Irene esperó en la cama todo el día, sola, contemplando las tablas del techo. El marido en aquella isla, los hijos en sus respectivos trabajos, y el Vicodin produciéndole náuseas, flojera y sudores. Demasiada luz en la habitación, con tanto sol, pero no tenía fuerzas para levantarse y correr las cortinas. Por lo visto a nadie le importaba lo que le pasara. Como si se moría.
Autocompasión, dijo en voz alta. Mala cosa. Casi como en los años inmediatamente posteriores a la muerte de su madre, a la muerte de su padre. Yendo de un pariente lejano a otro, primero Canadá y más adelante California, sin nadie que la aceptara, demasiado tiempo sola.
Se tomó otro Vicodin al ver que el dolor alcanzaba de nuevo el límite de lo soportable. Primero no notó ningún efecto, pero al cabo de unos quince o veinte minutos experimentó el escabroso descenso hacia la náusea y la inconsciencia, un poco de alivio. Ya no notaba la cabeza, y en el resto del cuerpo le quedó una sensación de pesadez general, como de hundirse más en el colchón.
Cuando cerraba los ojos era como zambullirse en el agua, la superficie allá arriba, lejos. Un mar con latidos, pequeñas olas de presión, el agua más compacta cada vez pero sin lastimarla. Ningún contacto con la superficie. El mundo del aire apenas un mundo mítico: tormentas, relámpagos y sol. Lo único real la densidad del agua, su frescor, la presión que ejercía, su peso.
Se despertó varias horas después. El dolor estaba allí de nuevo, agudo e irregular, rebanándole la cabeza.
¡Gary!, llamó en voz alta, y esta vez oyó una respuesta. Alguien trajinaba en la cocina, y luego él abrió la puerta del dormitorio.
¿Cómo te encuentras?, preguntó.
Necesito otro Vicodin. Empiezo a estar asustada, Gary. Este dolor es muy raro.
Intenta esperar un poco, Irene. Se supone que no debes tomar más de cuatro al día, según Rhoda. Y el médico dijo que no creía que necesitaras nada.
El dolor es demasiado, Gary.
Quizá te vendría bien comer algo caliente. Un poco de comida y agua y yo creo que ayudará. ¿Qué te gustaría tomar?
Irene respiraba con dificultad. Se puso de lado, pero aún le dolía más y respiraba peor. Probaré, dijo. Solo quiero que esto acabe de una vez.
He descongelado un poco de carne. Te la prepararé con puré de patatas. Tienes que comer más.
Bueno, dijo ella. Volvió a cerrar los ojos y le oyó cerrar la puerta. Quiso sacarse el dolor de dentro a base de respirar. Trató de no asustarse por que le faltara el aire. Pero los oídos le zumbaban, un pitido, la frecuencia acústica del dolor, que no se dejaba vencer. Estaba obsesionada, no pensaba en nada más. Decidió tomar otro Vicodin. Le daba igual lo que pensara Gary, lo que pensaran todos.
La espera hasta el alivio fue más larga que antes, fueron quince minutos eternos, y luego se quedó grogui durante un buen rato hasta que Gary abrió la puerta.
Listo, dijo. ¿Cómo te encuentras?
He tenido que tomar otra pastilla.
Irene.
Es que tú no te imaginas lo que es esto. Si me lo hubieran dicho, no me lo habría creído.
Bueno, la cena está preparada.
Al sentarse despacio en el borde de la cama, Irene sintió un mareo. Las zapatillas, la bata. ¿Me echas una mano?
¿En serio necesitas ayuda?
Sí.
Está bien. Gary la ayudó, y poco después estaban sentados a la mesa y ardía una lumbre en el hogar. Filetes de venado empanados, fruto de un buen día de caza en Kodiak el otoño anterior. Estaban casi en la cima de un monte, y la flecha que disparó ella atravesó ambos pulmones del animal. Irene se puso a comer, cortó un pedacito de carne, estaba deliciosa. Se moría de hambre. Pero se sintió también a punto de vomitar. Tendría que andar por esa cuerda floja toda la cena.
Gracias, Gary, dijo.
Perdona, dijo él. Perdona por insistir en que saliéramos con aquel temporal. Te ayudaré en lo que pueda para que estés mejor, pero lo de los analgésicos me preocupa. Te podrían crear adicción. Igual ya estás enganchada.
Pues a mí lo que me preocupa es otra cosa: me preocupa que quizá no baste con anagélsicos. El dolor no se me pasa del todo, y me he tomado ya una montaña de pastillas. ¿Y si la cosa empeora? ¿Qué hago, entonces?
