Capítulo 6

Guerrand bebió un trago de su pellejo y dejó que el líquido caliente le bajara por la cara y le mojara el cuello de la camisa. En aquella calurosa tarde de verano no tenía ni idea de hacia dónde tenía que dirigir sus pasos. Había estado vagando durante días por el magnífico bosque de Wayreth en busca de la torre, cuya ubicación no figuraba en ningún mapa. Belize le había contado que sólo podían «encontrar la torre aquellos que habían sido invitados explícitamente». Guerrand, se sentía como un estúpido por haber asumido que, al haber sido invitado, no tendría ningún problema en encontrarla. Incluso se había permitido creérselo para animarse durante el largo y tedioso viaje desde Ergoth del Norte a Alsip, la ciudad portuaria más cercana a la torre.

Con la debida perspectiva, las esforzadas semanas que había pasado trabajando de marinero para pagarse el pasaje no eran nada comparadas con los días de temor y frustración que ya llevaba dedicados a la búsqueda de la Torre de la Alta Hechicería. El bosque de Wayreth era espeso, enmarañado, difícil de cruzar y con escasos senderos distinguibles. Los árboles y los arbustos adoptaban retorcidas formas feéricas y siniestras, que los incesantes y lejanos ruidos de lobos y osos hacían aún más intimidantes.

Guerrand abrió su fardo de piel y extrajo el espejo mágico.

—Zag —dijo dirigiéndose a la superficie de cristal. Zagarus había viajado por tierra, desde Alsip, en el interior del espejo. Guerrand tuvo que llamarlo un par de veces más antes de que la cabeza de la gaviota emergiera de la pequeña superficie de cristal.

¿? —dijo Zagarus estirando el cuello—. Vaya, no hay ninguna torre por aquí.

—No bromees —resopló Guerrand—. Me gustaría que volaras por ahí arriba y buscases la Torre de la Alta Hechicería. Llevo dando vueltas por doquier durante días sin hallar ninguna pista.

Zagarus movió la cabeza arriba y abajo y salió del espejo. Con un sonoro graznido la gaviota abrió sus blancas alas y desapareció por un trocito de cielo azul que asomaba entre los árboles.

Guerrand se apoyó en el tocón de un árbol y comió la poca comida que le quedaba mientras aguardaba el regreso de la gaviota. Zagarus no tardó mucho en bajar desde el cielo y aterrizar sobre el tocón, detrás del joven.

—¿Qué tal? ¿Has encontrado el camino?

Lo siento, Guerrand; he volado por todas partes, pero lo único que he visto han sido algunas montañas y más árboles. ¿Puedo volver a meterme en el espejo? Este bosque es horripilante.

Guerrand levantó el espejo sin decir nada y ni siquiera miró cómo la gaviota se metía en su interior, temiendo sentirse tentado a seguirla. Ya había pasado dos escalofriantes noches en la cerrada negrura del bosque y no tenía ganas de pasar una tercera. La información aportada por Zagarus le incomodó mucho. ¿Qué sentido tenía hacer que aquel maldito lugar fuera tan difícil de encontrar?

Guerrand se obligó a revisar las alternativas que tenía. No le quedaban provisiones y, si tardaba en encontrar la torre, tendría que empezar a procurarse comida. Zagarus era un excelente explorador, y, si había afirmado que no se hallaban cerca de la torre, Guerrand sabía que la gaviota tenía razón.

El joven estaba considerando la posibilidad de regresar a la costa con objeto de volver a Thonvil con el rabo entre las piernas, cuando oyó un nuevo sonido, muy lejano y melódico. ¿Tal vez alguien cantaba? Miró en torno, tratando de saber de dónde venía el sonido y descubrió un sendero que antes no había advertido.

Sin saber qué hacer, Guerrand se cargó el equipaje al hombro y siguió la melodía hasta un claro. Con gran sorpresa, encontró una fuente de cristal, muy poco acorde con el intimidante bosque. Un unicornio tallado en cristal echaba agua fresca y clara por su cuerno curvado hacia arriba. La armoniosa voz que Guerrand había seguido a través del bosque, surgía de la boca de la escultura.

