planchas de contrachapado, una plataforma de tres metros sesenta por cuatro ochenta, de modo que no tardaron mucho en terminar. Se apartaron para echar una ojeada.

Es muy pequeña, dijo Irene.

Sí, dijo él. Una cosa económica. Una cabaña y nada más. Solo lo que necesitamos.

Yo creo que necesitamos más. Si pretendes que viva aquí, que viva de verdad aquí, necesitamos sitio para una cama, una cocina, un baño, y a lo mejor un poquito de espacio para moverse. Un sitio donde sentarse.

Tres sesenta por cuatro ochenta me parece bastante grande, dijo Gary. Yo creo que está bien como está.

¿Dónde va el cuarto de baño?

Tendremos una letrina exterior.

¿Una letrina?

Permanecieron un momento en silencio.

¿Y chimenea?, dijo Irene al cabo. ¿Habrá hogar y eso?

Me lo pones difícil, dijo Gary. Bueno, quizá podríamos instalar una de esas que van empotradas.

En un instante horrible Irene se dio cuenta de que, efectivamente, iban a vivir allí. La cabaña no quedaría bien. No tendría lo necesario. Pero vivirían en ella. Lo vio con absoluta claridad. Y aunque tenía ganas de decirle a Gary que viviera él solo en aquel sitio, sabía que no podía hacerlo porque era el pretexto que él estaba buscando. La abandonaría para siempre, y a ella no le apetecía que la abandonasen otra vez. No quería que eso volviera a pasarle nunca más.

¿Y el agua?, preguntó.

Instalaré una bomba y la cogeremos del lago.

¿Habrá electricidad?

Con una bomba de mano, dijo Gary. Tendré que localizar una.

Para la iluminación, quiero decir.

Utilizaremos faroles.

¿Y la cocina?

De propano. Compraré una pequeña, de dos o tres fogones.

¿Y el tejado?

Eso todavía no lo tengo muy claro. Por Dios, Irene, que acabo de empezar. El suelo funciona, ¿verdad? Pues todo lo demás vendrá a su debido tiempo. La rodeó con el brazo, la atrajo hacia sí, un par de achuchones para dar confianza.

Muy bien, dijo ella. Me parece que voy a tener que volver. Me está doliendo mucho la cabeza. Necesito acostarme.

En un santiamén nos plantamos en casa, dijo él. Y al instante se puso a dar brincos, ayudándola a subir a la barca, recogiendo las herramientas, etcétera. Eran los momentos de optimismo que solían preceder al fracaso. Y para Irene eran los peores. Todos los negocios que salieron mal, los barcos que construyó pasándose de presupuesto y que luego no vendió o vendió mal… Siempre habían empezado así, con muchas esperanzas. Y él era un hombre espabilado y culto. Debería haberlo previsto. Debería haber hecho mejor las cosas. Tendrían que haber llevado una vida mejor que aquella.

De joven, Gary prometía mucho. Estudiante de doctorado, lo bastante brillante como para entrar en Berkeley. Entonces llevaba el pelo largo, melena rubia y rizada. Ella le estiraba un rizo, y cuando lo soltaba volvía solo a su posición. Se sentaban cruzados de piernas a tocar la guitarra, mirándose a los ojos, y cantaban «Brown-Eyed Girl» o «Suzanne». Ella se sentía muy ligada a él, se sentía querida, sentía que formaba parte de algo. Gary tenía una sonrisa torcida, bobalicona, y siempre estaba hablando de sus sentimientos, también de los de ella. Era tan accesible, y le prometió a Irene que eso no iba a cambiar.

Lo de Alaska fue solo una idea. Un año sabático, un pequeño respiro para poner un poco de distancia respecto de la tesis doctoral, un poco de perspectiva. Viajarían a la última frontera, se empaparían de zonas inexploradas. Y ella no había creído del todo que iban a ir. Pero Gary estaba huyendo, eso era lo que ella no había entendido. Gary no tenía la menor intención de volver a California.

Contaba con una ayuda económica para trabajar en la tesis durante el verano, pero se pulieron el dinero viajando por todo el sudeste de Alaska, Ketchikan y Juneau, las ciudades pequeñas, Wrangell, St. Petersburg… en busca de la esencia, la idea primordial de Alaska.

