Capítulo 5

—Me hiciste quedar como un estúpido delante de todos mis sirvientes, Guerrand —exclamó Cormac con un tono de voz grave y amenazante.

—Así que es esto lo que tanto te encolerizó en el patio —comentó Guerrand, que todavía llevaba la espada con la esperanza de que un aspecto marcial podría aplacar la furia de su hermano. En lugar de sentarse, permanecía en pie para sacar ventaja de la posición dominante.

—Por supuesto —respondió Cormac—; mis hombres y yo, todos caballeros expertos, hemos buscado a esos bandidos durante días. Tú y una chiquilla frágil y pava…

—Esa chiquilla frágil y pava es nuestra hermana.

—Medio hermana —matizó Cormac, fulminando a Guerrand con la mirada—. Y tú entras en el patio llevándolos bien amarrados, como si fuera tan fácil como… como… un truco de magia.

Los ojos de Cormac se abrieron desmesuradamente al comprender lo que había ocurrido.

—Utilizaste un truco de magia, ¿no es cierto?

Guerrand se sobresaltó al oír la acusación. No porque no la esperara, sino porque había llegado antes de lo que creía.

—Tu aspecto hace creer que te vestiste para entrar en combate, pero apuesto a que… —exclamó Cormac mientras se ponía en pie de un salto y empujaba a Guerrand por las costillas. Una expresión mezcla de satisfacción y desagrado se reflejó en su rostro—. Ni siquiera llevas armadura bajo la camisa, tal como sospechaba. Nunca tuviste la menor intención de pelear.

Cormac sacudió la cabeza y empezó a ir y venir por la sala.

—Ahora todo encaja: el bandido al que he interrogado asegura que les echaste tierra y que entonces quedaron inconscientes.

La expresión de Guerrand reflejaba incredulidad.

—¡Los asesinos de Quinn han sido capturados, y a ti te importa más cómo lo he conseguido que la captura en sí! —exclamó sacudiendo la cabeza con expresión escéptica.

Cormac vació de un trago una copa de vino y luego la levantó hacia Guerrand remedando un brindis.

—¡Te felicito! —dijo, y se secó la boca con el dorso de la mano—. ¿Qué siniestro encantamiento de brujería empleaste para encontrarlos y traerlos hasta aquí, Guerrand?

—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó este—. ¿No basta con que la magia consiga lo que no puede lograrse con medios normales?

—¡Cualquier buen caballero hubiera conseguido lo mismo! Hubieras podido recurrir a estas facultades en lugar de utilizar los perversos secretos de la magia.

Guerrand se mostró burlón.

—Ambos sabemos que no soy un buen caballero. Además, tú mismo me acabas de decir que caballeros expertos trataron de atrapar a esos bandidos y no lo consiguieron.

»Siempre he tratado de comprender por qué odias tanto la magia, Cormac —continuó suavemente después de una pausa—, y ahora, por fin, lo he logrado. De repente he visto que tú no eres distinto de mí ni de cualquier otro; detrás de tus bravuconerías se esconde el miedo de lo que no comprendes.

—¡Yo no tengo miedo de nada!

—Pues parece lo contrario —dijo Guerrand enarcando una ceja.

Cormac se abalanzó sobre él.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú no sabes nada de miedos! ¿Has visto morir hombres traspasados por tu espada en el campo de batalla? ¿Has luchado para mantener el estilo de vida propio de un señor a pesar de tener más deudas que ingresos? No, tú no lo has hecho —dijo, y se golpeó el pecho con los puños—. Pero yo sí. Y gracias a que he luchado por esta familia, y por ti en particular, tu vida ha sido placentera.

—Quizá no he dado muerte a ningún hombre, o ni siquiera he tratado de comprender tus afanes —explicó Guerrand—, pero tú tampoco sabes cómo ha sido mi vida.

El joven se irguió con expresión ardiente.

—Desde que murió nuestro padre, he seguido las directrices —continuó, y empujó el musculoso hombro de su hermano—, tus directrices, lo mejor que he podido por el honor de la familia, puesto que nuestro padre me enseñó que así lo hiciera. Y he estado a tu merced porque tú tenías las llaves de la caja, y las sigues teniendo. Incluso abandoné mis esfuerzos por conseguir lo que desde siempre había deseado, lo único en lo que siempre había destacado.

La expresión de Guerrand reflejaba algo más que amargura.