Guerrand anduvo a grandes zancadas y con mucho cuidado alrededor de la fuente, admirándola con suma cautela. De repente, el unicornio le habló.

—Sigue al sol —dijo con su voz cantarina.

—¿Yo? —exclamó Guerrand, retrocediendo sobresaltado; de nuevo dio una vuelta en torno a la fuente en pos de alguna señal que indicara algún hechizo realizado en la escultura.

—Sigue al sol —repitió el unicornio.

—Pero el sol se mueve —objetó Guerrand con la voz recuperada.

El unicornio se limitó a repetir el mensaje por tercera vez.

Al no disponer de un plan mejor, Guerrand hizo lo que le sugería la escultura, y cerca de la puesta de sol tropezó literalmente con un claro en el que dos torres gemelas perforaban el techo arbóreo. El joven no había detectado el menor indicio de la presencia de las torres o del claro hasta que se encontró ante las verjas de oro y plata, tan magistralmente labradas que parecían finas como telarañas.

Aunque el firmamento estaba oscuro, Guerrand vio que la Torre de la Alta Hechicería en realidad estaba compuesta por dos torres de pulida obsidiana negra. Las agujas que las coronaban se levantaban desde un muro en forma de triángulo equilátero, provisto de una pequeña torre de vigilancia en cada uno de los vértices del triángulo. No había almenas en las murallas de obsidiana. Guerrand supuso que los magos utilizaban poco las protecciones terrenales.

Cuando cruzó las delicadas verjas, se sentía débil, invadido por un temor reverencial, y sus ojos ávidos querían verlo todo a la vez. Apenas se dio cuenta de que el patio enlosado conducía a una pequeña torre delantera situada entre los dos pilares gemelos. Se cerró una puerta. Aunque no apareció nadie, el joven instintivamente supo que tenía que entrar en la torre delantera.

Se sentó en el vestíbulo sin apenas creerse que estaba realmente allí. Tuvo la impresión de haber superado alguna pequeña aunque importante prueba. Al mostrarle el camino, el bosque lo había juzgado digno de solicitar una audiencia. Ahora sólo ansiaba ser capaz de dominar bastante los nervios para poder exponer lo que ambicionaba a los venerables magos a quienes en breve se dirigiría.

Deseaba hablar de sus temores con alguien, incluso con Zagarus, pero no se atrevió. Si le daba la menor ocasión de hablar, Zagarus sin duda insistiría para que le dejara meter las narices en torno a la Torre de la Alta Hechicería, lo cual, en el mejor de los casos, era una mala idea.

Guerrand no había visto casi nada del interior de la torre. La construcción frontal, en la que aguardaba junto a otros tres aspirantes, era una sencilla habitación circular, débilmente iluminada. En la sala se abrían tres puertas en puntos equidistantes entre sí. El joven se sentó en una fila de sillas dispuestas en semicírculo ante la puerta por la que había entrado, situada entre las otras dos puertas que conducían a lugares cuya función sólo podía suponer.

Realmente, Guerrand podía hacer algo más que suponer. Nadie había utilizado la puerta de la izquierda, pero los otros dos magos junto a los que estaba sentado ya habían cruzado la puerta de la derecha para ser entrevistados por los portavoces de las distintas órdenes de magia y habían regresado a sus asientos; el tercer aspirante aún estaba dentro.

Las sudorosas palmas de Guerrand inconscientemente estrujaban los brazos de la silla. Consideraba que sus compañeros de antesala también estaban demasiado nerviosos para hacerles preguntas. Sentado en la espesa penumbra que había entre la puerta de la izquierda y la frontal, se encontraba un hombre cuyas orejas ligeramente puntiagudas revelaban sus orígenes élficos, si bien su postura acurrucada dificultaba calcularle la edad. En cualquier caso, estimar la edad de los longevos elfos era siempre un duro ejercicio.

