Capítulo 8

—¿Irnos a Palanthas por nuestra cuenta? —gruñó Lyim, mirando fijamente a través del patio hacia la puerta cerrada de la torre delantera. Él y Guerrand habían sido escoltados hasta el exterior de las verjas de plata y oro de entrada a la torre—. ¿Qué significa esto? Ya hemos conseguido llegar hasta aquí y no resultó fácil precisamente. ¿Dónde está la recompensa?

En aquel preciso momento, la puerta de la torre delantera se abrió de nuevo. Un enano, que arrastraba por los sobacos un cuerpo carbonizado, atravesó el patio adoquinado del complejo de la torre, pasó decidido ante Guerrand y Lyim y cruzó la verja.

Asustados, los dos aprendices retrocedieron de un salto y contemplaron cómo el enano giraba a la izquierda y seguía la muralla exterior hacia el norte. Junto a la pequeña torre de vigía, en el punto más al norte del triángulo, el enano dejó caer entre los árboles al mago muerto, que obviamente no había superado la Prueba. Se sacudió el polvo de las manos, agarró una pala apoyada en un tronco y empezó a cavar con un ritmo furioso, lanzando la tierra a una altura superior a dos veces su talla.

—La recompensa consistió en que se nos permitió vivir para encontrar la Torre de la Alta Hechicería —dijo Guerrand con calma, mientras observaba con escalofríos el ignominioso entierro. Deliberadamente, apartó la vista, y su mirada tropezó con el rastro que los talones del mago muerto habían dejado en el polvo—. Sospecho que nuestros aprendizajes serán un precalentamiento para la Prueba. Esperemos no sufrir el mismo destino cuando regresemos para realizar las nuestras.

Dado que había tardado dos semanas en llegar hasta Wayreth, a Guerrand no le sorprendió ni le molestó la orden de viajar a Palanthas. Con un tiempo tan limitado, un mes escaso, no estaba dispuesto a perder ni un segundo. Para saber la hora, miró hacia el sol por encima de las dos torres gemelas que constituían Wayreth. No era mucho después del mediodía, pero como ignoraba qué día era, no pudo calcular cuánto tiempo estuvo realmente en la torre.

El aprendiz recién contratado se acomodó el fardo sobre el hombro izquierdo y se puso en marcha, pisándose el dobladillo de la túnica roja de áspera textura, a la que no se había acostumbrado. Con la cara colorada, habituado a la comodidad de los pantalones que aún llevaba bajo la túnica, Guerrand se alzó el pesado hábito con una mano y avanzó a zancadas hacia el sur, siguiendo la muralla.

—¿Adónde vas? —le preguntó Lyim, corriendo hacia él, con su propio fardo golpeándole la espalda.

—A Palanthas, naturalmente.

—¡Ya lo sé! Pero ¿cómo vas a llegar hasta allí? ¿Tienes un mapa? ¿Tal vez un anillo de teleportación?

Guerrand soltó una carcajada.

—No, no dispongo de ninguna de esas cosas; la mayor parte del viaje hasta aquí la hice en barco. Durante la travesía eché un vistazo a un mapa del capitán. Si recuerdo bien, Palanthas está lejos, hacia el norte, por encima de Solamnia.

—En ese caso, ¿por qué nos dirigimos hacia el sur?

Los dos magos novatos llegaron a la esquina sur del triángulo. El bosque se levantaba como un alto muro verde.

—Ignoro tus motivos para ir hacia el sur, pero yo trato de reseguir mis pasos hacia Alsip —repuso Guerrand; se desvió ligeramente hacia el sureste y penetró en la hilera de árboles por donde la cubierta vegetal era más alta—. Desde allí —continuó—, espero tomar un barco directo hasta Palanthas.

—Pues te acompañaré —le comunicó Lyim acelerando el paso para seguir el ritmo de Guerrand. El camino obligaba a ir en fila india. La hierba, generosamente mojada por el rocío, les llegaba hasta los tobillos y el agua no tardó en empaparles el dobladillo de las túnicas.

