Camino del pueblo Irene iba notando todos los baches de la carretera. Cada rodera, cada caballón, cada hoyo, cada surco mandaba crueles alfilerazos al mundo que tenía detrás del ojo derecho. El día era soleado, veraniego, pero como hasta la luz le hacía daño, viajaba con los ojos cerrados.
Llegaremos enseguida, dijo Gary. Aguanta un poquito más.
El Vicodin me está dando náuseas.
Solo unos minutos, dijo Gary.
Una vez en la consulta, le hicieron las radiografías y Frank las examinó en una pantalla iluminada. Esta es una vista frontal, dijo. Era el cráneo de Irene, ojos huecos y mandíbula sin carne, hileras de dientes como sonriendo, igual que la calavera de una bandera pirata. Una visión anticipada de su muerte.
Qué susto, dijo Irene.
Y esto es una vista lateral. Y aquí el otro lado.
¿Dónde está la infección?, preguntó ella. ¿Qué aspecto tiene?
Ese es el problema, Irene. Aquí no hay nada.
¿Cómo que no hay nada?
Según las radiografías, no tienes una infección.
Pero si la tengo…
Lo que tienes es un catarro, desde luego, y quizá un pequeño foco de infección. Si insistes, puedo recetarte un antibiótico y lo tomas una semana seguida.
No lo entiendo.
Las radiografías no muestran nada.
Irene se echó a llorar y empezó a mecerse hacia delante en la silla, con la cabeza entre las manos.
Irene, dijo Frank, y le dio unas palmaditas sin saber qué otra cosa hacer.
Yo tengo algo, dijo ella. Algo no va bien.
Lo siento. Te extenderé las recetas. Pero aquí no se ve nada.
Irene esperó hasta que pudo recobrar la compostura, intentó sonarse sin éxito y luego cogió las recetas, pagó y tuvo que darle la explicación a Gary, que aguardaba en la sala de espera. En las radiografías no sale nada, dijo.
¿Qué?
Hay algo, estoy segura. Lo que no sé es por qué no sale.
Irene, dijo él, y la abrazó. Lo siento, Irene. Pero, mira, quizá sea mejor así. Seguro que pronto te pondrás bien.
No. Yo tengo algo.
Te llevaré a casa y te sientas junto al fuego, dijo él.
Así lo hicieron. Después de que les extendieran las recetas, regresaron a casa, otra vez los baches y las roderas, Irene muerta de dolor, y Gary llevó mantas al sofá de la sala, hizo acostar a Irene y encendió un buen fuego.
Una chimenea de piedra, un hogar agradable, su marido cuidándola. Quizá, pensó Irene, este horrible dolor sirva para algo bueno. Quizá sirva para unirnos. Tal vez Gary me tenga más en cuenta. Una época rara de la vida, los hijos independizados, ella sin trabajo, solo le quedaba Gary, y no era el Gary de los primeros tiempos. La idea de estar jubilada no la seducía. Solo unos meses antes, se pasaba el día cantando y bailando con los niños del colegio. Niños de tres a cinco años que aprendían a través del juego, interesados en granjas de gusanos y en dinosaurios y en montar trenes que pudieran atravesar Rusia y continuar hasta África. Iban a sentarse en su regazo, allí se sentían como en casa.
Gary le preparó té, y ella lo bebió a sorbos sosteniendo el tazón muy caliente entre las manos. Se había tomado los medicamentos en la camioneta, al volver, y no le habían hecho efecto todavía.
El dolor no se me pasa, le dijo a Gary. Es como si las medicinas no me hicieran nada. ¿Qué analgésico me ha recetado Frank?
Déjame ver. Gary abrió la bolsa de la farmacia. El antibiótico es amoxicilina, un anticongestivo que no sé pronunciar, y Aleve para el dolor.
¿Aleve?
Pues sí.
Qué chorrada. Aleve no es más que Advil. Llama a Rhoda. Necesito más Vicodin.
Irene, por favor, tienes que tomar lo que te han recetado. Frank ha dicho que en las radiografías no se veía nada.
Pues habrán salido mal.
¿Cómo van a salir mal las radiografías?
No lo sé. Pero están mal.
Rhoda se quedó trabajando hasta después de que el doctor Turin y los demás se hubieron ido. A ver si termino este papeleo, les había dicho. Cogió el Vicodin que quedaba en el armarito de muestras de medicamentos. Lo habían recibido por error. Solo había para una semana, y no iban a recibir nunca más. Tendría que buscar otra cosa.
Encontró otro calmante, Tramadol, y lo buscó en Internet. Admitía el uso en humanos. Podía quedarse sin empleo por esto, e incluso buscarse un lío con la justicia. Frank tendría que haber recetado otro analgésico. A Jim le podía pedir alguna receta, pero no quería forzar las cosas con Jim.
Mientras iba a casa de sus padres, pensó en la boda. Jim aún no le había pedido que se casaran, pero indirectamente habían hablado del asunto. Ella quería celebrar la boda en Hawai, y él, sin mojarse mucho, había dicho que bueno. Rhoda no quería frío, no quería mosquitos, y sobre todo no quería ni rastro de salmones. Nada de astas de alce en el cuarto de al lado, nada de botas de pescador. Su idea era hacerlo en Kauai, o el cañón de Waimea o la bahía de Hanalei. Una ceremonia en la playa, como mínimo con vistas al mar o al cañón, un entorno muy bonito. Cocoteros, grandes fuentes con fruta fresca, néctar de guayaba, nueces de macadamia. Una vieja hacienda, tal vez, la casa blanca con porche cubierto y muchos arabescos en la madera. Aves del paraíso en las mesas, con sus largos tallos esbeltos y sus volantes multicolores. Bueno, y quizá unos cuantos pájaros de verdad, cotorras o algo por el estilo.