Miró a la otra persona de la sala, era un joven bien parecido, de rasgos perfectamente dibujados, que estaba sentado dos sillas más allá de la suya. Llevaba un magnífico traje holgado, de mangas bien cortadas y amplias, calzones multicolores y una gorra con un enorme penacho de plumas; el extravagante personaje adoptaba una postura informal, poco menos que insolente. Tenía las largas piernas abiertas y extendidas, los brazos cruzados sobre el pecho, y los ojos cerrados en actitud de dormitar. Guerrand envidió tanto su espléndido aspecto como su actitud relajada.

De repente, el hombre abrió los ojos y pilló a Guerrand mirándolo. Guerrand se sonrojó muchísimo y apartó la vista. Con gran sorpresa, el otro se limitó a sonreír y a alargar la mano por encima de las sillas que los separaban.

—Lyim Rhistadt —dijo en voz alta, pronunciando la última sílaba con un extraño y duro sonido «sch».

El escandaloso tono desagradó a Guerrand, pero levantó el brazo.

—Guerrand DiThon —susurró; Lyim le agarró la mano furiosamente y se la estrechó con un firme apretón. Guerrand cedió ante su propia curiosidad—. Oye, ¿qué ocurre ahí dentro? —le preguntó, señalando con la cabeza la puerta de la derecha.

Lyim se encogió de hombros.

—Es la Antesala de los Magos. Realmente, la entrevista es rápida; compareces ante la Asamblea de los Tres, los portavoces de las distintas órdenes de magia, y declaras una ali…

De repente, la puerta en cuestión se abrió de golpe y apareció el cuarto aspirante a mago, un elfo de piel oscura. Con gran sorpresa de todos, pasó ante las sillas y, al cruzar la puerta principal, lanzó una asustada mirada por encima del hombro.

—Adelante, Guerrand DiThon.

Los ojos de Guerrand dejaron bruscamente de mirar al aspirante que se marchaba para fijar su atención en la puerta a través de la cual acababa de sonar su nombre. Echó una rápida y nerviosa mirada a Lyim, aspiró profundamente y se levantó de la silla. Notaba cómo por la frente le bajaban goterones de sudor.

—Es muy rápido —le repitió Lyim, aunque Guerrand apenas pudo oírlo debido al acelerado latir de su corazón.

Atravesó el umbral de la puerta y penetró en una vasta sala de obsidiana esculpida. Tal como sospechaba, era redonda, como la torre delantera, aunque muchísimo más amplia, dado que los muros y el techo se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista y se perdían en la oscuridad. La habitación estaba iluminada por una pálida luz, fría y poco acogedora, y sin embargo no se veían antorchas ni candelabros. Guerrand se detuvo sin darse cuenta y se estremeció.

No veía a nadie y, no obstante, sabía que no estaba solo. Lyim le había dicho que allí estaba reunida la Asamblea de los Tres. Guerrand esperó en silencio, demasiado asustado para llamarlos, incluso en el caso de que hubiera sabido sus nombres.

—Siéntate —dijo una voz al cabo de un buen rato. Asombrado, Guerrand miró en torno y se sorprendió al ver junto a él una pesada y bien esculpida silla de roble. Se apresuró a sentarse, como si pudiera esconderse en el asiento.

—Deseas llegar a ser un mago.

No era una pregunta, y, a pesar de ello, Guerrand se sintió impelido a contestar a la voz suave y envejecida del hombre aún invisible.

—Sí, siempre lo he deseado de todo corazón.

—También percibo otros deseos —puntualizó una voz de mujer desde la oscuridad, en un tono sensual que hizo que Guerrand anhelase verla cuanto antes. Con ojos medio cerrados escrutó la penumbra.

—¿Sería demasiado impertinente pedir que se me autorice a ver a quienes me han dirigido la palabra?

—Sí, sería impertinente —dijo otra voz de hombre, más joven y potente, con un deje de humor—; pero sería comprensible.

De forma brusca, los presentes en la sala se hicieron visibles. Guerrand estaba seguro de que no se había intensificado la luz ni esta había invadido las sombras y, no obstante, ahora veía un semicírculo de sillas casi vacío; una cuenta rápida le permitió calcular que había veintiuna. Sentado en el centro, en un gran trono de piedra esculpida, se hallaba un hombre extremadamente distinguido aunque de aspecto frágil. Tenía los ojos azules de mirada penetrante, y la melena, la barba y el bigote de color gris blancuzco; el tono de su túnica era parecido al de su pelo.

