Mi madre no era real. Era un sueño prematuro, una esperanza. Era un lugar. Nevado, como este, y frío. Una casa de madera en el monte, con un río más abajo. Día nublado, la vieja pintura blanca de los edificios más luminosa como por efecto de la luz atrapada, y yo volvía a casa del colegio. Diez años de edad caminando, sola, caminando por los trechos de nieve sucia del patio, caminando hacia el angosto porche. No recuerdo qué fue lo que pensé entonces, no consigo recordar quién era yo ni lo que sentí. Todo eso desapareció, se ha borrado. Abrí la puerta principal y me encontré a mi madre colgada de las vigas. Lo siento, dije, volví sobre mis pasos y cerré la puerta. Estaba otra vez fuera, en el porche.
¿Eso dijiste?, preguntó Rhoda. ¿Dijiste que lo sentías?
Sí.
Oh, mamá.
Ocurrió hace mucho, dijo Irene. Y fue algo que ni siquiera entonces pude ver, de modo que tampoco ahora puedo. No sé qué aspecto tenía ella, allí colgada. No recuerdo nada en absoluto, solo que ocurrió.
Rhoda se arrimó un poco a su madre en el sofá, la rodeó con el brazo, la atrajo hacia sí. Ambas contemplaron el fuego. Una mampara metálica delante, pequeños hexágonos, y cuanto más miraba, más le parecía a Rhoda que los hexágonos eran la pared del fondo del hogar, ahora dorada por las llamas. Como si el fuego pudiera desvelar, o transmutar, la pared del fondo, negra de hollín. Al desviar luego la vista, volvía a ser solo una mampara. Me gustaría haberla conocido, dijo Rhoda.
A mí también, dijo Irene. Le dio una palmadita a Rhoda en la rodilla. Debería acostarme. Mañana hay mucho que hacer.
Voy a echar esto de menos.
Ha sido un buen hogar. Pero tu padre ha decidido abandonarme, y el paso previo es que nos mudemos a esa isla. Para que parezca que lo ha intentado todo.
Eso no es cierto, mamá.
Cada cual tiene sus reglas, Rhoda. Y la primera regla de tu padre es no quedar nunca como el malo de la película.
Él te quiere, mamá.
Irene se puso de pie y abrazó a su hija. Buenas noches, Rhoda.
Por la mañana Irene ayudó a acarrear los troncos desde la camioneta hasta la barca. No va a haber manera de ensamblar esto, Gary, le dijo a su marido.
Tengo que desbastarlos un poco, dijo él, molesto.
Irene se rió.
Gracias, dijo Gary. Lucía ya aquella expresión sombría y preocupada que acompañaba todos sus proyectos inviables.
¿Por qué no construimos una cabaña de tablas?, preguntó Irene. ¿Por qué tiene que ser de troncos?
Gary no se dignó responder.
Está bien, dijo ella. Como quieras. Además, a esto ni siquiera se le puede llamar troncos, ninguno mide más de quince centímetros de grosor. Va a parecer una casucha hecha con palos.
Se encontraban en la zona de acampada de la parte superior del lago Skilak, y la escorrentía glacial había teñido el agua de un color verde jade. Escamoso por los sedimentos, y, debido a su profundidad, ni siquiera a finales de verano se calentaba demasiado. Lo barría un viento gélido y constante, y las montañas que se alzaban en su orilla oriental aún tenían montículos de nieve. Desde sus cumbres, en días despejados, Irene había visto a menudo los blancos picos volcánicos del Redoubt y el Iliamna al otro lado de la ensenada de Cook y, en primer plano, la amplia depresión de la península de Kenai: un esponjoso musgo que iba del verde al morado, árboles enanos al borde de ciénagas y lagunas, y la única carretera serpenteando como un río plateado a la luz del sol. Terreno público principalmente. Su casa y la de su hijo Mark las únicas construcciones que bordeaban el Skilak, pero un tanto apartadas de la orilla, entre los árboles, de manera que el lago conservaba su aire salvaje, prehistórico. Ah, pero no tenía suficiente con vivir a orillas del lago; ahora se mudaban más lejos, a Caribou Island.
Gary había arrimado la camioneta marcha atrás adonde la barca descansaba en la playa con la proa abierta, una rampa para cargar. Cada tronco le suponía subir a bordo y recorrer toda la longitud de la barca, tambaleándose, puesto que la popa se bamboleaba en el agua.
Una cabaña de Lego, dijo Irene.
Ya es suficiente, dijo Gary.
Está bien.
