Diecinueve días después de zarpar de Alsip, en el estrecho conocido como las Puertas de Paladine, a la entrada de la bahía de Branchala, el Ingrid fue asediado por unos piratas. Por si fuera poco, Lyim salvó a toda la tripulación con el sortilegio de la telaraña: atrapó a los temblorosos y asustados piratas en su propio barco antes de que pudieran abordar al Ingrid. Esa fue la razón por la cual Guerrand y Lyim pasaron la tarde del vigésimo día desde que zarparon de Alsip en las desoladas llanuras de Palanthas.
Sin mapa, Guerrand no sabía con seguridad lo lejos que se encontraba Palanthas, pero sospechaba que por lo menos faltaban quince leguas: dos días de largas caminatas hacia el sur.
—Tenemos suerte de que no nos dejaran en un bote a la deriva, sin agua ni comida, o, peor aún, que nos hicieran saltar por la borda con los piratas —dijo Guerrand tratando de calentarse junto a la fogata. Tenían las túnicas y los pantalones empapados, y la noche era más fresca de lo que correspondía a la estación.
—Y en lugar de eso, nos hicieron desembarcar sin comida ni agua —dijo Lyim con un bufido—. ¡Vaya forma de agradecemos que salváramos sus miserables vidas!
—Sospecho que pensaban que nos demostraban suficiente agradecimiento al no matarnos.
—Crees que cometí un error al realizar el encantamiento, ¿verdad?
—¿Un error? —se preguntó Guerrand durante unos instantes—. No, no creo que fuera ningún error salvar a todo el mundo de un derramamiento de sangre —concluyó Guerrand; de hecho, admiraba la habilidad de Lyim con la magia. Comparado con él, se creía muy torpe—. No obstante, yo tal vez hubiera elegido un método menos espectacular.
Lyim se sentía confuso; de hecho, estaba orgulloso de su acción.
—Pero es que yo creo que todo lo que es digno de hacerse debe hacerse con estilo —explicó; se levantó y se golpeó el pecho—. Si quieres saber qué pienso, no encuentro tan mal que nos hayan expulsado del barco. ¡Vaya trabajo! ¡Vaya aislamiento! Creí que iba a perder la cabeza. Me gusta mucho más ser dueño de mi propio tiempo y tener los pies firmemente plantados en tierra, y no en un balanceante barco.
Ambos sabían que Lyim había pasado a bordo algunos momentos malos en días de tormenta, aunque Guerrand fue lo bastante amable para no mencionárselo al orgulloso aprendiz.
También él lo había pasado mal con la dura vida de marinero. Temía que algunos músculos, que había descubierto por primera vez, le dolerían hasta el último día de su vida. Pero secretamente había aceptado con satisfacción el pesado trabajo físico. Le había dado la ocasión de reflexionar. Al atardecer, esperaba a Zagarus a proa; era una de las múltiples gaviotas que por docenas se hacían llevar posadas en las regalas. Avanzada la noche, cuando al fin era autorizado a retirarse, leía su libro de sortilegios a escondidas y tomaba notas a la luz de la luna. A pesar del duro trabajo, se sentía más dueño de su vida de lo que jamás se había sentido en el castillo de los DiThon. En resumen, se sentía una persona nueva.
Y también parecía una persona nueva. Llevaba el pelo más largo y despeinado y se había dejado una ruda barba para no ser identificado. A pesar de sus temores, no había visto en el barco de Berwick ningún retrato suyo procedente del castillo de los DiThon.
Al pensar en el castillo siempre le venía a la memoria un recuerdo triste: Kirah. A Guerrand lo consumía la culpa. La echaba de menos desesperadamente. La imagen de su carita cansada y pálida aumentaba su determinación de terminar el aprendizaje en un tiempo récord para poder verla cuanto antes. Confiaba en que lo perdonaría. Quizá le enviaría otra nota en cuanto se hubiera instalado en Palanthas.
—Ignorantes y miedosos —continuó Lyim con su diatriba—, eso es lo que son todos esos desgraciados. Y yo te pregunto: ¿alguien mínimamente inteligente realizaría trabajos de cualquier clase pudiendo emplear magia?
Esas palabras recordaron a Guerrand la conversación que mantuvo en el taller del platero con el nuevo maestro de Lyim, el mago Belize.
—Tú y Belize os compenetráis muy bien como profesor y alumno —comentó Guerrand, recogiéndose la túnica húmeda en torno a las rodillas para secarla junto al fuego.
Secretamente, Guerrand agradecía al destino que hubiese creído oportuno retrasar a Belize de forma que Justarius había podido ofrecerle a él el puesto de aprendiz en primer lugar. Había experimentado una simpatía inmediata por el mago situado en segundo lugar de la jerarquía; sus temperamentos, así como sus ideas sobre el papel de la magia en el mundo, parecían estar en sintonía. Lo único que había conseguido Belize era que Guerrand se sintiera incómodo ante él. Su comportamiento en la Torre de la Alta Hechicería había sido particularmente perturbador.
—El maestro Belize y yo estamos bien compenetrados porque tenerlo como profesor ha sido mi objetivo desde el momento en que realicé mi primer sortilegio. —Lyim se inclinó hacia adelante para avivar el fuego con una rama retorcida.
—¿También… te reclutó a ti? —preguntó Guerrand.
—Es una curiosa manera de expresarlo —respondió Lyim largándole una mirada extraña—. Supongo que tú lo expresarías así; es una manera de hablar. He leído y memorizado todo lo que Belize, el Maestro de Los Túnicas Rojas, ha escrito: veintitrés volúmenes.
