Jim canceló las visitas que tenía para ese día, cosa que fastidió a su secretaria y a la higienista. Después salió disparado hacia el King Salmon. Allá voy, sobre dos ruedas, pensó para sus adentros. Soy un hombre con una misión, un chico con pistola. Trató de cantar aquella vieja canción de Devo, pero no recordaba bien la melodía.

Eso le trajo a la memoria otra canción de Devo: la niña de los cuatro rojos labios, jamás pensé que esto podía ser así, voy cuesta abajo, cuesta abajo. En ese momento, Jim sonreía abiertamente. Fóllame hoy, por favor, Monique. Porfa, porfa, porfaaa.

Frenó bruscamente la Suburban en la gravilla, se apeó de un salto, y casi corrió hasta su puerta.

La pausa entre que llamó con los nudillos y ella abrió la puerta fue un tanto larga. Pero Monique estaba ya vestida y lista para salir. Llevaba puesta una camisa de hombre. Cuadros escoceses sobre verde oscuro, faldones por fuera, botones de arriba sin abrochar. Vaqueros.

¡Uau!, exclamó él.

Hola, dijo ella, y dio un paso al frente, obligándolo a él a retroceder. Ni invitación a entrar ni beso. Luego cerró la puerta y se dio la vuelta. ¿Qué hacemos hoy?

Pues no sé, dijo Jim. Lo que quieras.

¿Qué tal un paseo en helicóptero? Me gustaría ver este lugar.

De acuerdo, dijo él. Montaron en la Suburban y fueron hacia un sitio donde él había visto helicópteros. Resultó que era un aparcamiento abandonado, así que Jim telefoneó a información preguntando por paseos en helicóptero, encontró algo, y enfilaron la carretera dejando atrás centros comerciales, camionetas, remolques con barca varados en la cuneta.

Alaska es un sitio de mala muerte, dijo Monique. Pero me gusta.

Deberíamos salir en barco, dijo Jim. Ir de pesca. Creo que eso te gustaría.

Puede, dijo Monique. Primero el helicóptero. Tú déjate llevar. Cambio.

Jim se sentía utilizado y estaba un poco mosca, pero procuró que no se le notara. Volarían un rato y después regresarían al hotel para echar un polvo, de lo contrario lo mandaría todo al carajo.

¡Sooo!, gritó Monique. Has pasado de largo, vaquero. Acabo de ver helicópteros.

Perdona, dijo Jim. Buscó un sitio donde dar la vuelta. Se había distraído pensando que quizá Rhoda no estaba tan mal. Siempre era amable con él, y alguna importancia tenía que tener eso.

A Jim le salió por un ojo de la cara. Monique no quiso ni oír hablar de un paseo corto. Ella quería el recorrido completo de cinco horas, que incluía glaciares, el Prince William Sound, parada en Seward para almorzar, y luego hasta Homer, la península entera. Montaron en un lujoso helicóptero negro y se pusieron el casco.

Monique se arrimó a él y le cogió del brazo. Gracias, Jim, dijo por el auricular del casco. Va a ser muy divertido. Y cuando el motor empezó a runrunear, Jim notó que él también se animaba. Sí, tal vez funcionaría.

Ya en el aire, el piloto comenzó a decir bobadas sobre Alaska. Somos casi del tamaño del pájaro oficial de Alaska, ¿sabéis a cuál me refiero?

Al mosquito, dijo Jim sin el menor entusiasmo.

El piloto, tras el jarro de agua fría, se quedó un rato callado.

Exacto, dijo. ¿Sois de aquí?

Sí.

Vale, solo os indicaré algunas vistas cuando estemos un poco más lejos. Disfrutad del viaje, chicos. Y si tenéis alguna pregunta, me avisáis.

Se elevaron rápidamente y viraron hacia el este. Primero bosques y luego el lago Skilak, que el piloto se encargó de anunciar. Jim miró por la ventanilla tratando de localizar la casa de los padres de Rhoda, o la de Mark, pero los árboles se lo impidieron. El lago tenía un tono jade oscuro a la luz del sol, y a pesar de la altura se apreciaba oleaje en la superficie. Desde la cabecera, un río partía en zigzag hacia el nordeste.

Ahí empieza el glaciar de Skilak, chicos, dijo el piloto. Vierte sus aguas en el lago del mismo nombre. Lo seguiremos hacia las montañas.

Descendieron un poco para sobrevolar el hielo, ahora el helicóptero una cosa diminuta en medio de una enorme extensión blanca, y el glaciar como un ancho tobogán flanqueado de rocas abruptas.

¡Uau!, exclamó Monique.

