Sentado en lo alto de la muralla, con la espalda apoyada en una almena, Guerrand miraba inexpresivamente el libro que sostenía en sus rodillas dobladas.
—Bueno, ¿qué crees que debería hacer, Zagarus? —preguntó a su compañero en la muralla sur del castillo de los DiThon. El panorama que se abría sobre el estrecho de Ergoth dejaba sin aliento, pero aquel día Guerrand apenas veía el mar.
¿Me lo preguntas a mí? Soy una gaviota, ¿no te acuerdas?
El graznido del pájaro resonó en el interior de la cabeza de Guerrand. Apartó la vista del libro para mirar hacia arriba.
—¿A quién más puedo preguntar? Kirah me ha dicho lo que piensa —dijo con un suspiro. Había tenido una conversación con su hermana después del velatorio. Discrepaban respecto a la necesidad de escapar, y Kirah no le había hablado desde entonces.
»Además, Zagarus, no eres una gaviota cualquiera.
¡Desde luego que no! —le espetó el ave—. Soy una gaviota ergothiana, encapuchada y de lomo negro, la de mayor tamaño y de belleza más impresionante de todas las aves marinas.
Los párpados de Guerrand se cerraron lentamente ante la modesta opinión de la gaviota. Realmente, impresionaba mirarla. En la cabeza, una línea negra y marrón corría desde la base del pequeño cráneo hasta la garganta. La parte inferior del cuerpo, excepto las patas amarillas, tenía una blancura nívea. Las alas y el lomo eran de un negro intenso con un fino ribete blanco.
—Quiero decir que eres mi amigo.
Zagarus emitió un sonoro graznido y, en el silencioso lenguaje de los amigos, dijo:
Conozco muy bien mis servidumbres.
—¿Sabes? —dijo Guerrand maliciosamente—, no creo que los amigos tengan que mostrarse de tan mal humor. Si de mí dependiera, tal vez elegiría un sapo de carácter dulce…
Una criatura útil —le espetó el pájaro moviendo arriba y abajo su pico plano—. Los depredadores se la comen con toda facilidad, no hacen otra cosa más que croar y p…
—O —le interrumpió Guerrand con una risita— algún práctico y salvaje depredador como el halcón.
Merecedor de confianza, sin duda alguna, dijo Zagarus haciendo girar sus ojitos redondos y brillantes.
—O un gato.
Demasiado esquivos —comentó Zagarus, y saltó desde la alta muralla a la planta inferior—. Reconócelo, Guerrand, estamos pegados el uno al otro «hasta que la muerte nos separe», tal como se proclama en los círculos de magia.
Guerrand rio de nuevo. Jamás le había dicho la verdad a Zagarus: que le gustaba tal como era. Si la irritable gaviota hubiera sido un perro, Guerrand habría dicho: «Perro ladrador, poco mordedor». Zagarus era compañero de Guerrand desde hacía varios años, desde que el joven aprendiz de brujo había encontrado en uno de los libros de su padre el encantamiento para invocar a un amigo. Aquella experiencia había sido su primer éxito con los poderes mágicos.
Si hubiera podido elegir a mi amo —dijo la gaviota, haciendo una pausa para frotarse con el pico un escozor debajo del ala—, créeme, habría sido alguien que hubiera tardado menos de diez años en convertirse en caballero.
—Sabes perfectamente lo que ha motivado que haya sido así —respondió Guerrand en voz baja.
Zagarus sintió una punzada de arrepentimiento, algo inusual en él.
Siempre nos estamos metiendo el uno con el otro, Guerrand. ¿Qué te ocurre hoy?
Guerrand dejó el libro, se puso en pie y, abstraído, contempló el mar.
—Supongo que estos días me encuentro confuso y bastante susceptible.
La mirada de la gaviota se posó en el libro de tácticas de combate que Guerrand había estado leyendo.
¿Confuso? Parece como si ya te hubieras decidido.
Los ojos de Guerrand se llenaron de angustia.
—Todo está tan enmarañado que a veces me cuesta analizarlo de forma ordenada. Lo que sé es lo siguiente: Cormac ha prometido desterrarme si me niego. Por lo que a mí respecta, la pobreza no me preocupa mucho, pero Kirah insistiría en ir conmigo y no tengo medios para mantenerla. No quiero que ande robando bolsas en Gwynned.
Guerrand se frotó la cara con aire cansino.
—También está la cuestión del honor de la familia —añadió. Hundió las manos en los bolsillos de los calzones y se puso a deambular de un lado para otro—. La familia me necesita. ¿Cómo puedo negarme al ultimátum de Cormac? El honor me obliga a ayudar a la familia.
¿Incluso si no eres responsable de su declive?
La oscura cabeza de Guerrand osciló de arriba abajo.
—Debe de ser difícil, tal vez imposible, que una gaviota comprenda la lealtad hacia la familia. Tú abandonas a tus compañeras de nido a una edad muy temprana y jamás las vuelves a ver.
El humano dedujo que el silencio significaba que tenía razón.
Explícame otra vez por qué es tan importante para Cormac conseguir esa tierra en la dote.
Guerrand se encogió de hombros.
