De regreso a la oficina después de almorzar, Jim paró en el Coffee Bus a comprar un sticky bun. Azúcar moreno, miel y nueces, y de paso contribuía a mantener al hermano de Rhoda, que tal vez lo necesitaba. Gente holgazaneando por ahí, como de costumbre, pero esta vez había una chica tan preciosa que Jim se dio cuenta demasiado tarde de que la estaba mirando, cosa que de entrada le hizo sentir como un gilipollas, naturalmente, y luego le cabreó mucho. La chica debía de tener la mitad de años que él, pero su mirada le hizo sentir como si tuviera la pilila enhiesta a la vista de todos.

Jim le dirigió su acostumbrado gruñido más esbozo de sonrisa. Por regla general lo hacía en voz tan baja que nadie le oía, y aunque era consciente de que por ese motivo muchos en Soldotna que no le conocían bien lo tenían por un misántropo, ello no dejaba de sorprenderle. Para Jim, este saludo amortiguado equivalía a un «hola» campechano y alegre, si bien dicho con suavidad y sin excesivo énfasis.

La chica, que estaba recostada en la carrocería del autobús, le devolvió el saludo con un ademán de cabeza, se arrebujó en su viejo anorak de plumas. Jim subió los cuatro escalones de madera hasta la ventanilla con paso rígido y nada garboso, intentando no mirarla. Ahora que la tenía a poco más de un metro, se sintió cohibido. También desesperado, y la desesperación le subió cual fría mano por los genitales para alojarse en los riñones.

Qué tal, Jim, dijo Karen. ¿Un sticky bun?

Ni más ni menos.

Mark se acercó a la ventanilla y sacó una mano.

Jim se la estrechó. ¿Cómo te va?

Te voy a presentar a una amiga, dijo Mark. Jim, Monique. Monique, este es Jim. Para más señas, dentista, el torno más rápido del oeste. Monique ha venido a visitar las tierras salvajes de nuestra querida Alaska.

Monique adelantó una mano y Jim se inclinó para estrechársela.

Hola, dijo. ¿Lo estás pasando bien?

Sí, respondió ella. Mark y Karen me cuidan mucho. Y se quedó a la espera mientras él la miraba. No solo parecía disponer de tiempo, pensó Jim, sino regirlo también. Como el mago de Oz, quizá, en su chiringuito de Ciudad Esmeralda.

Quizá podrías ayudarme, dijo Monique, ya que eres dentista. Tengo un diente que a ratos me da sensación de frío, incluso me duele un poco si estoy fuera y hace frío. Hoy, por ejemplo, me pasa. Se tocó ligeramente la mandíbula. ¿Será una caries, o no tiene nada que ver?

Podría serlo, dijo Jim. Necesitaría echar una ojeada para estar seguro. Se miró el reloj. Y treinta y cinco. Mira, si quieres y te va bien, puedo mirártelo ahora, antes de las dos.

Oh, dijo Monique. Luego se encogió de hombros. Bueno, vale.

Jim la llevó en coche a la consulta. No había vuelto nadie de comer todavía. Encendió las luces e hizo sentar a Monique en una de las butacas del fondo. Quizá debería haberte enseñado antes la consulta, dijo.

No pasa nada, dijo Monique, acomodándose en la butaca. Qué monos, esos patos del techo. Jim había pegado allí unos patos de goma, y las patas palmeadas de color naranja se movían en el aire como si la consulta estuviera bajo el agua.

Son para los niños, dijo Jim.

Para los cazadores.

Bueno, quizá sí. Jim trató de reír un poco, no muy seguro de si ella lo estaba incluyendo en esa categoría.

Jim encendió entonces el foco, le pidió que abriera bien la boca y estuvo hurgando un rato en los dientes y las encías.

Sí, hay un principio de caries, dijo. Habría que sacar un par de radiografías, y si es necesario, podemos hacer un trabajo rápido, más que nada a título preventivo.

Uh, dijo ella, y Jim sacó los dedos para que pudiera hablar.

Me preocupa el precio.

Corre de mi cuenta, dijo Jim. Esperó a que llegaran los demás, mandó hacer las radios y le puso un pequeño empaste en la caries sin esperar más, lo cual alteró de mala manera las visitas programadas para la tarde.

No se lo cuentes a nadie, dijo al terminar, mientras levantaba el sillón. Monique se estaba quitando el babero de papel. Jim se inclinó hacia ella y sonrió un poco al decir esto, tratando de insinuar, y percibir, todo tipo de secretos entre ellos dos. En una ocasión había oído decir a un hombre: Esa es una máquina de parir, y por muy desagradable o misógina que fuera la frase, y de mal gusto, ahora le parecía tan cierta como apropiada. Tenía ante sí a la mujer con quien le gustaría engendrar hijos. No se imaginaba a Monique cambiando pañales, ni siquiera encinta, pero le fue fácil ver un retrato futuro de sus hijos en común, fuertes, altos y hermosos, desprovistos de cualquier tipo de inseguridad o de tensión. Con ella, la posibilidad de otra mujer desaparecía, y pese a que iba vestida como una hippie y probablemente no habría podido pagar el empaste si él hubiera optado por cobrarle, daba la impresión de tener las espaldas económicamente bien cubiertas.

Descuida, dijo Monique.

Jim se la quedó mirando. No tenía ni idea de a qué se refería.

No se lo contaré a nadie, dijo ella.

Ah, dijo él. Oye, ¿puedo invitarte a cenar algún día a mi casa? Tengo una buena vista de la puesta de sol sobre la ensenada. Podría preparar salmón o halibut o lo que tú quieras, y así te haces una idea de cómo es Alaska. Le había salido sorprendentemente bien, incluido el pequeño eslogan final. No se había puesto rígido ni se había asustado de repente.

