Irene estaba aterida, le castañeteaban los dientes, su ropa mojada una especie de mecha de la que el viento se enseñoreaba, haciendo más desagradable la sensación térmica. Y el agua estaba casi congelada, cada nuevo impacto era un shock.
Divisaron el terreno, trescientos metros cuadrados de litoral con vistas a la montaña y a la cabecera del lago, donde el glaciar comunicaba con el río Kenai. Al fondo del terreno, bosque, pero también vegetación en la parte delantera, matorrales de arándano y aliso, flores silvestres, hierbas varias.
Gary puso rumbo a la orilla rocosa. No había playa, ni arena ni guijarros. Solo rocas grandes redondeadas. Enganchones de madera a cada lado, las olas rompiendo, y Gary que no aminoraba la marcha, directo hacia allí a toda máquina. Irene le gritó que aflojara, pero luego se limitó a agarrarse bien y afianzar un pie en la rampa, hasta que chocaron. Los troncos de la capa superior resbalaron hacia delante e Irene apartó el pie justo a tiempo. Por Dios, Gary, dijo.
Pero Gary no le hizo el menor caso. Inclinó el motor hacia arriba, pasó por encima de los troncos y saltó. Agua somera, la orilla a unos tres metros. Échame una mano para bajar la compuerta, dijo. Irene solo alcanzó a oírle porque la lluvia y el viento estaban aflojando por fin. Se hundió hasta las rodillas en el agua —estaba fría y se le colaba por la caña de las botas, las piedras del fondo muy resbaladizas— y le ayudó a abrir los pestillos.
Justo cuando estaba desalojando el último, la compuerta se abalanzó sobre ellos debido a la presión de los troncos. Uf, exclamó Gary, pero ninguno de los dos salió lastimado, y cogieron la rampa y la bajaron, con las olas rompiendo en sus muslos y anegando la barca por la proa ahora abierta. No estaban lo bastante cerca de la orilla.
Tendremos que descargar rápido, dijo Gary, y hay que encender el motor para la bomba de achique. Pasó sobre los troncos para ir a popa, inclinó el motor hacia abajo, tiró del cordón, conectó la bomba. Y ahora démonos prisa, dijo, volviendo a proa. Cogió un tronco y empezó a caminar de espaldas tirando de él hacia la orilla. Haz lo mismo, dijo.
Irene agarró un tronco y tiró con fuerza. Los pies se le enfriaban dentro del agua, tenía ya todo el cuerpo medio helado, empezaba a dolerle el estómago de ponerse a trabajar en frío.
¡Esto se hunde!, le gritó a Gary. La bomba de achique no daba abasto. Entraba demasiada agua por la proa, y el oleaje zarandeaba la barca adelante y atrás.
Mierda, masculló Gary. Subamos la compuerta.
La levantaron a toda prisa, cerraron los pestillos y él saltó a bordo; la parte del fondo muy baja, de cada tres o cuatro olas una escupía agua por encima. Gary puso el motor a todo gas para acercar la embarcación a la orilla. Irene oyó cómo la proa arañaba las rocas. Avanzaron algo más de un palmo, y la barca se detuvo. La popa, debido a la inclinación, quedó más baja todavía, y la cantidad de agua que entraba era mayor. Maldita sea, gritó Gary. Cogió el cubo y empezó a achicar a toda prisa para adelantarse a las olas, doblándose y levantándose una y otra vez, arrojando litros de agua por la borda. A todo esto, Irene no podía hacer otra cosa que mirar. No tenían otro cubo, y tampoco había espacio de sobra ahí atrás. Lo que hizo fue subirse a la proa, para ver si con el peso podía ayudar a que la barca se inclinara hacia delante.
Gary sombrío y empapado, respirando por la boca y gritando por el esfuerzo cada vez que arrojaba un cubo de agua lleno. Envuelto en el humo del fuera borda mientras la bomba de achicar seguía escupiendo y la olas rompiendo sobre la parte de atrás. Irene se dio cuenta de que ahora estaba asustado y quiso ayudarle de alguna manera, pero también vio que lo estaba logrando, la popa había subido un poco y las olas derramaban menos agua cada vez. ¡Lo estás consiguiendo! Gary, chilló. La popa sube. Lo vas a conseguir.
Sabía que él estaba exhausto. El ritmo empezó a bajar, parte del agua que arrojaba por la borda caía dentro de la barca. ¡Si quieres te relevo!, gritó Irene, pero él se limitó a negar con la cabeza y continuó achicando con el cubo hasta que las olas rompieron contra el espejo de popa sin derramar ya agua por encima. Entonces paró, soltó el cubo y se inclinó sobre el fueraborda para vomitar en el lago.
Gary, dijo Irene. Deseaba ir a consolarlo pero no quería añadir peso a la popa. La bomba se estaba tomando su tiempo para dar cuenta del agua que quedaba. Gary, dijo otra vez, ¿te encuentras bien, cariño?
Estoy bien, dijo él al cabo. Estoy bien. Lo siento. Ha sido una estupidez intentarlo.
Tranquilo, dijo ella. No pasa nada. Acabaremos de descargar los troncos y nos marcharemos a casa.