—Supongo que en parte es una cuestión de orgullo. En una ocasión entregó el Acantilado de Piedra y no quiere que se le vuelva a escapar de las manos. Además, aquella tierra es muy valiosa por su situación en la desembocadura del río.
Es decir, te casa para recuperar la tierra.
En el rostro de Guerrand se pintó una expresión hostil.
—Ahora me recuerdas a Kirah. Los Berwick son tremendamente ricos. Aunque forma parte del apaño que me convierta en un caballero hecho y derecho, con toda probabilidad, jamás tendré que empuñar una espada. Participaré en los negocios de la familia Berwick en calidad de responsable de una de sus oficinas comerciales situada en algún lugar. Tengo que tomármelo como una mejora material y como una oportunidad de viajar.
Ahora me recuerdas a Cormac.
Se produjo un frío silencio pues ambos constataron lo acertado del comentario.
¿Y qué será de mí?, se preguntó Zagarus rompiendo por fin el silencio.
Sorprendido por la cuestión, Guerrand se volvió para mirar al pájaro.
—Pues vendrás conmigo, por supuesto. Sabes muy bien lo que ocurre con los amigos. Probablemente nos moriríamos los dos si nos separáramos unos pocos días.
De modo que voy a vivir tierra adentro.
Guerrand se exasperó.
—Fuerte Loma está junto al río. Es un importante puerto interior. Además, no está decidido dónde vamos a vivir, pero todos los almacenes de Berwick están necesariamente cerca de algún puerto. —Su mirada recorrió el perfil del austero Castillo—. Aunque me gustaría bastante alejarme de este lugar —añadió.
De repente, Zagarus pegó un graznido y aleteó en el aire hasta posarse en lo alto de un tejado de la fortaleza. Guerrand se dio la vuelta rápidamente y vio a Milford, maestro de armas de Cormac y tutor de Guerrand en el elegante arte de hacer trizas a la gente. ¿Lo habría oído hablar en voz alta a su amigo? Guerrand soltó una maldición para sus adentros, irritado porque Cormac eligiera aquel momento para que el tutor le impartiera una lección. Pero ahora no había forma de escapar de Milford.
El corpulento y musculoso guerrero barbudo se detuvo ante Guerrand.
—Hay una vista espléndida desde aquí, joven escudero, pero no te puedes pasar el día sentado tomando el fresco. Te espera un duro trabajo si quieres llegar a empuñar la espada de un caballero antes de la boda.
«De modo que Cormac ya está difundiendo la noticia antes de que yo le haya dado una respuesta formal», pensó Guerrand. Había acatado la voluntad de Cormac durante tanto tiempo que tenía que habérselo esperado.
Con una sensación de derrota de la que no se podía librar, Guerrand, obediente, se levantó y siguió al veterano maestro.
Guerrand estaba de un mal humor poco habitual en él. Pegó una patada a una gruesa piedra de la carretera que iba a Thonvil. Primero tuvo que soportar una desgraciada sesión con Milford durante la que se había mostrado incapaz de esquivar los golpes más fáciles. De hecho, se había alegrado cuando la clase tuvo que finalizar porque Rietta quería verlo.
De forma increíble, a partir de aquel momento las cosas empezaron a empeorar.
Guerrand se dirigía hacia la casa del platero. Rietta se había propuesto que él encargara un regalo de boda para Ingrid, la «pretendida» por el joven.
Por si esto fuera poco, Guerrand no tenía el dinero necesario para pagarlo.
Esta estratagema era un truco habitual de Rietta. Encargaba una pieza a algún artesano local; se consideraba un honor trabajar para el señor o para su esposa. Esta enviaba a un sirviente para que recogiera la pieza con la promesa de que la factura se pagaría el primer día del mes siguiente. Llegaba ese día y el dinero no aparecía.
Alguna vez, algún mercader había enviado la factura al castillo, pero jamás le hicieron caso. Los más agresivos se presentaban en el castillo, pero les daban con la puerta en las narices y jamás les volvían a encargar nada, lo cual, en parte, era una suerte. Los mercaderes no comentaban entre ellos estas cosas, por vergüenza y también por miedo a que Rietta persuadiera de alguna manera a Cormac para que hundiera sus negocios.
Guerrand conocía perfectamente aquella artimaña. Varios mercaderes se lo habían contado, sabedores de que el hermano del señor era una persona en quien se podía confiar. Incluso algunos habían creído que podría ayudarlos, pero Guerrand estaba seguro de que Rietta se limitaría a negar su responsabilidad, y a Cormac le importaba demasiado poco el bienestar de los aldeanos para intervenir en el asunto.
¿Por qué tenía que ser Wilor?, pensaba Guerrand. Conocía a aquel platero desde que nació. Wilor y Rejik DiThon eran de la misma generación.
A diferencia de Cormac, Rejik había tratado a sus súbditos con respeto e incluso había establecido relaciones de amistad con muchos de ellos. Ambos le habían relatado a Guerrand anécdotas de sus expansiones juveniles.
