Capítulo 4

—¿Qué estoy haciendo? —oyó Kirah que Guerrand murmuraba. Sí, por Krynn, qué estaba haciendo Guerrand, se preguntaba la chica desde su escondite, detrás de un montón de heno, en el interior del establo. Todo era muy misterioso. ¿Por qué estaba Guerrand, a quien ni tan sólo le gustaban los caballos, ensillando una montura en plena noche?

Aquella tarde, Guerrand se había mostrado extrañamente distante. Aunque de hecho no llegaron a hablar, ella lo había observado desde los túneles, había visto cómo aquella tarde el joven se había ido al pueblo a buscar un regalo para su prometida. Confiando en que todavía tenía una oportunidad de hablar con él sobre la posible escapada, un rato antes se había ocultado en el túnel junto a la habitación de su hermano. Había estado intentando reunir valor suficiente para entrar en el aposento y hacer las paces con él, cuando el joven se había puesto a realizar una serie de actividades muy misteriosas.

Primero se puso su armadura de piel y cota de malla; luego, cambiando aparentemente de idea, se la volvió a quitar, muy ensimismado. A continuación, se vistió con una túnica holgada y unos pantalones y se calzó un par de botas rígidas y altas. De esa guisa, recitó algunas plegarias cortas a Habbakuk, descolgó del muro la espada y la daga y abandonó la habitación.

Kirah, llena de intriga, lo había seguido; agazapándose en oscuros rincones y bajando la escalera sigilosamente detrás de él. La fortaleza estaba débilmente iluminada y todos los demás dormían, o por lo menos se habían retirado a sus dormitorios. No fue poca su sorpresa cuando comprobó que su hermano se dirigía al establo. Entonces, se sobresaltó al ver cómo Guerrand se esforzaba en colocar la brida en la cabeza del caballo y en ponerle el freno en la boca.

—Debo de estar loco —farfulló Guerrand para sí mismo—, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

Con un gruñido que le salió de muy adentro, arrojó la silla sobre el lomo del caballo ruano. Una vez cinchada la silla en su lugar, colgó un pequeño escudo redondo del pomo y sujetó el cinto de la espada y la daga.

La espada parecía tan poco adecuada para Guerrand como un tercer brazo, se dijo Kirah. Su hermano todavía no era caballero, a pesar de sus enconados esfuerzos y de la insistencia de Cormac. ¿A qué lugar del Abismo se dirigía armado en plena noche? Peor aún, ¿cómo conseguiría seguirlo yendo él a lomos de un caballo? Kirah se lo estaba preguntando mientras Guerrand daba los últimos toques a su equipo y finalmente saltaba a la silla con agilidad.

De repente, se quedó inmóvil en la silla. Se le nubló la vista y se le cerraron los ojos lentamente. Se cogió las pestañas del ojo derecho con el pulgar y el índice y dio un tirón. Luego sacó de su bolsa una masa pegajosa e incrustó en ella algunas pestañas. A la jovencita se le encogió el corazón. Ella era la única en el castillo de los DiThon, además de Zagarus, que sabía cuándo Guerrand se disponía a efectuar un encantamiento. No tenía ni idea de cuál podía ser, pero si el hechizo se lo llevaba del establo, tal vez nunca lo sabría.

Miró a su hermano con atención y esperó a que este hubiera llegado demasiado lejos para detener el encantamiento. Entonces Kirah, silenciosamente, salió de un salto de su escondrijo tras las balas y se lanzó sobre la grupa del asustado caballo. Guerrand y su montura desaparecieron de su vista, aunque todavía podía sentirlos. ¡Al buscarse los brazos, se dio cuenta de que tampoco podía verse a sí misma!

—¿Qué… quién hay? —chilló un asustado Guerrand.

Antes de que pudiera responder Kirah, se mareó y estuvo a punto de caerse del caballo. Sus larguiruchos y jóvenes brazos se movieron de forma descontrolada y enérgica y al fin se sujetaron en torno a la cintura de Guerrand.

—¿Kirah…? —preguntó el joven—. En nombre de Habbakuk, ¿qué estás haciendo aquí?

Por vez primera en su tierna vida, Kirah no supo qué contestar. Jamás había oído a Guerrand hablar en un tono tan colérico.

—Yo… lo siento, Rand; no quería asustarte —dijo tan sumisamente como pudo—; estaba preocupada por ti y simplemente trataba de averiguar qué estás haciendo.

—Conmigo no utilices ese tono inocente de niña desvalida —gruñó Guerrand—. No tienes ni idea de lo que hubieras podido causar al interrumpirme.

—En ese caso, ¿por qué no me lo cuentas? ¿Adónde vas? ¿Por qué has realizado el hechizo de la invisibilidad?

—Tengo que echarte de aquí —murmuró Guerrand, sin hacer caso de sus preguntas. Se desplazó en la silla—. De hecho, creo que precisamente eso es lo que voy a hacer. Es lo que te mereces.