—Podemos caminar juntos y vigilarnos las espaldas; ya sabes lo que se dice: cuatro ojos ven más que dos.

—¿Eso se dice? —preguntó Guerrand en tono jocoso, y esbozó una sonrisa burlona por encima del hombro.

En realidad, la propuesta de Lyim le parecía bien, pues creía que era preferible viajar acompañado. Además, sería una irresponsabilidad cruzar regiones salvajes y surcar mares para ir a la misma ciudad y no hacerlo juntos.

—Bueno, pues queda acordado —dijo Lyim—. ¿Te importa que cante? Ayuda a pasar el tiempo.

Sin esperar respuesta, empezó a cantar con voz profunda y clara una canción que consistía en los sonidos del mismísimo bosque.

Apacible bosque, apacibles y perfectas mansiones

donde no crecemos ni declinamos, árboles de hoja perenne,

frutas maduras que nunca caen, ríos tranquilos y transparentes

como cristal, como el corazón apaciguado en este día persistente.

Debajo de estas ramas, la agradable sumisión del movimiento,

el canto de los pájaros, el amor, dejados en sus lindes

con todos los frenesís, los fallos de memoria.

Apacible bosque, apacibles y perfectas mansiones.

Y luz y más luz, luz como derrota de las sombras,

debajo de estas ramas donde la oscuridad está prohibida,

en el calor de la luz y en el fresco aroma de las hojas,

donde no crecemos ni declinamos, árboles de hoja perenne.

Aquí hay calma, la música se eleva en el silencio,

aquí, en el límite imaginado del mundo, la claridad

completa los sentidos, y al fin podemos admirar

frutas maduras que nunca caen, ríos tranquilos y transparentes.

Donde las lágrimas se secan en nuestros rostros o, serenas,

permanecen allí, como un río en pacíficas y sabias tierras,

y el viajero se expande y puede desplazarse ligero

como el aire, como el corazón apaciguado en este día persistente.

Apacible bosque, apacibles y perfectas mansiones

donde no crecemos ni declinamos, arboles de hoja perenne,

frutas maduras que nunca caen, ríos tranquilos y transparentes

como el aire, como el corazón apaciguado en este día persistente.

—Ha sido… perfecto —suspiró Guerrand—; ha sido como si con esta canción hubieras captado la esencia del bosque.

—No es mía, la escribió Quivalen Soth —dijo. Guerrand reconoció el nombre del famoso bardo, aunque nunca había escuchado la canción—. Se llama, muy apropiadamente, La canción del pájaro del bosque de Wayreth. Hace años que la conozco; era la canción favorita de un bardo que pasó mucho tiempo en las posadas situadas a lo largo de la carretera del Rey de regreso a casa. Como había crecido en tierras casi desérticas, jamás había imaginado que tendría la ocasión de cantarla en un bosque, y mucho menos en uno como este.

—¿Tierras desérticas? ¿Dónde?

—En las norteñas Praderas de Arena, hacia el este —dijo Lyim—; no está lejos del país de los elfos silvanestis.

—El elfo que he visto más de cerca fue el que estaba en la torre —comentó Guerrand. En el mismo instante en el que de su boca salió esta confesión, deseó haber podido tragársela. No quería que el otro mago conociera la vida sobreprotegida que había llevado.

Al llegar a una bifurcación de la carretera, tomaron el ramal de la izquierda. Al cabo de algún tiempo, cruzaron el linde del bosque. Ante ellos, a la izquierda del camino, apareció un pueblo, un racimo de casitas de una o dos habitaciones.

—Torre del Viento —anunció Guerrand, aligerando el paso. Los dos magos de túnicas rojas pasaron raudos ante los atónitos ojos de los chiquillos del pueblecito. Después de la última casita, la carretera se volvía a bifurcar; el ramal que se dirigía hacia el sur conducía a una tierra ondulada con bosques intermitentes. El otro ramal bordeaba por el sur campos de cereales, inclinados y dorados, y por el norte, altos y silvestres pastos. Guerrand tomó este último camino.