Con los ojos fijos en Guerrand, el anciano dijo:

—Soy Par-Salian de los Túnicas Blancas, Jefe del Cónclave de los Magos. Esta encantadora criatura —dijo, señalando con la cabeza a la mujer vestida de negro sentada a su derecha— es Ladonna, Señora de los Túnicas Negras.

Los ojos de Guerrand se posaron en la llamativa mujer, cuyos cabellos de color gris acerado estaban peinados en una intrincada trenza en torno a la cabeza. Su belleza y edad desafiaban cualquier precisión; Guerrand se preguntó si ambas no estarían alteradas de forma mágica.

—No me hacen falta trucos para embellecer mi aspecto o para quitarme años —dijo en tono brusco Ladonna. Guerrand se sobresaltó y se sonrojó al instante.

Una pequeña sonrisa ante el embarazo de Guerrand ahondó aún más las arrugas del envejecido rostro de Par-Salian. Con la mirada, dirigió la atención del joven hacia el hombre sentado a su izquierda.

—Me hubiera gustado presentarte al Maestro de los Túnicas Rojas, pero no pudo venir porque está estudiando, recluido en su laboratorio. En su lugar hoy tenemos a Justarius, de los Túnicas Rojas.

El hombre, de cabello oscuro, bigote cuidado y barba apoyada en una gorguera blanca, inclinó la cabeza hacia Guerrand, que le devolvió el saludo. Guerrand calculó que debía de acercarse a los cuarenta, pero sabía que tratándose de un mago podía equivocarse en varias decenas de años.

—Nosotros constituimos hoy la Asamblea de los Tres —explicó Par-Salian—. Nos reunimos en la Torre de Wayreth fundamentalmente para realizar estas entrevistas, preparar las pruebas y abordar los problemas cotidianos de las órdenes que no requieran la atención del cónclave completo de veintiún miembros, siete de cada clase.

Par-Salian se apartó un mechón de cabellos blancos de los ojos.

—Ha sido un día muy largo —dijo con un deje de fatigada impaciencia en la voz—; elige una opción, joven, y daremos por finalizadas las entrevistas de hoy.

Guerrand sacudió la cabeza con rapidez.

—No me he decidido por ninguna.

—¿Entonces por qué has venido hoy? —le preguntó Ladonna, frunciendo el entrecejo con enojo.

—He venido para iniciar mi adiestramiento para ser mago. Con franqueza, no sabía que eso implicaba una elección.

—¿Tu maestro no te lo explicó antes de enviarte? ¿De qué color era su túnica?

—No he tenido maestro —explicó Guerrand, sintiéndose cada vez más como un campesino ignorante—. Hace poco, me visitó un mago y me animó a venir a Wayreth y a buscar un maestro dispuesto a enseñarme —añadió Guerrand, y se frotó la barbilla para reflexionar—. Llevaba una túnica roja, ahora que caigo.

—¿No has tenido maestro? —repitió Justarius—. Cada uno de nosotros ha inspeccionado tu mente y ha encontrado que en su interior hay talento y conocimientos suficientes para ser digno de presentarte ante nosotros. ¿Insistes en que ningún maestro te ha enseñado magia?

—Nadie, señor; todo lo que he aprendido lo he sacado de libros que había en la biblioteca de mi padre.

—Interesante —murmuró Justarius.

Guerrand estaba a la vez confuso y desesperado por persuadirlos de que pronto podría subsanar sus deficiencias.

—Si fuerais tan amables de explicarme las distintas filosofías de las disciplinas, con mucho gusto elegiría una.

Los tres respetables magos intercambiaron miradas de sorpresa.

—Esto es totalmente inusual —dijo Par-Salian. Justarius se inclinó para musitarle algo al oído y el anciano mago se encogió de hombros.

—Tienes razón, Justarius. Si esto aporta un mago más a nuestras reducidas filas, será un tiempo bien empleado.