Para Gary, dicha idea tenía origen escandinavo y por tanto estaba conectada con sus estudios, con Beowulf y «El navegante», venía de una colectividad guerrera que siguió la ruta de las ballenas hasta los fiordos de un nuevo país, fundando pequeñas aldeas endogámicas de pescadores. Racimos de casas de madera de tejado empinado, pegadas a la orilla, sin un nombre colectivo. Pueblos semiescondidos en calas del sudeste de Alaska donde montañas de más de mil metros de altura se alzaban casi desde el borde mismo del agua. Desde un transbordador parecían pueblos fantasma, deshabitados, vestigios de los tiempos de la minería y del comercio fronterizo o tal vez de algo anterior a eso. Lo que Gary buscaba era la aldea ideal, el retorno a una época idílica en la que pudiera tener un rol, una tarea concreta, ser el herrero o el panadero o el cantor de leyendas populares. Sí, eso era lo que deseaba realmente, ser el «creador», el bardo de la historia de un pueblo, de un lugar, gente y lugar una misma cosa. Irene, por su parte, solo quería que no volvieran a abandonarla, que no pasaran de ella, que no la dejaran de lado.

Gary se gastó el dinero que le quedaba yendo a todos aquellos sitios, pagando trayectos en barcos particulares, entusiasmado cada vez que se hacían a la mar. Irene no pudo sino dejarse contagiar, pero cada nueva aldea era una nueva decepción. Un surtidor de gasolina en el embarcadero de una casa, quizá con un descolorido rótulo de la desaparecida Union 76 en una de las ventanas. Otra casa había sido convertida en taller de reparaciones. Cabañas para el verano, plantaciones hippies de lo que cabía esperar, animales y piezas de repuesto desperdigados por el patio y el albur de que bajo uno de los mohosos colchones del interior debía de haber grandes fajos de dinero, producto de la marihuana. Gary e Irene hippies también (sin las drogas), pero ellos buscaban otra cosa, algo más auténtico. Gary quería llegar a un pueblo y oír hablar en una lengua medieval.

En un grupo más numeroso de casas que visitaron había incluso una barbería, con la típica percha de colorines. Servía para sostener una esquina del porche. A Gary le gustó. No tenía diez siglos de antigüedad, pero le indujo a pensar que quizá podría darse un baño por cinco centavos, diez centavos con agua limpia. Aquello se remontaba, como mínimo, a los tiempos de la fiebre del oro. Pero, en conjunto, para él fue de lo más decepcionante. La verdadera Alaska parecía no existir ya. La vida ardua y honesta de los tiempos de la frontera no parecía interesarle a nadie más que a él, y ninguno de aquellos lugares era del todo escandinavo. Ninguno de ellos evocaba la aldea.

De modo que para cuando llegaron a la península de Kenai se habían pulido ya todo el dinero, y ella tuvo que buscar trabajo. No era difícil conseguir empleo en su campo, la enseñanza preescolar, y a Irene le encantaba su trabajo. Además, se suponía que iba a ser una cosa provisional, pero Gary no tenía la menor intención de volver. No pensaba terminar la tesis. No iba a buscarse la vida en su especialidad, la búsqueda de Alaska no había sido en el fondo más que la expresión de una gran desesperanza, la aldea solo una señal de que Gary no había encontrado la manera de encajar en su vida cotidiana.

Si en su momento Irene hubiera comprendido alguna de estas cosas, tal vez habría dejado a Gary, cuando ello era factible todavía. Pero la verdad no se le hizo patente hasta tres décadas después, no solo porque el trabajo y los niños la tuvieron muy ocupada, sino también porque Gary era un magnífico embustero, siempre tan entusiasmado con la siguiente oportunidad. Y lo de la cabaña era otra mentira, otro intento de alcanzar la pureza, de encontrar la vida que él creía necesitar desde que había huido de sí mismo.

Y ahora huía también de ella, pero Irene no acababa de entender por qué. Lo notaba, sabía que era así, le daba igual que pudieran tomarla por paranoica. Tan sencillo como un ligero cambio de foco, ella se iba volviendo paulatinamente invisible. No había otra mujer, todavía, pero tiempo al tiempo. Gary estaba llevando al límite lo que este tipo de vida podía ofrecerle como escudo contra su desesperación, y en cuanto fracasara con el proyecto de la cabaña, un sueño de treinta años, se vería obligado a buscar una distracción más irresistible.

Irene, acurrucada en la proa viendo aproximarse la orilla, asoció su vida y la de Gary con la asfixia. Un gran peso, falta de aire, pánico; y sabía que no era solo por el Tramadol.