Ella se lo quedó mirando, pensativa. Jim se sintió como si la columna le cayera en picado y los omóplatos se le doblaran hacia dentro.

Bueno, dijo Monique.

Monique pasó el resto de la tarde leyendo en la confluencia de dos ríos, alzando la vista de vez en cuando para ver cómo Carl no pescaba ningún salmón. Estaba en fila con otros cientos de turistas pescadores de ambos sexos, procedentes del mundo entero. El río no era muy ancho, unos cincuenta metros de orilla a orilla, pero los pescadores se hallaban situados a intervalos de cuatro metros a lo largo de un kilómetro y medio de ribera. La mejor pesca, se decía, estaba en la otra parte de aquel recodo en concreto, donde el agua era mucho más honda y fluía veloz junto a una empinada ribera de grava.

Pero Carl estaba situado en aguas someras, justo en el lado opuesto, a unos seis metros de la orilla, embutido en las típicas botas altas de goma. Utilizaba una mosca artificial haciéndola saltar donde los salmones rojos nadaban a contracorriente sin moverse apenas, tan tranquilos. Monique veía sus sombras en la luz moteada, imaginaba las bocas abriéndose y cerrándose para tragar agua mientras contemplaban cautelosos las hileras de botas verdes espaciadas a intervalos exactos, por parejas, y las grandes moscas de color rojo que iban y venían por todas partes.

Qué serios eran todos los pescadores. Para Monique, lo mejor de aquel sitio era el panorama: las altas y exuberantes montañas que se alzaban próximas a ambas riberas, los pequeños valles salpicados de flores silvestres, las zonas pantanosas repletas de coles de mofeta, helechos, mosquitos… y uapitíes. Pero ninguno de los ansiosos pescadores levantaba la vista del agua, ni siquiera un instante. Aquello parecía un casino, a juzgar por el ambiente.

Monique estaba leyendo unos relatos de T. Coraghessan Boyle. Eran divertidos, y a menudo se la oía reír en voz alta. En uno de los cuentos, Lassie persigue a un coyote, un amor prohibido. Este le gustó en especial: siempre había detestado a la perra Lassie.

Tuvo la suerte de levantar la vista en el momento en que Carl lanzaba su caña al río. Esto pilló por sorpresa a unos cuantos pescadores. Sus sedales quedaron momentáneamente atascados en el barro del fondo, obligando a varios de ellos a agitar sus respectivas cañas en un intento de desengancharlos.

Carl salió chapoteando del agua y resbaló un poco al pisar las piedras lisas y las entrañas de pescado y cuanto podía haber allí debajo. Fue derecho hacia Monique y esta cerró el libro.

¿No hay buena pesca?, preguntó ella.

Carl la agarró de los hombros y la besó con fuerza. Dios, ya me siento mejor, dijo.

Con una sonrisa, Monique lo agarró a su vez para darle otro beso. Era una de las cosas que le gustaban de Carl. Si se le daba tiempo, sabía ver cuándo la cagaba. Y, a diferencia de la mayoría de los hombres, no persistía en cometer estupideces solo porque alguien estuviera mirando.

Cuando Rhoda llegó a casa se encontró a Jim con una copa en la mesita que tenía al lado. Frente a la ventana, bebiendo, contemplando el mar. Muy extraño, puesto que Jim casi nunca bebía y, desde luego, nunca a solas. Rhoda empezó a percibir los detalles que notaba durante una tragedia: el frigorífico hizo un clic al ponerse en marcha y enseguida otro para desconectarse; el sol se reflejaba en la madera oscura de la mesita pero no en el vaso de Jim; la casa, por lo demás, estaba insólitamente caldeada, casi húmeda, claustrofóbica. Dejó las bolsas del colmado que traía y se acercó a él.

¿Qué pasa?, preguntó con una voz que a ella le pareció que transmitía miedo. Al decirlo le tocó ligeramente el hombro.

Hola, dijo él, quizá un poco sonrojado al volver la cabeza, pero no ebrio, pues hablaba sin farfullar. ¿Qué tal el día?

¿Qué ocurre? ¿Cómo es que estás aquí bebiendo?

No es más que una copita de jerez, dijo Jim, y cogió el vaso e hizo girar el hielo en su interior. Disfrutando la vista.

Algo pasa. Creí que había muerto alguien o algo así. ¿A qué viene ese repentino cambio de conducta?

¿Es que uno no puede ni tomarse una copa? Joder, cualquiera diría que estaba pegando fuego a la casa o escribiendo en las paredes con lápices de colores, o qué sé yo. Tengo cuarenta y un años, soy dentista y estoy en mi casa tomando un poco de Harveys después del trabajo.

Vale, vale.

Alegra esa cara.

Está bien, dijo Rhoda. Perdona, ¿vale? He comprado pollo. Se me había ocurrido que podíamos hacer pollo al limón.

Buena idea. Por cierto, eso me recuerda que quizá he encontrado un nuevo socio para la consulta. Es un dentista de Juneau, se llama Jacobsen, y había pensado en invitarlo a cenar mañana para concretar cosas. Me preguntaba si podrías hacer otros planes durante unas horas. ¿Te importaría?

Claro que no. Tú tranquilo. Iré a cenar a casa de mis padres. Esta noche llamaré a Mark para que avise a mamá.

Estupendo, dijo Jim. Luego volvió a mirar hacia la ensenada y las montañas del fondo, el pico nevado del Redoubt, y pensó en lo listo que era, en el mérito que tenía.