—¿Y los tienes todos? ¿Dónde los encontraste?
—En realidad no han sido nunca de mi propiedad —desmintió Lyim con un gesto de la mano—. Tal como te dije, mi patria, situada en las orientales Praderas de Arena, bordea las tierras de los elfos silvanestis. Los elfos son más receptivos a la magia que la mayoría de los humanos —añadió sonriendo—. En realidad, la magia les gusta mucho más de lo que les gustan los humanos. Primero traté por todos los medios de hacerme amigo de un elfo particularmente poco escrupuloso para que me prestara los tomos de la biblioteca de la ciudad y después intenté sobornarlo. Transcribí algunos de los pasajes más interesantes en mi libro de encantamientos. A través de ellos, Belize me enseñó que la magia es el poder, y que el poder…, bueno —explicó Lyim, encogiéndose de hombros—, el poder lo es todo.
Lyim volvió a echarse hacia atrás.
—¿Dónde aprendiste la magia necesaria para llegar a ser aprendiz?
—La biblioteca de mi padre estaba completamente repleta de libros, algunos de los cuales eran anteriores al Cataclismo —dijo Guerrand encogiéndose de hombros.
—¿La biblioteca de tu padre? —inquirió Lyim en tono burlón, arrugando la nariz—. Naciste con una cuchara de plata en la boca, ¿eh?
Guerrand soltó una fría carcajada.
—En casa había más pergaminos que dinero —explicó, ansioso por cambiar de tema—. En cualquier caso, cuando era muy joven, encontré unos libros con símbolos muy interesantes. Los leí una y otra vez, y antes de ser consciente de ello, realicé mi primer sortilegio: hice que el cabello de mi hermana resplandeciera como si estuviera ardiendo.
—¿Has dicho que esos libros eran anteriores al Cataclismo? —susurró Lyim—. Me gustaría hojearlos. Apuesto a que reseñan algún hechizo olvidado hace mucho tiempo.
Los ojos de Guerrand se abrieron desmesuradamente.
—Nunca se me ocurrió pensarlo. Simplemente me parecieron antiguos y polvorientos —explicó, y colocó el fardo para que le sirviera de almohada—. Parece que no podíamos haber tomado caminos más distintos para llegar al mismo sitio. Ambos tenemos que elevar una plegaria de agradecimiento a Habbakuk, o a quienquiera que nos haya permitido sobrevivir en este viaje a Wayreth, así como ser aceptados por los magos más prestigiosos de nuestra orden.
Los ojos de Lyim se oscurecieron a la luz del fuego.
—No creo en la suerte —dijo con voz alta pero quebradiza—. Siempre he conseguido lo que me he propuesto, con mi propio esfuerzo. A pesar de los hados, tal vez dirías tú. Y tan sólo estoy empezando.
Guerrand levantó la mano.
—No pretendía ofenderte, Lyim…
—Sé perfectamente lo que querías decir —dijo Lyim con la mandíbula apretada—. He observado gente con esta actitud a lo largo de mi vida —añadió, e hizo una mueca como si quisiera imitar a alguien—. Regla número uno: sin excepción, los nobles son mejores que la gente corriente —declaró, llevando la cuenta con los dedos—. Regla número dos: un hombre de pocos medios no ha hecho nada para salir adelante; es perezoso y no ha utilizado sus facultades para progresar; pero si ese mismo hombre triunfa, sólo significa que ha tenido suerte.
Guerrand permaneció en silencio. No podía negar que Lyim tenía razón. Había podido comprobar la primera regla de Lyim. ¿Por qué Cormac y Rietta, por nacimiento, podían vivir en el lujo de las clases privilegiadas, mientras que gente mucho más productiva, como el platero Wilor, eran simplemente vulgares trabajadores? Al mirar el rostro enojado de Lyim, Guerrand se dio cuenta de que algunos hombres albergan en secreto cargas más pesadas que la perversa lengua de una cuñada.
—Bueno —dijo Lyim para terminar, y con un movimiento enojado de la bota apartó y aplastó una brasa mortecina del círculo de la fogata—. Trato de ser el hombre más afortunado que haya existido.
Dicho esto, penetró en un pequeño anillo de árboles situado al otro lado de la fogata.
Hacía apenas unos minutos que Lyim se había retirado cuando Guerrand oyó un ruido sordo entre los árboles. Miró hacia arriba esperando ver a Lyim regresando de la espesura de mejor humor. Pero no había nadie, absolutamente nadie. Guerrand se encogió de hombros y atribuyó aquel ruido a un pequeño animal.
Momentos después, volvió a escuchar el mismo sonido. Definitivamente era algo que se movía en el sotobosque, más allá de donde alcanzaba la luz de la fogata. Guerrand se puso en pie, pero las llamas quedaron entre él y el lugar de donde procedía el ruido. La luz lo deslumbraba y no pudo percibir ninguna figura ni movimiento inhabitual en el bosque.
—Lyim, ¿eres tú? —gritó, intentando parecer valiente, aunque lo único que consiguió fue quedarse más blanco que la cera. No le llegó ninguna respuesta tranquilizadora.
Después volvió a oír el ruido, detrás de él, en esta ocasión. Se dio la vuelta y vio que su fardo, que instantes antes le había servido de almohada, se elevaba torpemente en el aire con la cubierta abierta, y que el paquete entero se hinchaba y se movía como si alguien rebuscara en su interior. Aquella imagen lo dejó boquiabierto, pero al cabo de un momento apretó los dientes lleno de rabia. ¿Y si fuera un pequeño y estúpido encantamiento de Lyim para gastarle una broma? Todas las cosas de valor que Guerrand poseía estaban en el fardo, incluyendo el libro de sortilegios y el espejo mágico que albergaba a Zagarus. Cogió de la fogata un gran leño ardiendo y avanzó con aire amenazador hacia el lugar del extraño evento.