El glaciar, con sus grietas y sus pliegues, una imagen de presión. A Jim le pareció que estaba vivo. Se preguntó cómo no había subido en helicóptero hasta entonces. El panorama era fantástico. Rhoda tenía que verlo también. Se había criado prácticamente al pie del glaciar, pero este quedaba un poco escondido, desde el lago apenas se veía; y aunque yendo de excursión hubiera podido verlo alguna vez, Jim estaba seguro de que no lo había contemplado como él ahora.

Quiero aterrizar ahí encima, dijo Monique.

El piloto también llevaba auricular, pero no reaccionó.

¿Qué?, le preguntó Jim. ¿Podríamos aterrizar en el hielo?

Hombre, dijo el piloto, como poder sí que podemos. Pero tenéis que quedaros cerca. Nada de alejarse.

De acuerdo, dijo Jim.

El piloto continuó rumbo a la cabecera del glaciar, aminoró la velocidad de vuelo, descendió un poco más y buscó un sitio seguro. Vistas de cerca, las grietas eran mucho más grandes de lo que Jim había supuesto. Todo era inmenso, las distancias más largas, las paredes de roca más altas. Y ni el más mínimo rastro de otros seres humanos.

Se posaron lentamente sobre un trecho llano, lejos de cualquier grieta. La nieve de la superficie formó una nube blanca a su alrededor, los patines tocaron tierra con una sacudida, el piloto redujo la potencia de los rotores y finalmente apagó el motor. Al momento, el aire se despejó. Brillaba el sol.

Monique fue la primera en bajarse del aparato. Siempre había deseado caminar por un glaciar. Todo esto es virgen, dijo volviendo apenas la cabeza. Oyó saltar a Jim detrás de ella. Habría preferido gozar del momento a solas.

Es increíble, dijo Jim.

Y el silencio, dijo ella. No hablemos. Vamos a sentirlo y nada más.

Bien, dijo él.

Monique echó a andar hacia una grieta, una cresta de luz azulada. Translúcida, como una baliza. La gran mayoría de ellas eran fisuras, hoyos, pero esta había aumentado de volumen a causa de la presión, y según se iba acercando Monique advirtió que ahí las distancias eran engañosas. La grieta estaba mucho más lejos y era más grande de lo que había pensado al principio.

Me encanta esto, dijo. Un universo en expansión al alcance de la mano.

Creía que no íbamos a hablar, dijo Jim.

Esa regla es para ti solo. No me estropees el espectáculo.

Continuó andando. Las botas, al hundirse en la capa superior de nieve blanda, tocaban hielo duro. Sabía que en un glaciar podían producirse desprendimientos, haber grietas invisibles, pero uno tenía la sensación de que estaba a salvo. Se sentó en la nieve dejándose caer hacia atrás, hizo un ángel de nieve, alzó la vista hacia el azul intenso. Es una pasada, dijo.

Hum, dijo Jim.

Pobrecito. Bueno, ya puedes hablar.

Vale, dijo él. El lugar es precioso. No entiendo cómo no había venido aquí hasta ahora.

Huminni, me encanta, dijo Monique. Cerró los ojos y notó cómo el frío le traspasaba los vaqueros e incluso la chaqueta. Refrescante y diáfano. Casi me echaría una siesta, dijo.

Pero al cabo de unos minutos empezó a sentir frío en la cabeza. Se levantó y regresaron al helicóptero.

Llévenos al cielo, señor, dijo Monique al piloto una vez con los cascos puestos y los cinturones abrochados.

Sí, señora, dijo el piloto. Los rotores empezaron a girar, y al rato sobrevolaban una extensión más grande todavía de blanco, el campo de hielo Harding, una inmensa almohada, un cojín de casi quinientos kilómetros cuadrados, del que sobresalían picachos negros. Atravesaron la cadena de montañas y ante ellos vieron extenderse el océano.

Eso es el golfo de Alaska, dijo el piloto. Enseguida pasaremos sobre el monte Marathon para descender hacia Seward. Bahía de la Resurrección. Luego seguiremos hasta el Prince William Sound y volveremos por la misma ruta para comer en Seward, si os parece bien.

Por mí, estupendo, dijo Jim. Gracias.

Descendieron por debajo de la línea de nieve, montañas verdes hasta la bahía. El mar de un azul muy intenso. Monique iba mirando por la ventanilla de su lado, pero había posado una mano en la pierna de Jim y la fue subiendo hasta el paquete. Al principio no mucho, pero luego notó que se le ponía dura. Empezó a frotar con suavidad y adivinó que le apretaba, la tenía medio doblada dentro del calzoncillo. Eso le hizo gracia, de modo que siguió con la mano allí, procurando que no decayera la cosa y percatándose de que él no dejaba de moverse, incómodo. Al final rió.