El joven detestaba verse obligado a tomar parte en un tejemaneje que se sentía incapaz de evitar. Al principio, cuando Rietta le había pedido que fuera a casa del platero, se había negado, insistiendo en que, si ella quería adquirir una pieza, tenía que ir en persona o bien enviar a un criado.
—No das muestras de la debida gratitud ante mi gran consideración, Guerrand —había dicho Rietta—. Una cosa es realizar un pedido, y otra muy distinta sería que la señora del castillo fuera vista en el pueblo comprando como cualquier otra mujer. Además —había añadido—, a causa de los preparativos de la boda no tengo criados disponibles. Tú, lo único que tienes que hacer es exhibirte en la ceremonia. Por lo menos deberías colaborar en estas pequeñas cosas.
Al fin, Guerrand aceptó el encargo, porque así podría reconocer ante Wilor, el platero, que no tenía dinero, pero que le pagaría después del casamiento.
Guerrand resopló al recordar las palabras de ella. Sí, lo único que tenía que hacer era casarse con la «princesa Macho Cabrío» para toda la vida, un pequeño detalle para satisfacer a la familia. Rietta y Cormac, a pesar de sus disputas, se compenetraban bien, pensó el joven.
Era un día tibio, incluso caluroso, y excesivamente húmedo. Las ajustadas medias de Guerrand se le pegaban a las huesudas piernas y hacían que el sudor se le deslizara por los muslos formando diminutos arroyuelos. Nunca había prestado demasiada atención a su atuendo; en cualquier caso la ropa nunca parecía caerle bien. Por doquier asomaba el bulto de sus huesos y aparecían ángulos extraños. De modo especial detestaba las medias y, con mucho, prefería los holgados pantalones que llevaban las clases inferiores… Y también él, hasta que había consentido en casarse.
—Guerrand, tú perteneces a la nobleza —le había dicho Cormac, y le lanzó unas cuantas prendas de vestir de aspecto caro—. Si no puedes ser realmente un señor y un caballero, lo menos que puedes intentar es parecerlo. Rietta ha tenido que esforzarse mucho para conseguirte estas prendas.
«Ni la mitad que el sastre, que no cobrará», pensó Guerrand. En aquel momento, sintió un escalofrío al considerar la cantidad de dinero que Rietta había estafado a algún infortunado artesano, probablemente Bartholamin, cuya tienda se encontraba cerca del molino. De forma inconsciente, Guerrand dio un rodeo para evitar aquella parte del pueblo camino de la casa del platero.
Mientras serpenteaba por las sinuosas calles que se abrían entre las casas de techos de paja o junco y los huertos, Guerrand se quedó sorprendido al observar que mucha gente todavía llevaba luto. Empezó a sentirse muy embarazado, pues él y todo el mundo en el castillo habían abandonado el día antes cualquier signo de duelo de acuerdo con lo ordenado por Rietta. La mujer consideraba que era inapropiado preparar una boda mientras hubiera colgaduras fúnebres en el castillo. Y sin embargo, los aldeanos todavía manifestaban pena por su hermano. Tal vez comprendían mejor lo que habían perdido.
Aquellos días Guerrand se sabía de memoria el camino para ir a casa de Wilor. Había estado allí hacía tan sólo una semana para ayudar a transportar la increíblemente pesada y ricamente labrada cubierta del ataúd de Quinn. Esculpida con la imagen de su hermano, la belleza de la cubierta de plata hubiera dejado a Guerrand sin aliento de no haber sido por el dolor que sentía.
Wilor no necesitaba reclamo alguno para su taller; una gruesa puerta con un unicornio de plata identificaba el negocio de Wilor y diferenciaba su taller de las puertas más sencillas de los otros mercaderes. Junto a la puerta estaban abiertas un par de contraventanas. Dos soportes sostenían la contraventana superior, que también servía para resguardarse de la lluvia o del sol. La contraventana inferior descansaba sobre dos patas cortas y durante el día se utilizaba de mostrador.
Guerrand vio a la esposa de Wilor en un banco de trabajo del interior de la tienda, puliendo con una gamuza marrón alguna de las piezas acabadas de realizar. Guerrand contó hasta once yunques de distintos tamaños en el modesto y desordenado taller. Junto a un pequeño horno, uno de los dos aprendices de Wilor sujetaba una brillante pieza metálica sobre un yunque mientras el maestro la martilleaba con increíble rapidez y precisión sin fallar ni un solo golpe. El otro aprendiz, con la cara colorada y reluciente de sudor, sostenía con unas tenazas largas un crisol de plata fundida en el horno, a la espera del hábil martillo de Wilor.
Guerrand tiró de la decorada puerta y penetró en el calor sofocante del taller. Wilor levantó la vista del yunque y lo saludó con una sonrisa. El sudor le bajaba por la cara, colorada como la remolacha, y se desviaba al llegar a sus labios.
