Monique esperaba de pie junto a uno de los iglúes azules de hormigón que habían sido tienda de regalos, en el desvío hacia el camping Lower Salmon River, con pinta de autoestopista, o de motera quizá. Jim conducía a toda mecha, enardecido ya por la culpa y el temor. Por un momento pensó en pasar de largo, pero se dio cuenta de que Monique le estaba mirando.
Bonita máquina, dijo ella al montar en el asiento. Aquí hay sitio para una docena.
Sí, es bastante espaciosa, dijo Jim. No era más que una Chevy Suburban, y le asaltó la duda de si ella no le estaba tomando el pelo. ¿Cómo es que estáis aquí, tan lejos? Hasta Soldotna son más de veinte minutos.
A Carl no le gusta estarse quieto, quiere ver sitios diferentes. Tiene la teoría de que si lo ve todo, algo quedará.
¿Carl?
Eso, Carl.
¿Y quién es Carl?
Mi chico. Hemos venido juntos a Alaska.
Ah, dijo Jim. Fue como si el mundo se viniera abajo.
Tranquilo, dijo ella. No es como si estuviera casada.
No, claro. Es verdad, dijo Jim. No es como si estuvieras casada. Oye, yo tampoco es como si estuviera casado.
¿Sales con alguien?
¿Salir? No.
Hummm, dijo Monique, y Jim se preguntó si sabría lo de Rhoda. Entonces recordó que había conocido a Monique a través de Mark, el hermano de Rhoda. Por lo tanto, Monique tenía que haber oído hablar de ella, quizá incluso se la habían presentado. Cabía la posibilidad que llegaran a hacerse amigas.
Joder, dijo en voz alta.
¿Qué?
Oh, perdona. Acabo de acordarme de una cosa importante que tenía que hacer.
Odio eso.
Sí. Jim se preguntó cómo salir indemne de los veinte minutos siguientes. Se había figurado que coquetearían un poco y que pasarían rápidamente a abrazarse en cuanto llegaran a casa.
Oye, ¿de dónde eres?, preguntó.
Del D.C., respondió Monique. Ni es bonito ni hay montañas.
¿A qué se dedican tus padres? Confiaba en hacerse alguna idea de la edad de Monique.
Mi madre es un pez gordo del AID.
Oh, dijo Jim. No se atrevió a confesar que no sabía qué rayos era el AID. Algún tipo de organización, seguro, quizá una agencia gubernamental. Jim no leía mucho el periódico.
¿Y qué hace exactamente en el AID?, preguntó.
Programas de salud, más que nada. Estudió antropología médica. Siempre está yendo a sitios a los que no me lleva, y cuando vuelve me trae unos zapatos o algo. Bueno, alguna vez sí que viajamos juntas.
¿Y tu padre?
Murió.
Oh, lo lamento.
No, si no pasa nada. La verdad es que estamos mejor sin él.
Ah, dijo Jim.
Bien, ¿y tú, cariño? Lo preguntó imitando la voz de alguna actriz famosa, alguien a quien él debería identificar. Cuéntame algo de ti.
Mi padre también era dentista.
Una gran tradición familiar. ¿Y tu madre?
No trabajaba.
Querrás decir que cuidaba críos, llevaba la casa y revisaba facturas, ¿no?
Oye, ¿cuántos años tienes?, le preguntó Jim.
Suficientes como para ser tu abuela.
Jim se rió. Menos mal, dijo.
Sí, dijo ella.
Mientras tanto, Carl estaba en su tienda de campaña, acurrucado escribiendo postales bajo la lluvia. Mandaba un saludo a sus amigos del D.C., les decía cómo estaba él, y también Monique, porque ella jamás escribía postales. Monique tampoco dormía en tienda de campaña, al parecer. Había encontrado un estrato más alto en alguna parte. La nota solo decía: Hasta mañana. Lo cual le cabreó. Habría salido disparado de la tienda a pesar del aguacero, se habría rasgado las vestiduras y bramado como Lear pero no había espectadores. Monique no le habría oído, no se habría enterado. Total, para acabar empapado y con la ropa hecha trizas. Qué mierda.
Y venía siendo una mierda desde que estaban en Soldotna. El día de su llegada se enteraron de que había pesca con poteras en Homer, en el espolón, y alquilaron un coche para ir hasta allí. Eso fue cuando a Carl le quedaba todavía algo de dinero.
