El día después de la tormenta Irene se sintió mal y muy abatida, pero a la mañana siguiente despertó con algo mucho peor, una jaqueca espantosa que empezaba en la cuenca del ojo e iba subiendo hacia la frente. Si cerraba los ojos, podía ver un retículo rojo del dolor, dibujos diferentes a cada parpadeo o cada latido, un cielo oscuro sin límites. Nacía detrás de la ceja derecha, de modo que se masajeaba el contorno de ese ojo y, presionando con el pulgar la esquina superior de la órbita, notaba un alivio momentáneo.
No podía respirar por la nariz. Le dolía mucho la garganta, tal vez de respirar toda la noche con la boca abierta. Tragar saliva fue una experiencia dolorosa.
Llamó a Gary con una especie de graznido, pero no hubo respuesta. Se ovilló de costado, no queriendo abandonar el calor de la manta y el edredón, pero al hacerlo notó una sensación de ahogo: lo que supuraban los senos nasales le obstruía la garganta. Se incorporó, cogió un pañuelo de papel y se sonó, pero estaba todo atascado ahí dentro, duro como una piedra. Sonarse no le procuró el menor alivio, solo le produjo más presión en los oídos.
¡Gary!, volvió a llamar, ahora con apremio, aunque tampoco obtuvo respuesta. Miró el despertador y vio que se había dormido, eran más de las nueve. Volvió a tumbarse y gimió. Nunca había sufrido un dolor de cabeza así, tan insistente, tan focalizado.
Se levantó de la cama y fue al baño. Necesitaba orinar, y también necesitaba un analgésico. Se tomó dos Advil y después dos más y regresó a la cama. Andar era un suplicio. El impacto de los pies contra el suelo le repercutía en la cabeza.
Nunca hasta entonces había sido consciente siquiera de la parte posterior del ojo.
Se acostó cuidando de no hacer movimientos bruscos e intentó sonarse otra vez. Luego, simplemente trató de conciliar el sueño. No quería estar despierta en aquel estado.
Gary estaba reparando la abolladura de la rampa de proa. Por fin había dejado de llover, y tenía que aprovechar la tregua pese a que se encontraba fatal, como si tuviera gripe, febril, el estómago débil. Buena parte del día anterior la había pasado en cama. Irene estaba peor todavía.
Con unas abrazaderas grandes y un mazo de goma, estaba haciendo progresos. Golpeaba fuerte con las dos manos, y el mazo rebotaba, pero poco a poco iba devolviendo a la chapa su forma original.
Podrían haber hecho la proa un poco más resistente. A fin de cuentas, era una rampa. Debería haber sido lo bastante fuerte como para pasar en coche por encima, y la barca lo bastante grande como para transportar un vehículo pequeño. Pero el diseñador no había reforzado lo suficiente el centro del casco. Gary entendía de soldadura de aluminio y de construir barcos, y había pensado en construir una barca provista de rampa, pero Irene le había dicho que no, que bastantes problemas habían tenido ya con el presupuesto en intentos anteriores. Falta de fe.
Y acabaron gastándose un dineral en esta barca.
Hacía dos días, con la tormenta, solo estaban ellos en el lago, pero hoy el embarcadero era un constante ir y venir, en un momento habían zarpado más de media docena de embarcaciones de pequeño tamaño. Los pescadores lo miraban al pasar, y varios de ellos se acercaron a echar una ojeada.
Ahí tiene una abolladura, dijo uno. Llevaba puestas unas botas hasta la cadera, con tirantes, la manera perfecta de ahogarse.
Si se mete así en el agua, le advirtió Gary, esas botas se convertirán en enormes cubos.
El otro bajó la vista y se miró el peto. Puede que tenga razón.
Puede, dijo Gary, y volvió a lo suyo. El hombre se alejó, menos mal.
Quizá se debiera tan solo a haber estado enfermo dos días, con el estómago débil, pero Gary sufría además un episodio de autocrítica. Después de tantos años, pensaba, no tenía ningún buen amigo aquí. Nadie se había ofrecido a echarle un cable con la cabaña. Sí, tenía algunos amigos, pero ninguno al que realmente pudiera acudir, ninguna amistad verdadera. Y se preguntaba por qué. Antes siempre había tenido buenos amigos, allá en California, de hecho conservaba a un par de ellos, pese a que solo se veían cada tantos años. Irene no había facilitado las cosas, era poco sociable (tímida, en cierto modo, y casi nunca quería salir de casa), pero continuaba sin entender por qué aquí no tenía mejores amigos.