Par-Salian miró fijamente a Guerrand.

—Haremos una excepción. Escucha atentamente. No repetiré lo que ya deberías saber.

—Sí… sí, muchas gracias —dijo Guerrand, mientras asentía con la cabeza con impaciencia. Siguió sentado, pero se inclinó hacia adelante.

—Los magos de las Túnicas Blancas —empezó diciendo Par-Salian— abrazamos la causa del Bien y utilizamos nuestros poderes mágicos para extender la hegemonía del Bien en el mundo. Creemos que un mundo en el que sólo hubiera ideas y acciones buenas beneficiaría a todas las razas y pondría fin a muchos sufrimientos.

Ladonna se recostó en su silla con aire indolente.

—Los magos de las Túnicas Negras —dijo con voz grave y seductora— creemos que el lado oscuro que tienen todas las criaturas es el más productivo. Por consiguiente, creemos que la magia debe realizarse sin restricciones éticas o morales. Está al margen de tales consideraciones.

Justarius, inclinado hacia adelante en su silla, tenía la pierna izquierda estirada y extrañamente retorcida, como si le doliera.

—Nosotros, los magos de las Túnicas Rojas, reconocemos que hay elementos tanto del Bien como del Mal…

—Nosotros preferimos el término no peyorativo «lado oscuro» —interrumpió Ladonna.

Justarius asintió respetuosamente con la cabeza a la petición de la mujer de la túnica negra, pero bajo el bigote torció el labio esbozando una incipiente sonrisa de desagrado.

—Tanto el Bien como el Mal están presentes en todos los seres; creemos que tratar de eliminar cualquiera de los dos es no sólo fútil sino también un objetivo no deseable. Cuando estos dos elementos opuestos están bien equilibrados en un individuo o en una sociedad, la vida adquiere la riqueza que todos perseguimos. Los magos de las Túnicas Rojas empleamos nuestra magia para establecer y mantener este equilibrio.

—Recuerda también esto antes de tomar una decisión —añadió Par-Salian—: Todos los magos, sea cual sea el color de su túnica, juran ante todo lealtad a la magia. Todos los magos son hermanos en el seno de su orden. Todas las órdenes son hermanas en el poder. Aunque podemos discrepar en los métodos, compartimos entre todos, en particular durante los cónclaves importantes, los lugares de la Alta Hechicería, tales como esta torre. Aquí, ningún hechicero sentirá cólera contra sus compañeros.

Par-Salian arqueó una poblada ceja blanca. Guerrand ponderaba todo lo que le habían dicho, consciente de que no debía dedicar mucho tiempo a la evaluación. Al fin, inclinando la cabeza hacia Par-Salian y Ladonna, dijo:

—Con el debido respeto a vuestras disciplinas, creo que la filosofía de los Túnicas Rojas, tal como la ha descrito Justarius, es la que se ajusta mejor a mi propia concepción de la vida.

—¿Estás seguro? —le insistió Par-Salian—. ¿Estás preparado para prometer lealtad a esa orden?

Guerrand asintió solemnemente con una inclinación de cabeza. Se aclaró la garganta y con toda formalidad declaró:

—Yo, Guerrand DiThon, proclamo desde ahora mi lealtad a la Orden de los Túnicas Rojas.

Justarius se lo agradeció con una afectuosa sonrisa.

—Pues ya está —dijo Par-Salian, y golpeó con los dedos el brazo de la silla de piedra, lleno de satisfacción—. Nos queda una última cuestión antes de terminar las entrevistas del día.

La puerta situada detrás de Guerrand se abrió de golpe y la misma voz incorpórea que antes había llamado a Guerrand cuando aguardaba en la torre delantera hizo pasar a los dos jóvenes magos que aún estaban esperando allí.

—Bienvenidos una vez más —dijo el hechicero de pelo blanco mientras los dos jóvenes magos se sentaban junto a Guerrand—. Nuestra última y pequeña misión consiste en encontraros o asignaros maestros para que podáis empezar vuestro aprendizaje.

