Mark invitó a Carl a salir de pesca. Por compasión, viendo que Carl estaba deprimido sin Monique, que se había largado a alguna parte.

Y allí estaba Carl, a las tres y media de la mañana, en la mano una bolsa de plástico con bagels y hamburguesas vegetarianas, tiritando en su ropa impermeable bajo una luz amarillenta al final del muelle de la pesquería Pacific Salmon. Estuvo mirando los barcos anclados por parejas en el canal del río Kenai. Barcos y agua unos seis metros por debajo de donde él se encontraba, márgenes fangosas a ambos lados del río. Se suponía que debía buscar el barco de Mark y subir a bordo. Mark y la propietaria habían ido ya la tarde anterior y dormido en el mismo barco. Pero a Mark se le había olvidado decir cómo se llegaba allí o cómo localizarlo. Era el Slippery Jay, pero Carl no sabía dónde estaba atracado.

Esperó, pues, otros veinte minutos bajo aquella luz mustia hasta que vio encenderse las luces de algunos camarotes en el canal y oyó que arrancaban varios motores diésel. De río arriba apareció un esquife de aluminio, una especie de gabarra para descargar salmones, puesto que llevaba tres grandes tolvas de aluminio. Con sus seis metros de eslora, aproximadamente, y un enorme fueraborda de doscientos caballos, avanzaba a gran velocidad dejando una refulgente estela blanca, cuyas olas hicieron mecerse los barcos anclados. El horizonte clareaba ya bajo unas nubes de llovizna, y Carl que no sabía qué hacer. No podía tirarse sin más al agua y ponerse a nadar. Se iba a quedar en tierra. Todo el día allí tirado, bajo la lluvia, y cuando le entrara hambre comerse las hamburguesas vegetarianas y volver después al camping andando o haciendo autoestop.

En ese momento una mujer indoamericana, con botas de pescar y equipo de lluvia verde oscuro, pasó de largo pisando fuerte y se descolgó por una larga y estrecha escalera de mano hacia las embarcaciones que se bamboleaban allá abajo.

Disculpe, dijo Carl, cuando ella ya había bajado casi tres metros.

Al no obtener respuesta lo repitió, más fuerte esta vez, y luego carraspeó.

¿Sí?, preguntó la mujer, alzando la vista.

Se supone que tengo que llegar al Slippery Jay de alguna manera. ¿Sabe dónde está o cómo puedo llegar?

Es uno de los nuestros, dijo la mujer. Si quiere, le llevo.

Sonrió al decir esto, apenas una sonrisa fugaz, pero Carl se animó pensando que, de todos modos, Monique tampoco era ninguna bicoca. Se había portado mal con él, esa era la verdad.

De ahí que Carl luciera una sonrisa en el momento de subir al esquife. E hizo un numerito en plan cómico cuando tuvo que pasar el segundo pie sobre la regala. Gracias, dijo de corazón, muy tieso delante de la mujer.

Sujétese, dijo ella. Puso en marcha el motor, dio gas y salieron disparados hacia el río. Carl, que se había sentado justo a tiempo, casi se fue al suelo, pero ella aguantó de pie.

Carl soltó una exclamación, pero ni siquiera él pudo oír su voz entre el rugido del fueraborda. La joven iba mirando al frente. Hizo un brusco viraje corriente arriba, serpenteó entre varias embarcaciones y de repente se detuvo, con el motor al ralentí, a escasos centímetros del Slippery Jay.

Carl cambió torpemente de embarcación, poniéndose a horcajadas de la otra borda, que era más alta, mientras se balanceaba peligrosamente de un lado a otro. Pero lo consiguió sin caerse ni tirar el almuerzo.

Gracias, dijo.

De nada, dijo ella. Aceleró y siguió su camino.

¿Qué hago yo aquí?, se preguntó Carl mirando hacia el horizonte desde la cubierta de atrás. La pregunta parecía abarcar algo más que el barco, la salida del sol, Monique, incluso Alaska. Tenía que ver con su vida, con algo imposible y vagamente apremiante, pero pensó que tendría que ver con haber dormido poco.

Bostezó a placer y luego dio media vuelta y se metió en la zona de camarote. Dejó el almuerzo encima del banco de la cabina superior, o área de conducción o como se llamara aquello. ¿El puente? Sí, pero ¿en un barco tan pequeño? Bajando unos escalones había una zona de cocina-comedor, con su pequeña mesa, sus chiribitiles para meter cosas y una vieja cocina de hierro provista de baranda metálica. Enfrente de la misma, cruzando otra pequeña puerta, estaba la zona para dormir. Oyó respirar a alguien allí dentro.