—¡Si lo haces, contaré a todo el mundo en el castillo que te convertiste en invisible y huiste en plena noche!

—¡No te atreverás! —jadeó Guerrand. Creía muy poco probable que Kirah lo traicionase; no obstante, ella se había mostrado lo bastante malévola al sugerir el chantaje. Guerrand se volvió muy apenado para mirar en la dirección de la voz de su hermana, aunque tampoco podía verla—. Alguien tenía que haberte dado unos cuantos azotes en el trasero años atrás, Kirah.

—Lo intentaron, pero no sirvió de nada —dijo ella con una voz que había recuperado su armonía y su deje de autosatisfacción habituales—. Bueno, ¿me vas a contar lo que te propones hacer o no?

La frustración encendió la mirada del joven. Se había largado sin confiar a Zagarus sus planes porque sabía que el pájaro, de alguna manera, se los haría conocer a Kirah. Y, sin embargo, allí estaba, obligado a negociar con su impredecible hermana. La quería demasiado para empujarla, dejarla desprotegida en la oscuridad y largarse; aunque también estaba lo suficientemente enojado con ella como para hacerlo. Kirah se merecía lo peor. Aquel entrometido diablillo merecía que lo sumergieran en miel y lo ataran a un árbol. La chica no tenía ni idea de hasta qué punto estaba malgastando un tiempo precioso y complicando lo que él había planeado, pero podía tratar de convencerla. Tal vez, cuando supiera lo que estaba echando a perder, aceptaría regresar a casa tranquilamente.

—Por favor, Kirah, no me preguntes nada más —le suplicó con suavidad—. Por una vez, haz simplemente lo que te pido y vete a casa.

—Te has metido en algo extraño, Guerrand DiThon, y quiero saber de qué se trata.

Kirah apretó con más fuerza los delgaduchos brazos en torno a la cintura de su hermano.

Guerrand se rio a su pesar.

—Me gustaría ser capaz de seguir enojado contigo; me das sobrado motivo —dijo, y se puso serio—. Quiero alejarme del castillo antes de que alguien nos oiga. Entonces te lo diré.

Dicho esto, Guerrand incitó a su ruano a salir del establo y, sujetando con firmeza las riendas, se internó en la noche iluminada por la luna.

Kirah estrechó la cintura de su hermano y hundió la cara en la suave tela de la túnica que le cubría la espalda. Se sentía contenta de sí misma y llena de emoción por la aventura que estaba viviendo en aquel momento. Solinari estaba casi llena, pero se ocultaba detrás de delgadas nubes que filtraban un fantasmal resplandor negro azulado en la zona por la cual la luz del brillante globo trataba de abrirse paso. Mientras los dos hermanos se alejaban al galope del oscuro castillo a través del húmedo y desolado páramo, el mar agitado y los cascos del caballo los acompañaban con un ritmo estimulante.

De forma súbita, Guerrand detuvo el caballo en seco y sin previo aviso anunció:

—Voy en busca de los hombres que mataron a Quinn.

—¿Cómo? —farfulló Kirah.

Guerrand metió la mano en el repliegue de uno de sus guantes y ante él apareció, flotando en el aire, un trocito de espejo.

—¿Qué es esto? —preguntó jadeando la chiquilla.

—Alguien en el pueblo me dio este espejo. Puede revelar el lugar en el que se encuentran los asesinos de Quinn —le explicó vagamente.

—¿Alguien? —repitió ella con voz muy aguda—. ¿Quién podría tener en Thonvil algún objeto mágico?, por no hablar de un espejo que conoce el paradero de los verdugos de Quinn. Precisamente eso es lo que no tiene sentido, Rand.

Guerrand suspiró profundamente. Era obvio que Kirah no iba a dejarlo en paz con facilidad.

—Era un mago, un forastero, pero parecía fiable. Sus encantamientos eran increíbles… —dijo Guerrand, pero se interrumpió bruscamente. Belize le había advertido que no hablara con nadie de su conversación sobre su marcha a la Torre de la Alta Hechicería. No estaba dispuesto a mencionar nada de aquel asunto para complacer a Kirah. Además, sabía que sólo conseguiría que ella volviera a hablar de la huida.

—Bueno, ¿y qué estaba haciendo un mago en Thonvil? ¿Y por qué te dio el espejo a ti y no a Cormac?

—Me imagino que lo intentó, pero ya sabes cómo se llevan Cormac y la magia.

Guerrand se encontró de nuevo pensando en la discusión entre Belize y Cormac, y en la cronología de los hechos. Todavía no se habían enterado de la muerte de Quinn. Por consiguiente, Belize y Cormac no pudieron hablar de ello. El parloteo de Kirah lo había alejado de sus reflexiones.

—¿Cómo sabes que el espejo puede hacer lo que ese mago dice? Tal vez sólo se propone causarte problemas al hacerte emprender alegremente una persecución.