Perdona, dijo. Él puso cara de dolido, pero a Monique se le escapaba la risa. Lo siento, en serio. Se arrimó a él para besarle, pero con los cascos puestos era imposible. Y al ver que no le alcanzaba a los labios, se rió más fuerte todavía. Perdona, dijo. Luego, te lo prometo. Y se volvió para seguir mirando por la ventanilla.

Sobrevolaban el litoral a baja altura. Las olas rompían blancas contra las rocas casi negras, el bosque de hoja perenne muy tupido hasta la orilla. Algunas playas grandes de guijarros grises, madera de deriva. Una vista espectacular. Y ni una sola casa en toda la costa. Fue lo que más sorprendió a Monique, viniendo del D.C. Era realmente una frontera.

Yo no quiero volver a Soldotna, dijo. Quiero quedarme por aquí. Busquemos un hotel en Seward, que tenga bañera.

Jim no supo bien qué pensar. Miró a Monique, pero ella continuaba absorta en el paisaje. No sabía cómo se lo iba a explicar después a Rhoda, pero se le ocurrió que podía aducir un desplazamiento para reunirse con el posible socio de la consulta. Seguramente colaría. Y lo del hotel, pasar la noche allí los dos solos, no sonaba mal. Monique quizá le seguía pinchando y nada más, pero la puerta continuaba abierta.

¿Se podría hacer?, le preguntó finalmente al piloto. ¿Podemos parar en Seward y mañana pasas a recogernos?

Sí, no veo por qué no, dijo el piloto. Claro que tendréis que pagar un extra.

Gary trabajó a solas toda la mañana, cargando más troncos. Para una cabaña pequeña, parecía una cantidad de madera exagerada. Pero él mismo había hecho los cálculos.

Finalmente en camino, cruzando el lago en la tarde soleada, con brisa suave, un tiempo ideal. Mojándose un poco cada vez que chocaba de frente con una ola. Iba de pie en la popa, el brazo del gas levantado, y le gustaba estar allí, navegando. El aire era diáfano y limpio.

Cerca ya de la isla, describió un arco y guió hacia la orilla. Cayó sobre los troncos cuando la barca rozó unas rocas sumergidas, pero pudo parar el golpe con las manos.

Apagó el motor y empezó a bajar troncos por encima de la compuerta de proa, uno a uno, con los pies metidos en el agua. No era complicado, y la faena muy placentera.

Siempre le había gustado el trabajo físico, construir cosas, un contraste con la vida académica. Le gustaba aquella idea de Vonnegut —en realidad, de Max Frisch— de que Homo faber era más apropiado que Homo sapiens. Vivimos para construir. Es lo que nos define como especie. Es verdad, pensó. Imaginar algo, darle vueltas en la cabeza, revisarlo una y otra vez en sueños y luego convertirlo en algo real, palpable. No había nada más satisfactorio que eso.

Gary siguió bajando troncos a la orilla hasta que los tuvo todos más o menos alineados en pequeños montones. Cargado con una pala, se encaminó hacia el solar entre los arbustos bajos. No pensaba complicarse la vida. Despejaría un rectángulo de terreno, lo alisaría, y colocaría los primeros troncos a flor de tierra. No hacían falta más cimientos. La cosa consistía en construir una cabaña tal como se hacía antaño. Sin cemento, sin permisos. La cabaña como expresión del hombre, forma concreta de su mente.

Miró hacia el lago y comprobó la vista, la perspectiva, varió ligeramente su posición hasta estar seguro de que era el sitio correcto e hincó la pala en lo que sería el centro de la cabaña. Manos a la obra, dijo. Por fin. Después de casi treinta años. ¿Cómo es que pasan estas cosas?

Dio tres pasos hacia un lado, hizo otra señal, y caminó tres pasos más en dirección opuesta. Una cabaña de seis pasos de anchura, y de fondo tendría cuatro pasos. Todo sin cinta métrica. Midiendo solo a zancadas. Una vez señalado el perímetro, hizo las esquinas.

Vale, dijo, situándose de nuevo en el medio. Le dolía el hombro izquierdo, una bursitis que arrastraba desde hacía años y que se le reproducía con el trabajo físico. Fue hasta un abeto cercano y se agarró del tronco para dar un buen tirón al hombro. Repitió la operación con el otro brazo, también estiró las piernas un poco. Empezaba el proyecto con la estación ya muy avanzada, no podía permitirse ninguna lesión. Todo tenía que ir sobre ruedas. Mediados de agosto ya, cuando su idea había sido empezar a finales de mayo.