Homer le pareció muy bonito a Monique. Mientras Carl sacaba sus aparejos, ella fue a dar una vuelta por el puerto. Al otro lado de la bahía las montañas se alzaban pegadas al mar formando hileras melladas, en cuyas crestas había nieve todavía. Bandadas de pelícanos peinaban la playa de arena negra, el sol del atardecer le sacaba destellos al agua, y, haciendo visera con la mano, Monique divisó a lo lejos el chorro de una ballena jorobada elevándose como oro líquido para ser arrastrado después por el viento sobre la superficie. En este sitio me quedaría a vivir, pensó. Luego fue hasta el muelle, estuvo mirando barcos y conoció a un pescador de cabello oscuro y ojos azules que le habló de cangrejos reales y de halibuts y de mar mullido en plena noche.
Todo esto lo sabía Carl porque Monique se lo había explicado después con pelos y señales. Ella era así. Ni se le pasaba por la cabeza que pudiera estar haciendo lo que no debía.
Ajeno al apuesto pescador de ojos azules y a esa chorrada del mar mullido, Carl había bajado resueltamente hasta un espolón de grava lleno hasta la mitad de agua turbia. Parecía una poza de agua estancada, treinta metros de ancho y como el triple de largo. Vio algún que otro anillo iridiscente de gasolina en la superficie. Pero, bueno, según le habían dicho, esto se llenaba de salmones con la pleamar.
A lo largo de la ensenada de Cook la marea era impresionante, con una corriente como la de un río, y cuando alrededor de las ocho empezó a subir, lo hizo muy rápido. Carl casi se emocionó. Entonces aparecieron los salmones, y un ejército de pescadores (entre ellos, Carl) empezó a hender el agua con enormes anzuelos triples, lastrados y sin cebo, desde todas direcciones con miras a atrapar un salmón de los muchos que iban pasando a toda velocidad. En más de una ocasión algún anzuelo salía volando del agua para ir a hincarse detrás, en la grava, pasando como una exhalación entre una hilera de pescadores. Además de estúpido, era peligroso. Según había oído contar Carl no sin cierta sorna a uno de los habituales, no era nada infrecuente quedar ensartado en un anzuelo ajeno. Había por allí chavales de diez años que no se fijaban en lo que hacían con sus sedales ni se molestaban en mirar atrás, así como viejos atiborrados de alcohol y medicamentos, con el chaleco y el sombrero hechos ya un revoltijo de anzuelos. Además de ridículo, era degradante. Las capturas salían medio despellejadas, rasguñadas, víctimas de un calvario de intentos previos que habían resultado infructuosos.
Carl escribió una postal a la madre de Monique: Alaska es espectacular. Monique y yo estamos disfrutando, del paisaje y la gente de aquí, de la pesca también. Un pescador nos explicó cosas sobre cangrejos reales y halibuts, pero eso fue después de ver los pelícanos, bandadas enteras. Carl rompió la postal. La madre de Monique no le consideraba muy listo. Carl el lento, le llamaba a sus espaldas. Esto se lo había contado Monique. Carl se hizo un ovillo en la parte menos húmeda del saco de dormir e intentó conciliar el sueño.
También Monique y Jim estaban teniendo dificultades con el asunto de dormir. Habían terminado una cena deliciosa a base de salmón con arroz salvaje acompañado de vino banco, y de postre un baked alaska de pinta sospechosa pero, en opinión de Jim, riquísimo, preparado por él mismo según una receta que había leído en alguna parte. En el equipo de música sonaba Yo-Yo Ma, y Jim se relamía pensando en una sesión de sexo a lo grande. Fue entonces cuando Monique preguntó dónde iba a dormir ella.
¿Qué?, dijo Jim.
Estoy bastante cansada. Anoche me acosté tardísimo y estaba pensando en irme a dormir temprano, después de una cena tan estupenda. Todo estaba excelente. Eres un verdadero chef. Levantó la copa para brindar a su salud.
Oh, dijo Jim. Hum. Yo había pensado llevarte al camping más tarde. Le entró pánico. Cuando Rhoda iba a cenar a casa de sus padres, alguna vez se quedaba a dormir allí, pero no siempre, y ni siquiera a menudo.