—Por esa razón no se lo dije a Cormac. No parecía muy acertado acercase a él y decirle: «Mira lo que me ha dado un mago», ¿no crees?

Guerrand vio los curiosos dedos de la chica en el espejo. Instintivamente los apartó de allí y con delicadeza protegió de nuevo el espejo, del tamaño de la palma de una mano, metiéndoselo en el amplio repliegue del guante izquierdo.

—Si quieres que te diga la verdad, no me puedo quitar de encima la sensación de que he abandonado a Quinn.

Pensaba en su promesa de permanecer junto a Quinn, promesa que había roto para impedir una deshonrosa discusión ante su catafalco. No mencionó ese doloroso recuerdo a Kirah, aunque la culpa que sentía era la causa de la persecución que acababa de emprender.

—Se lo debo a Quinn. Yo, personalmente, tengo que seguir cualquier pista que conduzca a sus asesinos.

—Al final, tendrás que explicar a Cormac cómo conseguiste encontrarlos, ¿no es cierto? Además, ¿qué vas a hacer con ellos? ¿Los llevaras al castillo? ¿Los matarás?

Guerrand resopló.

—Si Quinn y los caballeros que lo acompañaban no pudieron rechazar el ataque, es difícil creer que yo pueda tener alguna oportunidad frente a ellos. No —dijo—, tan sólo trato de obtener una prueba física de su responsabilidad en la muerte de Quinn. Ya encontraré el modo de contárselo a Cormac cuando llegue el momento.

»Ahora ya lo sabes todo —añadió, mientras se reacomodaba en la silla—. Sin duda comprendes las razones por las que tienes que regresar. Realicé el encantamiento de la invisibilidad para largarme sin ser visto, suponiendo que duraría hasta que llegara al lugar de destino. Ya he perdido un tiempo precioso y me queda mucho camino por recorrer antes de la salida del sol o de que los hombres del espejo cambien de lugar.

Kirah abrazó la cintura del joven con más fuerza.

—Pues sería mejor que nos pusiéramos en marcha, ¿no?

Guerrand apartó las manos de la chica.

—¡Kirah, no seas absurda! No estoy dispuesto a galopar por el país con objeto de espiar a unos rufianes con una chiquilla vestida tan sólo con su camisa de dormir. Incluso tú debes comprender lo peligroso que es.

—Precisamente por esta razón me necesitas —dijo Kirah con gran astucia—. Además, ¿qué diferencia hay entre una camisa de dormir y otra prenda si somos invisibles? ¡Podría ir completamente desnuda y nadie se enteraría! No necesitaré armas ya que no piensas pelear, aunque esto me hace preguntar por qué razón llevas tu mejor espada. Sin embargo, es evidente que necesitas mis ojos. Observo los detalles mucho mejor que tú. No aceptaré que me ordenes que no te acompañe. Sabes que no lo haré.

—Esto es un chantaje.

—Por tu propio bien. Ahora pon el caballo al galope y no pierdas más tiempo.

—No tientes la suerte poniéndote exigente, Kirah —afirmó Guerrand, muy tenso—, no te puedes imaginar lo furioso que estoy contigo.

—Sabes que no puedes seguir enojado conmigo, Rand. Siempre nos perdonamos el uno al otro.

En esto, Kirah tenía razón. Sólo se tenían el uno al otro.

—En contra de lo que me manda el sentido común, voy a permitir que me acompañes. Pero recuerda: guarda la calma y, por una vez, haz lo que te diga y cuando te lo diga.

Kirah apenas pudo contener la alegría por su victoria.

—Piensa únicamente que esta puede ser nuestra última aventura antes de que te conviertas en un viejo casado.

—No me gustan las aventuras —le espetó Guerrand.

Cabalgaron hacia el este siguiendo la costa. Aunque la luna brillaba intensamente cuando sus rayos rompieron las nubes, ni el caballo, ni el joven, ni la chica proyectaban sombra alguna; sólo la nube de polvo que alzaban a su paso los invisibles cascos revelaba su avance por el páramo.

Mucho antes de que Guerrand, en la lejanía, atisbara su destino, advirtió que el terreno empezaba a inclinarse, lo cual indicaba el fin de las llanas tierras de los DiThon y el principio del territorio más abrupto de Berwick.

A la luz azul de una luna casi llena, dos antiguos pilares esculpidos dominaban el firmamento nocturno. El Acantilado de Piedra. Parecían colgar de la cara del acantilado, como si fueran dos mascarones de proa de un barco unidos entre sí.

El joven mago sólo recordaba haber estado allí en dos ocasiones, hacía muchos años, antes de que la propiedad hubiera sido vendida a Anton Berwick. Volvería a pertenecer a los DiThon dentro de cuatro días. Dentro de tres, se corrigió a sí mismo al echar otro vistazo a Solinari.