—¿Cuánto falta para llegar a Alsip? —preguntó Lyim,

—Por lo menos nos queda un paseo de cinco días hasta llegar a la costa —explicó Guerrand, mirando hacia el sol, ya cerca del ocaso, con los ojos medio cerrados—. Si nos damos prisa, podemos llegar a Pensdale antes de que oscurezca.

—¿Cinco días? —exclamó Lyim, paralizado—. ¡Eso significa que habremos gastado casi una tercera parte del tiempo total previsto para llegar a Palanthas!

Guerrand se detuvo y encogió los hombros cubiertos por la túnica roja.

—Ya lo sé, pero no se puede hacer nada; no tenemos caballos, sólo piernas.

Lyim, meditabundo, se frotó la barbilla.

—Sí, pero quizá podríamos mover las piernas más aprisa.

Se quitó el fardo de la espalda y rebuscó en su interior. Del fondo, sacó un libro delgado, se humedeció con la lengua la yema del pulgar y hojeó las páginas. Se detuvo en una y fue deslizando el dedo por ella hasta que encontró lo que estaba buscando. Leyó el párrafo con gran atención, le dio un golpecito y cerró el libro de encantamientos con gesto decidido.

Luego guardó el libro en el fardo y extrajo algo que sostuvo en la palma cerrada. Echándose la túnica hacia atrás, cogió un pequeño cuchillo de una funda de piel que llevaba en la parte interior del muslo izquierdo.

—¿Qué haces? —le preguntó Guerrand. El aprendiz, con los ojos cerrados, estaba cortando pedacitos de un trozo informe de raíz con el cuchillo—. Lyim, ¿qué hechizo estás realizando? —insistió Guerrand.

Antes de que Guerrand pudiera repetir la pregunta, los ojos de Lyim se abrieron del todo. Una sonrisa de satisfacción apareció en sus bien dibujados labios.

—Eso es. Ya está.

Guerrand frunció el entrecejo cuando apenas entendió lo que había dicho Lyim, pues este había hablado demasiado deprisa.

—¿Qué es lo que está? —inquirió, y su propia voz lo asustó: también había hablado con una rapidez imposible.

—El encantamiento de la rapidez —explicó Lyim, mientras se volvía a colocar el fardo a la espalda—. ¿Es por ahí? —preguntó, señalando con la cabeza hacia el suroeste—. Pues apresúrate, que el hechizo no durará eternamente.

Dicho esto, Lyim se lanzó a la carrera a tal velocidad que se convirtió en un destello carmesí.

Guerrand se encontró corriendo tras la túnica del otro aprendiz con igual celeridad. El viento le silbaba en las orejas y le echaba el pelo hacia atrás como si montara a caballo. Así debían de sentirse los caballos, pensó Guerrand. Se encontraba ansioso, impaciente, empujado por algo, como si hubiera bebido demasiada achicoria. Tenía que correr para liberar energía.

El polvo que levantaban los ágiles talones de Lyim se le metía en los ojos y en la garganta. Se desvió ligeramente para evitarlo. No notaba ninguno de los efectos secundarios que habitualmente produce el correr, como pinchazos en el costado, o calambres en las piernas, ni siquiera una respiración fatigosa. La adrenalina le movía las piernas arriba y abajo con el ritmo uniforme y bien calculado de un corredor portador de mensajes a larga distancia. Guerrand consiguió imaginarse a vista de pájaro el aspecto de dos jóvenes magos corriendo por la carretera como ciervos huyendo, con las túnicas rojas alzadas y los fardos rebotando en las espaldas.