—Lyim, páralo ahora mismo —gritó Guerrand—. Esta vez has ido demasiado lejos —añadió; pero el invisible intruso no le hizo el menor caso y siguió manipulando el fardo.
Con cólera creciente, el joven mago empujó el palo hacia el lugar donde suponía que se encontraba Lyim. Pero la débil estocada fue desviada fácilmente. La fuerza del golpe sorprendió a Guerrand y poco faltó para que se le cayera la antorcha de la mano. Guerrand conocía las reglas de aquel hechizo. Si Lyim era invisible, el golpe lo habría vuelto visible otra vez.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
—¿Quién eres? ¿Qué eres? —gritó encolerizado. No hubo respuesta. El miedo le oprimía el corazón. ¿En qué lugar del Abismo estaba Lyim, y por qué no salía del bosque?
Con toda la fuerza que pudo reunir, Guerrand movió violentamente de un lado a otro el leño ardiente, que cortó el aire emitiendo un zumbido y se estrelló contra algo sólido. El lugar se inundó de chispas y el fardo de Guerrand cayó al suelo.
Todavía sin saber contra qué estaba luchando, pero convencido de que se trataba de algo físico, Guerrand atacó de nuevo con el leño ardiente. Esta vez el tronco hendió el aire sin causar daño alguno.
Guerrand de repente empezó a jadear; casi no podía respirar. El aire se arremolinó en torno a él levantando nubes de polvo. Sentía una pesada opresión sobre todo el cuerpo: parecía que el mismísimo aire lo estuviera abrazando tan estrechamente como si fuera a aplastarlo. El leño cayó al suelo y rodó, mientras el joven mago pateaba y se debatía contra el enemigo invisible.
De forma igualmente repentina, Guerrand se sintió liberado. Cayó de cuatro patas, tratando de recuperar el aliento. Mientras se escabullía, vio pequeños remolinos dirigiéndose hacia él.
—¡Lyim! —chilló hacia la espesura, pero tampoco obtuvo respuesta alguna. Se tocó las puntas de los dedos de una mano con las de los dedos de la otra y musitó las palabras de un hechizo. El aire en torno vibró, y entonces él se echó a rodar rápidamente hacia la izquierda. Mientras rodaba, se dividió en dos dejando tras él una imagen exacta de sí mismo. Luego los dos Guerrands se dividieron de nuevo dando lugar a cuatro, y otra vez más se repitió la operación hasta que hubo ocho Guerrands agachados alrededor de la fogata. Cada uno de ellos era idéntico al original. Cada uno de ellos se movía del mismo modo. Un observador no tenía manera alguna de saber cuál era el auténtico, si es que alguno lo era, y cuáles eran los duplicados mágicos.
La horda de pequeños remolinos se detuvo un momento, sin saber a qué enemigo atacar. Luego eligió a uno, aparentemente al azar. De nuevo, el aire volvió a ser opresivo, arremolinándose y aplastando, hasta que el primero de los múltiples Guerrands desapareció sin el menor ruido, llevándose con él los remolinos de polvo.
Frenéticamente, las siete figuras restantes escrutaron el lugar, en busca de la invisible criatura. Un palo propinó un golpe y todas las cabezas se volvieron hacia él, pero no con la suficiente rapidez. De este modo, una segunda figura fue golpeada y destruida antes de que Guerrand pudiera evitarlo.
Guerrand sabía que sólo era cuestión de tiempo que las seis figuras fueran destruidas una tras otra. Aquel ser acabaría por acertar y atacaría al Guerrand real. El joven tenía una daga con la que pelear, pero dudaba que pudiera sobrevivir si se acercaba otra vez a su asaltante.
Una tercera figura fue pinchada y estrujada. Las otras cinco se volvieron alarmadas hacia la víctima. Mentalmente, Guerrand se preparó para lanzar otro encantamiento. Incapaz de ver realmente a su enemigo, decidió correr un cierto riesgo. Y de nuevo, pronunció las memorizadas palabras que desencadenaban un encantamiento.
—¡Sula vigis dolibix! —exclamó, y dos diminutas y refulgentes flechas aparecieron junto a los dedos extendidos de cada una de las figuras y salieron disparadas hacia el supuesto blanco. Al punto, las flechas desaparecieron en un estallido de luz, y un sonido, como el del aire impelido a través de un tubo largo, reverberó en torno a la fogata. ¡Diana! Guerrand se alegró de que la criatura fuera vulnerable, aunque no tenía ni la menor idea de cómo atacarla.
Una cuarta figura se desmoronó, pero, con gran alivio, Guerrand advirtió una silueta cubierta con una túnica: Lyim estaba de pie en el linde del bosque.
—¡Lyim! —gritó.
El aprendiz de mago levantó la mano imponiendo silencio. Había arrancado un pequeño cuadrado de tela del dobladillo de la túnica y lo arrojó al suelo. Cayó pesadamente y empezó a retorcerse, y luego emergió un tropel de ratas que se lanzaron hacia donde había desaparecido la cuarta figura de Guerrand. Mientras avanzaban en manada, sus diminutos ojos tenían un brillo rojizo a la luz de la fogata. Guerrand era incapaz de contarlas; varias docenas corrían hacia la luz de la fogata, y muchas más siguieron saliendo de la retorcida tela hasta que avanzaron a la carga a centenares.