Guerrand sabía de un rumor según el cual la mayoría de la gente se sentía intranquila cerca de los dos pilares de piedra que emergían de la pelada parte superior del precipicio. Todo el mundo creía que era un lugar mágico. Quizás a causa de ello, a Guerrand le resultaba inquietante el lugar. Las dos columnas eran gruesas y altas, esculpidas con imágenes de rostros sonrientes y burlones, y con símbolos cuyo significado nadie era capaz de comprender. Los supersticiosos creían que los símbolos eran misivas dirigidas a dioses malignos, y Cormac en particular consideraba que las columnas esculpidas eran una afrenta a todas las deidades decentes. Pero Guerrand percibía que la potencia de los pilares era ajena a emociones o ambiciones humanas; el poder del Acantilado de Piedra era el del mismísimo Krynn, natural e incorrupto.

Al intuir lo que Guerrand estaba pensando, Kirah dijo suavemente:

—Cormac se propone derribar los pilares en cuanto vuelva a poner las manos sobre estas tierras.

—¿Cómo lo sabes? —le espetó.

—¿Cómo me entero de las cosas? Escuchando en los túneles —dijo sencillamente—. Es cierto, Rand. Oí cómo se lo contaba a Rietta. Es lógico, dado su odio por la magia. Además, apostaría a que lo hace para ganar espacio para la fortaleza.

—¿Qué fortaleza?

—La que se propone construir: una estación de peaje para cobrar a los barcos que se dirigen a Fuerte Loma por el río, justo bajo el Acantilado de Piedra, la nueva frontera entre las tierras de los Berwick y las de los DiThon.

—¡Pero la mayoría de esos barcos son de Berwick! ¡Cormac estaría cobrando impuestos a la mismísima persona que le cedió las tierras!

—Y tu suegro, por añadidura —añadió Kirah complacida—. Despreciable, ¿verdad?

Guerrand meneó la cabeza lentamente.

—Apenas puedo creerlo, ni siquiera de Cormac.

—¡Pregúntaselo!

El joven se tapó las orejas con las manos.

—Lo haré, pero ahora no puedo pensar en eso, Kirah. Tengo que ocuparme de los asesinos de Quinn.

—¿Sabes dónde se encuentran? —preguntó ella—. No veo nada en el espejo.

Guerrand sabía exactamente dónde se hallaban. Había estado examinando el espejo sin cesar desde que lo tenía en su poder. En aquel momento, cayó en la cuenta de la ironía que representaba que los bandidos estuviesen en aquel lugar.

—Allí arriba —dijo; aunque Kirah no podía ver hacia dónde señalaba su hermano, era obvio lo que quería decir.

—¿Se ocultan en el Acantilado de Piedra? —farfulló la chica.

A guisa de respuesta, Guerrand cogió el espejo y lo levantó por encima del hombro para que Kirah pudiera mirarlo. Aunque el contorno del espejo era invisible, la imagen que proyectaba quedó suspendida en el aire ante la cara de la chica. Kirah vio a uno de los hombres apoyado contra uno de los pilares esculpidos, tres veces más alto que él. Los tres bandidos estaban sentados entre las dos columnas gemelas; a sus pies ardía una pequeña fogata.

Kirah apartó la vista del espejo y la dirigió hacia los pilares de la colina que terminaba en un acantilado sobre el mar. Vio el centelleo de una fogata entre las columnas. Guerrand estaba en lo cierto.

—Sin duda concuerdan con las descripciones de los hombres que devolvieron el cuerpo de Quinn —susurró la chica—. ¡Qué tremenda osadía acampar tan cerca de nuestra casa!

—No tienen ni idea de a quién han matado —dijo Guerrand—, ni de que cerca de aquí vive alguien a quien eso le importa.

—Provisto de un espejo mágico —continuó Kirah con una risita.

—¡Sshhh! —susurró Guerrand—. Por todos los dioses, Kirah, esto no es una broma; esos hombres mataron a un caballero diestro y bien armado e hirieron a otros dos. No vacilarán en hacer lo mismo con una chiquilla y un guerrero mediocre. No pueden vernos, pero pronto podrán oírnos, de modo que no digas ni hagas nada de ahora en adelante.

—Sí, Guerrand —murmuró sumisamente en respuesta a las pertinentes advertencias.

Guerrand, temiendo que la esforzada respiración del caballo llamara la atención de los bandidos, condujo al animal detrás de un ciprés, a unos cien metros de los pilares de piedra. El caballo se volvería visible tan pronto como Guerrand se alejara de él, pero el joven mago esperaba que las ramas del ciprés ocultaran al ruano. ¡Ojalá pudiera hacer otro tanto con Kirah! Guerrand desmontó con sigilo y ató las riendas a una rama baja.

—Kirah —susurró suavemente—, es preciso que te quedes aquí y que procures que el caballo se mantenga tranquilo; ambos volveréis a ser visibles pero estaréis protegidos por la oscura sombra del ciprés.