—En pie, Nieulorr del Valle del Mar del Cisne —dijo el jefe del cónclave. El misterioso elfo se levantó de la silla con elegancia y mantuvo sus almendrados ojos fijos en el rostro del anciano mago—. Has prometido lealtad a los Túnicas Blancas. ¿Tienes un maestro, o necesitas que te acoja un mago experto? La asamblea dispone de una lista de hechiceros autorizados que en la actualidad no tienen aprendices.

—Con el debido respeto, Supremo Señor —dijo el elfo con humildad—, durante casi dos décadas he pensado en Karst Karstior de Prenost, de los Túnicas Blancas, como mentor. Él ha aceptado amablemente que sea su aprendiz.

—Karst Karstior —repitió Par-Salian, frotándose la barba mientras reflexionaba—. Ah, sí, ahora me acuerdo; es un buen mago y mejor persona —añadió el jefe del cónclave mientras asentía vigorosamente con la cabeza—. Lo apruebo.

Par-Salian extrajo una vasta túnica blanca de entre las sombras a su espalda y se la entregó al esbelto elfo.

—Vuelve a tu pueblo y empieza el aprendizaje. Esperamos que superes la Prueba en el futuro.

El elfo asintió con la cabeza, cogió la túnica blanca con sus dedos largos y huesudos, y rápidamente desapareció de la mirada escrutadora de los poderosos brujos de la Antesala de los Magos.

Los ojos de Justarius requirieron la atención de Guerrand.

—Guerrand DiThon, en calidad de representante de la orden por ti escogida, te entrego la túnica roja de novicio.

Guerrand se puso en pie, se acercó al círculo de sillas, inclinó la cabeza respetuosamente y cogió la prenda de tosca textura.

—Ya nos has dicho que no has contado con maestros sino con libros. ¿Has pensado con quién podrías realizar tu aprendizaje?

El pensamiento de Guerrand voló hasta el mago de Ergoth del Norte.

—No —murmuró Guerrand—; sólo he conocido a un mago, el que me sugirió que viniera aquí, pero no parecía interesado en ocuparse de mi aprendizaje. Me gustaría que me sugirieras a alguien, si puedes.

—Desde luego que puedo —dijo Justarius, examinando detenidamente a Guerrand—. Ya tengo un aprendiz bajo mi tutela, pero mi casa es grande y mi paciencia es considerablemente mayor. Tomaría de buen grado otro más, alguien que parece decidido a superar su ignorancia para poner a trabajar su talento.

—Gracias —dijo Guerrand, algo turbado ante aquel medio cumplido. Suponía que la diplomacia era algo secundario cuando se alcanzaba el nivel de destreza de Justarius. Además, considerando a los magos que había conocido (tan sólo cuatro hasta el momento), Guerrand se sentía especialmente cómodo con aquel mago de túnica roja. Apenas podía creer que el mago que ostentaba el segundo lugar en la jerarquía de la orden lo tomara a su cargo—. Me siento muy honrado, maestro, y acepto humildemente tu oferta.

—Bueno —aprobó Par-Salian—; eres un joven afortunado —añadió blandiendo un dedo hacia Guerrand—. Los dos podréis hablar más tarde de…

De repente se oyó un portazo en las sombras de detrás del semicírculo de sillas. Se produjo un gran revuelo, y una voz exclamó:

—Lamento llegar tarde de nuevo. Estoy metido en una investigación y me temo que el tiempo se me pasa sin darme cuenta.

Un músculo de la mandíbula de Par-Salian se torció.

—Vale por hoy, pero en el futuro harías bien en recordar tus deberes hacia tu orden. Tal como han ido las cosas, apenas te hemos echado de menos; Justarius ha realizado un buen trabajo en tu lugar.

La advertencia de Par-Salian no pasó desapercibida a nadie en la Antesala de los Magos. Guerrand se sorprendió al advertir que aquella voz que salía de la oscuridad le resultaba familiar. Se quedó sin aliento cuando el mago apareció ante su vista: ¡era Belize! ¡Él era el Maestro de los Túnicas Rojas! Al recordar su última conversación, Guerrand fue incapaz de saber si era preferible que se fijara en él o por el contrario era mejor fingir que no lo reconocía. En última instancia, no le tocó decidir a él.