Las ratas encontraron a la invisible criatura con tanto acierto como los proyectiles de Guerrand. Corriendo por su interior, hacia arriba y en torno a ella, fueron dibujando su silueta. La criatura era alta, algo menos del doble de la altura de Guerrand, y tenía una forma vagamente humana. Mientras las ratas hundían sus dientes en la invisible carne del esotérico ser, si es que aquello era carne, terroríficos alaridos emitidos por la criatura llenaron la noche ahogando los ásperos y desagradables chillidos de los roedores. Las ratas eran aplastadas, estrujadas, golpeadas y arrojadas al fuego o hacia las sombras, pero seguían saliendo más y más hasta que el lugar quedó convertido en un hervidero de ratas atacantes. Guerrand retrocedió unos pasos, lleno de horror y sorpresa. Salvo su sencillo encantamiento del proyectil mágico, que fue limpio y breve, jamás había visto magia desencadenada violentamente contra un ser vivo. El suelo se iba cubriendo con una espesa capa de aplastados cuerpos de ratas muertas, pero el montón se movía y se agitaba debajo de los cuerpos sin vida. Ratas muertas siseaban y crepitaban en la fogata mientras otras, gravemente heridas, arrastraban sus cuerpos definitivamente maltrechos o se atacaban unas a otras.
Al fin, el enorme montón se quedó inmóvil. Cuando la invisible criatura dejó de debatirse, el amasijo se hundió, como si el enemigo que tenía debajo se hubiera esfumado repentinamente. Una vez destruido el enemigo, las ratas sobrevivientes se dieron la vuelta, se dirigieron hacia el cuadrado de tela, desaparecieron debajo de él y volvieron a convertirse en la sustancia mágica de la que habían sido conjuradas. Los cuerpos de las ratas muertas se transformaron en polvo y se esfumaron. Cuando desapareció el último roedor, también lo hizo el trozo de tela.
Lyim contemplaba la escena con una expresión de increíble satisfacción.
—¿Ahora, a qué Guerrand tengo que dirigirme…? Apuesto a que eres… bueno, ese de aquí. ¿Estoy en lo cierto?
Guerrand se dio cuenta de que todavía estaba rodeado de varias copias de sí mismo.
—No —dijo, y a una orden mental los duplicados desaparecieron. Se sentó pesadamente junto al fuego e inspeccionó el fardo. No faltaba nada, y, algo aún más importante, el espejo que albergaba a Zagarus estaba intacto bajo un par de calcetines.
—En cualquier caso, ¿qué clase de ser era? —preguntó cuando Lyim se le acercó y se detuvo a su lado.
—No estoy del todo seguro —respondió Lyim mientras miraba el dobladillo roto de su túnica—. Me sentía incómodo por la brusca forma en que me fui, de modo que ya estaba de regreso cuando oí que gritabas. En el momento en que alcancé el linde del bosque, me pareció como si un oso invisible estuviera exprimiendo la vida de tu cuerpo. No podía imaginarme lo que estaba pasando, así que me arrodillé y observé durante unos instantes tratando de averiguar cómo podría ayudarte.
Lyim chasqueó los dedos.
—Por cierto, el truco de las múltiples figuras fue una buena idea. Diría que te salvó la vida mientras yo preparaba el encantamiento de la rata.
Guerrand sintió un escalofrío al recordar la sensación de quedarse sin aire en los pulmones.
—Diría que así fue.
Ambos jóvenes permanecieron sentados en silencio unos momentos. Guerrand removió la fogata con un palo.
—Gracias, Lyim.
—No tiene importancia —respondió el otro aprendiz, y le dio una palmada en la espalda—. Confiemos en que, fuera lo que fuese ese ser, no tenga parientes en la zona.
Dicho esto, Lyim desplegó la manta, se envolvió en ella y en unos instantes se quedó profundamente dormido.
Guerrand sabía que aquella noche no podría conciliar el sueño. Se quedó contemplando el fuego hasta que el sol se alzó por el este.
Guerrand y Lyim recorrieron la costa de la bahía y llegaron a las estribaciones de las montañas a última hora del día siguiente. El tiempo era caluroso. Ambos magos guardaron las túnicas, gruesas y bastas, en los fardos. Aunque el paisaje era árido y aparentemente sin un alma, un mago jamás podía estar seguro de cuándo se tropezaría con alguien que tuviera miedo de la magia.
—Esta costa me recuerda Ergoth del Norte, el lugar donde crecí —comentó Guerrand—; acantilados y dunas, y sobre todo llanuras onduladas que llegan hasta el mar. No obstante, las aguas aquí son más tranquilas a causa de la bahía.
—Ergoth del Norte… —murmuró Lyim—. ¿No se trata de esa región aislada y atrasada, poblada en su mayor parte por esas horribles criaturitas kenders?
Guerrand se sintió ofendido.
—Ocupan una pequeña zona de los bosques del este, sí. La mitad oeste está completamente civilizada. Incluso tenemos un emperador, llamado Mercadior Redic V.
—¿De veras?
—Sí —dijo Guerrand—. Precisamente, el mes pasado, uno de mi pueblo descubrió cómo hacer fuego.
—¡Bueno, bueno, ya lo he entendido! —exclamó Lyim, riendo—. Lo siento.
Guerrand inclinó la cabeza. No estaba muy seguro de los motivos que lo habían impulsado a defender su patria con tanto ahínco, pues nunca se había sentido muy identificado con ella. Tal vez, pensó, es porque se sentía como un patán al lado de Lyim. No le sentó bien que le recordaran que venía de un lugar «aislado y atrasado». Esa constatación reforzó la determinación de Guerrand de estudiar duro y aprender con presteza las lecciones de su maestro.