—No te vas a deshacer de mí tan fácilmente —dijo la chica mientras Guerrand hacía una mueca de disgusto—. ¿Cómo voy a conseguir que un caballo esté tranquilo? ¿Tapándole la boca con la mano? Va a hacer ruido tanto si me quedo con él como si no. Te harán falta mis ojos, allá arriba —insistió, señalando la fogata. Luego decidió mostrarse más amable—. Te prometo que estaré en silencio y tendré mucho cuidado.

Sabedor de que no era ni el lugar ni el momento de discutir, Guerrand susurró con firmeza:

—Piensa bien lo que haces.

Oyó cómo la chica desmontaba y sintió la mano de su hermana que buscaba la suya.

—No te arrepentirás.

—Ya me he arrepentido.

El joven buscó a tientas con una mano el escudo que había amarrado a la silla del caballo, y entonces cambió de idea. Ya portaba su espada, y el escudo metálico sería embarazoso de llevar. En cualquier caso, no tenía intención de entrar en combate.

—¿Qué vamos a hacer exactamente? —murmuró Kirah, pegándose a él para permanecer invisible.

—He estado observándolos con detenimiento desde que tengo el espejo, pero hasta ahora no he visto nada que perteneciera a Quinn en su poder. Quiero inspeccionar su equipaje.

Agarrándola de la mano con firmeza, Guerrand subió con la chica por la herbosa ladera de la colina. Era difícil recordar que no tenían por qué agacharse para no ser vistos. Sus propias pisadas les resonaban en los oídos con la gravedad del trueno.

Llegaron a la cresta de la colina, donde los tres bandidos ya podían oírlos. Guerrand apenas oía lo que decían a causa del martilleo de su corazón. Sujetaba con firmeza la muñeca de Kirah y en los dedos percibía el acelerado pulso de la chica. Aunque seguía siendo invisible, no pudo resistir el impulso de agacharse detrás de una roca erosionada para observar: él inspeccionó por la izquierda, mientras Kirah se inclinó hacia la derecha.

Los bandidos iban sucios y pobremente vestidos, y tenían pinta de soldados veteranos. Llevaban desaparejadas piezas de armadura que no encajaban unas con otras, llenas de manchas de herrumbre. A uno le faltaba una oreja; otro cojeaba ostensiblemente; el tercero era un enano con una barba impresionante, dispuesta en forma de numerosas y delgadas trenzas.

«Forzosamente tienen alguna cosa de Quinn», se dijo Guerrand. Oyó el relincho cercano de un caballo. El corazón le dio un vuelco, pero se recuperó aliviado al divisar tres caballos iluminados por la luz de la luna, pastando más allá de los pilares. Las alforjas yacían en el suelo cerca de los animales. Al parecer, los bandidos estaban demasiado confiados para tomar medidas de seguridad. Guerrand tiró de la mano de Kirah y se alejaron del campamento para dar un sigiloso rodeo por el otro lado.

No había nada a lomos de los caballos, pues ya los habían preparado para pasar la noche. Los ojos de Guerrand se posaron en las alforjas, a pocos pasos de las monturas.

—Coge una alforja y empieza a buscar en su interior —susurró—; no hagas el menor ruido para no asustar a los caballos. Como nos olerán, tendremos que darnos mucha prisa.

Kirah iba a apartarse de su hermano, pero este le agarró la mano en el último segundo y la hizo retroceder.

—Recuerda, no puedes alejarte de mí más de cuatro pasos, o te volverás visible.

—Pues date prisa —susurró Kirah con impaciencia. Llegaron junto a los caballos más aprisa de lo que Guerrand hubiera deseado, pero no había forma de contener a Kirah.

Guerrand se arrodilló ante la primera alforja. Sujetó los dedos del guante derecho con los dientes para podérselo quitar y enseguida levantó la pesada cubierta de la alforja. Revolvió el contenido casi a ciegas, y fue sacando vestidos muy usados, guantes, bisutería, unas copas y otras baratijas. Sólo si guardaba esos objetos entre sus ropas, se volverían invisibles, de modo que los alzó para observarlos a la luz de la luna. Si alguna de aquellas chucherías había pertenecido a Quinn, no había ningún indicio que lo probara. Desmoralizado, se dirigió a la segunda alforja, junto a Kirah.

Al oír ruido y oler sudor humano, los caballos empezaron a ponerse nerviosos. Los bufidos se convirtieron en sonoros relinchos. Guerrand miró ansioso a los bandidos en torno a la fogata situada entre los pilares. De momento no habían advertido nada.

Luego concentró de nuevo la atención en la alforja a tiempo de ver un gran medallón y una brillante cadena de oro suspendidos sobre el fardo que Kirah estaba examinando. Aunque no podía ver a la chica, la inmovilidad de la joya le permitió deducir que ella la estaba observando con suma atención para identificarla.