¿De noche? ¿Cómo me vas a llevar al camping?
No, no, claro. No sé en qué estaría pensando.
¿Es por Rhoda? ¿Tiene que volver esta noche?
Sí.
No eres el único inquilino, ¿verdad?
No, no soy el único.
Y a Rhoda le ronda por la cabeza que os caséis, ¿eh?
Jim se había quedado sin erección. Cerró los ojos y se masajeó las sienes.
Jim, dijo Monique, lo has organizado bastante mal, ¿no te parece?
Él gimió por lo bajo e intentó pensar pero sin pensar.
¿Y si nos lo montamos en un hotel?, dijo Monique. No quiero crearte problemas con Rhoda.
¿Lo dices en serio?, preguntó Jim, empalmándose otra vez. Eres increíble.
A mí no me importa.
Y Jim la llevó al hotel King Salmon, confiando en que ningún empleado del turno de noche le conocería. Pero después de esperar un rato en la recepción y darle al timbre varias veces, apareció una paciente suya y le dijo con una sonrisa: Hola, doctor Fenn.
Jim se apresuró a mirar el nombre que llevaba en la pechera.
Hola, Sarah, dijo.
¿En qué puedo ayudarle? Sonrió también a Monique.
Esta es mi sobrina Monique, dijo Jim. Ha venido a pasar unos días, pero como estamos de reformas en casa, pensábamos que lo mejor sería que se hospedara aquí hasta que retiremos las cubiertas y ya no huela a pintura ni nada. Arrugó la nariz a la mención del olor a pintura. Sarah arrugó la suya también.
Una vez en la habitación, Monique se echó a reír. Gracias, tío.
No me llames tío, dijo Jim.
Entonces ella le besó largamente en la boca y se despidió de él empujándolo hacia la puerta.
Mientras su madre intentaba dormir, Rhoda buscó ideas para la cena en la cocina. Alubias en lata, maíz en lata, puré de patatas precocinado. Se apañaría. Puso agua a hervir para el puré, calentó el maíz en el microondas, echó en un cazo la lata de alubias y, justo cuando el agua estaba a punto de hervir, oyó llegar la vieja F-150. Ningún miembro de la familia conducía un vehículo presentable.
Su padre caminó hacia la casa, pero antes de llegar se detuvo y miró a su alrededor. Los árboles, la montaña, las astas de venado colgadas del alero, las flores. Rhoda se lo había visto hacer siempre, desde muy pequeña, y nunca había entendido por qué.
Hola, papá, le dijo cuando él entró por fin. ¿Mirando los árboles?
¿Qué?
Siempre echas un vistazo a tu alrededor antes de entrar en casa, o donde sea, incluso si es una barca o una camioneta. ¿A qué viene eso?
¿A qué viene?, dijo él. Pues no lo sé.
Te las vas a tener con mamá.
¿Qué?
Mira que dejarla sola todo el día. Está que muerde, pobre.
Le he preguntado si quería que la llevara al médico.
Ya lo sé, dijo Rhoda.
Ah, ¿sí?
Me lo ha dicho ella. He dado la cara por ti. Y también he traído a un médico, Frank Bishop. Dice que mamá tiene sinusitis y que la llevemos mañana por la mañana a hacerle unas radiografías.
Bueno, dijo su padre.
¿Bueno? Estoy preocupada por ella. Creo que tiene algo grave. Los dolores la están volviendo loca.
Ah, dijo él. Fue hacia el pasillo y abrió con cuidado la puerta del dormitorio. Irene respiraba ruidosamente, tenía la garganta atascada. Gary cerró la puerta despacio y tanteando la cama a oscuras se acostó al lado de Irene y la rodeó con el brazo.
Hummm, dijo ella, y arrimó la espalda a él, un gesto natural y sencillo. Él cerró los ojos, no queriendo perder aquel momento, tan poco frecuente ya entre ellos. Consuelo mutuo sin complicaciones, el uno necesitaba al otro. ¿Por qué no había suficiente con eso?