Y a lo mejor me pongo un parche en el ojo, dijo Rhoda en voz alta, y sonrió. Pobre Jim. No sabes la que te espera.
Torció hacia el lago, con los consabidos brincos y bandazos debido a la pésima carretera. Ella lo que quería era algo con clase. Nada de montajes baratos. Quería una cosa digna, y no iba a ser fácil, teniendo en cuenta a su familia. Mark iría colocado, eso seguro; su padre querría quitarse el esmoquin a la primera de cambio. Su madre, no, ella no daría problemas. Intentó visualizar el escenario, pero solo obtuvo retazos de bodas flotando sin conexión. Quizá convendría hacer un viaje de exploración a Hawai. Necesitaba ver el lugar con sus propios ojos.
Después de aparcar encontró a su padre de rodillas haciendo de jardinero, ocupado en las macetas.
Hola, papá.
Ah, hola, Rhoda. ¿Traes las pastillas? Se puso de pie y se sacudió el pantalón.
Podrían meterme un puro por esto. Habrá que conseguir una receta.
Bueno, dijo Gary, yo creo que en un par de días se le pasará. No tiene nada grave, es solo un resfriado fuerte.
Hum, dijo Rhoda, y entró en la casa. Su madre estaba en el sofá delante del hogar, tapada con una manta.
Me encuentro fatal, dijo Irene.
Traigo analgésicos como para dos semanas, dijo Rhoda. Vicodin y Tramadol, que es lo que usamos para los perros grandes. Yo creo que servirá. Si ves que un comprimido no basta, te tomas dos. Pero, ojo, no le digas a nadie de dónde los has sacado. Rhoda fue a por un vaso de agua y se lo dio a su madre para que se tomara un Vicodin.
Gracias, cariño. Ayúdame a volver a la habitación. Necesito dormir.
Vale, dijo Rhoda, pero ¿no puedes ir tú sola?
Es que estoy un poco mareada. Tú ayúdame y ya está. ¿Por qué todos me preguntáis lo mismo?
Perdona, mamá.
Fueron al dormitorio. Irene se acostó y ya no dijo nada más.
Rhoda lavó unos cuantos platos y después salió a hablar con su padre. ¿Qué le pasa a mamá?, preguntó.
Nada, que me castiga, dijo él. Por salir el otro día con lluvia. Ya sé, no debería haberlo hecho, de acuerdo, pero ella estirará ese catarro todo lo que pueda, para que me entere bien.
Papá, dijo Rhoda.
Es verdad. No me lo invento. Ha sido culpa mía, pero eso no quiere decir que tenga que gustarme.
Ella no sería capaz de hacerte una cosa así.
No la conoces tan bien como yo. Vosotras tenéis una relación diferente. Y me parece muy bien.
Yo creo que algo le pasa. Diría que no está fingiendo.
Es igual. Tengo que seguir con estas flores, y mañana he de reanudar el trabajo en la cabaña. Se supone que tu madre me está echando una mano.
Yo mañana estoy ocupada, si no te ayudaría.
Gracias, dijo él con la boca pequeña, dando por terminada la conversación. Siempre había sido así, desde que Rhoda tenía conocimiento. Cuando alguien comenzaba a hablar en serio, él se cerraba. Tan pronto como ella empezaba a atisbar cómo era su padre realmente, él se esfumaba.
Mark regresó de otro largo día de pesca y se encontró a su hermana sentada a la mesa de la cocina, con Karen.
¿Qué tal te ha ido?, preguntó Karen.
Estaremos por encima del umbral de la pobreza unos cuantos días, dijo Mark. Ahí fuera tengo papeo suficiente como para no tener que ponernos a pedir.
He preparado brotes de helecho, dijo Karen.
Guay. Mark cogió algunos de la encimera: pequeñas espirales verdes marinadas en vinagre balsámico y aceite de oliva. Me encantan, dijo.
Hola, Mark, dijo Rhoda.
Hola, hermanita. ¿Cómo va tu búsqueda de riqueza y felicidad?
Muchas gracias, Mark.
Mark pasó por detrás de Rhoda y de repente se abalanzó sobre ella y le tapó la cara con las manos, que le olían a pescado.
Rhoda soltó un grito, se echó hacia atrás para zafarse y cayó de espaldas al suelo cuando Mark se apartó. Muy bonito, dijo. Veo que has cambiado mucho.
¿Cambiar?, dijo él. Para qué si ya es bueno lo que tienes. Karen se echó a reír. Mark le robó un beso y un magreo.
Rhoda levantó la silla y se volvió a sentar. Detesto interrumpir este festín erótico, y estoy segura de que no os importaría montároslo en el suelo conmigo delante, pero he venido por un motivo concreto.
Cuéntenos sus cuitas, hermana Rhoda, dijo Mark. A Karen se le escapó una risita.
Rhoda hizo oídos sordos. Mamá se encuentra muy mal, pero a papá le parece que no tiene nada porque las radiografías han salido bien.
Hum, dijo Mark.
Lo que te estoy pidiendo es que pases dos o tres veces al día, a ver qué tal sigue mamá. Tú vives prácticamente al lado. Yo tardo cuarenta minutos.
Iría encantado, pero estos días trabajo. Mañana salgo otra vez, y pasado. Y Karen también trabaja.
Vale, dijo Rhoda. Entonces, olvídalo.
Te echaría una mano, pero tengo que trabajar.
Vale, vale, dijo Rhoda. Lo entiendo. Toda tu vida has sido un cero a la izquierda.
Se nota que me quieres, dijo Mark.
¿Queréis colocaros?, preguntó Karen.