Aspirando una rápida bocanada de aire, Guerrand descubrió al instante por qué la joya le resultaba familiar. Su difunto hermano había recibido la medalla de manos de Milford, que había querido mucho a Quinn, para conmemorar el día en que el joven había pasado oficialmente de escudero a caballero. Quinn se había sentido exageradamente orgulloso de aquel objeto y lo pulía tan a menudo como su armadura.

Como un río de fuego, un acceso de rabia barrió el entumecimiento que Guerrand había experimentado desde la muerte de Quinn. De alguna manera, al ver en poder de los bandidos algo que pertenecía a su hermano, la inutilidad de su muerte se le hizo más patente que cuando había visto su cadáver. Su hermano adoraba aquel medallón y le habría gustado tenerlo en su viaje a Habbakuk.

—¡Es de Quinn! —susurró Guerrand con voz ahogada. Lleno de cólera, alargó la mano para agarrar la joya suspendida en el aire.

Pero lo que en realidad hizo fue chocar con la invisible Kirah y derribarla.

—¡Eh! —gritó ella sin pensar. El medallón se les cayó al suelo. Los caballos relincharon y patearon en el aire. Guerrand miró ansiosamente hacia la fogata. Los bandidos se habían dado cuenta de que pasaba algo. El que tenía sólo una oreja se puso en pie y escrutó la penumbra en dirección a los dos hermanos.

—Deben de ser animales que revuelven nuestros fardos en busca de comida —dijo; y sus palabras llegaron a oídos de Guerrand y Kirah.

El hombre se subió los pantalones y echó a andar hacia ellos.

—Vamos, Kirah —murmuró Guerrand, y se apresuró a incorporarse hasta quedar agachado—. ¡Ahora tenemos que irnos!

El bandido había recorrido la mitad de la distancia que los separaba.

Guerrand no podía ver a Kirah, pero la chica estaba a cuatro patas buscando el medallón.

—Un segundo; tengo que encontrar la medalla de Quinn —le explicó; se esforzó para apartar el pesado fardo con objeto de mirar debajo, pero la joya no estaba allí. De repente un rayo de luz incidió en el redondel de oro y la chica lo vio brillar en un matorral, entre los fardos y los caballos—. ¡Ya lo veo! —susurró—. Se diría que ha volado.

—¡Kirah, no! —jadeó Guerrand al oírla; pero era demasiado tarde para detenerla o incluso para acercársele a toda prisa. De forma súbita, la chiquilla, a causa de su desafortunado desplazamiento, devino visible, como si alguien hubiera encendido la luz en su interior. Al instante, advirtió su error: se había alejado demasiado de Guerrand.

—¡No es ningún animal! ¡Es una chica! —oyeron ambos hermanos que gritaba el bandido, mientras se acercaba rápidamente a Kirah.

Parpadeando bajo la luz como un cervatillo acorralado, Kirah miró a diestro y siniestro tratando de escapar. Con la medalla bien sujeta en la mano, se lanzó hacia las sombras por detrás de los caballos. Pero el bandido lo había previsto y se lanzó a todo correr en aquella dirección; consiguió agarrarle los delgaduchos tobillos y la hizo caer al suelo delante de él. La argucia dejó sin aliento a los dos hermanos.

A Guerrand le parecía que estaba soñando, que tenía una horrible pesadilla. Kirah no cesaba de propinar patadas mientras el hombre trataba de mantenerla clavada al suelo. Guerrand tenía que hacer algo. Se llevó las manos a la espada, pero entonces se quedó helado. ¿Cómo podía enfrentarse a tres hombres, expertos asesinos, sin ni siquiera un escudo para protegerse? Por el momento seguía siendo invisible, pero sabía que tan pronto como se lanzase al ataque, el frágil encantamiento se desvanecería y él quedaría expuesto a la vista de los bandidos. Para él sería un acto suicida y, sin duda, también matarían a Kirah.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Antes de ser consciente de haberse decidido a luchar, Guerrand ya había echado a andar en dirección al hombre que peleaba con Kirah. El joven avanzó con gran sigilo y extrajo silenciosamente la pesada y bien engrasada espada de la vaina. Invisible y sin hacer el menor ruido, se colocó sobre el hombre que estaba arrodillado encima de Kirah y le propinó un golpe en la cabeza con el pesado pomo de la espada. Se oyó un ruido sordo. El bandido se balanceó a uno y otro lado, aturdido pero todavía consciente. Guerrand, sorprendido, le atizó de nuevo, con más fuerza en esta ocasión. La empuñadura de la espada produjo un sonoro crujido y el bandido se desplomó sobre el cuerpo de Kirah.

—Mil gracias —farfulló la chica debatiéndose para desembarazarse del pesado hombretón—. Ahora tú también te has vuelto visible.

Con una amplia sonrisa, la muchacha rodó sobre sí misma y se frotó la muñeca con una mano mientras en la otra sujetaba con firmeza el medallón.

