Capítulo 7

Con un gesto del brazo, Belize barrió los vasos de precipitación y las redomas de la mesa de su laboratorio y los hizo caer al suelo de pizarra gris. El enfurecido mago no oyó el ruido de cristales rotos, ni siquiera advirtió que el líquido conservante y combustible le salpicaba la túnica carmesí y empezaba a corroer el costoso brocado. Corazones de gallina saltaban bajo sus pies como peces fuera del agua. El diamante en polvo formó una nube centelleante. Aunque se hubiera dado cuenta de que perdía componentes que le había llevados años reunir, a Belize no le habría importado. Estaba furioso ante las circunstancias que habían provocado que se considerara engañado por partida doble. El color de su cara grabada era más intenso que el de la túnica carmesí, y se extendía más allá del aro de pelo ralo que le enmarcaba la cabeza.

Algo relacionado con el larguirucho aprendiz en la Antesala de los Magos de la Torre de Wayreth había puesto fuera de sí a Belize, lo había perturbado. Buscando una guía sobrenatural, el mago, de vuelta a Palanthas, a su casa provista de cúpula, había realizado inmediatamente un encantamiento de visión. El hechizo le reveló al fin lo que su memoria había sido incapaz de invocar: el nuevo aprendiz de Justarius era el hermano de aquel miserable ergothiano que se proponía derribar los pilares mágicos y sellar un portal que ni siquiera sabía que existía. ¡Bastardo sectario! El mago rojo hizo caer otro vaso de precipitación al suelo.

Belize apenas había mirado al joven las pocas veces que había hablado con él; el tal Guerrand era sólo una pieza más de un rompecabezas mucho más grande. Además, había enviado al joven a la torre, convencido de que era tan inepto y rústico que, o bien moriría a causa de los rigores de la vida a bordo de los barcos o bien lo matarían los animales salvajes del bosque de Wayreth. A Belize le daba absolutamente igual. Su único objetivo cuando habló con Guerrand había sido alejar al muchacho de su entorno para que no tuviera lugar la boda que vinculaba las dos familias y que hubiera puesto el Acantilado de Piedra en manos del señor local.

Belize había pensado que organizar la muerte del primer hermano, el corpulento y joven caballero, bastaría para impedir que el Acantilado de Piedra volviera a manos de un patán que odiaba la magia. La posibilidad de que el portal mágico fuera derribado era tan grave que Belize podría haber convocado el cónclave para impedirlo, de no haber tenido él mismo planes muy específicos y secretos para los pilares del Acantilado de Piedra.

La mirada de Belize se posó en el libro de sortilegios, abierto por la página que estaba estudiando cuando se había acordado de la cita en la residencia de los magos, en Wayreth. «Recuerda el objetivo —se dijo—, el resto es secundario». Sólo deseaba que la Noche del Ojo, cuando se alineaban las tres lunas —la blanca Solinari, la roja Lunitari y la negra Nuitari—, llegara antes de los cinco meses que faltaban. Esa noche la magia alcanzaría su punto culminante y Belize necesitaría todo el poder imaginable. Ya había esperado durante dos años la llegada del singular acontecimiento, que ocurría tan sólo una vez cada media década.

Belize sacudió con incredulidad la cabeza calva. Apenas podía aceptar que sólo habían transcurrido dos años desde que había conseguido el antiquísimo libro de encantamientos obra de Harz-Takta el Insensato. El libro había permanecido intocado en las sumergidas ruinas de la blasfema Itzan Klertal. Ningún mortal hubiera podido recuperarlo, ni siquiera Belize. Tal como fueron las cosas, incluso el demonio que este había esclavizado para realizar la tarea estuvo a punto de perecer en el intento. Belize había temido que hubieran ocurrido varias desgracias: tal vez el libro había sido destruido con la ciudad o se había ido desintegrando a lo largo de los siglos; tal vez nunca había existido; incluso quizá su terrible autor era sólo una leyenda. Pero la criatura había regresado con el tomo tal como Belize le había mandado. Y entonces había empezado el verdadero trabajo.