Gary permaneció un rato doblado sobre el motor, luego apagó este y la bomba de achicar, retrocedió despacio hacia donde estaba ella y se arrodilló en la proa, sobre troncos. Irene le rodeó con los brazos y se quedaron así unos minutos, abrazados, mientras el viento y la lluvia arreciaban de nuevo. Era la primera vez en mucho tiempo que se abrazaban así.
Te quiero, dijo Gary.
Y yo a ti.
Bueno, dijo él, como quien pasa página. Irene había confiado en que el momento se prolongaría. No sabía cómo las cosas habían cambiado. Al principio, recordó, dormía con un brazo y una pierna encima de él, cada noche. Pasaban los domingos en la cama. Habían cazado juntos, sincronizando las pisadas, los arcos a punto para disparar, atentos a la aparición de un uapiti, vigilando cualquier movimiento. El bosque una presencia viva, y ellos parte del mismo, nunca solos. Pero Gary había abandonado la caza con arco y flecha. El dinero lo tenía muy preocupado, pasaba los fines de semana trabajando, no más domingos en la cama. Al principio, pensó Irene. No existe eso de al principio.
Trabaron la compuerta, y cada cual agarró un tronco y tiró de él por encima de la proa. El viento soplaba ahora a rachas, la lluvia les acribillaba los ojos cuando miraban hacia el lago. Irene estornudó, se sonó presionando con el dedo una fosa nasal, se limpió con el dorso de la mano. La había pillado.
La faena se eternizaba, ambos estaban muy cansados y trabajaban despacio. Gary apartó un poco más del agua varios de los troncos que Irene había descargado. Pero al final pudieron descargarlos todos, y la barca fue ya lo bastante ligera como para sacarla a tierra. Recostados en la proa, de espaldas al viento y al lago, contemplaron sus tierras.
Tendríamos que haber hecho esto hace treinta años, dijo Gary. Mudarnos aquí.
Estábamos a orillas del lago, dijo Irene. Era más fácil llegar al pueblo, más fácil para los chicos y el colegio. Aquí sería imposible tener hijos.
Te equivocas, dijo Gary. Pero qué más da.
Gary era un as del remordimiento. No pasaba un día que no hubiera algo, y probablemente era lo que menos le gustaba a Irene de él. Que cuestionara a posteriori todo cuanto habían hecho. Como si el remordimiento fuese una cosa viva, una charca, que llevara dentro.
Bueno, el caso es que ya estamos aquí, dijo Irene. Hemos traído los troncos y vamos a construir la cabaña.
Lo que digo es que podríamos haber venido hace treinta años.
Sí, te he entendido perfectamente.
Bien, dijo Gary. Tensos los labios, la mirada fija al frente en unos alisos, como paralizado, incapaz de sacudirse la sensación de que su vida podría haber sido de otra manera, e Irene sabía que formaba parte de aquel tremendo remordimiento.
Trató de superarlo, de no dejarse atrapar por ello. Contempló la finca y le pareció muy bonita. Esbeltos abedules blancos en la parte del fondo, abetos de mayor tamaño, un álamo de Virginia y varios álamos temblones. El terreno tenía sus cotas, desniveles y promontorios, y se imaginó dónde iría la cabaña. Delante pondrían una terraza, y en los atardeceres de buen tiempo mirarían ponerse el sol detrás de la montaña, la luz dorada. Sí, podría funcionar.
Tiene posibilidades, dijo Irene. Yo creo que es un buen lugar para una cabaña.
Sí, dijo Gary al fin. Dando la espalda a la propiedad, encaró de nuevo el viento y la lluvia. Échame una mano, dijo.
Empujaron la barca y subieron a bordo por la proa. Gary se sentó al motor e Irene en la parte honda de la embarcación, abrazada a las rodillas para entrar un poco en calor. El trayecto de vuelta más llevadero, las olas a sus espaldas, la compuerta cuadrada por encima de la línea de flotación, no era ya como ir en una balsa. Cada ola los bamboleaba un poco, pero sin impacto, sin empaparlos. A Irene le castañeteaban los dientes otra vez.
Había un buen trecho desde la isla hasta la zona de acampada. Gary condujo despacio con la bomba de achicar en funcionamiento. Por fin divisaron el camping y la camioneta. Gary apagó el motor y atracó al lado del embarcadero. Las olas empujaban la popa y la hacían girar de costado.
Podríamos pasar del remolque, dijo Gary. El oleaje es demasiado fuerte. Será una pesadilla. Más vale que subamos la barca a la playa y la atemos a un árbol.
Así lo hicieron, y unos minutos después estaban en casa. Tan cerca, y el rato que llevaban helados de frío. Qué absurdo, pensó Irene.
Gary se dio una ducha caliente y después Irene llenó la bañera. La primera impresión al meterse en el agua fue casi de dolor. Tenía los dedos entumecidos, tanto los de las manos como, sobre todo, los de los pies. El calor envolvente, sin embargo, era delicioso. Se sumergió en el agua, cerró los ojos y se sorprendió a sí misma llorando con esmero, sin emitir sonido, la boca bajo el agua. Tonta, se dijo a sí misma. No puedes tener lo que ya no existe.