Wilor era un hombre bajo pero robusto que, gracias a una vida de duro trabajo, había conseguido una inmensa fuerza. Las entradas del cabello dejaban al descubierto medio cuero cabelludo, como si el pelo hubiera querido huir del sempiterno calor del horno. Los antebrazos gruesos y enrojecidos, visibles por debajo de la camisa remangada, brillaban de un modo que a Guerrand siempre le recordaba la película que se forma sobre las partes grasas de la carne asada. Los dientes que todavía le quedaban parecían blancos en medio del aspecto recocido del rostro. Cualesquiera que fuesen sus problemas, Guerrand se percató al instante de que la vida de un artesano era mucho más dura que la suya. De nuevo volvía a sentirse indignado contra una sociedad que permitía a Rietta actuar como una vulgar ladrona con total impunidad.
Guerrand se habría sorprendido si hubiera podido advertir la pena que inundó el corazón del platero en aquel momento. Guerrand, su hermana Kirah y su fallecido hermano Quinn eran muy amables con su familia, pensó el artesano.
—¡Guerrand! —gritó saliendo a su encuentro y dándole unas palmadas afectuosas en el hombro—. ¿Cómo te va, muchacho?
—Bastante bien, Wilor —respondió Guerrand con una sonrisa que le salió más melancólica de lo que creía—. Los preparativos de la boda no nos han dejado mucho tiempo para pensar en otras cosas.
—Tenía muchas ganas de decirte lo apenados que estamos todos por lo de Quinn —dijo el viejo artesano agitando con tristeza su cabeza de mechas claras y oscuras—. Sería muy difícil encontrar un muchacho mejor que él.
—Gracias —respondió Guerrand suavemente, e inclinó un poco la cabeza para agradecerle el comentario—. Yo también quería hablar contigo acerca de la cubierta del ataúd que hiciste… Era… increíble. Nadie es capaz de trabajar el metal como tú, Wilor.
Wilor esbozó una sonrisa; la expresión de su satisfacción apenas se reflejó en su enrojecido rostro redondeado.
—Sé para qué has venido hoy —afirmó Wilor acercándose a su mujer, que estaba puliendo varias joyas y algunos cálices. Alargó la mano. Ella sabía exactamente lo que su esposo andaba buscando. Wilor regresó y abrió la mano: en la carnosa y húmeda palma había la pieza de artesanía más exquisita que Guerrand había visto. Wilor sonrió al ver que el joven inspiraba profundamente.
—¿Te gusta?
—¿Si me gusta? —exclamó Guerrand—. Es demasiado bonita para Ingr… para mí —corrigió enseguida.
Los defectos de Ingrid aún se harían más patentes con aquel exquisito collar. El medallón tenía forma de halcón volador. Debajo del ave, colgaba de una media luna unos casi invisibles hilos de plata. La joya brillaba con el pálido resplandor de la luz lunar.
—Me he tomado algunas libertades con el diseño —explicó Wilor—. Espero que a lady DiThon no le importará demasiado. Ella quería que la luna fuera llena y que estuviera firmemente engarzada en el pájaro, pero yo creí que eso estropearía la delicadeza de la joya, ¿no te parece? Por lo demás es esencialmente lo que lady DiThon pedía.
—No te preocupes, no voy a permitir que Rietta diga una palabra en contra —le aseguró Guerrand. Miró con impaciencia a Wilor—. Eso me lleva al asunto del que quería hablarte. ¿Has cobrado por… por el trabajo que hiciste para Quinn?
Supo cuál era la respuesta antes de ver cómo Wilor sacudía su cabeza de pelo revuelto.
—Después de la boda me ocuparé de que seas debidamente retribuido; así como por este asombroso collar —dijo Guerrand, ruborizándose por lo embarazoso de la situación—. Me gustaría pagarte ahora, Wilor, pero, bueno, simplemente no puedo.
Le vacilaba la voz. Ambos sabían que al estar sometido a Cormac no disponía de dinero propio.
La expresión de Wilor reflejaba a la vez alivio y compasión.
—La promesa del segundo hijo de Rejik DiThon siempre será suficientemente buena para mí —afirmó. Con un malicioso guiño, cogió el collar de manos de Guerrand—. Marthe te lo va a envolver adecuadamente. No quisiera que mi obra sufriera ningún daño antes de llegar a manos de la novia.
Guerrand sonrió para agradecérselo, pero no pudo reprimir un ligero estremecimiento ante la última palabra del platero. Mientras Wilor y Marthe se cuidaban de envolver el regalo que Rietta insistiría en envolver de otra manera, el joven contempló el conjunto de piezas que no eran encargos y que se exhibían para su venta: había delicados collares, gruesos brazaletes en forma de serpientes entrelazadas, broches y cierres de capa. Cogió una daga cuyo pomo tenía forma de cabeza de jabalí.
—Tiene una cualidad especial para trabajar el metal, ¿no es cierto?
Guerrand se sobresaltó al oír a su espalda una voz que, al mismo tiempo, le sonaba extraña y en cierto modo familiar. No pudo ocultar su sorpresa ni su inquietud al encontrarse con el hombre que había visto por última vez saliendo del despacho de Cormac.
Más bajo y más grueso que Guerrand, el mago llevaba una túnica de color rojo sangre que lo cubría desde el cuello hasta los pies calzados con botas.