Se sentó a la mesa de la cocina, con su almuerzo al lado, y balanceó los pies. A través de arañadas ventanas de plexiglás miró cómo el cielo adquiría primero un tono azul pálido y luego un blanco amarillento, y siguió esperando hasta que sonó un despertador.

Mark le saludó con aspereza. Luego Carl saludó a su vez con la mano a Dora, la propietaria, que preparó café y se comió un donut. Los donuts le parecieron a Carl repentinamente apetecibles, y se preguntó si aguantaría todo el día sin birlar alguno. La comida ajena siempre le había parecido mejor que la propia.

Al poco rato se pusieron en camino, el canal flanqueado por marismas y por acantilados en erosión. Aquí el aire era fresco, y las nubes bajas en la lejanía iban tiñendo sus bordes de naranja.

Carl subió a la cubierta superior, encima del camarote. También aquí había un timón y botones por todas partes. Dora compartió el banco con Carl y guió exhibiendo un aire de resignación y preocupación que no invitaba a conversar. De vez en cuando llamaba a Mark a través de un agujero en el suelo para preguntarle la profundidad.

Una vez hubieron salido del canal y llegaron a la ensenada, viraron al sudoeste hacia mar abierto, y varios barcos de aluminio, arrastreros con una gran red fija en la parte posterior, pasaron a toda velocidad. Los potentes motores apagaron con su rugido el tímido runrún del Slippery Jay. Uno de los pesqueros se les arrimó, el piloto saludó con el brazo —Dora hizo otro tanto—, y continuó su camino.

Motor de gasolina, dijo Dora. Puede ir a más de veinte nudos. Pero si les falla un detector, vuelan por los aires.

¿Un detector?, preguntó Carl.

Los sensores que miden la acumulación de gases en el compartimiento del motor. Pueden bombear ese aire antes de zarpar y cambiarlo por aire regenerado, pero aun así, si quedan gases el barco entero se convierte en una granada.

¿Y nosotros tenemos diésel? Carl solo pretendía seguir conversando, tratar de aprender cosas, pero se dio cuenta de que la pregunta era obvia y estúpida.

Diésel. Sí, eso.

Carl asintió con la cabeza. Estaban rodeados por toda una flota de pesqueros, como cincuenta barcos, que él pudiera ver al menos, casi todos con un rumbo similar, aunque algunos iban hacia la parte norte de la ensenada.

¿Cuántos barcos habrá?, preguntó.

¿En toda la ensenada de Cook? Casi seiscientos, y la mayor parte están faenando hoy. ¿Has pilotado un barco alguna vez?

Solo un fueraborda pequeño, alguna canoa, cosas así.

Pues ponte al timón, dijo Dora, levantándose. ¿Ves la brújula? Procura mantenerte entre estas dos marcas, dijo, y señaló. El timón es un poco lento, o sea que no lo muevas más de la cuenta. Yo voy un rato abajo.

De acuerdo, dijo Carl. Gracias.

Dora bajó al camarote, y Carl se dedicó a observar la brújula y el horizonte. No pudo ir exactamente en línea recta. Se desviaba un poco, giraba el timón, se desviaba hacia el lado contrario, volvía a corregir el rumbo. No paraba de virar hacia un lado o hacia el otro. Las olas eran pequeñas, lentas, la superficie prácticamente lisa, el único viento el que ellos mismos originaban, y él estaba allá arriba, con buena visibilidad, la proa a sus pies, de modo que debería haber sido sencillo, pero por lo visto había algún tipo de corriente debajo. Era como navegar por un río. Estuvo atento a la presencia de troncos a la deriva, figurándose que debía esquivarlos si se le atravesaba alguno.

¿Qué tal va ahí arriba?, le gritó Mark por el agujero al cabo de un rato.

Estupendo, dijo Carl.

Bien. Tú dale un poquito de margen. Y Carl se quedó a solas otra vez, durante un buen rato. No estaba seguro de seguir la dirección correcta, y se preguntó si la pareja estaría echando una cabezadita. No parecía que hubiese otra cosa que hacer. Igual se habían puesto a jugar a las cartas.

Transcurrieron casi dos horas hasta que apareció Mark, con la parte inferior de la prenda de lluvia sujeta mediante unos tirantes. La tela verde oscuro, igual que la de la joven indoamericana, y llevaba también las mismas botas de pescar de goma oscura.