La chapa ya no podía enderezarse más. Aflojó las abrazaderas y comprobó que con los pestillos puestos seguía sin cerrar herméticamente. Entraría un poco de agua. Pero, bueno, podía pasar.
Recogió las herramientas y contempló el lago. Suave oleaje, viento flojo, no como hacía dos días. Y sin lluvia. Iría a buscar a Irene y llevarían otra remesa de troncos. Eran casi las once, un poco tarde para ponerse, pero mejor eso que nada.
Encontró a Irene todavía en la cama.
El tiempo ha mejorado, dijo Gary. Podríamos llevar otro cargamento.
Apaga la luz, dijo ella, y se volvió hacia el otro lado.
¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Me duele muchísimo la cabeza. Como nunca en la vida.
Irene, dijo, Reney-Rene. Apagó la luz, se sentó en la cama y le apoyó un brazo encima. Estaba bastante oscuro, las gruesas cortinas echadas, solo entraba luz por la puerta. No podía verla bien porque los ojos no se habían adaptado aún a la penumbra. ¿Quieres una aspirina, un Advil?
Ya he tomado Advil, y como si nada. Por el tono de voz, parecía exhausta.
Lo siento, Irene. Quizá debería llevarte a que te vea un médico.
No, déjame dormir.
La besó en la frente, que no estaba caliente, y salió cerrando la puerta. Enseguida la abrió otra vez. ¿Quieres algo de comer?
No. Solo quiero dormir.
Bueno. Gary volvió a cerrar la puerta.
Fue a la cocina, que era pequeña y estaba atiborrada de cosas, y sacó salmón ahumado de la nevera, alcaparras, pepinillos y galletas saladas y se sentó a la mesa de madera oscura. Como en un mead-hall vikingo, mesa y bancos oscuros junto al hogar. Una gran chimenea de piedra, como siempre había querido. Pero el espacio era reducido, demasiados objetos, el techo demasiado bajo. Resultaba un poco de pacotilla. El suelo enmoquetado, no de madera. Siempre había detestado la moqueta. Irene dijo que quería moqueta porque era más cálida. Él, en cambio, hubiera preferido madera o incluso piedra. Lajas de pizarra. Aún no sabía qué iba a poner en la cabaña. Tal vez solo tierra. Tierra o madera.
Normalmente jugaban una partida de pinacle mano a mano a la hora del almuerzo, de modo que Gary no sabía qué hacer. Alargó un brazo hacia la estantería de libros, cogió un ejemplar de Beowulf y lo puso encima de la mesa, pero no lo abrió.
Hwaet. We Gar-Dena, empezó a recitar, leyendo los primeros versos. Puro truco circense. Aún se sabía el principio de Beowulf y de «El navegante» en inglés antiguo, el principio de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, en inglés medio, y el de la Eneida en latín, pero ya no podía leer realmente ninguna de esas lenguas. Podía, eso sí, traducir algunas líneas si se peleaba con el diccionario y consultaba sus notas de treinta años atrás, pero leer ya no. Eso lo había perdido. Y aunque alguna que otra vez había tratado de recuperarlo, sus intentos duraban como mucho un par de semanas, y después siempre ocurría algo, alguna cosa requería toda su atención.
El salmón le hizo cerrar los ojos, de puro placer. Esa especie era conocida como salmón rosado, la carne muy sabrosa, algo más grasa de lo normal, poco corriente, pero había pescado uno el verano anterior y todavía le quedaban un par de bolsas que había envasado al vacío después de ahumarlo. Tendría que salir a pescar antes de que acabase la temporada, e instalar un ahumadero en la cabaña.
Contempló el lago por la ventana a través de los árboles, se comió el salmón; sabía que debía considerarse afortunado, pero sentía cierto pánico de fondo acerca de cómo iba a pasar el resto del día, en qué iba a ocupar las horas. Le había ocurrido desde que era adulto, sobre todo al atardecer, sobre todo en sus años de soltero. Después de ponerse el sol, el lapso de tiempo hasta la hora de acostarse se le antojaba interminable, una suerte de peligro, de vacío imposible de salvar. Nunca se lo había comentado a nadie, ni siquiera a Irene. Daría la impresión de que estaba un poco tarado. Dudaba que alguien llegara a entenderlo.