Ahora ambos hermanos volvían a ser visibles. Guerrand dudaba que pudieran correr más que sus perseguidores, que se acercaban a toda prisa.

«Esto es una pesadilla —dijo para sus adentros—. Estoy dormido y tengo una pesadilla».

—¡A dormir! —gritó Guerrand en voz alta.

No tuvo tiempo de avisar a Kirah. Esperó a que los malhechores se acercaran un poco más, se agachó y arañó el duro suelo. ¡Necesitaba tierra! Unos rápidos pinchazos con la espada bastaron para su propósito. Dejó a un lado el arma, recogió un puñado de tierra y la arrojó al aire, frente a él.

Kirah cayó en primer lugar, pues era la más pequeña y estaba más cerca. Guerrand vio cómo a su hermana se le doblaban las piernas y se le cerraban los ojos por completo. Levantó la vista y observó que los bandidos que los perseguían se movían con notoria lentitud. Primero, el hombre que cojeaba bostezó y cayó al suelo, cerca del bandido al que Guerrand había dejado inconsciente. El enano vio asombrado cómo su compañero se caía, se tambaleó, le flaquearon las piernas y enseguida se quedó dormido junto a los otros.

Guerrand cerró los ojos, hundió la cabeza entre las manos y susurró una plegaria de agradecimiento a Habbakuk. En aquel momento supo con toda certeza que nunca llegaría a ser un caballero. Había oído hablar a Quinn de cómo la sangre le ardía en el fragor del combate. Su hermano había dicho que era algo tan emocionante que nada se le podía comparar. Al mirar el tenue rastro de sangre y la contusión en el cráneo del bandido, Guerrand se convenció de que jamás disfrutaría golpeando a alguien en la cabeza.

No recordaba cuánto duraba el encantamiento del sueño, pero era consciente de que no podía mantenerse por mucho tiempo. Guerrand cogió de la silla de uno de los bandidos un rollo de resistente cuerda y se dispuso atar al que tenía más cerca, pero pensó que con ayuda ganaría tiempo. Con la punta del pie dio un ligero empujón a las costillas de Kirah. La chica refunfuñó en sueños, pero no se despertó. La agarró por el hombro y le dio una fuerte sacudida; ella murmuró que la dejara en paz. Muy a su pesar, Guerrand comprendió que la única alternativa que le quedaba era pegar una buena bofetada en la pálida mejilla de su hermana. Los ojos de Kirah parpadearon y se abrieron llenos de confusión mientras la chica se llevaba una mano a la cara, en la que Guerrand advirtió la marca colorada de sus dedos.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir Kirah mientras se incorporaba con torpeza y miraba a los hombres inconscientes.

—Lo siento, Kirah —dijo Guerrand con toda sinceridad—, pero era la única manera de despertarte antes de que lo hicieran los demás. Os he dormido a todos con un hechizo. Ya te lo contaré mientras atamos a estos malhechores. Y ahora, date prisa —añadió, pasándole un trozo de cuerda—. No creo que nos convenga que despierten antes de que los hayamos amarrado bien.

—No, por todos los dioses —exclamó Kirah, estremeciéndose. Cogió enseguida el trozo de cuerda y empezó a pasarla en torno a uno de los hombres mientras Guerrand lo alzaba un poco—. ¿No va a despertarse? —preguntó la chica, preocupada.

—No, para despertarlos haría falta pegarles un porrazo de cierta consideración. Por esa razón tuve que darte una bofetada. La otra posibilidad consiste en esperar a que el encantamiento se desvanezca, lo cual puede ocurrir en cualquier momento.

Le puso las manos a la espalda al bandido, y después de que Kirah se las enlazara, él se las ató con un apretado nudo y cortó la cuerda.

Rápidamente ataron a los otros dos. Guerrand ensilló los caballos de los bandidos y les colgó las alforjas para que en el castillo de los DiThon pudieran examinarlas. Kirah tranquilizó a los animales, mientras Guerrand, con gran esfuerzo, cargaba los cuerpos de los tres hombres inconscientes de forma que sus estómagos reposaran sobre los lomos de las monturas. Puso al herido en un caballo y a los otros dos malhechores en otro con objeto de que el tercer animal quedara libre para Kirah. Él montaría el ruano que se hallaba junto al ciprés.

Mientras revisaba lo que habían hecho, Kirah aún se mostraba intranquila.

—Amarrémoslos también a los caballos, por si despiertan durante el camino de vuelta.

Guerrand estuvo de acuerdo, pues también sentía un cierto temor. Lo más probable era que los hombres despertaran antes de que llegaran al castillo. Previendo los insultos que proferirían al despertar y encontrarse atados, por precaución, Guerrand les había metido ropa sucia de sus alforjas en la boca.