A mediodía de la segunda jornada, las estribaciones del norte devinieron auténticas montañas. A los dos aprendices de mago les llevó dos días y medio, largos y calurosos, alcanzar la cresta de la segunda montaña. Entonces, con sorpresa y alivio, los magos contemplaron la impresionante y extensa ciudad que apareció a sus pies. Era la primera vez que veían Palanthas, la ciudad que sería su hogar y su escuela en los próximos años.
Guerrand retuvo el aliento ante el panorama. Blanca y deslumbrante, la ciudad de los magos destacaba sobre el cielo azul de finales de verano y se extendía en forma de rueda. Como si fueran los radios de esa rueda, ocho avenidas principales partían de una plaza central en líneas perfectamente rectas y uniformemente separadas unas de otras. Todas las avenidas cruzaban la muralla de la ciudad por enormes puertas flanqueadas por dos minaretes gemelos. Evidentemente, la ciudad había ido creciendo a lo largo de muchos años, puesto que la parte central, ubicada intramuros, era más antigua. Sin embargo, el arquitecto de las construcciones extramuros había tenido sumo cuidado en imitar el estilo y en utilizar los mismos materiales de la parte vieja: granito y sobre todo el extremadamente caro y magníficamente pulido mármol blanco. Guerrand no había visto un mármol semejante excepto en los pilares esculpidos del Acantilado de Piedra. Casas bien cuidadas de diseño más sencillo se extendían por las laderas de las colinas circundantes.
—¿Te dio alguna pista Justarius para saber adónde tenemos que ir?
Guerrand sacudió la cabeza.
—Me contó un enigma y me dijo que llegar a Palanthas y localizar su casa era un primer paso crucial en mi formación. ¿Y qué te contó Belize?
Lyim frunció el entrecejo para expresar su frustración.
—En realidad, nada. Justo antes de que saliera de la torre dijo algo como: «Si llegas a Palanthas…».
—¿«Si»?
—Tal vez dijo «cuando», no lo recuerdo. Déjame pensar.
Lyim cerró los ojos para concentrarse.
—Lo que dijo fue: «Mi casa está en Palanthas; si llegas hasta allí, llama a la puerta y espera».
—¿Eso es todo?
Lyim resopló con buen humor.
—Eh, por lo menos no se trata de un enigma. Escuchemos tu gran pista.
Guerrand enarcó las cejas de forma altiva y exagerada y con un malicioso brillo en los ojos retrocedió unos pasos y recitó:
—«A mitad de la vida de la mañana, marca la hora, el ojo es el sol, el agujero de la cerradura es la torre».
—Algo realmente muy práctico —dijo Lyim con una sonora carcajada—. Apuesto a que puedo pagar a alguien para que me conduzca a donde vive Belize antes de que descifres el enigma.
Con jocosos gritos, los dos jóvenes se pusieron las túnicas y corrieron hacia la ciudad de los magos, hacia su futuro. El abrupto camino de montaña desembocaba en una hermosa avenida bordeada de árboles. Recta como una flecha, bajaba por la inclinada pendiente y cruzaba una puerta coronada por minaretes. Parecía terminar en una residencia palaciega en el centro de la población. Guerrand y Lyim se detuvieron en la puerta de la muralla exterior. Ante ellos se abría una asombrosa vista de la ciudad.
—El hogar no fue nunca así, ¿eh? —afirmó Lyim.
—Y sigue sin ser así.
Los dos aprendices se miraron el uno al otro preguntándose quién había hablado.
Una alta y esbelta mujer salió de detrás de un árbol y se les acercó. Llevaba un deslumbrante vestido largo de color rosa vivo, sin mangas y ceñido bajo el pecho a la manera tradicional. Rizadas mechas de brillante cabello rojizo le enmarcaban la cara, y su cabellera estaba recogida en un moño. Un grueso brazalete de plata en forma de serpiente se enroscaba sobre la delicada piel morena del antebrazo derecho. Guerrand pensó que era de una belleza tan perfecta como la de Lyim.
—Soy Esme. Justarius me envió para que acompañara en Palanthas a un aprendiz de mago llamado Guerrand.
—¿Cómo supiste que estábamos aquí? —le preguntó Lyim.
La joven pareció divertida.
—Magia —dijo, y su mirada pasó de un joven a otro mientras arqueaba las cejas con una exquisita expresión interrogativa—. ¿Cuál de los dos es Guerrand?
—¡Yo! —respondieron ambos a coro, se miraron riendo.
No obstante, Esme no parecía encontrarlos divertidos. Mantuvo una expresión solemne y exclamó:
—¿Me veré obligada a tratar de adivinarlo? Justarius se enojará mucho si elijo mal; no soporta las tonterías.
La sonrisa desapareció al instante del rostro de Guerrand. Echó la capucha hacia atrás y avanzó unos pasos moviendo ligeramente la cabeza.
—Yo soy Guerrand; por favor, perdónanos si te hemos parecido un poco frívolos. Hemos tenido un largo y duro viaje.
—¿Quién es este? —preguntó Esme señalando con su cabeza de pelo castaño rojizo al otro mago tras unos instantes durante los cuales pareció analizar la respuesta de Guerrand.
Lyim dio un paso adelante con decisión, le dijo su nombre y se inclinó ligeramente ante ella.
—He venido en calidad de aprendiz del Maestro de los Túnicas Rojas, el mismísimo Belize —dijo con orgullo. El joven se sorprendió al comprobar que Esme no parecía precisamente impresionada. Guerrand detectó un destello de piedad, pero la expresión se esfumó en un abrir cerrar de ojos.