—Esta mañana he aprendido una valiosa lección, Cormac, tal vez la más importante de toda mi vida —dijo, adoptando por primera vez ante su hermano una posición erguida y firme—. Ahora que Quinn ha muerto, soy el único representante del sexo masculino de los DiThon con sentido del honor familiar, con sentido de cualquier honor.

Guerrand desabrochó el cinto que sostenía su espada y lo arrojó al suelo.

Los ojos de Cormac se estrecharon a causa de una rabia apenas contenida.

—Haré caso omiso de tus groseras observaciones porque pronto nuestras diferencias no tendrán ninguna importancia. Tú vivirás en una de las opulentas propiedades de Berwick y yo todavía estaré aquí, apañándomelas para salir adelante lo mejor que pueda. Estoy seguro de que un día, quizá cuando tengas hijos, comprenderás los sacrificios que he hecho por ti.

»Y ahora, vamos a hablar olvidando nuestros enfados —anunció Cormac con forzada amabilidad—. Para que podamos poner un broche de paz a los años que hemos pasado juntos, te perdono la indiscreción que anoche cometiste. De un modo retorcido pero muy oportuno has proporcionado a la Asamblea de Caballeros el motivo para que te nombren caballero. Dentro de pocos días estarás casado y todas esas tonterías de la magia habrán quedado atrás.

Cormac se sirvió más vino color rubí en su copa y vertió un poco en otra. Se volvió, sonriendo de forma un tanto forzada, y le ofreció la bebida a su hermanastro.

Guerrand miró la copa unos instantes. Cormac le acercó la bebida a la cara hasta tal punto que el vino carmesí fue lo único que el joven podía ver.

—Bebe, Guerrand. Vamos a brindar por tu inminente boda y por tu ascenso a caballero —dijo; al ver que Guerrand vacilaba, empujó la copa hacia él una vez más—. Bebe, te sentirás mejor.

Guerrand volvió en sí y pegó un manotazo a la copa y también a la condescendiente invitación. El cristal se estrelló contra el suelo, se rompió, y el líquido rojo sangre salpicó las botas de Cormac.

—¿Tú vas a perdonarme a mí? —chilló Guerrand—. ¡No debes de haber oído algo que te he dicho! Pues escúchame bien: no voy a sentirme mejor sólo porque tú me lo digas; no volveré a hacer nada sólo porque tú me lo digas.

Luego recogió la espada con un gesto rápido y con paso firme se dirigió hacia la puerta, aplastando los cristales rotos.

—Se han acabado las reverencias obligadas por un sentido del deber fuera de lugar.

—¿Qu… qué quieres decir?

Al oír el miedo y la desesperación que expresaba la voz de Cormac, Guerrand soltó una carcajada. Pobre, patético e iluso Cormac. Como si con la recuperación de una tierra rocosa pudiera recuperar todo lo que había perdido con su incompetencia.

—No estoy seguro de lo que quiero decir, hermano —dijo Guerrand y, tras cerrar la puerta con un sonoro y satisfecho portazo ante la cara congestionada de Cormac, avanzó por el pasillo en dirección a su habitación.

Iba silbando cuando algo surgió de entre las sombras y agarró la mano del joven, asustándolo.

—¡Rand! —oyó que exclamaba suavemente la voz de su sobrino—. Kirah dice que has atrapado a los asesinos de Quinn. Ya sabía que eras mejor caballero de lo que decía mi padre.

Guerrand dedicó a Bram una cálida sonrisa.

—Tienes razón a medias, Bram. Es verdad que capturamos a los malhechores, pero siempre seré un caballero desastroso.

Que una pareja pudiera engendrar hijos tan distintos como Bram y Honora era algo que escapaba a la comprensión de Guerrand, pero se alegraba de que hubiera sido así. Desde hacía mucho tiempo, sospechaba que Bram tenía pequeños poderes mágicos con las hierbas, de modo que, a propósito, se mantenía algo apartado de él, por la propia seguridad de Bram. Sabía que Cormac y Rietta veían que Bram y Guerrand se parecían más de lo que les habría gustado, y no quería complicarle la vida al chico. El chico… Guerrand se dio cuenta con cierto sobresalto de que Bram había llegado a la edad que Quinn tenía cuando había emprendido su aventura. Sólo media década más joven que Guerrand, Bram estaba más cerca de su tío que Guerrand de su hermano Cormac. En cierto modo, la distancia parecía mucho mayor.

Bram quedó asombrado por la obtusa respuesta de su tío.