Al principio, Belize había sido incapaz incluso de abrir el libro. Neutralizar los sellos mágicos le había llevado tres semanas, y aquello fue sólo el primer obstáculo. Al abrir el libro había descubierto que su texto mágico era absolutamente desconocido para los expertos del momento. Aquella gramática salida de una mente retorcida, pues no se trataba de un verdadero lenguaje, tuvo que ser descifrada y después dificultosamente traducida.

Los escritos mencionaban un antiguo lugar del que Belize había oído hablar hacía muchos años, en las clases de historia que había recibido durante su aprendizaje. La Ciudadela Perdida fue el primer bastión de conocimientos mágicos. En el año 2645 d. C., al final de la Segunda Guerra del Dragón, los dragones habían vuelto a Krynn en contra del juramento hecho a su reina y estaban asolando el país. Tres magos enfurecidos convocaron potentes hechizos y ordenaron que la tierra se tragara a los dragones para siempre. Los dragones resultaron derrotados, pero la magia se descontroló enloquecidamente y ocasionó miles de muertos. Los tres magos, temiendo por sus vidas, pidieron ayuda a los dioses. Solinari, Lunitari y Nuitari escucharon sus plegarias. Cogieron la torre en la que se hallaban los magos y la trasladaron más allá de los círculos del universo, donde los dioses pudieron enseñar en paz a los tres magos los fundamentos de la brujería. La torre fue conocida con el nombre de Ciudadela Perdida.

Durante un centenar de años, los dioses adiestraron a sus discípulos en las artes de la magia. Al fin, los tres magos regresaron a Krynn para sacar de sus escondites a otros magos de toscos conocimientos. Construyeron cinco bastiones en remotas regiones para refugio de todos los magos frente al mundo hostil; esas construcciones se conocieron con el nombre de Torres de la Alta Hechicería. Luego, los dioses cerraron el acceso a la Ciudadela Perdida, convencidos de que los conocimientos que albergaba eran demasiado poderosos para que cayeran en manos de inexpertos magos o de mortales.

En los siglos que se sucedieron, el papel de la magia en el mundo cambió muchísimo. Y no fue el menor de estos cambios el relativo a que tres de las cinco Torres de la Alta Hechicería fueron abandonadas o derruidas durante el Cataclismo. Sólo una, Wayreth, fue habitada. Para los magos, las historias de la Ciudadela Perdida entraron en la categoría de leyendas, de modo muy parecido a como lo hicieron los dragones para los pobladores de Krynn.

Excepto para Harz-Takta el Insensato. Un millar de años antes, había planificado y consignado en su libro de sortilegios un modo de entrar en la Ciudadela Perdida. La brillantez mental que reflejaba la formulación del proceso era pasmosa. Según Harz-Takta, en Krynn había más de una docena de portales mágicos con la función básica de ir de un nivel a otro. Harz-Takta investigó una segunda función y pretendió haberla encontrado. Sus escritos exponían que, durante una Noche del Ojo, precisamente uno de esos portales, uno distinto cada vez, brindaría la entrada a la Ciudadela Perdida al hechicero que lanzara el encantamiento adecuado.

Incluso Belize había dudado de la viabilidad de la supuesta entrada hasta que rompió la barrera conceptual del pensamiento mágico estándar. El proceso era tan poco convencional, incluso tan irracional, que Belize tuvo que volver a aprender una inmensa cantidad de conceptos que le habían enseñado y que la mayoría de los magos simplemente consideraban inamovibles. Harz-Takta establecía una visión totalmente alternativa de la realidad, algo sin relación con la manera de pensar habitual. Paso a paso, durante casi dos años, Belize había puesto a prueba aquellas hipótesis y, por el momento, parecían absolutamente válidas.