Volvió la cabeza para contemplar el pueblo de Torre del Viento empequeñeciéndose en la lejanía. Habían recorrido media legua en unos pocos minutos; a ese ritmo pasarían por Pensdale y llegarían a la costa en un par de días en vez de en cinco. Había visto más magia en esos días —no sabía cuántos habían transcurrido— que en toda su vida. Se preguntaba si su temor reverencial hacia ella desaparecería algún día. ¡El hechizo de la rapidez era simplemente asombroso! Guerrand decidió pedir a Lyim que se lo enseñase en la primera ocasión que tuvieran.

No llevaban mucho tiempo corriendo cuando advirtió que estaba recortando distancias respecto a Lyim. Apretó la marcha aún más, como si fuera una competición, hasta casi alcanzar al otro aprendiz. De forma súbita, la increíble sensación de energía se esfumó y empezó a sentir en el costado derecho el dolor agudo cuya ausencia, poco antes, tanto le había sorprendido.

Movió los pies más y más lentamente hasta que casi se le pararon: acabó arrastrándolos como un exhausto corredor de maratón y por fin se detuvo con la mano apretándose el costado. Se dobló por la mitad; el aire le entraba y le salía de los pulmones con intensos jadeos. Gotas de sudor le corrían por la frente y entre los omoplatos. Le pareció que no sería capaz de recobrar el aliento en mucho rato.

Al fin, se irguió con la cara colorada y dirigió a Lyim, que se encontraba en parecida situación, una mirada interrogadora.

—¿Eso es todo? —jadeó—, ¿eso es todo lo que dura el encantamiento?

Lyim parecía muy triste.

—Sí, creo que sí —dijo con una mueca de dolor mientras se frotaba el costado.

—¡Por todos los dioses, me siento fatal! —exclamó Guerrand; se desplomó como una masa informe y puso la cabeza entre las rodillas para no perder el conocimiento.

—Humm —murmuró Lyim expresando preocupación—, será que has envejecido un año.

Guerrand alzó de golpe la cabeza empapada en sudor.

—¿Qué has dicho?

Lyim se frotó la sien.

—El encantamiento de la rapidez te envejece un año… a causa de la aceleración del proceso de crecimiento —le explicó con crudeza.

Con ojos oscurecidos por la cólera, Guerrand miró por encima del hombro hacia Torre del Viento, aún visible detrás de ellos, y luego volvió la vista hacia su compañero.

—¿Me has quitado un año de vida por media legua?

—Nunca había hecho este encantamiento y no estaba seguro de lo lejos que nos podría llevar —dijo Lyim ligeramente embarazado.

—¿Y pensaste que lo podías probar conmigo?

—Por lo menos hice algo —dijo con una mirada de soslayo—. Sigo pensando que fue una buena idea. Y en tu rostro comprobé que también pensabas lo mismo hasta que tuvimos que dejar de correr.

—¡Porque no sabía el precio! —exclamó Guerrand empujando a Lyim por el hombro—. No vuelvas a hacerme ningún hechizo sin antes consultármelo.

Se hizo un incómodo silencio mientras recuperaban el aliento.

Al cabo de un rato, Lyim sacó un pellejo de su fardo, bebió un trago y se lo pasó a Guerrand en un gesto de concordia.

—¿Y ahora, qué? —preguntó, mientras se secaba la boca y Guerrand echaba un trago.

—Ahora caminaremos hacia Pensdale —dijo Guerrand, poniéndose en pie—. Con un poco de suerte estaremos allí para la luna alta —añadió sacudiéndose el polvo de la túnica—. No me gustaría tener que acampar aquí, en la pradera. No se ve ni un árbol.

Dicho esto, Guerrand distendió las agarrotadas pantorrillas y de nuevo echó a andar por la carretera.

—¿Se supone que ahora tengo que decir a la gente que tengo veinte años? —gritó por encima del hombro, dando por sentado que Lyim lo seguía.

—Diles lo que quieras —le respondió el otro aprendiz, que marchaba a su ritmo—. Tu fecha de nacimiento no ha cambiado; sencillamente te sientes un año más viejo.