—Entonces, ¿cómo conseguisteis atraparlos?

—Es una larga historia que es mejor que te cuente cuando ambos seamos mayores.

Guerrand, de forma espontánea, estrechó con fuerza los ya anchos hombros de su sobrino, lo cual sorprendió a los dos. En aquel momento se dio cuenta de que, cuando había dicho que él era el único miembro del género masculino de los DiThon con sentido del honor, había faltado a la verdad.

Sólo esperaba que Bram fuera capaz de conservar su honorabilidad.

—Eres una buena persona, Bram. Acuérdate siempre de obrar de acuerdo con lo que tu corazón sabe que es justo.

Este consejo, dado tan a destiempo, todavía confundió más a Bram. Mientras se separaban, miró a su tío con extrañeza; avanzó por el vestíbulo hacía la escalera y, antes de perderse de vista, exclamó:

—Me acordaré, Rand.

Guerrand se apresuró a entrar en su habitación. Cuando corrió el pestillo le temblaba la mano. La cólera que había experimentado ante Cormac ya había ardido como el aceite. Sentía que le flaqueaban las rodillas y tan sólo deseaba dejarse caer; lo habría hecho de no ser porque su armadura todavía estaba sobre la cama, donde la había dejado la noche anterior.

Guerrand se quitó los gruesos guantes. Agitó con cuidado el izquierdo, para que el trozo de cristal mágico cayera en un lugar libre de la cama. Pasó los dedos por la fresca y suave superficie del espejo de Belize. Por razones que no comprendía del todo, evitó mirar en el interior del espejo y lo colocó detrás de la jofaina de la mesa.

Rápidamente desembarazó la cama y se quitó la camisa, los calzones y las botas. Se metió en la cama, bajo el edredón. Su agotamiento era más mental que físico, aunque también tenía el cuerpo muy cansado, pues había estado ocultándose y cabalgando toda la noche. Había medio sospechado que Cormac llamaría a la puerta y trataría de proseguir la discusión. Tal vez su hermano mayor estaba ensayando alguna nueva argucia. Guerrand pensó que era más probable que Cormac no supiera qué hacer y que estuviera hablando con Rietta sobre «la abominable conducta» de Guerrand; la mujer aparecería sin duda de un momento a otro para situarlo en el recto camino.

«El problema —pensó el joven, incapaz de evitar un bostezo de fatiga— es que ya no estoy seguro de cuál es el recto camino».

—¡Quiu!

¡Pareces recién salido del Abismo!

Los ojos de Guerrand se abrieron enseguida. Se apoyó en un codo para mirar por la alta y angosta ventana que dominaba el estrecho. Levantó la mano para protegerse los ojos de la luz anaranjada que, como sabía perfectamente, indicaba la última hora de la tarde. Había pasado el día durmiendo. Su amigo estaba en el alféizar, como contorneado por el resplandor de una fogata.

—Hola Zagarus —exclamó Guerrand, restregándose los ojos y no poco sorprendido de que Cormac lo hubiera dejado en paz todo el día.

La gaviota de lomo negro pasó de un solo brinco del alféizar al suelo y anduvo por la habitación a grandes zancadas con sus patas como palos amarillos. Saltó a la cama, dio un paso sobre el espeso edredón de plumas y, con sus dedos palmeados, pateó las costillas de Guerrand.

—¡Ay! —gritó Guerrand mientras rodaba para alejarse, más asustado que dolorido por la patadita. Miró fijamente a la gaviota—. ¿Qué te pasa, en nombre de Habbakuk?

Esto es por haber vivido la mayor aventura desde que soy tu amigo —dijo la gaviota con un imperioso ladeo de pico— y no haberme dicho nada. —Su aspecto era casi petulante, con las alas plegadas—. Tuve que enterarme por esos ridículos pelícanos que habitan en la Punta de la Luna Llena. ¡Fue humillante!

—Déjame decirte que mi tarde tampoco fue divertida —respondió Guerrand; y por respeto a Zagarus ahogó una sonrisa—. Lo siento, Zag. No te lo dije anoche porque quería estar seguro de que aquellos hombres eran realmente los asesinos de Quinn. Además, tenía miedo de que se lo dijeras a Kirah y de que ambos quisierais venir conmigo.

¡Así que te llevaste a Kirah!

—No fue idea mía. Estaba espiándome y me siguió hasta el establo. O tenía que abandonarla en el páramo o llevármela conmigo para que se calmara.