Me parece que te ha entrado el pánico.
Tú lo has dicho.
Jim y Monique tomaron una suite en el hotel más bonito de Seward. Mesitas de noche con taraceado de marfil de imitación, pésimas acuarelas de barcos de pesca. Una gigantesca y tentadora cama, eso sí, lo primero que llamó la atención de Jim. Y un jacuzzi lo bastante grande para dos personas.
Vamos a comer, dijo Monique. Y después un paseo en barca.
Vale, dijo Jim, procurando que su voz no denotara anhelo ni desconsuelo. Salieron del hotel y echaron a andar por el muelle.
Había otros turistas, las aceras estaban repletas. Acababa de llegar un transbordador. Jim hizo cola frente a la ventanilla de una de las agencias mientras Monique entraba en las tiendas. Hacía buen día, y Monique, despampanante y alta y delgada, atraía muchas miradas. Jim se preguntó si debía sentirse contento. Pero en cambio se sentía utilizado, culpable, cabreado. Venga, supéralo, murmuró para sí. Has ido muy lejos ya. Lo que no quería era perderse el desenlace, el broche de oro.
A Rhoda no la había llevado nunca de vacaciones, ni siquiera un par de días. No habían ido a ninguna parte.
Por fin le llegó el turno, y pidió dos billetes para un paseo de tres horas que incluía la bahía de Resurrection y el parque nacional de los Fiordos de Kenai. Un tour de tres hooo-raaas, canturreó Jim citando el tema de la serie La isla de Gilligand, pero la empleada había oído esa gracia un millón de veces e hizo caso omiso.
Encontró a Monique boquiabierta mirando unos pósters de terciopelo con osos y águilas calvas. Son increíbles, dijo ella. No creo que el arte pueda caer ya más bajo. He de tener uno.
De acuerdo, dijo Jim, y compró el de un metro veinte con el oso pardo atrapando un salmón.
Con esto estás contribuyendo a la cultura, dijo Monique. Nada más y nada menos. Le cogió del brazo, riéndose de Alaska y de los turistas, y fueron a almorzar.
Solamente llevarla del brazo hizo que Jim tuviera una erección. Comprendió que la deseaba más de lo que nunca había deseado a nadie. Ni siquiera en el instituto se había chiflado por ninguna chica de esa manera, y ya tenía cuarenta y un años. Pensaba que nunca volvería a sentir nada igual. Se limitaba a hacer el amor con Rhoda cada equis días, eso era todo. Volvió a preguntarse qué edad tendría Monique. Suponía que veintipocos, pero no estaba seguro. Desde luego aparentaba muchos menos que Rhoda, que tenía treinta.
Encontraron mesa en el muelle y pidieron ostras, halibut y champán. Jim no solía comer ostras, por aquello de la bolsa estomacal. De hecho, procuraba no comer nada que tuviese bolsa estomacal. Pero Monique le hizo probar una, y lo cierto era que no estaba mal. Más que nada saboreó la mantequilla, y el Tabasco le quemó los labios. No puede decirse que masticara. Fue más bien tragar.
Deléitame con historias de Alaska, dijo Monique. Quizá podrías empezar contándome la vez que has estado más cerca de un oso.
Bueno, pero ¿y tú?, preguntó Jim. Apenas sé nada de ti.
Soy muy aburrida, dijo ella. El D.C., unos padres admirables, buenos colegios, nula visión de futuro y ninguna meta en la vida.
¿Cuántos años tienes?
Bastantes, y si pretendes follar conmigo, más vale que dejes de preguntar eso.
Perdona, dijo Jim.
Bueno, cuéntame lo del oso.
Fue en un río. El mismo río donde pesqué mi primer salmón rosado, entonces tenía diez años, o quizá menos. Solo me acuerdo de que el pez era más alto que yo; yo medía un metro veinte, y el salmón casi cuatro centímetros más. Estuve batallando casi una hora, el pez iba tirando de mí río abajo, y yo intentaba aguantar en la parte poco profunda de la orilla. Llevaba puestos unos vadeadores y tenía miedo de hundirme, pero detrás estaba mi padre sujetándome.
Apuesto a que eras un niño muy mono, dijo Monique.
Pelo rubio, ojos azules, un encanto, dijo Jim.
Monique sonrió.
Bueno, pues fue en ese mismo río pero unos años después, continuó Jim. Tenía ya veinte años cumplidos y un día me puse nostálgico, quise pescar en el mismo sitio, pero esta vez solo. Una tontería, porque la estación estaba muy avanzada, y es cuando los osos van a por todas. Total, que cuando clavé el primer salmón, lo destripé y me lo colgué tal cual de la mochila.