Justarius se levantó precipitadamente de su silla, junto a Par-Salian, y tropezó con su propia pierna izquierda. Enojado, el maestro de Guerrand la arrastró hasta ponerla junto a la otra; era la primera señal visible de que Justarius tenía una pierna lesionada. Hizo un gesto para que Belize ocupara la silla, respetuoso con su rango. Este se agachó para sentarse en la calentada silla, mientras dirigía una siniestra mirada a su sustituto.

—El Supremo Señor es demasiado amable —dijo Justarius—; no hice gran cosa, pero encontré un nuevo y estimulante aprendiz.

La reluciente parte superior de la cabeza de Belize se alzó poco menos que de mala gana y miró con ojos escrutadores a los dos aspirantes de mago; su mirada oscura se detuvo en Guerrand, tratando de situarlo en sus recuerdos.

Guerrand se sintió como un insecto atrapado en una telaraña y se creyó obligado a hablar.

—Buenos días, maestro —dijo maldiciendo su temblorosa voz—. Me parece que tengo que daros las gracias por haberme animado a venir aquí.

Justarius desplazó la mirada de Belize a Guerrand.

—¿Ya os conocíais? —preguntó. Guerrand asintió con la cabeza—. Bueno, en tal caso, Belize, dado que tú conociste antes a Guerrand, es posible que desees tenerlo como alumno, ¿no?

Este se limitó a mirar, asombrado; era obvio que aún trataba de situar a Guerrand.

—No estoy buscando aprendiz…

—¿Cuánto tiempo hace que no has tenido ninguno, Belize? —lo interrumpió Par-Salian—. ¿Veinte años?

Guerrand sintió una opresión en el pecho. No deseaba estudiar bajo la tutela de aquel intimidante mago. Era evidente que su encuentro había significado muy poco para Belize, dado que el mago ni siquiera lo recordaba.

Pero Guerrand no encontraba forma alguna de expresar sus objeciones sin ofender al maestro de su orden.

—He cumplido mis obligaciones para con la magia y su progreso —le espetó Belize—; he perdido la cuenta de los encantamientos que he escrito, de forma que docenas de jóvenes magos disponen de manuales de consulta.

Junto a Guerrand, Lyim se puso en pie de un salto.

—Perdón, pero soy uno de los muchos magos que han leído esos libros —dijo audazmente, mientras con los ojos escrutaba la asamblea y al final posaba su mirada en la cara colorada y marcada con diminutos hoyos de Belize—. Has sido mi mentor; si quiero ser mago es gracias a ti.

Belize se animó con esa intervención, que rompía lo que empezaba a parecerle un insidioso interrogatorio.

—¿De veras?

—Sí —afirmó Lyim; y su bello rostro expresaba sinceridad. Cerró los ojos como para reunir fuerzas—. Jamás pensé que tendría esta oportunidad, y me siento muy contento. Si alguna vez te decides a tomar un aprendiz, te ruego que me tengas en cuenta.

—Lyim Rhistadt tiene un excelente talento natural —puntualizó Justarius.

Los ojos de Belize pasaron de Justarius, que estaba de pie junto a él, a Par-Salian, que se encontraba sentado a su derecha y, luego, a la esperanzada cara de Lyim.

—Sí, sí, de acuerdo —murmuró, irritado—. ¿Estoy en lo cierto si supongo que con esto se han acabado los asuntos del día?

Par-Salian asintió con la cabeza.

—Bueno —dijo Belize; miró detenidamente a Guerrand una última vez y luego agitó la cabeza.

Se puso en pie y se dirigió a Lyim por encima del hombro mientras se encaminaba de nuevo hacia la oscuridad.

—Justarius te dará una túnica y te adiestrará para que superes el desafío de iniciación tradicional de los aprendices de los Túnicas Rojas. Yo apenas lo recuerdo.

Tras estas palabras de indiferencia, Belize se marchó y dejó tras él un par de aliviados aprendices.