—Ya —comentó Esme; se dio la vuelta girando sobre los talones de sus suaves botas y sin pronunciar palabra bajó por la bien adoquinada avenida. De nuevo Guerrand y Lyim se miraron el uno al otro, y luego se apresuraron a seguir la túnica de color rosa que parecía flotar como una nube impulsada por el viento sobre los adoquines del suelo.
Lyim corrió hasta situarse a la izquierda de la joven.
—Tengo muchísimas ganas de conocer mi nuevo hogar y me gustaría tener la oportunidad de visitarlo con una guía todavía más encantadora que esta villa, la más bella de todas las ciudades.
Esme lo miró por el rabillo del ojo.
—Como quieras —dijo, y movió un brazo hacia la izquierda—. Estamos cruzando una zona llamada la Colina de los Nobles.
Impresionantes y caras mansiones de mármol blanco, resguardadas por las laderas de la colina, constituían el extremo este de la ciudad, justo al otro lado de las murallas. Esme los condujo bajo los dos minaretes gemelos.
—Esto todavía es la Colina de los Nobles, pero sólo los nobles más ricos y de mayor rango viven en la Ciudad Antigua.
Esa información permitió a Guerrand observar pequeñas diferencias; en aquel barrio las construcciones eran incluso más elegantes, las zonas verdes más amplias y las columnas lucían grabados más intrincados.
—¿Es aquí donde vive Justarius? —preguntó.
—¿Qué sacaría un mago de vivir entre nobles esnobs? —explicó Esme sonriendo.
Guerrand se sonrojó. Lyim aprovechó la oportunidad.
—No puedo estar más de acuerdo contigo. Sin embargo, Guerrand es un noble en su país de origen y le cuesta mucho comprender las dificultades de las clases bajas. Personalmente he intentado ayudarlo al respecto durante nuestro viaje.
Guerrand retuvo el aliento.
No obstante, Esme parecía sorprendida.
—No seas ridículo; es una consideración relativa a su profesión y no tiene nada que ver con las clases sociales. También yo soy considerada de cuna noble en mi país.
—¡Asombroso! —exclamó Lyim, tratando desesperadamente de recuperarse—. Y, a pesar de ello, aceptas de buen grado servir de guía a dos esperanzados aprendices de mago, aquí, en Palanthas.
—No soy más sirvienta que tú, señor —dijo ella con los ojos entrecerrados por la ira—, y probablemente soy superior a ti en lo que respecta a la magia; soy aprendiz de primer nivel de Justarius y me estoy preparando para pasar la Prueba de la Torre de la Alta Hechicería dentro de un año, lo cual es bastante más de lo que tú puedes decir, ¿no?
Guerrand se quedó mudo de sorpresa. Aunque no había dicho nada, también él estaba convencido de que Esme era una sirvienta de la casa de Justarius.
Lyim fue el primero en recuperar el habla.
—¿Una mujer maga? —exclamó—. ¡Qué maravillosa idea!
Los ojos color miel de Esme se estrecharon hasta convertirse en rendijas.
—¿Acaso te impiden tus prejuicios creer que Ladonna, la mujer que sin duda ambos visteis en Wayreth, es la señora de la Orden de los Túnicas Negras?
Luego, con un gesto que ambos aprendices ya estaban empezando a conocer, Esme levantó la barbilla y se alejó rápidamente.
Guerrand dedujo, a partir de la expresión de Lyim, que su compañero estaba considerando la posibilidad de seguirla, probablemente para explicarle su punto de vista de una manera que sólo le acarrearía más problemas.
Así que lo cogió del brazo con firmeza.
—Yo que tú, me olvidaría de eso, Lyim; al parecer ambos tenemos problemas con ella cuando tratamos de hablarle con franqueza. Tal vez deberíamos hablar menos y escuchar más.
Frunciendo el entrecejo, Lyim se encogió de hombros.
—Lo he intentado todo —asintió. La mirada que fijó en la oscilante espalda de Esme era una mezcla a partes iguales de irritación y admiración—. Te lo digo con toda sinceridad, Guerrand, no estoy acostumbrado a chicas tan ariscas y de opiniones tan tercas. —Hizo una mueca diabólica—. Esa muchacha es un estimulante desafío; dime cómo se llamaba.
—Esme —le informó Guerrand en voz baja. Considerando la buena planta de Lyim, estaba casi seguro de que su amigo estaba más habituado a quitarse chicas de encima que a perseguirlas. Por alguna razón que era incapaz de explicar, Guerrand sintió que su ánimo decaía mientras, una vez más, se veía forzado a seguir a Lyim que a su vez iba tras Esme.
El resto de la visita fue un poco mejor. Después de permitir que los desfallecidos aprendices se detuvieran a comprar unas tartas calientes a un vendedor callejero, Esme los condujo a la plaza Central, ante el palacio del señor de Palanthas. La plaza, aunque estaba primorosamente adornada con setos y plantas que florecían cada año, no era distinta a las demás excepto por los edificios que la flanqueaban. Al norte, en una pequeña elevación próxima a la bahía, se alzaba el palacio que Guerrand y Lyim habían divisado cuando por primera vez contemplaron la ciudad desde las montañas.
Guerrand difícilmente podía comparar el palacio al castillo de los DiThon. Era como poner una rosa al lado de un diente de león. Aunque de tamaño similar —al menos de un centenar de varas de anchura—, la mampostería era una auténtica obra de arte. Mientras que los muros del castillo DiThon los formaban piedras toscamente cortadas del mismo tamaño unidas por mortero, las piezas de mármol de las paredes de aquel palacio estaban evidentemente talladas con gran precisión. Cada una encajaba con la siguiente sin huecos ni rellenos.