Mark señaló hacia la derecha y un poco al frente. Vomitones, dijo.

¿Qué?

Vomitones. Hacen pesca deportiva. Ese yate que va a la deriva, aunque ellos igual creen que están parados. Su presa son los halibuts.

Bonito apelativo, dijo Carl. ¿Todo el mundo los llama así? Si yo viviera en Alaska y practicara la pesca deportiva, ¿sería un vomitón, o eso solo se aplica a turistas?

Mark sonrió. ¿Sabes cocinar?

Claro.

¿Te importa preparar algo de desayuno?

Y cuando llegaron por fin al caladero, Carl estaba abajo en la cocina preparando los huevos para el desayuno. Se detuvieron por alguna razón, arrancaron, pararon otra vez, Carl los oyó darse voces de una punta a la otra, y luego vio un instante a Mark en la popa soltando la red. El barco se mecía violentamente, mucho más de lo que el suave oleaje hacía suponer, de modo que Carl no pudo permitirse más que una ojeada.

Mark le había pedido que hiciera los doce huevos revueltos, y solo había un cuenco y era pequeño. Apuntalándose en una encimera para no caer sobre los fogones, intentó mantener en equilibrio el cuenco a rebosar de huevos y batirlos con la otra mano cuando podía.

Se dio cuenta entonces de que tenía que freír el beicon primero, y sosteniendo el cuenco en alto y lo más horizontal posible con una mano, se agachó para sacar el beicon de la pequeña nevera.

Abrió el paquete con los dientes y lo dejó caer sobre la encimera, donde se deslizó hacia un lado y hacia otro mientras él buscaba una sartén. El barco dio un fuerte bandazo, y Carl topó de cabeza contra un armario. Parte del contenido del cuenco fue a parar, pegajoso y amarillo, a una pernera de sus vaqueros y fue resbalando lentamente hacia abajo, traspasando la tela.

Muy bonito, exclamó Carl entre el rugido del diésel. Se llevó una mano al chichón y con la otra procuró seguir manteniendo el cuenco, no tan lleno ya de huevo, en equilibrio.

Y cuando por fin había conseguido poner la sartén en el fogón, encenderlo y empezar a freír unas lonchas de beicon, Mark asomó la cabeza y le gritó que subiera. Tienes que ir tirando el pescado, dijo. Y desapareció.

Sin saber qué hacer, Carl se quedó un momento donde estaba, balanceándose. Luego echó los huevos en la sartén con el beicon todavía crudo, apagó el gas y subió a cubierta.

La hostia, dijo. Había salmones por todas partes, toda la cubierta sembrada de peces, e incluso algunos enganchados en la red a medida que esta se iba enrollando.

¡Ven aquí!, chilló Mark. Estaba entre el carrete y la popa, cogiendo los salmones. No parecía tarea fácil. Cuando la red pasaba por el borde superior, Mark desenredaba un salmón hasta que quedaba colgando solo por las agallas, y después tiraba con fuerza y lo hacía caer a la cubierta. Tenía a sus pies un montón de salmones plateados, todos boqueando y dando brincos y patinando en su propia mezcla espumosa de baba, sangre y agua de mar.

¡Ve tirando estos a los contenedores!, chilló Mark para hacerse oír entre el ruido del motor y el carrete hidráulico.

De modo que Carl fue cogiendo peces y empezó a tirarlos. Pero cuando no le resbalaban de las manos, le salía el tiro demasiado corto y los salmones rebotaban en el costado de los pequeños contenedores y se deslizaban de nuevo hacia Carl. En un momento dado pegó un resbalón y cayó encima de ellos.

Mark lo levantó agarrándolo del cuello de la camisa. ¡Cógelos por las agallas!, gritó. ¡Y sal de en medio!

Carl se apartó unos pasos e hizo lo que él le decía. Era más fácil así, siempre y cuando las agallas no estuvieran fuertemente cerradas. Pero la mayoría de los salmones boqueaba de mala manera, las branquias moradas a la vista, almenadas como algas marinas. El lomo más oscuro, de un azul verdoso, como el mar abierto, y los flancos plateados acabados en blanco a la altura del vientre. Tenían los ojos grandes, errantes, desconcertados. Carl procuró darse prisa. Notaba cortes en los dedos, algo afilado debían de tener dentro aquellos peces.