En la oscuridad del corredor de la fortaleza, Guerrand no se había dado cuenta de lo marcada que aquel hombre tenía la cara; la naturaleza no se había mostrado muy amable con él, ni probablemente sus compañeros de adolescencia tampoco. El color de su cutis era de un rojo sólo un poco más claro que el de la túnica. Los iris eran tan grandes y oscuros que casi no dejaban espacio al blanco de los ojos, y hacían que estos parecieran pequeños, redondos y brillantes como los de un pájaro. Sobre ellos, aparecían dos pobladas cejas, negras, cortas e hirsutas, como un par de rayas. La barbilla estaba cubierta por el pequeño y perfecto triángulo de una barba de chivo. Tenía la cabeza en forma de perla y la llevaba bien rasurada, aunque la sombra de una zona sin afeitar trazaba un círculo perfecto en torno a su cabeza.
—Es asombroso lo que puede hacer sólo con habilidad y trabajo.
Unos dedos afilados, con unas uñas pintadas de rojo de más dos centímetros y medio de longitud, cogieron la daga de la sudorosa palma de Guerrand.
—Sólo es posible concebir lo que Wilor es capaz de hacer, pensando que tiene poderes como nosotros.
La voz del mago era tan floja que Guerrand apenas pudo oírla. El joven, ansioso, recorrió el taller con la mirada.
—No sé a qué te refieres; no sé nada de magia —susurró.
El mago enarcó las pobladas cejas.
—Qué extraño que hayas supuesto que hablaba de magia.
Guerrand se ruborizó; no había querido parecer que estaba a la defensiva. Sabía que no debería hablar con el mago en absoluto. El joven miró a Wilor y frunció el entrecejo. El artesano y su mujer seguían esmerándose en el paquete.
—Tengo que ocuparme aún de otros encargos, Wilor —le dijo, y se dirigió hacia la puerta antes de que el platero pudiera contestar—. Ya volveré a pasar más tarde.
—Veo que estás de enhorabuena, Guerrand —insistió el mago.
—Gracias —dijo el joven, deteniéndose el tiempo necesario para responder.
—Debes de estar apenado por abandonar tus sueños de ser un mago para convertirte en caballero. Me imagino que no eres muy bueno en las artes militares.
Guerrand se volvió bruscamente hacia el mago, con la cara lívida.
—No sé quién eres ni por qué crees saber tantas cosas sobre mí, pero te equivocas.
—¿Respecto a que eres un caballero poco brillante? —ironizó el mago sacudiendo con parsimonia la rasurada cabeza—. No lo creo.
—¡Ya sabes de qué estoy hablando!
—Yo sí, pero ¿y tú?
La conversación tomaba por momentos un peligroso cariz. Guerrand tenía que terminarla. Los aprendices estaban empezando a prestar atención.
—Si estuviera interesado en hablar contigo, que no lo estoy, no lo haría en medio de un taller del pueblo.
—Sí, tu hermano no es precisamente un enamorado de los magos, ¿eh? Y la noticia sin duda llegaría a sus oídos. —Pensativamente, tableteó con los dedos su peluda barbilla—. Eso es fácil de solucionar —añadió el mago, y chasqueó los dedos. En un abrir y cerrar de ojos, Wilor, su mujer y los dos aprendices se quedaron absolutamente inmóviles, como congelados en el tiempo. Las contraventanas se cerraron bruscamente con gran estrépito, impidiendo que pudieran ser vistos desde la calle. Una pieza de madera se desplazó ruidosamente y bloqueó desde el interior la puerta y las contraventanas.
»Eso es —exclamó el mago, satisfecho—. Esto mantendrá a raya a los entrometidos un buen rato.
Guerrand estaba intrigado y enojado a la vez, pero pudo más la curiosidad.
—¿Cómo lo hiciste?
—No te hagas el ingenuo conmigo, Guerrand. Estoy seguro de que sabes la respuesta —dijo, y volvió a poner la daga en la estantería—. Eres capaz de aprender sencillos encantamientos como este, si es que no los has aprendido ya.
Los ojos de Guerrand se estrecharon.
—¿Cómo es posible que sepas tantas cosas sobre mí? ¿Y por qué?
El mago enarcó las cejas, obviamente divertido.
—Son dos preguntas completamente distintas. ¿Cuál quieres que te conteste primero?
Guerrand se encogió de hombros; se sentía decididamente incómodo.
—Supongo que has utilizado magia para saber de mí. Lo que no consigo imaginarme es por qué razón.
—Como desees —dijo el mago. Echó una ojeada en torno al pequeño y caluroso taller con no disimulado disgusto y se secó la frente con el puño amplio y rojo de la túnica—. ¿Por qué la gente trabaja en tan desagradables condiciones existiendo la magia? Pero, claro, uno también podría preguntarse: ¿por qué trabaja la gente, existiendo la magia?
—¡La magia no puede hacerlo todo! —le espetó Guerrand, sintiéndose curiosamente defensor de los honestos artesanos de Thonvil.
—¿Tú crees? —inquirió el mago mirándolo con expresión sorprendida, como si tal posibilidad no se le hubiera ocurrido jamás—. Bueno, si vamos a charlar aquí, pongámonos cómodos —añadió mientras se frotaba las manos.