Los músculos de las piernas de Guerrand se estremecieron.

—Muchacho, siempre me siento así.

La suerte quiso que poco después los dos aprendices encontraran a un granjero de Hamlet que llevaba un carro de patatas al puerto de Alsip.

Dado que se detenía en Pensdale para pasar la noche, acordaron que se quedarían de guardia acostados sobre la incómoda carga, mientras el granjero dormía en la posada, a cambio de que a la mañana siguiente los llevara hasta la costa.

Lyim trataba sin éxito de encontrar una posición cómoda; para ello había dispuesto un montón de tubérculos tan plano como le había sido posible.

—¡Una cama de patatas! En cierto modo esperaba que mi vida de mago sería un poquito más lujosa —exclamó mientras hundía el hombro en el montón y luego fruncía el entrecejo y volvía a sentarse.

—Por lo menos no es estiércol.

Lyim lanzó a Guerrand una mirada malhumorada y luego abandonó el montón y se acostó en el estrecho suelo del carro.

Por la mañana, el granjero y los magos continuaron el viaje hacia la costa. La marcha del traqueteante carro parecía agónicamente lenta, pero a pesar de todo resultaba más rápida y menos cansada que caminar. Lyim pasaba el tiempo durmiendo o mirando ociosamente por el costado del rústico carro hacia las praderas que iban dejando atrás.

Guerrand estudiaba su pequeño libro de encantamientos y escribía notas en los márgenes con una diminuta pluma y un frasco de arcilla lleno de tinta que se había traído del castillo de los DiThon. Estaba ansioso por comenzar a solventar las deficiencias de su formación de mago. La calidad de su escritura era pobre en la mejor de las circunstancias, lo que explica que el joven aprovechara el viaje en el traqueteante carro para dibujar las letras. El proceso normalmente laborioso se hacía aún más lento debido a que, cada vez que necesitaba mojar la pluma, tenía que volver a tapar el tintero para que la tinta no se derramara.

Guerrand anotó sus reflexiones acerca del hechizo de la rapidez de Lyim.

A pesar de su precaria realización de ayer, creo que puede ser muy útil en las circunstancias apropiadas —escribió—. Pienso pedirle a Lyim que me lo enseñe, pero dentro de unos días, cuando ya se haya olvidado de mi furiosa reacción.

Pienso en Kirah sin cesar. Confío en que ya haya encontrado mi nota y rezo para que me perdone. Tal vez pasarán años antes de que pueda regresar a Thonvil. Me pregunto si Quinn experimentó la misma añoranza cuando partió en busca de aventuras.

Atardecía cuando el paisaje que se veía más allá de las cabezas de los caballos descendía suavemente hacia el mar azul de Sirrion. El pequeño puerto pesquero de Alsip apareció a la vista, acunado entre verdes colinas herbosas y el azur del agua batida por el sol. El astro rey, sentado en la línea divisoria de mar y cielo, rasgaba el firmamento con rayos de color rojo anaranjado.

Guerrand se protegió los ojos del intenso resplandor. Le había obsesionado tanto llegar a la Torre de Wayreth, que apenas se había fijado en Alsip. Colina abajo, tropezaron con la primera hilera de casas y pasaron junto a una ruidosa posada. Como era una ciudad portuaria, Alsip era quizá dos veces más grande que Thonvil. Al igual que los distantes edificios de esta, la mayoría de las casas y tiendas estaban construidas básicamente con zarzo y arcilla y sostenidas por vigas recubiertas de brea. Las ventanas de todas las plantas estaban adornadas con floridas macetas. La noche era calurosa, y débiles columnas de humo se levantaban del mar de chimeneas entre techos de paja o juncos. Ya había pasado la hora de cenar y los fuegos de los hogares se habían reducido al mínimo hasta la hora de romper el ayuno por la mañana.