Guerrand sacó las piernas de la cama y se sentó mientras se frotaba el cuello.

—¡También tenía que haberla dejado a ella, pues faltó poco para que nos mataran por su culpa!

Las alas de Zagarus se alzaron, como si el pájaro se encogiera de hombros.

Tengo la sensación de que tienes que agradecerle que fuera contigo. Después de todo ahora vas a convertirte en caballero, tal como habías prometido.

—¡No quiero ser un caballero! —protestó Guerrand enfurecido; estaba demasiado cansado para mentir. Mantendría el engaño en otro lugar, con otra gente. Agarró el collar de plata de Ingrid que estaba sobre la mesa y lo estrujó como si fuera a aplastarlo—. Y no quiero casarme con Ingrid Berwick.

¿Qué es lo que quieres?, le preguntó Zagarus; y su voz sonó extrañamente dulce en los oídos del joven.

La pregunta sorprendió a Guerrand. Durante los últimos años había pasado más tiempo pensando en lo que «no» quería. Aspiró profundamente. ¿Había utilizado el odio de Cormac hacia la magia como una excusa para protegerse de sus propios fracasos? Hacía mucho tiempo que Guerrand se había convencido a sí mismo de que no era culpa suya que no le hubieran dejado estudiar magia y si nunca lo intentaba, nunca fracasaría.

Guerrand cogió el pequeño fragmento de espejo de detrás de la jofaina.

—Quiero llegar a ser un mago. Quiero ser el aprendiz de un poderoso hechicero y finalmente pasar la Prueba en Wayreth.

¿Qué?, exclamó el ave, pero era más bien una expresión de sobresalto que una pregunta.

Guerrand le contó a Zagarus su encuentro con Belize. Le describió su admiración ante los encantamientos que el mago había realizado con toda naturalidad y le habló de la emoción que había experimentado cuando Belize lo invitó a Wayreth. Por último, dejó el espejo sobre la mesa y le explicó cómo se las apañó para capturar a los asesinos de Quinn.

El pájaro batió las alas por encima de la mesa y empujó el espejo con una pata.

¿Este pequeño trasto te indicó dónde se encontraban los bandidos?

—Estate quieto —le advirtió Guerrand, extendiendo el brazo—. No quiero que me lo rompas.

Zagarus ladeó hacia la izquierda la cabeza de plumas negras y marrones y cerró un ojo.

¿Hace alguna cosa más?

—Francamente, no se me ha ocurrido pensar si puede hacer más cosas —admitió Guerrand mirando el espejo con gran detenimiento—. ¿Supones que puedo utilizarlo para ver todo lo que desee?

Eres tú el que esperas llegar a mago, repuso Zagarus, y fijó su atención en un escarabajo que se arrastraba por la mesa en dirección al espejo.

Cautelosamente, el insecto empezó a caminar por el cristal. Cuando se acercaba al centro, Zagarus atacó: su cabeza se lanzó hacia abajo para atrapar al desgraciado bicho.

Pero en vez de golpear el espejo, tal como esperaba, el pico de Zagarus se cerró en torno al escarabajo y siguió bajando. Zagarus se quedó helado, con los ojos desorbitados: sintió cómo el insecto se movía nerviosamente sobre su lengua y se tragó el suculento bocado; podía verse los ojos nítidamente reflejados en el espejo, que prácticamente tenía pegado a la frente, pero no podía ver el pico: ¡estaba en el «interior» del espejo!

El curioso pájaro lanzó la cabeza hacia adelante y traspasó el cristal por completo. Miró a derecha e izquierda, arriba y abajo. Por doquier veía lo mismo: algo gris e informe. Sólo distinguía algunos barrotes en todas direcciones, y después el panorama se oscureció debido a una delgada y pálida niebla multicolor.

Sin sacar la cabeza del espejo, llamó a Guerrand.

Guerrand, ¿aún puedes oírme?

A modo de respuesta, Guerrand, con el horror reflejado en el rostro, agarró al pájaro por las alas y le sacó la pequeña cabeza del todavía más pequeño espejo.

—¿Qué has hecho, Zagarus?

Me limité a picotear al escarabajo —dijo el ave parpadeando—, y de repente me encontré con la cabeza dentro del espejo.

Guerrand apenas daba crédito a lo que acababa de ver. La cabeza del pájaro parecía haber desaparecido en el interior de la imposible delgadez del cristal.

—¿Estabas realmente «dentro», Zagarus? ¿Qué veías?