Bueno, dijo, y se levantó. Tenía que ponerse en marcha. Hoy Irene no podía ayudarle, pero él necesitaba hacer algo. Tendría que pedir a Mark o a Rhoda que le echaran una mano. Lavó el plato y el tenedor, salió afuera y tomó el sendero para ir a casa de Mark.
Bastante transitado ya, el camino serpenteaba entre matorrales de aliso para adentrarse en un bosque de píceas. Debería haber venido hace años con un machete, pensó Gary, para abrir un sendero más directo. Pero había algo que le atraía en todas aquellas curvas y vueltas, aquellos arbolitos que había visto crecer, el aspecto cambiante según la estación, todo verde ahora, tupido y exuberante, uno apenas veía el camino que tenía delante.
Hola, oso, dijo en voz alta. Eh, oso, al doblar un recodo. Mosquitos zumbando a su alrededor, buscándole el cuello. El bosque húmedo y putrefacto, un olor a madera. El viento que mecía las copas de los árboles, aquel murmullo tranquilizador, oírlo crecer, y que incluso estando próximo siempre pareciera estar lejos.
Hojarasca nueva, efectos de la tormenta. Fue apartando ramas sobre la marcha, hacia los lados. Partiendo otras más pequeñas con sus pisadas.
Sentía curiosidad por ver el arroyo, y cuando llegó finalmente a su altura, el agua había subido bastante en las márgenes, pero sin perder color. Las tablas que él mismo había colocado formando una pasarela permanecían por encima del agua, los bordes de un verde intenso debido al musgo que los cubría. Permaneció allí de pie, junto al agua. Todo estaba cubierto de helechos y de esa hiedra conocida como bastón del diablo, estratos horizontales superpuestos, las hojas grandes y palmeadas.
Continuó andando en dirección al terreno de Mark, ahora por una cuesta entre abetos y álamos de Virginia, y enseguida divisó la casa más abajo, entre árboles, junto al lago. En un lado de la misma un jardín grande, y al fondo, entre los hierbajos, plantas de marihuana en sendas bañeras de plástico. En el pueblo casi todo el mundo estaba al corriente. Mark había comprado la casa y el terreno hacía dos años por dieciocho mil dólares, anticipos en efectivo a cuenta de tarjetas de crédito. Aquel primer invierno procuró hacer frente a los pagos mínimos y esperó hasta el verano, que era cuando él, y el resto de Alaska, sacaba todos sus ingresos anuales. Y le fue bien. El precio del salmón había subido mucho, la temporada fue buena, y en menos de dos meses ganó casi treinta y cinco mil dólares, un nuevo récord para él, porque había conseguido un insólito treinta por ciento en un pesquero de arrastre. La dueña lo había comprado con el dinero de un convenio de divorcio y su experiencia era muy escasa, de ahí que necesitara a alguien bueno y estuviera dispuesta a pagar. Mark era muy conocido en la comunidad, llevaba pescando en el Kenai desde los trece años, descontando los cuatro de estudiante en Brown.
Una vez saldada la deuda de sus tarjetas, Mark construyó un móvil con ellas al que llamó Tarjeta Flotante y lo colgó de la lámpara que había sobre la mesa de la cocina. La casa, sin embargo, estaba por terminar, faltaba buena parte de los muros de mampostería y del aislante, era fría en invierno y aún carecía de retrete y agua corriente. Mark siempre llevaba en la camioneta grandes bidones de plástico para acarrear agua. El patio estaba invadido por otros vehículos además de la camioneta. Una furgoneta Dodge, toda oxidada, un Volkswagen «escarabajo» que había pasado a mejor vida y una furgoneta también Volkswagen que unos días iba y otros no.