Belize no tenía manera de saber lo que le había ocurrido a Harz-Takta. Sus escritos acababan justo antes de que intentara cruzar un portal durante el triple eclipse de la Noche del Ojo, hacía mil años. La historia no decía nada del resultado del intento. Cualquier persona pesimista, o incluso realista, habría supuesto que había fracasado.

Pero Belize había advertido la brillantez de Harz-Takta y había decidido seguir las huellas de aquel gran hombre. Lo arriesgaba todo, pero ganaría un universo. Cuando entrara en la Ciudadela Perdida, dispondría de los conocimientos de los dioses. Durante dos años había trabajado con esa única idea en la cabeza. Para mejorar su destreza en las puertas —la habilidad para pasar de un lugar a otro por medio de una puerta de más de tres dimensiones— recurrió a un libro de sortilegios sobre el tema, obra del gran mago Fistandantilus.

A continuación, recorrió continentes enteros en busca de mapas u otras pistas sobre la ubicación de los antiguos portales mágicos referenciados por Harz-Takta. Luego, pasó un año revisando las probabilidades lunares con objeto de determinar cuál de los portales era el más proclive a facilitar una puerta de acceso a la Ciudadela Perdida durante la próxima Noche del Ojo, que tendría lugar dentro de medio año.

Eso lo condujo, hacía tan sólo un mes, a los pilares del Acantilado de Piedra. No tardó en averiguar quién era su actual propietario, un mercader llamado Berwick, y le propuso comprarle la tierra para asegurarse de que allí podría proseguir sus investigaciones siempre que quisiera. Desgraciadamente, el mercader no se la vendió, pues la había comprometido como parte de la dote de su hija a un señor con título nobiliario que vivía en el oeste.

Aquel agresivo patán, Cormac DiThon, se había mostrado aún más intratable. Primero, había rechazado una generosísima oferta monetaria por las tierras, a pesar de que era evidente, a juzgar por la vejez y decrepitud de su castillo, que su fortuna había menguado considerablemente. Pero lo peor fue que aquel hombre resultara un terrible enemigo de la magia. Aun sin saber nada de las intenciones de Belize, el señor había jurado violentamente derribar los pilares, considerados de naturaleza mágica, sólo para injuriar a los magos. Y después había echado a Belize.

En el Abismo no había furia comparable a la de un mago desdeñado. Una respuesta y una imagen le vinieron inmediatamente a la cabeza en cuanto lanzó contra el noble un hechizo para que le revelara lo que había estado pensando durante su entrevista. Si la tierra tenía que cambiar de manos en virtud de un matrimonio, ese matrimonio tenía que impedirse. A Belize no le resultó difícil localizar al novio y organizar su muerte durante los escasos minutos que duró su discusión con el señor. Había impedido la boda.

Pero al eliminado novio lo sustituyó el hermano, que estaba ilusionado por la magia y que antes había sido considerado inaceptable. Belize comprendió que habría una nueva boda, lo cual implicaba que aquella tierra volvería a manos del empobrecido señor. En un primer momento, el mago había pensado simplemente matar al segundo novio. Luego se acordó del apedreamiento que había presenciado en el pueblo y de la simpatía que el joven sentía por la magia. El evidente conflicto entre el señor y su hermano menor proporcionó a Belize un modo de evitar el matrimonio sin más derramamientos de sangre. Después de todo, él aún era un mago de la Neutralidad.

Y había funcionado; el joven huyó antes de la boda como un ladrón en la noche. Una vez impedida la transferencia de tierras, Belize se había olvidado por completo del desgraciado señor ergothiano y de su familia. Hasta su llegada a la Antesala de los Magos. Si se hubiera acordado del joven cuando todavía tenía la oportunidad de reclamarlo como su aprendiz, lo habría tenido controlado.

Belize volvió a ponerse muy tenso. Se le hacía difícil saber cuál de esas dos estupideces era más enojosa: haber llegado tarde a la Antesala de los Magos o simplemente haber ido. La segunda le había supuesto tener que cargar con un aprendiz que ni conocía ni deseaba. Se maldecía a sí mismo por permitir que las adulaciones del impaciente joven le hincharan la cabeza. Belize lo había aceptado antes de recordar por qué el otro joven le resultaba familiar.