Fue una cosa instintiva, sentirse atraído por Irene. Él entonces estudiaba en Berkeley, empeñado en ser medievalista pese a que sabía que la cosa le venía grande. No lograba estar a la altura de los demás. Los textos básicos se le daban bien, pero con el resto de la bibliografía —historias, archivos, almanaques, actas—, todo en inglés medio, no daba abasto. Por no hablar de los documentos religiosos en inglés antiguo y medio, o en latín. Y encima tener que estar al día de todo lo que se iba publicando, libros y revistas especializadas… Era demasiado. Y el hecho de no saber francés, ni moderno ni antiguo, complicaba aún más las cosas.
Un amigo que estudiaba con él le presentó a Irene durante una cena en un restaurante barato. Ella entonces lucía una melena rubia, tenía los ojos azules. Parecía salida de una saga islandesa. Y no hablaba en jerga. Estudiaba para maestra de jardín de infancia, no era una chica que le intimidara. Gary respiró: con ella estaría a salvo.
Abrazado ahora a Irene intentó recordar cómo eran a los veinticuatro años, trató de sentir lo que entonces había sentido, pero había pasado mucho tiempo. Irene gimió otra vez y se apartó un poco. Intentó carraspear y, de pronto, retiró las mantas.
No puedo tragar, dijo. Casi no puedo respirar y ahora no puedo tragar. ¿Cómo me va a entrar aire así?
Se dirigió hacia el cuarto de baño, y Gary se sentó en la cama. ¿Puedo hacer algo?
Dime algún remedio para esto, contestó Irene. No puedo respirar. No puedo dormir. El dolor no se me pasa. Y encima estoy mareada. Es el Vicodin. Hizo gárgaras, intentó aclararse la garganta.
Vuelve a la cama.
Me ahogo, dijo ella. Quizá comiendo se me pase. Y un té.
Se vistió y fueron a la cocina. Rhoda había puesto comida en la mesa y tenía ya una taza de té a punto.
Gracias, dijo Irene, y besó a Rhoda en la frente. Gary metió papel de periódico arrugado en el hogar, formó una pequeña tienda india con palos pequeños, introdujo algunos más gruesos y un tronco grande, encendió los bordes y avivó el fuego hasta que las llamas cobraron altura.
Irene se echó a llorar. Había intentado comer un poco de puré y alubias, pero ahora solo lloraba.
Mamá, dijo Rhoda.
Irene, dijo Gary. Se sentaron cada uno a un lado de ella y la rodearon con los brazos.
Me duele mucho, dijo ella. No se me pasa. Pero sabía que no estaba llorando solo porque le doliera. Tenía, por fin, una excusa para llorar sin esconderse, y no podía parar. Era algo con volumen y profundidad, como un espacio físico interior, abovedado, un vacío total. Gary dejándola sola, después de treinta años en aquel sitio frío e implacable. No sabía cómo pararlo, cómo aminorar el impulso de tantos años, cómo hacérselo ver a él.
Rhoda ya estaba en casa cuando Jim volvió después de dejar a Monique en el hotel. Estaba fregando los platos de la cena de él.
Hola, dijo. Menudo banquete. ¿Cómo es que a mí nunca me toca baked alaska? Lo decía sonriendo, de broma. Y Jim la vio muy bonita. Le dio un beso y la atrajo hacia sí.
Espera, espera. Deja que me quite el jabón de las manos primero.
Jim le estaba bajando los vaqueros allí mismo.
¿Ha ido bien la reunión?, preguntó Rhoda, pero la voz le salía ya con menos potencia.
Jim se arrodilló en el suelo de la cocina, delante de ella.
Bueno, da igual, murmuró Rhoda.
Después jugaron al Yahtzee en la mesa de la cocina. Ella hizo un yahtzee con cinco unos y se regodeó de su buena suerte; él gruñó. En la siguiente partida, al segundo intento, Rhoda hizo otro yahtzee con unos.
¡No veas!, dijo Jim. Tienes a los dioses de tu lado.
Le tocaba lanzar a él los dados. Un desastre. Intentó acumular doses, sacó uno, pero nada más.
Ya está, dijo. Y entonces Rhoda volvió a hacer yahtzee, otra vez con unos.
¡Aaah!, chillaron ambos al unísono. Rhoda se metió los dedos entre los dientes y se puso a dar saltos sobre el asiento. Jim no daba crédito a sus ojos. Se levantaron los dos y empezaron a correr por la cocina, instintivamente ajenos el uno del otro y estremeciéndose, como si la suerte, con sus manitas como de murciélago, estuviera todavía adherida a ellos.