Farfulló una palabra y agitó la mano: el fuego del horno se redujo a unos diminutos resplandores y una brisa fresca inundó el taller. De forma instintiva, Guerrand miró por encima del hombro. La puerta y las contraventanas seguían cerradas y bloqueadas, y, a pesar de ello, la brisa venía inequívocamente de aquella dirección. Al mismo tiempo, un banco se deslizó desde debajo de uno de los aprendices de Wilor y, resbalando por el suelo, llegó hasta los dos hombres. El aprendiz se quedó suspendido en el aire en una postura imposible, sin nada que lo sustentara.
La magia no hacía más que aumentar la incomodidad que Guerrand sentía. Echó una ojeada al platero y a su mujer, rígidos como maniquíes y con expresiones imperturbables. Se relajó un poco y se sentó en el banco frente al mago.
—Juegas con ventaja en más de un aspecto; ni siquiera sé cómo te llamas.
—Belize.
Guerrand esperaba que el mago continuase hablando, pero este se limitó a sentarse y a mirarse las puntiagudas uñas de las manos.
—De acuerdo, te lo volveré a preguntar. ¿Por qué has venido en mi busca? ¿Qué quieres de mí? —interrogó. Al ocurrírsele un tenebroso pensamiento, estrechó los ojos aún más—. ¿Pretendes coaccionarme con la amenaza de decirle a mi hermano que practico la magia en secreto? —añadió, mientras se inclinaba hacia adelante, visiblemente enojado—. ¡Si tal es el caso, me limitaré a negarlo! ¡De mí no vas a sacar nada!
El mago echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, un repulsivo hipido, como si tuviera la garganta desacostumbrada a reír.
—¡Eso es absurdo! Sé que los DiThon apenas tienen dinero. ¡Cómo si yo lo necesitara!
—En ese caso, ¿por qué hablaste con Cormac?
Al instante, la expresión del mago se ensombreció de ira.
—Se trataba de otros asuntos. No vuelvas a hablarme de eso.
—Dejémonos de peleas —dijo Guerrand—. Dime tan sólo que quieres de mí.
—Sería más exacto decir: qué quiero para ti.
A Guerrand le chirriaban los dientes, pero trató de no impacientarse. Después de un interminable rato, obtuvo la recompensa.
—Tienes que ir a la Torre de Wayreth.
El asombro de Guerrand ante la proposición no tenía límites. Conocía el lugar mencionado por Belize. ¿Qué mago que quisiera progresar no lo conocía? Para aprender cualquier forma de magia avanzada era preciso ir a Wayreth, inscribirse en la lista de aprendices y finalmente someterse a la Prueba. Se rumoreaba que era peligrosa. A pesar de ello, seguir cualquier otro camino comportaba que un mago fuera considerado un proscrito a quien se podía perseguir y destruir con la aprobación de la asamblea de magos. En una ocasión, años atrás, Guerrand había considerado la posibilidad de ir a aquel lugar, cuando todavía creía tener una oportunidad de estudiar en Gwynned. Aquella esperanza hacía tiempo que había muerto.
—No seas absurdo —dijo Guerrand. En aquel instante no le importaba si Belize lo aniquilaba por su imprudencia.
Pero el mago no se inmutó por su respuesta.
—Mis… observaciones me indican que has aprendido todo lo que puedes saber sin la ayuda de un buen maestro.
—¿De veras lo crees? —El largamente esperado elogio derribó los últimos vestigios de la guardia de Guerrand e incluso le hizo olvidar la indiscreción que representaba ser objeto de la detallada observación de Belize. Apenas podía albergar en el pecho el aleteo de las mariposas de la emoción. Se inclinó hacia adelante con impaciencia.
»No he tenido nunca un maestro, ni bueno ni malo —explicó, y se rio, loco de contento—. He aprendido por mi cuenta a partir de varios libros de encantamientos que encontré en la biblioteca de mi padre, antes de su muerte. Cormac apenas lee y ni siquiera sabía que estaban allí.
—No es raro que magos prometedores lleguen a la Torre con muy pocos conocimientos. No obstante, algunos llegan sabiendo tanto como tú. Pero si vas a Wayreth, serás el aprendiz de un experto mago que te enseñará más de lo que ahora puedes imaginar.
¡Belize hablaba como si ya diera por hecho que iría! Guerrand había visto aprendices toda su vida, como los del taller de Wilor. Como escudero, también él era un aprendiz, de alguna manera. Pero no sabía casi nada de lo que significaba ser aprendiz de un mago, y aún menos sobre la Prueba.
—¿En qué consiste la Prueba? —preguntó, aprovechando que entonces tenía ocasión de saberlo—. ¿Es tan peligrosa como dicen? ¿Es muy larga? ¿Costosa?
Con una risa abogada, Belize alzó las manos como si quisiera cerrar el paso al aluvión de preguntas.
—Más despacio, joven. Ante todo tienes que saber que la Prueba es distinta para cada uno, se adapta al que se somete a ella. En segundo lugar: siempre es difícil. En tercer lugar: puede durar días o minutos, en función de las facultades del mago. Por último: el único coste es que el mago debe consagrar su vida a la magia.