Esme advirtió que lo contemplaba boquiabierto.
—Están hechos por enanos —explicó—. Construyan edificios o fabriquen escobas, no hay ninguna otra raza más cuidadosa con los detalles.
El palacio tenía una altura de más de cuatro plantas. Su grácil techo abovedado medía el doble y estaba coronado por una elegante torrecilla terminada en una esbelta aguja.
—Su propietario debe de ser escandalosamente rico —comentó Lyim.
—Amothus, señor de Palanthas, reside en este palacio, tal como han hecho los señores de Palanthas durante siglos. El mantenimiento del edificio es responsabilidad de la ciudad.
—¿Qué hace el señor de Palanthas para merecer vivir con tanto esplendor? —preguntó Lyim.
—Él y el Senado de la ciudad gobiernan Palanthas. En las ceremonias públicas, festivales y situaciones de emergencia, se dirige a los ciudadanos desde ese balcón de la tercera planta, adornado con telas de terciopelo, que domina la explanada.
Esme les dejó unos momentos para que observasen el edificio y luego dirigió su atención hacia una construcción antigua situada en la parte sur de la plaza.
—Es la Gran Biblioteca de Palanthas. Si sois sensatos y estudiáis mucho, será vuestro hogar tanto como las residencias de vuestros respectivos maestros… cuando las hayáis encontrado —explicó; levantó el labio superior y sonrió con expresión de superioridad.
La biblioteca era un inmenso edificio de mármol relativamente sencillo. Una escalinata semicircular, de peldaños anchos y bajos, conducía a una entrada acristalada situada en el centro. Alargados anexos se extendían desde la plaza hacia atrás en ambos extremos.
Esme señaló con un esbelto dedo el ala izquierda.
—Esa es la única sección abierta al público. El resto es la biblioteca privada de Astinus, el cual, tal como incluso neófitos como vosotros deberían saber, es el cronista vitalicio de la historia de Krynn. No tolera intromisiones, o sea que, por vuestro bien, no olvidéis que hay que utilizar la entrada más pequeña del ala este.
A Lyim ya le había llamado la atención algo que se encontraba en la parte derecha de la plaza.
—¿Qué es eso? —farfulló.
—Eso, mis buenos aprendices, es lo que queda de una de las Torres de la Alta Hechicería —dijo Esme; se estremeció y se echó hacia atrás apoyándose en los talones—. Horrible, ¿no es cierto?
Guerrand pensaba lo mismo, y se le ocurrieron unos cien calificativos más. En medio del reluciente blanco que irradiaban los edificios, se alzaba una sencilla torre de mármol negro. Provocaba una cierta aprensión. Minaretes a juego con los de las puertas de la ciudad debían de haber adornado en otro tiempo los lados de la torre central como llamaradas en miniatura. Ahora solamente se veían sus hundidas y destrozadas ruinas, como vacías órbitas oculares. La torre principal estaba rodeada por un muro igualmente negro. Algo oscilaba como un enorme pájaro sobre la verja del muro.
—¿Qué le ocurrió? —siseó Guerrand.
—Yo he desperdiciado mucho tiempo de estudio con esta torre —suspiró Esme explicando al fin su actitud—. Quizá pueda suponer una lección de historia. No es un relato que a los magos les guste contar u oír, pero es necesario para comprender el papel de la magia en el mundo de hoy. Doy por sentado que vosotros sabéis lo que causó el Cataclismo.
—¡Claro! —dijo Lyim—. Cuando el poder de los magos aumentó y amenazó con eclipsar al de los sacerdotes, los dioses tuvieron celos de los brujos mortales. Los hechiceros estaban demasiado orgullosos de su poderío para ponerle límites, tal como pedían los dioses, así que estos destruyeron el mundo casi por completo, detuvieron el estudio y el avance de la magia y también quitaron poder a los sacerdotes para dificultar la recuperación del mundo tanto como fuera posible.
—Eso es lo que cree la mayoría —repuso Esme frunciendo el entrecejo—. Permitidme que trate de repetir lo que me contó el mismísimo Astinus poco después de mi llegada a Palanthas. —Respiró profundamente, se sentó en los escalones del palacio e indicó con un ademán que Guerrand y Lyim hicieran otro tanto.
»Durante la Era del Poder, hace casi trescientos cincuenta años, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar empezó a sospechar de todo. A sus miedos les dio un nombre: utilizadores de magia. No comprendía los poderes de los magos, más vastos de lo que nadie puede imaginar hoy, y se sintió amenazado.
»Ya muy proclive a purgar el mundo de todo lo que consideraba ajeno a los seguidores del Bien, el Príncipe de los Sacerdotes reforzó el temor que le inspiraban los magos al constatar que entre sus filas permitían representantes de los tres poderes del universo: los Túnicas Blancas, los Túnicas Rojas y los Túnicas Negras. El Príncipe de los Sacerdotes no comprendía lo que esas tres órdenes tenían muy claro, tal como expresaba Astinus: «El universo oscila en equilibrio entre el Bien, lo Neutro y el Mal; perturbar ese equilibrio es exponerse a la destrucción».