Y ahora, el joven mago, que probablemente descubriría su secreto, estaba en manos de Justarius, su principal rival. Y lo que era peor, el propio Belize había proporcionado al palurdo la herramienta para conseguirlo. Le había dado a Guerrand DiThon un trozo del espejo mágico que había creado a partir de las notas del tomo de Harz-Takta para convencer al joven de que era un auténtico mago. En aquel momento le había parecido una medida conveniente y segura, pues estaba firmemente convencido de que el aspirante a caballero moriría.

«¡Tenía que haberlo matado, tenía que haber matado a toda la familia, cuando tuve ocasión de hacerlo, en vez de simplemente hacer que el joven se marchara! Dejé demasiados cabos sueltos». Belize estrujó una redoma de sílice hasta que el delgado cristal se le hizo añicos en la mano. Gotitas de sangre roja se mezclaron con granos de arena beige.

La mano le empezó a palpitar de tal modo que penetró en su nube de rabia. Advirtió una botella intocada, polvorienta y llena hasta la mitad de alcohol de diente de león; le quitó el tapón, frotó el borde para limpiarlo y dio un buen trago para aliviar el dolor. Aquel licor amarillo pálido le produjo un efecto calmante y concentró su visión mental hasta que pudo volver a pensar con claridad. El Maestro de la Orden de los Magos Rojos limpió la arena del corte y se lo vendó con un trozo de tela.

¿Qué era lo que todas esas vicisitudes habían cambiado en realidad?, se preguntó a sí mismo. Lo único que él se había propuesto había sido que aquel palurdo se fuera de Thonvil para que la boda no se celebrara; y así había ocurrido. De momento, el portal estaba a salvo.

Pero todavía había una cuestión pendiente. ¿Qué le había contado Cormac a su hermano acerca de su visita? ¿Sabía que Belize se interesaba por el Acantilado de Piedra? El hechicero pensó que era improbable, dado que Guerrand le había preguntado de qué habían discutido Cormac y él. Decidió olvidarse del asunto.

No obstante, aquel estúpido todavía tenía el trozo de espejo. Belize no podía abiertamente hacer ninguna acción contra el aprendiz de Justarius sin levantar sospechas. Es más, ahora que Guerrand llevaba la túnica roja, un ataque gratuito constituiría una violación de sus votos. Por el momento, esos votos todavía significaban algo para Belize. Además, no necesitaba que Guerrand muriera —aunque la idea tenía su atractivo—, sino que estuviera lo bastante lejos para no interferir.

Tal vez Guerrand se olvidaría del espejo, se decía Belize. No podía consultárselo directamente por miedo a llamar su atención sobre el mágico cristal. El mago descartó utilizar su espejo para adivinaciones por temor a ser descubierto, lo cual definitivamente atraería la atención hacia las posibilidades del instrumento. Ojalá hubiera algún modo de tener un ojo no detectable sobre Guerrand DiThon para estar seguro de que el aprendiz no metía las narices en cosas que él quería preservar.

De repente, el mago rojo se dio una palmada en la frente. «¡Me he dejado llevar por la ira de tal forma que he olvidado lo más obvio! En un instante puedo enterarme de si el aprendiz se olvidó del espejo o bien si lo tiene consigo».

Belize podía averiguar el lugar exacto en el que el aprendiz se encontraba. Marcaba todas sus pertenencias con una señal invisible diseñada por él mismo que le permitía conocer su paradero. No se trataba de que fuera especialmente posesivo o estuviera preocupado por sus bienes. De hecho, era bien sabido que ni siquiera se había molestado en proteger con magia su casa de Palanthas, como habían hecho la mayoría de los magos.

No, Belize no era posesivo. Pero era vengativo. No había puesto trampas en su hogar porque las marcas le permitían seguir la pista de los confiados ladrones y matarlos personalmente. Era mucho más satisfactorio que llegar a casa y encontrarse con los restos carbonizados de un ladrón pillado in fraganti.