—¿Hay magos que la han superado en minutos?
—Yo no he dicho que eso haya ocurrido.
Guerrand esperaba que el mago prosiguiera, pero no lo hizo.
—¿Qué les pasa a los que fracasan?
—Fracasar significa la muerte.
Guerrand parpadeó.
—¿Y fracasa mucha gente?
—Sólo los débiles y los que no están bien preparados.
Guerrand se puso en pie y empezó a dar vueltas en torno a su silla.
—¿Por qué yo?
—Puedes considerarme un reclutador —dijo Belize—. Persigo aumentar el papel y el estatus de la magia en el mundo mediante la identificación y la formación de aquellos que creo dignos de ser magos. Es mi manera de contribuir al arte que lo ha sido todo en mi vida. También gozo de cierta influencia en la asamblea. Sin duda, podría hablarles bien de ti.
—¿Contratas aprendices?
—No; no estoy en condiciones de hacerlo. Tengo muchas otras responsabilidades y paso demasiado tiempo… viajando.
Guerrand no estaba demasiado seguro de lo que había esperado oír, pero, de alguna manera, se sintió desilusionado e incómodo por haber formulado la pregunta.
—Bueno, entonces —dijo vacilando—, ¿adónde y cuando tengo que ir para ser aprendiz de un mago experto?
—Inmediatamente.
—Quieres decir inmediatamente después de mi boda.
—Quiero decir hoy mismo; mañana, como muy tarde.
La alarma en el rostro de Guerrand se reflejó de modo ostensible.
—¡Pero eso es imposible! —exclamó jadeante—. Sabes que voy a casarme dentro de cuatro días. Sin duda, eso podrá esperar hasta después de la boda.
—Empezarás una vida enteramente nueva y la que llevas en la actualidad quedará borrada por completo. En tanto que aprendiz de mago, no tendrías manera alguna de mantener a una esposa ni tiempo para estar con ella. Por lo que he oído de tu prometida, ni siquiera consideraría la posibilidad de realizar trabajos domésticos para ganarse su propio sustento. ¿Y qué sentido tendría casarse para, inmediatamente después, abandonar a la nueva esposa?
Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro de Belize.
—Además —prosiguió—, no creo que Cormac estuviera dispuesto a aceptarlo. Y por lo que respecta a tu familia —siguió diciendo mientras cruzaba los brazos sobre el pecho—, piensa que puedes serles mucho más útil si un día regresas a casa convertido en un mago experto. Si te casas con esa mujer de Fuerte Loma tan sólo aliviarás de forma temporal los problemas de tu hermano. Si contraes matrimonio para complacer a Cormac, ¿solucionarás de modo permanente sus problemas o sólo eliminarás un síntoma? Como un torniquete en torno al cuello de un hombre decapitado.
Guerrand hizo una mueca de dolor ante la inexorable imagen.
—¡No sabes nada de los problemas de Cormac!
Belize enarcando una de sus pobladas cejas.
—¿Y tú? —preguntó.
Guerrand con un suspiro.
—¿Me estás diciendo que voy a ayudar mejor a mi familia si rompo mi compromiso matrimonial? —gimió.
—Únicamente he afirmado que deberías ir a Wayreth y convertirte en aprendiz de un verdadero maestro. Sólo avanzarás si sigues ese camino.
El mago se inclinó hacia adelante y acercó su cara a la de Guerrand.
—La Torre de Wayreth es un lugar preñado de poderosos encantamientos. Se encuentra en los bosques situados al suroeste de los elfos qualinestis, pero sólo pueden llegar allí los que han sido expresamente invitados. Yo te invito, pero es un privilegio que no durará indefinidamente y que no voy a otorgarte otra vez. —Belize hizo una pausa y, con el rostro impávido, volvió a sentarse—. Pero eres tú quien debe decidir el curso de tu vida. Muchos hombres son felices siendo mercaderes.
Guerrand se daba cuenta de lo que Belize estaba haciendo y sentía mucha amargura. El mago había vuelto a despertar una esperanza que el joven había desechado hacía tiempo. Sin embargo, quedaba tan absolutamente lejos de su alcance como siempre; incluso aún más. Cormac nunca lo liberaría de su compromiso matrimonial, y él, después de la boda, sencillamente no podría escabullirse solo ni marcharse con Ingrid.
Guerrand se sentía hundido, como si hubiese alcanzado la cima de una montaña e inmediatamente hubiera resbalado y caído al fondo del valle.
Había sentido la emoción de una felicidad que nunca podría ser realmente suya.
—Gracias por tu interés, Belize, pero lo que me sugieres es imposible —dijo y, cabizbajo, se puso en pie.
—Nada es imposible si hay magia por en medio —dijo Belize—; simplemente tienes que abrir los ojos a todas las posibilidades.
Deprimido y confuso, Guerrand desechó el último enigma del mago.
—Esto afecta a demasiada gente para que pueda decidirlo yo solo.
Al instante, la cara colorada de Belize se oscureció. Se levantó bruscamente dando un fuerte golpe al banco.