Guerrand volvió la vista hacia el puerto. Numerosos esquifes, pequeños botes de pesca e incluso un barco de cabotaje de tamaño medio se balanceaban en el suave oleaje. Mientras el carro entraba ruidosamente en la ciudad sin murallas, Guerrand alzó el brazo para que Lyim se fijara en un barco provisto de mástil.

—Mira, es posible que hayamos tenido suerte, Lyim. Hay un barco mercante atracado en el muelle.

El granjero volvió la cabeza.

—Precisamente me he dado prisa para alcanzar ese barco. Es el Ingrid, de la compañía Berwick. Parece que he llegado justo a tiempo. Si queréis os bajo hasta el embarcadero, pues allí me dirijo. Incluso puedo presentaros al primer oficial.

Guerrand se sobresaltó al oír el nombre del barco. Era evidente que Anton Berwick lo había bautizado en honor a su hija.

—Te lo agradeceríamos —se las apañó para decir—. Esperemos que se dirija hacia el norte y que necesite tripulación. Un mercante es muy probable que tenga previsto llegar a un lugar tan lejano como Palanthas. Realmente, nos retrasaría mucho tener que saltar de un barco costero a otro y esperar en muchos puertos.

—Pareces saber mucho de viajes en barco —observó Lyim—. ¿Eres marino?

—¡No! —rio Guerrand—. Déjame decirte que son cosas que he aprendido hace poco. Pasé casi dos semanas en un barco para llegar a la torre. Antes de eso, estuve a punto… bueno, de casarme con una chica de una familia propietaria de barcos.

Guerrand dejó el tema, pues ya había dicho más de lo que se había propuesto. Pensó que probablemente Cormac o Berwick estarían buscándolo; si habían pegado carteles para capturarlo, era posible que en uno de sus barcos lo reconocieran. Era preferible que Lyim no supiera nada, pues de lo contrario podría, inadvertidamente, descubrir su identidad. Lo estuvo pensando durante unos instantes.

—Quizá deberías llamarme Rand a partir de ahora —dijo, consciente de que la petición sonaba incongruente. Necesitaba dejarlo claro antes de que les oyera la gente del pueblo—. Mis amigos me llaman así.

Lyim arqueó una ceja, sorprendido.

—Claro. —Fue su único y vago comentario, pues estaba muy concentrado mirando a las sirvientas de generosas formas que surgían apresuradamente de las casas y se internaban en la noche de la oscura calle. Llamó de forma provocativa a una de ellas. La joven se volvió y lo vio vestido con su extravagante túnica y tumbado sobre un oscilante montón de tubérculos; agachó la cabeza y se escabulló, dejando tras de sí unas risas agudas y tintineantes.

—¡Maldita sea! —juró Lyim—. Jamás una mujer se había reído de mí —añadió; enojado, tiró de la túnica y la sacudió para quitarle las manchas de barro seco del dobladillo—. Si no estuviera en este carro de patatas tan lento, estaría…

—Estarías caminando por las praderas de Pensdale, donde ni siquiera hay mujeres para mirar.

—Tal vez sería mejor que la indignidad de… ¡esto! —empezó a decir Lyim; frunció el entrecejo y agitó la mano hacia el vehículo—. ¡Te lo digo en serio, no estoy acostumbrado a este tipo de reacciones por parte de las mujeres!

Guerrand se lo creyó, pues su compañero era un hombre guapo y bien proporcionado.

—Estás perdiendo de vista el objetivo, Lyim —le dijo con afabilidad—. Nos quedan poco más de dos semanas para llegar a Palanthas. Este carro ha sido una bendición de Dios.

Lyim se tranquilizó un poco.

—Bueno, por una vez estaré contento de alejarme de una bendición de Dios.

Guerrand, mientras quitaba una patata que se le había alojado demasiado rato en la parte más baja de la espalda, no pudo menos que compartir su opinión.

—Tenéis suerte por partida doble, muchachos —exclamó Guthrie, el primer oficial de guardia aquella noche.