Gary tiró de otro pequeño tronco. Irene agarró el extremo. El cielo se había oscurecido ligeramente, y el agua pasó de jade claro a un azul gris. Irene dirigió la vista hacia la montaña y vio clarear un flanco. Lluvia, dijo. Y viene hacia aquí.
Seguiremos cargando, dijo Gary. Ponte la chaqueta, si quieres.
Gary llevaba una camisa de faena de franela y manga larga encima de la camiseta. Vaqueros y botas. Su uniforme. Parecía más joven, y en buena forma para tener cincuenta y pico años. A Irene le seguía gustando su aspecto. Sin afeitar, sin duchar en ese momento, pero auténtico.
Ya queda poco, dijo Gary.
Iban a construir la cabaña desde cero. Sin cimientos siquiera. Y sin planos, experiencia, permisos o consejos sobre cómo hacerlo. Gary quería hacerlo así, como si fueran los primeros que ponían el pie en aquella tierra virgen.
Continuaron cargando, pues, y la lluvia se desplazó hacia ellos como una sombra blanca sobre la superficie del agua. Una suerte de telón, el frente de la borrasca, pero las primeras gotas y el viento llegaban siempre antes, invisibles, anticipándose a lo que ella alcanzaba a ver, cosa que no dejaba de sorprenderla. Esos momentos finales robados. Luego el viento cobró fuerza, el frente se abrió paso y la gotas empezaron a caer, grandes e insistentes.
Irene agarró el extremo de un nuevo tronco, caminó hacia la barca apartando la cara del viento. La lluvia caía sesgada ahora, gruesos goterones. No llevaba sombrero ni guantes. El pelo cada vez más apelmazado, gotas resbalándole de la nariz, y la primera sensación de frío a medida que la lluvia le calaba, primero los brazos, luego un hombro, después la nuca. Encorvó la espalda para protegerse, colocó el tronco en su sitio y regresó encorvada por donde había venido, empapándose ahora por el otro lado, tiritando.
Gary caminaba delante de ella, encorvado también, vuelto contra la lluvia de cintura para arriba como si esa parte de su cuerpo quisiera desobedecer a las piernas, seguir su propio rumbo. Agarró el extremo de otro tronco, tiró de él dando unos pasos atrás, y entonces la lluvia arreció. Viento racheado, y el aire cargado de agua, blanca incluso de cerca. El lago se esfumó, desaparecidas las olas, la transición entre agua y orilla una simple conjetura. Irene cogió el tronco y fue detrás de Gary hacia la nada.
En medio del estruendo del viento y la lluvia, Irene no alcanzaba a distinguir ningún otro sonido. Caminó muda, encontró la proa, dejó el tronco, dio media vuelta y regresó, ya sin encorvarse. No le quedaba ya parte seca que resguardar. Estaba empapada de pies a cabeza.
Gary pasó por su lado convertido en una especie de hombre pájaro, los brazos curvados como en el momento de abrir las alas. ¿Intentando acaso separar de su piel la camiseta mojada? ¿Tal vez una primera reacción instintiva, un aprestarse para el combate? Cuando se detuvo al llegar a la camioneta, el agua le caía a chorro de la punta de la nariz. Los ojos severos y menudos, centrados.
Irene se acercó a él.
¡¿Y si paramos?!, gritó entre el fragor.
¡Tenemos que llevar todo esto a la isla!, respondió él a gritos.
Estiró otro tronco y ella tuvo que ayudar, aunque sabía que ahora la estaba castigando. Gary no era capaz de hacerlo directamente. Contaba con la lluvia, con el viento, con la supuesta inevitabilidad del proyecto. Iba a ser un día de punición. Y alargaría la jornada horas y horas, la capitanearía con lúgubre determinación, como el destino. Para él, una fuente de placer.
Irene continuó porque, si ahora aguantaba, podría castigar luego a su vez. Su turno llegaría tarde o temprano. A esto venían jugando, inexorablemente, desde hacía décadas. Bueno, pensaba ella. Muy bien. Queriendo decir: tú espera.