No es fácil de explicar —repuso la gaviota—. Puedo decirte que este espejo es mucho más grande por dentro de lo que se diría visto desde fuera —añadió.

Flexionó las alas y ladeó la cabeza.

Voy a echar otro vistazo. ¡Quédate justo detrás!

—¡Espera! —gritó Guerrand; pero era demasiado tarde para detener a su amigo, que ya estaba bajando la cabeza para que su cuello atravesara el espejo. Hubo una pausa. Zagarus agitó la cola en el aire como Guerrand le había visto hacer innumerables veces cuando buceaba en el estrecho en busca de comida. ¡Parecía del todo imposible, pero el cuerpo del pájaro, por lo menos cuatro veces más ancho que el espejo, se deslizó entre los bordes y desapareció!

Guerrand se inclinó hacia adelante y, sin aliento, clavó la vista en el espejo. Tenía miedo de tocarlo. Lo único que vio fue el reflejo de sus propios ojos, grandes como escudos. Pero la última imagen que tenía grabada en la mente era la de Zagarus agitándose mientras desaparecía. Guerrand seguía sin comprender cómo el cuerpo del ave, considerablemente voluminoso, había cabido en el estrecho espejo, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos. En cierto modo, mientras sucedía, tenía sentido: la posición relativa y las proporciones parecían correctas.

Ya hacía un rato que Zagarus había desaparecido, y Guerrand empezó a preocuparse. Mentalmente, llamó al pájaro:

¡Zagarus! ¡Sal de ahí ahora mismo!

Súbitamente la brillante cabeza oscura emergió muy erguida a través del espejo.

¿Qué ocurre?

—¡Por todos los dioses, Zag, me has aterrorizado!

Con una sacudida y un impulso, Zagarus emergió por completo del espejo y se posó sobre la mesa. Guerrand agitaba la cabeza sin llegar a creérselo.

Eres un mago —dijo Zagarus—. ¿Cómo funciona el espejo?

—No soy un auténtico mago y no tengo ni idea de cómo funciona —explicó Guerrand mientras se sentaba pesadamente en la cama—. Esto resume perfectamente mi problema esencial, Zag. Nunca seré un mago ni aprenderé más sobre magia si me quedo aquí.

Apoyó la cabeza en las manos.

—No puedo dejar de sentir que esta es mi última oportunidad de decidir cómo voy a pasar el resto de mi vida. Si cuando salga el sol aún estoy aquí, Cormac me atrapará. Me casaré con Ingrid Berwick y me convertiré en un mercader, y siempre me sentiré tristemente culpable de mi destino.

¿A qué esperas, entonces? —le urgió Zagarus—. Antes dijiste que tu mayor deseo sería irte a Wayreth y convertirte en un mago de verdad.

Saltó hacia la ventana y se posó en el alféizar, desde donde muy pronto se vería a Solinari, la blanca luna llena.

—No es tan sencillo, lo sabes muy bien. Hay que considerar muchas cosas. ¿Qué le voy a contar a Cormac?

Es muy sencillo —resopló la gaviota—. Nada. No le digas nada. Ten por seguro que te detendría, probablemente te encerraría hasta el momento de la ceremonia.

—No es un hombre cruel —exclamó Guerrand frunciendo el entrecejo.

Tal vez no, pero es un hombre desesperado.

El ceño de Guerrand se hizo aún más visible, pues sabía que Zagarus tenía razón. También era consciente de lo que tenía que hacer. No podía quedarse por todos los motivos que le había expuesto a Cormac; había soportado de su hermano todo lo que había podido. Gravar con impuestos a los súbditos era un medio de vida aceptable en los nobles. Permitir que Cormac robara a Berwick era una cosa muy distinta.

Pero más importante que las razones por las que Guerrand no podía quedarse era el motivo por el que tenía que irse. Aquella era la última oportunidad de que disponía para cambiar de vida. Si en aquel momento no se iba a estudiar magia, ya no lo haría jamás.

—Nos iremos esta noche —dijo Guerrand en voz alta.

¿Este «nos» incluye a Kirah?

Guerrand miró a Zagarus con ojos inquietos. ¿Cómo podía llevarse a Kirah? Si aceptaba que fuera con él y tenía la suerte de ser admitido como aprendiz de mago, ¿qué haría con ella? Belize había sido muy claro respecto a Ingrid, y aquello era aplicable también a su hermana. Estaría más segura en el castillo de los DiThon.