El granjero había acabado su transacción, le habían pagado por la mercancía y, contando alegremente las monedas, se había ido a una posada.

—Palanthas es uno de los puertos que el Ingrid visita. Llegaremos en tres semanas si la suerte de Habbakuk nos ilumina. Además, necesitábamos como mínimo dos mozos para mañana por la mañana —dijo con su peculiar acento; se inclinó ligeramente y escupió un amarillo y brillante jugo de nueces sobre la cubierta—. Perdimos cuatro hombres a causa de la plaga del mar salado durante el último viaje a la lejana isla de Enstar.

Guthrie se encogió de hombros y escupió más jugo.

—Una verdad que se podría contar a todo el mundo menos a sus madres es que aquellos cuatro, en cualquier caso, no estaban muy bien. Sólo los débiles se mueren de esa enfermedad. No obstante, vosotros parecéis sanos y fuertes.

El primer oficial apretó el bíceps de Guerrand a través de la tela de la túnica.

—Tendréis que quitaros estas ropas. El fuerte viento os derribaría. Además, el capitán Aldous desconfía de los que llevan túnicas, pues cree que son sucios utilizadores de magia —explicó el primer oficial, que de repente empezó a recelar y a escrutar detenidamente a los dos hombres—. Vosotros no seréis de esos sucios utilizadores de magia, ¿verdad?

—¡En absoluto! —exclamó Lyim—. Somos… novicios de una orden religiosa de… Gilean. Las rudimentarias túnicas simbolizan la vida sencilla que tratamos de llevar; si incomodan al capitán Aldous, nos las quitaremos al instante.

Para demostrar sus sinceras intenciones, Lyim se aflojó la túnica y empezó a quitársela por la cabeza.

—¡Eh! —exclamó, frunciendo el entrecejo y dando un codazo a Guerrand, que lo estaba observando con ojos expectantes.

—¡Ah, sí! —murmuró Guerrand; también él se quitó la túnica y empezó a enrollarla para que le cupiera en el fardo. Al mirar en el interior de la bolsa de cuero, vio el trozo de espejo y recordó sobresaltado que Zagarus estaba allí dentro desde hacía muchos días. Evidentemente, en aquel momento, delante del primer oficial y de Lyim, no lo podía liberar. Cerró rápidamente la bolsa antes de que Zagarus pudiera graznar, y decidió buscar una oportunidad después de que hubieran cerrado el trato.

—Bueno, pues, de acuerdo —dijo Guthrie—. Podéis empezar a trabajar ahora mismo —añadió; dio un puntapié a una caja de madera vacía y con la cabeza señaló hacia el carro en el que habían venido—. Comenzad por cargar esas patatas, así ya las tendremos en cubierta y el granjero podrá regresar mañana por la mañana.

—¿Ahora? —farfulló Lyim—. ¿Quieres que carguemos las patatas esta misma noche? —inquirió, mientras miraba con ojos ansiosos la bien iluminada posada en la que había entrado el granjero.

—¿Conocéis alguna otra forma de que suban a bordo antes del amanecer? —preguntó el primer oficial apoyando en las caderas las manos gastadas por el tiempo.

—Sí —musitó Lyim en voz baja para que sólo Guerrand pudiera oírle.

Temiendo que el impulsivo aprendiz se lanzara a alguna estúpida exhibición de magia, Guerrand tomó un puñado de patatas y las arrojó a la caja.

—Lo haremos con mucho gusto, señor Guthrie —dijo arrojando otra brazada de tubérculos al interior de la caja—. Es cosa hecha.

—Así me gusta —advirtió el primer oficial—. No queremos que la mercancía se estropee antes de venderla.

Observó a Guerrand durante un momento hasta comprobar con satisfacción cómo manipulaba las patatas; luego ascendió por la planchada y subió a bordo.