Regresó al terreno y retiró toda la madera seca, arrojando ramas y también algunas piedras. Luego empezó a cavar. La tierra era oscura, rica, porosa, pero había tantos estolones y tantas raíces que no conseguía buenas paladas. Hubiera sido más útil un rastrillo, algo con que arrancar los obstáculos. Tenía unos buenos guantes, de modo que se puso de hinojos y empezó a rastrillar con los dedos, y cada vez que tiraba de algo encontraba mayor resistencia de la esperada. Son duras de pelar estas malditas raíces, dijo.

Se incorporó para intentarlo con la pala, usándola como herramienta de corte. Al principio le pareció que funcionaba, de modo que se puso a cortar alrededor del perímetro marcado. Los mosquitos iban a por él, le rondaban la cara y el pescuezo, y tener que matarlos a manotazos entorpecía el trabajo.

Se arrodilló y fue arrancando lo que había ido cortando, pero una parte seguía incrustada en la tierra, de modo que cogió otra vez la pala para seguir cortando y cavando. Aquello era una alfombra de raíces y maleza, y se preguntó si no habría sido preferible construir la cabaña encima. ¿Por qué era mejor tierra? Cuando lloviese, todo aquello se iba a convertir en un lodazal.

Se tumbó en el suelo boca arriba y cerró los ojos. Olor a tierra, a madera putrefacta, a col de mofeta. Un zumbido constante de mosquitos en sus oídos. Se había puesto un repelente, pero ellos, como de costumbre, ni se enteraban. Abrió los ojos y vio que el cielo daba vueltas. El pulso en las sienes, ligera sensación de mareo.

Treinta años atrás, este sitio era virgen. Y él entonces era más joven, el sueño reciente todavía, una idea accesible. El aire más diáfano, las montañas con un aspecto más imponente, el bosque más vivo. Algo así. Un sentido animado del mundo que se disipa con el tiempo. Recibimos un regalo, pero se trata de un regalo frágil, perecedero. Ahora el lugar era más que nada una idea, una cosa vacía, sin sustancia. Reducida a mosquitos, a un cuerpo viejo y cansado, a un aire nada excepcional. Él estaba supuestamente destinado a vivir en este lugar, pero debería haberlo hecho entonces, no ahora.

Irene pensaba que todo esto era puro y simple resentimiento, un defecto de carácter. Era incapaz de ver la forma del mundo, la forma de una vida. No comprendía las enormes diferencias. Y él, en lugar de decantarse por alguien más inteligente, lo hizo por alguien que no entrañaba riesgos. Su vida se había empequeñecido por ello.

Pero tenía que concentrarse. Necesito planear esto bien, dijo en voz alta, e intentó pensar con claridad. Estaba formando un lodazal. Los troncos que colocara allí formarían diques, una especie de charca para recoger agua. Lo que estaba haciendo era una cisterna, no una cabaña. Pero luego se puso a pensar en el almuerzo, en Irene y su dolor de cabeza, en Rhoda, y en si ella o Mark se dignarían echarle una mano. Idas y venidas, patinazos, todo menos concentrarse. Una mente antaño clara, en baja forma.

Muy bien, dijo. A ver, necesito una plataforma. Y la visualizó. Una plataforma de madera, una tarima a modo de suelo, levantada del terreno unos quince centímetros y a nivel. Alrededor alzaría después las paredes.

Se puso en pie y decidió dar una caminata. Era demasiado tarde para conseguir los materiales necesarios para la plataforma, así que lo mejor era explorar un poco la isla.

Caminando entre matorrales fue hacia los abedules de la parte trasera de la propiedad, y continuó adelante hasta que encontró un camino. Era una trocha, se andaba mucho mejor por ahí, el terreno más llano. Abedules y abetos por todas partes, no se veía el lago, y de pronto llegó a una cabaña desierta. De troncos, igual que la que había soñado, pero estos troncos eran mucho más grandes que los de él, como de un palmo de grosor. Se preguntó de dónde los habrían sacado. Al examinarla de cerca intentó adivinar cómo habían hecho para ensamblar tan bien los troncos. Poniendo algo en los resquicios, sí, pero no veía qué. Todo musgo y telarañas. Atisbó por un ventanuco y pudo ver un lavamanos blanco y una estufa de leña. Fue a la parte posterior, la cabaña era grande, tenía dos habitaciones más, miró por otras ventanas, intentó ver de qué estaba hecho el suelo. Tablas de madera, parecía. Se arrodilló para examinar los bordes alrededor, buscando una pista de cómo encajaban las paredes en el suelo, pero no había el menor resquicio, nada que ver allí.

Bueno, dijo incorporándose, me servirá de referencia. Y se preguntó a quién se le habría ocurrido construir en aquel sitio. No había vista del agua, un simple reducto en pleno bosque. Con razón estaba abandonado. Él podía hacerlo mejor.