Otra media hora cargando troncos bajo la lluvia. Irene iba a acabar enferma, helada como estaba. Deberían haberse puesto ropa especial para lluvia, y la tenían, estaba en la cabina de la camioneta, pero eran demasiado tercos el uno con el otro para dar ese paso. Ir a por la chaqueta cuando Gary se lo sugería habría significado interrumpir el trabajo, eso les habría retrasado, y él sin duda se lo habría echado en cara de alguna forma, tal vez con un fruncir de labios, o un suspiro incluso, pero suprimido a tiempo de manera que ella no pudiera acusarle de haberlo hecho por ese motivo. Gary era, por encima de todo, un hombre impaciente: impaciente consigo mismo, con el cariz que había tomado su vida, impaciente con su pasado, impaciente con su mujer y sus hijos y, por supuesto, impaciente con todos los pequeños detalles, cualquier cosa que no se hiciera correctamente, el clima que no cooperaba. Una impaciencia pertinaz que Irene había soportado durante treinta años, un elemento que ella respiraba a diario.
Ultimo tronco subido, por fin, a bordo. Gary e Irene colocaron en su sitio la rampa de proa. No pesaba mucho, no daba sensación de seguridad. Caucho negro en el punto de contacto con las planchas laterales de la barca, formando un burlete. Para ir y volver de la isla no tendrían otro medio de transporte.
Voy a aparcar la camioneta, dijo Gary, y se alejó pisando fuerte entre las piedras. Seguía lloviendo, aunque el viento había amainado un poco. Suficiente visibilidad como para orientarse, aunque la isla, distante unos tres kilómetros, no se veía. Irene se preguntó qué pasaría cuando estuvieran en medio del lago. ¿Alcanzarían a ver la orilla o todo sería blanco alrededor? No tenían GPS a bordo, ni radar, ni sonda. Es un lago, había dicho Gary en el concesionario. Nada más que un lago.
Hay agua en la barca, dijo Irene cuando Gary regresó. La lluvia estaba formando un gran charco debajo de los troncos, casi un palmo de hondo en la popa.
Lo solucionaremos después de zarpar, dijo Gary. No quiero usar la batería de la bomba de achique con el motor apagado.
Bueno, ¿y cuál es el plan?, preguntó Irene. No sabía cómo iban a apartar la barca de la orilla, con todo el peso de los troncos.
Mira, dijo Gary, yo no soy el único que quería esto. El plan no es solo mío. Es nuestro plan.
Era mentira, pero una mentira demasiado gorda para abordarla en aquel momento, y encima lloviendo. Vale, dijo Irene. ¿Cómo sacamos la barca de la playa?
Gary se quedó mirando la barca unos instantes. Luego se inclinó y dio un empujón a la proa. Como si nada.
La mitad delantera de la embarcación estaba en tierra, e Irene supuso que, con toda la carga, allí había muchos kilos acumulados. Era evidente que Gary no había tenido eso en cuenta. Él improvisaba sobre la marcha.
Gary rodeó la barca, primero por un lado y luego por el otro. Trepó a los troncos para ir hasta la popa, donde estaba el motor fuera borda, apoyó el peso en este e hizo fuerza para que la barca se balanceara, pero cualquiera habría dicho que era de plomo. Ni el menor movimiento.
Volvió sobre sus pasos, saltó a tierra, contempló un rato la barca. Ayúdame a empujar, dijo finalmente. Irene se situó a su lado, él dijo a la una, a las dos y a las tres, y empujaron a la vez. Los pies de ambos resbalaron en los negros guijarros, pero no se movió nada más.
Las cosas no son fáciles, dijo Gary. Esto tampoco lo será. Nunca sale algo a la primera.
Y como para corroborar sus palabras, la lluvia arreció de nuevo, lo mismo que el viento, gélido del glaciar. Si uno era tan tonto como para querer comprobar hasta qué punto podían ir mal las cosas, el sitio no podía ser más apropiado. Irene sabía, no obstante, que más le valía guardarse los comentarios. Intentó mostrarse participativa. Quizá podríamos volver mañana, dijo. Parece que el tiempo va a mejorar un poco. Podríamos descargar, la empujamos hacia el agua y volvemos a cargar.
No, dijo Gary. No me apetece hacerlo mañana. Estos troncos los llevo hoy mismo.
Irene se contuvo.
Gary fue a grandes zancadas hacia la camioneta. Irene permaneció donde estaba, bajo la lluvia, empapada y con ganas de sentirse seca. Tenían la casa muy cerca, a solo unos minutos. Un baño caliente, encender la lumbre…
Gary condujo la camioneta hasta la playa misma, torciendo hacia los árboles, luego dio marcha atrás hasta que el parachoques quedó a escasa distancia de la proa. ¡Guíame tú!, le gritó a Irene por la ventanilla.
Así lo hizo ella, y Gary fue arrimándose hasta que el parachoques tocó la barca.
Vale, dijo Irene.