—Con mucho gusto, señor —dijo Lyim parodiando a Guerrand y uniéndose finalmente a él—. No sabía que fueras tan lameculos; no pareces de esa clase de gente.

Guerrand lo miró preocupado.

—Recuerda: tienes que llamarme Rand —exigió clavándole la mirada—. Y no soy de esa clase de gente, Lyim, pero tenía que hacer algo para tranquilizarlo después de tus meteduras de pata. Vamos a estar día y noche metidos en este barco durante más de dos semanas, y el primer oficial nos puede hacer la vida muy cómoda o muy complicada —explicó, y arqueó una ceja—. Sé perfectamente la actitud que prefiero.

—Fui yo el que justificó que lleváramos estas túnicas —dijo con desdén Lyim.

—Sí —asintió Guerrand—, y ahora tenemos que acordamos de los detalles que inventaste. ¿De qué dios se trataba?

—De Gilean, uno de los antiguos dioses —respondió Lyim, sonriendo y sin hacer caso de la crítica implícita en el tono de Guerrand—. Consideraré tu comentario como una muestra de agradecimiento.

Guerrand se inclinó sobre la caja y miró por debajo del brazo a Lyim.

—Démonos prisa y carguemos todo esto.

Realizaron el trabajo en poco tiempo y llenaron dieciséis cajas. Guerrand llamó al primer oficial, el cual mostró al joven el lugar en cubierta donde tenían que ponerlas. Fue una larga y aburrida tarea, e incluso el paciente Guerrand pensó que estaba a punto de perder la cabeza cuando Guthrie los dejó libres por la noche, recordándoles que debían regresar al trabajo antes del amanecer.

Lyim no perdió tiempo y se encaminó hacia la luz y la diversión de la posada del Lince Sonriente, una construcción destartalada de piedra desgastada, con refuerzos cruzados de madera que muchos años de exposición al mar habían descolorido dejándolos con su pátina gris actual. Guerrand se disculpó diciendo que tenía ganas de estirar las piernas antes de retirarse.

Un instante después de ver que Lyim desaparecía en el Lince Sonriente, Guerrand se apresuró a bajar a la orilla, hasta un saliente rocoso de la costa.

Se sentó en una roca erosionada y abrió la cubierta del fardo.

En nombre de Krynn, ¿qué estás haciendo, Guerrand?

Oyó los enojados pensamientos de Zagarus en el interior de su propia cabeza.

¡Sácame de aquí!

Aunque sabía que nadie podía oír a la gaviota, intentó que esta se callara.

—¡Ssshhh! —Siseó. Sacó el espejo con sumo cuidado y miró fijamente su superficie de cristal. En ella vio la imagen envuelta en un sudario de sombras de su amigo.

Zagarus saltó hacia adelante dando un graznido y poco faltó para que se estrellara contra la cara de Guerrand. Antes de que el pájaro tuviera tiempo de hablar, el joven dijo con cautela:

—No preguntes nada. Lo único que necesitas saber es que encontré la torre y que tengo un maestro…

Ya me lo imaginaba, dado que no estamos muertos.

—Viajamos con otro mago, por lo que tenemos que ser muy cautelosos. Nadie debe saber que eres mi amigo.

Las cosas, cuanto más cambian, más siguen siendo las mismas —dijo Zagarus—. Incluyendo que necesito comer. ¿Cuántos días me he pasado aquí?

Guerrand sacudió la cabeza.

—No estoy seguro. ¿Tal vez dos? Siento que haya sido tanto tiempo, pero no pude evitarlo.

¡No me extraña que me esté muriendo de hambre!

Dicho esto, Zagarus batió las alas y voló raudo hacia el mar en busca de comida.

—¡No te alejes! —le gritó Guerrand, aunque sabía que su aviso no hacía falta. Zagarus comprendía las reglas mejor que cualquiera. Guerrand pensó que era curioso, precisamente ahora que él mismo estaba en el umbral del aprendizaje de un completo y nuevo conjunto de reglas.