No es que Gary aprobara el estilo de vida de Mark, pero sabía también que eso era lo de menos. Enseguida vio que Mark no estaba en casa. Tampoco su compañera, Karen. Seguro que Mark había salido a pescar. Karen estaría en el Coffee Bus. Gary se lo había imaginado, pero la caminata le resultaba agradable y, de todos modos, podía telefonear a Rhoda desde la casa. Abrió la puerta principal, que nunca estaba cerrada con llave, y fue a la cocina, donde había un teléfono. Sobre la encimera una bandeja con cookies de chocolate. Comió una.
Hoy trabajo, papá, dijo Rhoda cuando Gary la llamó. Estaba en la consulta del doctor Turin, ayudando a suturar a un labrador negro. No puedo hablar por el móvil.
Perdona, cielo. No sé ni en qué día vivo. Ven a vernos cuando tengas un momento, ¿de acuerdo? Tu madre está enferma.
¿Qué tiene? Rhoda pareció preocupada.
Mucho dolor de cabeza. Ha cogido un buen catarro.
Veré si me puedo escapar, dijo Rhoda, y llevaré medicinas. Qué pena que se encuentre tan mal.
No hace falta que vengas hoy. Yo creo que solo necesita dormir.
He de ir igualmente, papá, para la cena de esta noche. ¿No te acuerdas?
Ah, sí. Perdona.
Gary, pues, iba a tener que apañárselas solo y no le quedaba mucho tiempo para dejar las cosas listas antes de la cena. Regresó por el sendero, acercó la camioneta marcha atrás a la pila de troncos y empezó a cargar. Siendo uno solo ya no era tan sencillo, pero tampoco realmente difícil. Arrastrar un tronco hasta el portón trasero, apoyar un extremo, y luego levantar el otro para deslizarlo sobre la caja.
Llevó los troncos hasta la barca en la camioneta. Esta vez tuvo en cuenta sacar primero la barca un poco más. Todo fue mucho más sencillo. Irene se había llevado la peor parte. Apenas soplaba viento, las olas eran muy pequeñas, de modo que descargar una vez en la isla tampoco sería un problema.
Se le ocurrió, eso sí, que podía haber esperado. En vez de salir con aquella tormenta, los dos pasando frío, podrían haber esperado tal como Irene deseaba. Habría sido lo mejor. Pero, de alguna manera, no había podido ser.
Irene se despertó desorientada. Alzó la cabeza para mirar la hora. Más de las dos de la tarde. Notó presión en la frente solo de mover la cabeza, el dolor como un latido.
Gary, llamó, la garganta en carne viva. Tenía hambre y sed, quería que Gary la ayudara, que cuidase de ella. No era momento para estar sola. El dolor detrás del ojo era tan intenso que no sabía qué hacer, y empezó a sentir pánico.
Gary, volvió a llamar. No hubo respuesta, no se oía nada en la casa. La había dejado sola, seguro que había salido en la barca, empeñado en llevar adelante el proyecto, el plan.
¡Gary!, chilló, rabiosa. Maldita sea.
Se presionó ambos ojos, las cuencas, se presionó la frente, el cuello. Un dolor insistente le horadaba la cabeza.
Apartó las mantas despacio, no quería moverse con demasiada brusquedad, se sentó en el borde de la cama, medio mareada. Esperó a estar segura de que no se iba a caer y luego caminó despacio pegada a la cama, recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño, cogió el frasco de Advil, tomó cuatro comprimidos más, luego cuatro aspirinas y por último un NyQuil. Quería quedarse grogui, no sentir nada. Le daba igual que eso pudiera tener efectos a la larga. Lo único que importaba era el presente.
Volvió a la cama, se acostó de lado, se tapó y empezó a gimotear. Como un perro, dijo en voz alta.
Aunque no consiguieron aliviarle el dolor, los medicamentos la atontaron un poco y al final se quedó dormida.
Se despertó de nuevo tras una pesadilla de presión y pánico y llamó a voces a Gary, pero no había vuelto aún. El despertador marcaba casi las cinco y media.
Se levantó y fue hasta la cocina caminando despacio. Solo podía respirar por la boca, y le dolía al tragar. Pero estaba muerta de hambre.
Se decidió por el yogur. Era rápido de tomar y suave para la garganta. Tragó con cuidado, se terminó todo un bol de yogur de vainilla, suave y refrescante, y en ese momento oyó llegar el cacharro de Rhoda. Gracias a Dios, pensó. Alguien cuidaría de ella.