»De modo que utilizó su arma más potente: su habilidad para seducir e incitar al populacho. La gente se levantó contra las manifestaciones más evidentes del poder de los magos: sus torres. En aquel entonces había cinco, ¿sabéis? En ellas se pasaba la Prueba; pruebas malignas, según siniestros rumores. Los portavoces de las tres órdenes, magos todos ellos, trataron de explicar que las torres eran centros de aprendizaje en los que se guardaban los instrumentos y los libros de hechizos más valiosos. Pero los rumores acerca de raros rituales persistían y aumentaban hasta que, por segunda vez en su historia, las tres órdenes de magia se reunieron para protegerse a sí mismas.
—¿Cuándo fue la primera vez? —interrumpió Lyim.
—Cuando se crearon los orbes de los dragones —dijo Esme, y enseguida se corrigió—. Realmente, se reunieron en otra ocasión, cuando las tres órdenes se establecieron en la Ciudadela Perdida. Pero esta información será objeto de vuestros estudios —añadió ella secamente—. En cualquier caso, los magos decidieron destruir dos de sus torres para evitar verse invadidos por multitudes ignorantes y tener que liberar magias que no podían controlar o comprender. Sin embargo, la destrucción de las torres en Daltigoth y Goodlund causó una devastación tan grande que aún asustó más al Príncipe de los Sacerdotes.
—Consiguió lo que quería —exclamó Lyim—. ¿Qué esperaba que hicieran?
—Quería las torres que se alzaban en su propia ciudad de Istar, así como la erigida aquí, en la populosa Palanthas. No le importaba en absoluto lo que ocurriese en el remoto Wayreth, y por esa razón les ofreció la posibilidad de abandonar las otras intactas y retirarse tranquilamente a Wayreth.
—Si esos magos eran tan poderosos como para dar miedo al Príncipe de los Sacerdotes, ¿por qué no lucharon contra él? —preguntó Guerrand.
—Conoceréis la respuesta cuando comprendáis mejor el coste que supone para un mago realizar un encantamiento. Baste decir que los magos, a pesar de su mala reputación, no hubieran podido perdonarse ser la causa de la destrucción de su propio pueblo.
—Entonces —la interrumpió Lyim—, si hicieron lo que dices, ¿por qué está en ruinas la torre de la hechicería? ¿Por culpa del Cataclismo?
—No es posible —contestó Guerrand, sacudiendo la cabeza—. Si fuera así, los otros edificios de Palanthas estarían destruidos de forma similar.
—Tienes razón, Guerrand; la torre se derrumbó y quedó como la vemos ahora antes del Cataclismo, pero no mucho antes —puntualizó Esme, y su rostro suave se ensombreció—. Para comprender realmente el horror del día en que ocurrió eso, hay que escuchar la historia de lo que se conoce con el nombre de la Maldición, contada por Astinus. Estaba allí y vio lo que sucedió.
Esme miró hacia el otro lado de la plaza, hacia la biblioteca, como si a través de las paredes pudiera ver al cronista en su escritorio. Sacudió la cabeza.
—El día que los magos iban a abandonar la torre, se dieron cuenta de que había muchísimos más libros y rollos de pergamino de los que podían transportar o guardar en una torre. Los maestros de cada orden se los llevaron a Astinus, sabedores de que era el único que les podía guardar sus secretos.
»Lo último que hicieron los portavoces de las tres órdenes en Palanthas fue oficiar la ceremonia del cierre de las esbeltas puertas de oro de la torre. La gente había acudido allí para contemplar cómo el Maestro de los Túnicas Blancas entregaba la llave de plata al señor de Palanthas. La ciudadanía estaba impaciente por explorar las legendarias salas de los magos, tanto como el hombre que en aquel entonces era el señor de Palanthas.
»En el mismo instante en que el mago se inclinó para depositar la llave en la mano del señor, un miembro de los Túnicas Negras apareció en una ventana de la planta más alta de la torre. Mientras todo el mundo se quedaba boquiabierto, el mago exclamó: «¡La verja permanecerá cerrada y las salas vacías hasta que llegue el día en que el maestro del pasado y del presente regrese con todo su poder!».
»Con indescriptible horror la multitud vio cómo el mago se arrojaba al vacío y chocaba violentamente con la verja. Cuando las puntas de plata y oro le perforaron la túnica negra, el mago selló la maldición sobre la torre. La sangre manchó el suelo y la verja de oro y plata envejeció, se retorció y se volvió de color negro. La hermosísima torre blanca y roja se destiñó y adquirió un tono gris, y luego se convirtió en piedra negra. Nadie se ha acercado a la torre desde entonces: así de poderosa es la Maldición.
Guerrand se quedó repentinamente helado a pesar del caluroso día de finales de verano y observó otra vez el bulto negro que oscilaba sobre la verja: los restos del mago. Antes había creído que se trataba de un pájaro, pero ahora adquiría una apariencia más fantasmagórica y siniestra.
—Todo eso transcurrió hace muchos años. Las cosas han cambiado. El Príncipe de los Sacerdotes murió. La torre no me da miedo —se jactó Lyim.
Tanto Esme como Guerrand parecieron dudarlo.
—Lo malo es que algunas cosas no han cambiado demasiado —dijo Guerrand pensando en Cormac—. Los magos todavía son perseguidos por quienes temen lo que no entienden. Pudimos comprobarlo en el barco al que subimos en Alsip —le recordó a Lyim.
—Tal vez todavía existan prejuicios —admitió Lyim—, pero hoy la respuesta de nuestra orden sería distinta.
—¿Crees que los magos se equivocaron al retirarse? —preguntó Esme.
Lyim asintió enérgicamente con la cabeza.
—Nunca dar explicaciones, nunca retirarse: son lemas que me han sido de mucha utilidad. Desde luego, jamás me arrojaría de lo alto de una torre —dijo burlón—; es preferible seguir vivo para combatir a los enemigos.