—No, no incluye a Kirah —dijo; una vez pronunciadas estas palabras, Guerrand se sintió invadido por la culpa. Quinn, Kirah y él habían formado un equipo desde que eran niños. Quinn había roto el equipo al irse en pos de aventuras, y la muerte había convertido aquella ruptura en permanente. ¿Cómo iba él a separar a los dos últimos miembros? Se acordó de la voz de Kirah pronunciando unas palabras que ahora le sirvieron de respuesta: «La culpa es una excusa que utiliza la gente que tiene miedo de hacer lo que desea; yo nunca tengo miedo de hacer lo que deseo».

Guerrand se restregó los ojos. En aquellos momentos, cuando ella iba a resultar la más perjudicada por su propio consejo, aún le resultaba más difícil seguirlo. Y a pesar de todo sabía que tenía que irse. Durante los últimos días, había observado que los ojos de su hermana ya no lo miraban con respeto. Guerrand sólo deseaba que el enfado le impidiese sentirse orgullosa de él por seguir su sueño.

No le podía decir que se iba, del mismo modo que tampoco se lo podía decir a Cormac. Una nota a ambos serviría para informarlos. Después de hurgar en uno de sus baúles durante unos instantes, Guerrand sacó una caja de escritura que contenía varias plumas, un poco de tinta y pergaminos.

Con mano temblorosa, empezó a escribir: «Querido Cormac…».

Guerrand miró las palabras escritas, dejó de escribir y apartó el pergamino. A Cormac no podía llamarlo querido en ningún caso. Empezó de nuevo en otra hoja: «Cormac…».

Guerrand repiqueteó con el extremo de la pluma sobre sus labios, tratando de encontrar la forma de explicar a Cormac el porqué de su partida. Pero, al caer en la cuenta de que Cormac ya sabía la respuesta, de que él no podía añadir nada que su hermano mayor no supiera, aproximó el candelero del escritorio y sostuvo la hoja de pergamino sobre las llamas; el calor la hizo bailar un momento hasta que el fuego prendió en ella, la retorció y la redujo a cenizas.

Guerrand sopló las cenizas de la ya olvidada misiva esparcidas sobre el escritorio, cogió otra hoja y escribió a toda prisa y descuidadamente:

Mi querida Kirah:

No hay un modo sencillo de decirte esto, pero ahí va. Me he ido. Tú sabes por qué. Como de costumbre, tenías toda la razón. No puedes venir conmigo al lugar al que voy. Te prometo que volveré a buscarte cuando mi futuro tenga la mínima consistencia para permitirlo. Por favor, también quiero que sepas esto: no te olvidaré ni un solo instante. Si en algún momento me necesitas, lo sabré y encontraré la manera de regresar.

Tu leal hermano,

RAND

Después enrolló el pergamino, lo selló con un poquito de cera de la vela, lo contempló un instante y luego se arrodilló para levantar la rejilla de ventilación de la pared situada detrás del escritorio. La empujó hacia un lado, y puso la carta en el túnel que desembocaba allí.

«Tal vez Kirah no la encontrará enseguida —pensó—, pero dentro de uno o dos días, cuando me hayan buscado por todas partes, ella, sin duda, se arrastrará hasta aquí en pos de alguna pista».

Colocó de nuevo la rejilla en su sitio.

«Recuerda, Kirah —rezó el joven—, fuiste tú la que dijiste que nunca debemos estar enfadados el uno con el otro».

Zagarus había vuelto al alféizar y leía los tormentosos pensamientos de Guerrand.

Me reuniré contigo en el Acantilado de Piedra después de la comida, dijo, y esperó a que le contestara.

Durante un prolongado momento, Guerrand no pudo responderle por el esfuerzo para retener las lágrimas.

—Sí, de acuerdo, allí estaré —pudo decir al fin, necesitando oír la firme determinación que encerraban aquellas palabras. Zagarus se alzó desde la repisa y echó a volar en el oscuro cielo de la noche.

En silencio, Guerrand preparó una pequeña bolsa, en la que metió la primera parte de un libro de encantamientos, cogió la espada y la daga y salió del castillo de los DiThon. No miró hacia atrás, hacia las frías murallas de piedra, hasta que empezó a avanzar en dirección oeste, a través de los páramos que conducían al Acantilado de Piedra, donde se reuniría con Zagarus. Juntos, continuarían hasta la ciudad portuaria de Lusid y subirían al barco que los llevaría hacia el sur, hacia Wayreth, hacia una nueva vida.