Rhoda entró a toda prisa, vestida todavía con la bata azul claro que usaba en el trabajo. Oh, mamá, exclamó. Qué mala pinta tienes. Se sentó a horcajadas en el banco y arrastró el trasero para acercarse a Irene. Le apoyó los labios en la frente. No tienes fiebre.
No. Me duele detrás de los ojos, sobre todo del derecho.
No sé qué puede ser eso, dijo Rhoda.
Tu padre me ha dejado sola todo el día.
¿Qué?
Ha venido a verme una vez y se ha marchado.
Pero sabe que estás enferma.
Sí.
¿No ha intentado ayudarte? ¿No te ha preguntado si necesitabas algo?
Irene lo pensó un momento. Sí, creo que sí. Me ha preguntado si quería que me llevara al médico, y si tenía ganas de comer.
Bueno, entonces lo ha intentado, mamá.
Pero han pasado unas seis horas. Más de seis horas.
Bueno, ahora estoy yo aquí. Y Frank Bishop viene de camino. No tardará en llegar. Ah, he traído analgésicos, por si él no lleva nada encima.
Me los tomaré ya, dijo Irene.
Lo siento, mamá. Tenemos que esperar.
Irene suspiró. Salud y enfermedad, dijo. En la salud y en la enfermedad. Y si a mí me pasa algo, tu padre sale corriendo.
Papá te quiere. No te encuentras bien, por eso eres injusta con él.
Es por su manera de ser. Incapaz de cuidar de nadie salvo de sí mismo.
¿Por qué no te acuestas otra vez, mamá?
Volvieron al dormitorio. Mientras Rhoda estaba arropando a Irene, oyeron llegar un coche.
Debe de ser Bishop, dijo Rhoda.
Irene aguardó en la cama absorta en el dolor, deseando solo que desapareciera.
Frank Bishop entró con un «hola» muy alegre. ¿Qué tal, Irene? ¿Qué has hecho esta vez?
Solo tienes treinta años, Frank. Déjate de paternalismos.
De acuerdo, dijo él, mirando a Rhoda con los ojos en blanco.
No hagas eso, dijo Irene.
Él calló. Empezó a buscar en el maletín y se sentó en una silla que Rhoda había arrimado a la cama. Sacó el termómetro y se lo puso a Irene en la boca. Luego le tomó el pulso.
Esperaron los tres en silencio durante un minuto y luego Frank retiró el termómetro. No hay fiebre, dijo.
Ya, dijo Rhoda. No está caliente.
Bien, ¿qué síntomas tienes, Irene?, preguntó él.
Un dolor terrible detrás del ojo derecho, que me sube en espiral. Me duele toda la cabeza, el cuello también, pero lo del ojo es indescriptible. Ni la aspirina ni el Advil me hacen nada. Necesito algo más fuerte. Tengo la garganta en carne viva, la nariz completamente atascada. Me encuentro fatal.
Bien, dijo Frank. Parece una sinusitis.
Sí, dijo Rhoda.
Tengo que llevarte a que te hagan unas radiografías. Necesito ver si es grave.
¿No puedes darme primero un analgésico?
Mañana.
Eso no ayuda mucho.
Lo siento, Irene, es todo lo que puedo hacer. Tengo que saber qué hay antes de prescribir un tratamiento. Se puso de pie, le dio unas palmaditas en el hombro y salió.
Rhoda lo acompañó hasta el coche, un Lexus con toda la parte baja embarrada. Lo siento, le dijo a Frank. Es que no se encuentra bien.
Descuida, dijo él. Tráemela mañana por la mañana. Montó en el coche y arrancó. Rhoda había ido al instituto con él, y le conocía desde primaria. Ahora Frank era rico y podía jugar a ser Dios, mientras que ella curaba perros y analizaba muestras de caca.
Cuando volvió al dormitorio, su madre le pidió los analgésicos.
Está bien, mamá. Tengo Vicodin. Pero máximo una cada cuatro horas. Si tomas más, puedes tener problemas. Y tal vez sientas náuseas, aparte de otros efectos secundarios.
Mira, dijo Irene, me importa poco si se me cae la piel a tiras o me sale otra teta. Solo quiero dormir y no sentir nada.