—¡Esto no lo debes discutir con nadie! Y mucho menos con tu familia. ¡Utiliza la cabeza! —exclamó.
Se dio la vuelta y a grandes e impacientes zancadas recorrió el taller y después, de nuevo, se encaró con Guerrand.
—Tu hermano haría todo lo posible para impedir que te fueras. Por tu propio bien, no se lo cuentes a nadie.
Guerrand se dio la vuelta dispuesto a irse, pero entonces se acordó del collar y se acercó a Marthe para recoger de sus heladas manos el bien envuelto paquete. El delicado regalo para su prometida le pareció pesado como el plomo.
—Buenos días —murmuró Guerrand al pasar junto a Belize mientras se dirigía a la puerta que aún permanecía bloqueada.
Belize inclinó ligeramente su cabeza afeitada.
—Me gustaría animarte un poquito ofreciéndote un regalo, para mostrarte que sólo quiero que tengas mucha suerte. Esto es para ti y, de forma indirecta, para tu familia, pero no para tu prometida.
—No es necesario… —interrumpió Guerrand, que fue inmediatamente interrumpido a su vez.
—¿Acaso no estás interesado en hacer justicia con los que asesinaron a tu hermano?
Guerrand se detuvo en seco.
—Por ahora no hay manera de encontrar a esos bandidos —dijo con el ceño fruncido, y se volvió lentamente—; a menos que…
—Eres un muchacho desconfiado, ¿no es cierto? —inquirió Belize, divertido—. No, no soy el cabecilla secreto de una banda de criminales. Tengo formas mucho más interesantes de invertir mi tiempo.
El mago extrajo algo de las profundidades de su túnica roja y lo expuso a la parpadeante luz del taller. Un trozo de espejo del tamaño de un palmo atrapó un reluciente rayo de luz que se filtraba por la abertura para el humo y lo reflejó de tal manera que deslumbró dolorosamente a Guerrand.
—Es un espejo mágico. Un pequeño objeto muy práctico, el manejo del cual, sin duda, cualquier hechicero podría enseñarte. Te indicará el lugar donde se encuentran los asesinos de tu hermano.
«¿Sería verdad? —se preguntó Guerrand—. Aunque lo fuera, ¿cómo podría decirle a Cormac dónde se hallan los bandidos sin revelarle de qué manera he conseguido la información?». Si Guerrand le contaba que alguien del pueblo le había dado una pista, Cormac, o bien lo consideraría un rumor o bien le exigiría que le dijera el nombre de los informadores. Como si se impacientara, el espejo centelleó de nuevo ante los ojos de Guerrand.
Tenía que intentarlo, aunque sólo fuera por Quinn.
Belize inclinó el espejo ligeramente hacia Guerrand para permitirle ver mejor. Al principio, el joven sólo vio el reflejo de sus propios ojos y de su nariz en el pequeño cristal. Miró con atención, pero la imagen permaneció inalterada.
Confuso, al fin, preguntó:
—¿Tengo que hacer o decir alguna cosa especial? Parece que no funciona.
—Sólo tienes que concentrarte —murmuró Belize—. Concéntrate en el recuerdo de tu hermano.
Guerrand siguió con renovado esfuerzo, y en esta ocasión, al mirar el espejo trató de pensar exclusivamente en Quinn. Imaginó a su hermano tal como era la última vez que lo había visto vivo, dos años antes; llevaba su reluciente armadura e iba montado a horcajadas en su caballo vistosamente engalanado, dispuesto para partir en busca de guerras, aventuras botines. Poco a poco, en el espejo se arremolinó una imagen y llegó a formar el dibujo de un campamento. Tres figuras difusas estaban sentadas en torno a una fogata que no humeaba, comiendo o cuidando de sus armas. Reconoció el lugar: era la agradable parte superior de una colina situada en un bosque, a pocas leguas de Thonvil, pero cuando sus pensamientos se alejaron de Quinn, la visión se desvaneció.
—¿Có… cómo puedo saber si son realmente los que mataron a Quinn?
Belize deslizó el espejo en la palma de la mano de Guerrand.
—Le he ordenado que te siga mostrando el lugar en el que se encuentran. Utilízalo para seguirles la pista y conseguir pruebas. Dáselo a otra persona si tienes miedo. Y ahora, te deseo buen viaje.
Con un rápido movimiento de los brazos, Belize liberó de encantamientos al taller a sus ocupantes. Bastó un único gesto para que la brisa cesara, el fuego se avivara de nuevo, las contraventanas y las puertas se abrieran, y para que Wilor, su mujer los aprendices recobraran el movimiento. Después, el mago desapareció.
Wilor miró con cierto asombro hasta que vio el paquete en manos de Guerrand.
—¡Aquí está! Qué raro, no recuerdo habértelo dado.
Sacudió la cabeza y sonrió para sus adentros.
—Me estoy haciendo viejo —comentó, y, dicho esto, se dirigió otra vez hacia el aprendiz y el yunque para terminar lo que estaba haciendo cuando Guerrand había llegado.
Mientras Guerrand salía del taller apresuradamente, fue incapaz de saber cuál de los dos objetos que llevaba pesaba más: el espejo o el regalo de boda.