Gary pisó un poco el acelerador, y las ruedas de atrás escupieron guijarros. La barca no se inmutó. Puso el cambio en tracción a las cuatro ruedas, dio más gas, los neumáticos hincándose en el terreno, ráfagas de guijarros contra la parte inferior de la carrocería. La barca empezó a deslizarse, y enseguida bajó rápidamente al agua y se alejó de la orilla describiendo una curva.
¡Agarra el cabo de proa!, chilló Gary desde la ventanilla.
Irene corrió a coger el cabo que había quedado suelto. Con él en la mano, clavó fuertemente los talones en los guijarros, se tumbó de espaldas y empezó a tirar hasta que la presión disminuyó. Después se quedó allí tendida, contemplando el sombrío cielo blanco. Veía cómo la lluvia caía en franjas antes de darle en la cara. Sin guantes, las manos frías y la soga de nailon áspera. Las piedras, pequeñas y no tan pequeñas, que se le clavaban en la parte posterior de la cabeza. La ropa convertida en un caparazón frío y mojado.
Oyó que Gary llevaba de nuevo la camioneta a la zona de acampada, y luego oyó sus pasos al regresar, grandes y resueltas zancadas.
Muy bien, dijo, parándose al lado de Irene. Vamos.
A ella le habría gustado que se tumbara a su lado. Los dos juntos en la playa. Rendirse, soltar el cabo, que la barca fuera a la deriva, olvidarse de la cabaña, olvidarse de todo lo que había salido mal a lo largo de los años y volver a casa, entrar en calor y empezar de nuevo. No se le antojaba imposible. Si ambos decidían intentarlo, podría hacerlo.
Pero no, se metieron en el agua dejando que las pequeñas olas se encaramaran casi hasta sus rodillas, y subieron a bordo. Irene se agarró a los troncos y pasó las piernas dentro, sin dejar de preguntarse por qué lo hacía. El impulso de esa persona en que se había convertido al lado de Gary, de la persona en que se había convertido viviendo en Alaska, el impulso que hacía tan difícil parar ahora y volver a casa. ¿Cómo había sucedido?
Al motor, Gary apretó la perilla del conducto de la gasolina, extrajo el obturador, dio un fuerte tirón al cordón de arranque. Y el motor se encendió a la primera, sin problemas, escupiendo un chorro de agua de refrigeración y menos humo del que Irene estaba acostumbrada a ver. Un buen motor, de cuatro tiempos, desmesuradamente caro, pero al menos era fiable. Lo último que ella deseaba era quedar a la deriva en medio del lago y en plena tormenta.
Gary puso en funcionamiento la bomba de achique. Un chorro grueso de agua salió por el costado, y momentáneamente pareció que todo estaba bajo control. Entonces Irene se percató de que en la parte frontal de la barca se apreciaba una curva, un ángulo, allí donde Gary había empujado con el parachoques de la camioneta. No era algo muy aparatoso, pero Irene fue a examinar el burlete donde se juntaba la compuerta con la plancha lateral, y vio que entraba un hilillo de agua. Había tanta carga a bordo, que parte de la rampa estaba bajo el agua.
Llamó a Gary, pero él estaba dando marcha atrás en semicírculo y momentos después ponía el motor en forward. En vista de que estaba concentrado, de que no le prestaba atención, chilló ¡Gary! y agitó el brazo.
Gary desplazó la palanca a «neutro» y fue a echar un vistazo. Emitió una especie de gruñido, los dientes muy apretados. Acto seguido, sin embargo, volvió al motor y metió la marcha. Sin decir palabra, sin hablar de si seguían adelante o la llevaban primero a reparar.
Gary no conducía rápido. No iban a más de diez kilómetros por hora, pero sí cara al viento y contra unas olas de frente plano, cada una de las cuales suponía un chaparrón que los dejaba empapados.
Irene dio la espalda al oleaje y se puso mirando hacia Gary, pero él estaba vuelto también hacia atrás, guiaba tomando como referencia la orilla de la que habían partido y que poco a poco iba quedando atrás. Entre árboles disparejos, la camioneta visible todavía. Nadie más había aparcado allí. Normalmente había unas cuantas barcas y gente acampada, pero esta vez, si llegaba a ocurrirles algo, estarían solos, sin otra compañía que los golpetazos y una rociada de agua cada pocos segundos, los troncos amontonados y oscuros por la humedad, las bordas bajas, el chorro constante de la bomba de achicar. Casi como en un tipo nuevo de carromato, rumbo a nuevos territorios para formar un nuevo hogar.