No me digas, exclamó Monique.
Lo que oyes, colgadito a la espalda lo tenía, casi tres palmos de reluciente y oloroso salmón destripado, balanceándose a mi espalda mientras yo continuaba pescando. Me había convertido en cebo para osos.
Monique meneaba la cabeza.
Entonces oí algo detrás de mí, un chapoteo fuerte, y al darme la vuelta allí estaba: un enorme oso pardo. Sí, de los que devoran humanos. Venía directo hacia mí por el agua, y de pronto se detuvo. Comprendí que, al girarme, el salmón que llevaba colgado detrás había desaparecido de la vista del oso, como si hubiera querido esconderlo para que no me lo arrebatara.
¿Y qué hiciste entonces?
Te lo contaré más tarde, dijo Jim.
Monique le pegó en el brazo desde el otro lado de la mesa. Cabrón, dijo en voz baja, para que nadie más lo oyera.
En Alaska las historias te las tienes que ganar, dijo él sonriendo entre dientes.
Eso ya lo veremos.
Nos queda una hora antes del crucero, dijo Jim mirándose el reloj.
Vamos de tiendas. Me gustaría comprar unos zapatos de tacón, y quizá una corbata. Dijo esto con una perversa sonrisa en los labios, y Jim casi se derritió.
Pagó él la cuenta y echaron a andar por el paseo marítimo en busca de una zapatería. Monique encontró unos de salón negros que le llamaron la atención. ¿Te gustan?, preguntó.
Oh, sí, dijo él. Con vaqueros quedan muy sexy. Un efecto inesperado.
No pienso llevarlos con vaqueros.
Luego fueron en busca de una corbata. El barco zarpaba al cabo de veinte minutos, pero encontraron una tienda donde había corbatas decoradas con salmones y halibuts y cangrejos y barcos de pesca, así como algunas más discretas. Monique eligió una sencilla, de seda, color azul marino.
Si no nos damos prisa perdemos el barco, dijo Jim.
¿Sale algún otro más tarde?, preguntó ella.
Cambiaron los billetes por el de las cuatro. Tenían dos horas de margen. Camino del hotel, Monique le cogió la mano. Iban andando en silencio, él con miedo de hablar, temiendo que eso pudiese estropear la magia del momento.
Ve tú primero a ducharte, dijo Monique, y Jim así lo hizo. Cuando salió envuelto en una toalla, ella le hizo un repaso y después dijo: Tienes rollitos.
¿Qué?
Bueno, solo un principio. Monique sonrió. No te enfades.
Pero ¿qué quieres decir con rollitos?
Michelines, hombre. La tripita que sobresale por encima del cinturón. Te hace una curva poco favorecedora.
Oh, dijo él.
Tranquilo, dijo ella. Nunca he estado con un rollitos, pero creo que me adaptaré.
Y Monique entró en la ducha. Sintiéndose viejo y repugnante, Jim se tumbó en la cama. ¡Rollitos! Si tuvieras un poco de amor propio, se dijo a sí mismo en voz alta, te largarías ahora mismo de aquí. Separó la toalla, y aquel pene pequeño y fláccido se le antojó un nuevo blanco para la burla. Monique iba a reírse de él. Así de claro.
Jim gruñó y se tapó con la sábana. Había decidido esconderse. Arrojó la toalla sobre una silla y se acomodó, colocando bajo su cabeza las dos almohadas.
Monique cerró el grifo. Se produjo una larga espera. Jim pensando en Rhoda, sintiéndose culpable porque hete aquí que se disponía a engañarla. Y no había vuelta atrás, era inevitable. Lo ocurrido hasta aquel momento se podía haber evitado, tal vez, pero lo que venía ahora no.
Y entonces apareció Monique, caminando despacio sin otra cosa encima que la corbata y los zapatos de tacón.
Muy alta, más aún encaramada a los tacones, y con la silueta delgada que solo se tiene de joven, las suaves líneas de sus costillas y clavículas, del vientre y los muslos. El pelo todavía húmedo, el rostro anguloso.
Me he afeitado para ti, dijo.
Iba completamente rasurada. Fue hasta la cama, se dio la vuelta despacio, se dobló por la cintura, con la corbata colgando igual que sus juveniles pechos, y le miró por entre las piernas.
Se acabaron las bromas, dijo. Puedes servirte lo que quieras y como quieras.