Mandó a Kirah que cabalgata detrás para vigilarlos atentamente. El joven encabezaba la marcha a paso ligero. A pesar de las ganas que tenía de librarse de los bandidos, le angustiaba volver al castillo por otras razones.

—¿Qué le vas a explicar a Cormac? —preguntó Kirah desde la cola de la fila, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Francamente, no lo sé. Si consiguiéramos llegar antes del amanecer, consideraría la posibilidad de dejarlos atados en el patio junto con una nota colgada en el medallón de Quinn —dijo. Miró hacia el cielo que clareaba sobre el estrecho en dirección sureste—. Pero aparte de que sería una cobardía, me temo que no llegaremos a tiempo.

Se frotó los cansados ojos y suspiró.

—Realmente, confío en que Cormac estará tan loco de contento al ver que le entregamos a los asesinos de Quinn que no se le ocurrirá hacernos muchas preguntas.

Ambos hermanos cabalgaban, fatigados y silenciosos, conscientes de que aquello era tan poco probable como impedir que el sol saliera a sus espaldas.

El patio estaba repleto de una ajetreada multitud cuando el estrafalario e insólito quinteto hizo su entrada en él. Guerrand miró a Kirah, que saludaba alegremente a la muchedumbre, evidentemente emocionada por la expectación. Guerrand gruñó para sus adentros: «No es ella quien tendrá que dar cuenta de todo esto».

Le impresionaba lo absurdo de la situación. Tendría que haberse mostrado alegre como Kirah. Pero lo único que podía pensar era que tenía que enfrentarse a la cólera de Cormac y a sus preguntas. A Guerrand empezaba a molestarle la actitud de su hermano mayor de una forma que antes nunca había sentido. Belize había dicho algo sobre la elección del camino que seguiría su vida. Guerrand se sentía como si estuviera recorriendo el camino de un extraño y no pudiera encontrar ninguna bifurcación.

En aquel preciso instante, Cormac irrumpió en el patio acompañado de Milford.

—¡Guerrand!, ¡Kirah! —gritó prestando particular atención al atuendo de la chica—. ¿Qué significa esto? —Cormac se desabrochó la oscura capa a cuadros que llevaba sobre los hombros y se la lanzó a la muchacha.

—¡Hemos capturado a los asesinos de Quinn! —farfulló Kirah antes de que Guerrand tuviera tiempo de responder.

—¿Qué dices? —inquirió Cormac, encolerizado al límite. Su rostro adquirió al instante una fuerte y repugnante coloración rojo púrpura.

—¡Mira! —exclamó Kirah levantando con entusiasmo el medallón de Quinn.

Cormac le arrancó la cadena de las manos y dio la vuelta al medallón con sus gruesos dedos.

—De acuerdo, es de Quinn —reconoció. Su mirada pasó de los hombres atados y amordazados a Guerrand—. ¿Cómo sabéis que simplemente no lo compraron a los verdaderos asesinos?

Guerrand se llenó de asombro. Había esperado ira y preguntas, pero no incredulidad.

—Porque su aspecto concuerda con la descripción de los hombres que trajeron a Quinn —dijo Guerrand con más tranquilidad de la que realmente sentía—. Hazlos venir para que los identifiquen. Examina sus alforjas: estoy seguro de que encontrarás más cosas de Quinn.

Cormac inclinó la cabeza para indicar a Milford que lo hiciera. En unos instantes, en las manazas del guerrero aparecieron un cuenco que ostentaba el blasón de los DiThon y un libro de poemas y reflexiones que llevaba el nombre de Quinn escrito a tinta en la hoja de guarda.

Milford, con ojos desorbitados por la sorpresa, dedicó una satisfecha sonrisa a Guerrand.

—Felicidades, joven escudero. Es evidente que actúas mucho mejor sometido a tensión que en los entrenamientos. Estoy seguro de que los caballeros del jurado lo van a comentar, pero sospecho que esta gesta te calificará para tu ascenso inmediato a caballero. ¡Y en la víspera de tu boda! —exclamó. Se volvió para dirigirse a Cormac—. ¿Qué opináis, lord DiThon?

Cormac sonrió de forma afectada y tensa.

—Creo que no podíamos esperar nada mejor. Buen trabajo, Guerrand.

Dicho esto, empezó a impartir órdenes. Primero dijo a Kirah que entrara en el castillo y se vistiera adecuadamente. Conociendo su tono demasiado bien, Kirah se marchó, no sin antes echar una compasiva mirada a Guerrand. A continuación, mandó a varios hombres armados que encerraran a los todavía amordazados y desconcertados bandidos en las mazmorras, donde se les interrogaría en breve.

Luego, los coléricos ojos de Cormac se clavaron en Guerrand, que tragó saliva ante aquella mirada, mientras su nuez de Adán subía y bajaba.

—Quiero hablarte brevemente en mi despacho, Guerrand —dijo su hermano, en tono nada amistoso—. Me gustaría conversar en privado sobre lo que significan para mí tus inesperados actos.