Belize estaba seguro de que el joven aprendiz todavía debía de estar en la Torre de Wayreth o por allí cerca. De forma vaga recordó que Justarius, antes de partir hacia Palanthas, le comunicó que sus respectivos aprendices habían decidido viajar juntos hacia el norte.

A pesar de todo, quería estar bien seguro. Belize iba y volvía entre las hileras de estanterías que llenaban la mitad posterior del laboratorio. Su colección de instrumentos y componentes mágicos era inmensa, pero él conocía con precisión el lugar exacto de cada cosa. No tardó en localizar un amplio y poco profundo cuenco de peltre y una urna de arena extremadamente fina. Con gestos expertos y rápidos, llenó el cuenco con vino claro y después esparció algunos pellizcos de arena por la superficie. Mientras Belize movía las manos lentamente formando un círculo encima del cuenco y soplaba suavemente sobre el líquido, la flotante arena se arremolinaba y agrupaba formando un determinado contorno. El mago reconoció la línea de la costa del oeste de Wayreth. Poco a poco, aparecieron más detalles de tierra adentro: el borde del bosque, la ubicación de la torre, la rudimentaria carretera que desde ella conducía hacia el sur.

Satisfecho con el mapa, volvió hacia arriba las palmas de las manos y las mantuvo inmóviles. Un débil y brillante punto de luz naranja apareció en el centro del mapa: indicaba la situación del espejo. Se encontraba más o menos a medio camino entre la Torre de Wayreth y la ciudad portuaria de Alsip. Era una primera aproximación; al final podría ubicar el instrumento con gran precisión reiterando el proceso con mayor grado de detalle cada vez. Pero para lo que entonces quería, ya era suficiente.

Belize se echó hacia atrás, satisfecho, sintiéndose como si volviera a controlar la situación. Esa constatación le dio otra idea. Alargó la mano para coger el grueso libro de piel marrón del estante que había detrás de él y hojeó cuidadosamente sus frágiles páginas hasta que encontró la entrada del encantamiento que buscaba.

—Quemar incienso y cuerno cortado en forma de media luna —murmuró en voz alta.

Necesitaba ambas cosas para realizar el hechizo; las encontró una junto a la otra en otro estante. Guardó ambos componentes en la túnica y continuó leyendo el texto del encantamiento ayudándose de una uña pintada de rojo.

Una vez se le ha encomendado una tarea, esta criatura del nivel elemental del aire es infatigable. Ejecuta lo que se le ha asignado hasta que, o bien completa lo que su invocador le mandó o bien es vencida y devuelta a su nivel de residencia. Es una rastreadora infalible, capaz de detectar cualquier pista que tenga menos de un día y de avanzar en una dirección que la lleve a cientos o miles de leguas de distancia. Es invisible, inodora y absolutamente silenciosa.

Perfecto. Belize cerró el libro de sortilegios con sumo cuidado. Volvería a Wayreth para estar cerca del aprendiz cuando realizara el hechizo. Necesitaría abandonar la santidad de la torre para convocar al invisible acechador. Belize le ordenaría lo que tendría que hacer para recuperar el trozo de espejo que estaba en poder de Guerrand. Si aquello implicaba que tenía que matar al joven, pues muy bien. Como su propio aprendiz —¿se llamaba Lyim?— viajaba con Guerrand, él sería el principal sospechoso, no Belize.

Todo encajaba perfectamente.

Belize rebosaba alegría mientras se preparaba para viajar a través del espejo y regresar en poco tiempo a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth.

De forma súbita, su estómago protestó para recordarle que aquel día no había comido nada y que tan sólo había bebido alcohol de diente de león. El encantamiento le dejaba un día de margen para enviar al acechador en pos de su presa. Por lo tanto, disponía de mucho tiempo para cenar antes de invocar a la infatigable criatura para que aterrorizara a los aprendices.