Capítulo 2

En la anticuada y enorme antesala desprovista de ventanas del castillo de los DiThon, Guerrand sentía escalofríos. No había conseguido entrar en calor desde que los mensajeros trajeron la noticia. Ni el té caliente, ni las capas de piel, ni echar más leña al fuego pudieron aliviar el frío que sentía en el alma.

Guerrand echaba la culpa al gélido tiempo, que había ido empeorando poco a poco desde que, en el páramo, Kirah y él fueron más rápidos que las nubes negras. Galernas y tempestuosas lluvias castigaron la costa de forma implacable durante varios días, destrozaron los cultivos y abatieron imponentes ramas. Los aldeanos iban de un lado para otro como zombis y parecían faltos de energía para quitar los escombros. Los vientos continuaron, y añadían ladrillos sueltos a los destrozos en el exterior, mientras que la sofocante quietud del fúnebre velatorio provocaba la devastación interior.

Guerrand había visto demasiadas muertes en sus diecinueve años de vida. A los siete años, ni siquiera se le permitió despedirse de su madre, cuya vida se apagó en el mismo instante en que daba a luz a Kirah. Entonces Guerrand no había comprendido por completo el significado de la muerte y había medio esperado que su madre volviera, como si se hubiera ido de vacaciones. Pero nunca regresó.

De modo que, cuando su padre murió, tan sólo dos años después, el muchacho de nueve años comprendió perfectamente bien que Rejik no regresaría, que la vida ya no volvería a ser la misma. Transido por la rabia y la pena, se quedó junto al ataúd de su padre, tan quieto y pálido como el mármol blanco, durante los dos días enteros del velatorio. Ni por la noche ni durante el día, nadie consiguió llevárselo de allí, ni siquiera implorándoselo. Tenía que realizar una tarea.

En aquellos sombríos días, Guerrand se había guardado un secreto, algo que desde entonces ni siquiera había contado a Kirah. En el último día de su vida, Rejik DiThon había convocado junto a su cama a sus hijos, uno tras otro. Cuando Guerrand, un escuálido niño de nueve años, compareció en la oscura y fétida habitación del moribundo Rejik, este, con su mano en otro tiempo carnosa, había cogido la manita sudorosa de su hijo.

—No me dejes, Guerrand —le había suplicado Rejik—. El camino es tenebroso, me falla la vista y estoy asustado.

Guerrand se quedó sin aliento unos instantes. El otrora temible y terrorífico Rejik DiThon tenía miedo de la muerte. Guerrand, que también estaba asustado, dijo lo único que se le ocurrió:

—No te abandonaré, padre. No lo haré hasta que Habbakuk venga para llevarte a casa.

—Me temo que no he sido lo bastante fiel para eso, pero en cualquier caso es un pensamiento consolador. Eres un buen muchacho, Guerrand.

La debilitada mano de Rejik, fría con la sequedad de la muerte, de repente rodeó la de Guerrand, como la garra de un halcón asida a una rama.

—Prométeme que no te irás hasta que al fin vea el rostro del Fénix Azul. ¡Prométemelo!

—¡Te lo prometo, padre! —exclamó el joven Guerrand.

Cumplió la promesa y permaneció al lado de Rejik hasta que el ataúd fue colocado en el pedestal de la cripta familiar. No tenía manera de saber cuándo Habbakuk iría a buscar a su padre, pero no quería correr riesgos.

Guerrand DiThon cumplía sus promesas.

Ahora Guerrand estaba junto al catafalco que sostenía el ataúd de su hermano menor, Quinn, y trataba de recordar las promesas que le había hecho. Habían cruzado las típicas pequeñas promesas entre hermanos cercanos en edad: «No le digas a padre que he roto la ventana de cristales emplomados de su despacho»; el importante juramento, no expresado verbalmente, de que uno defendería al otro sin importar la causa ni el precio a pagar. Pero, a diferencia de lo ocurrido cuando murió Rejik, no había habido aviso alguno, ni forma de que Guerrand pudiera ayudar a Quinn cuando este más lo necesitaba. El joven caballero había sobrevivido a dos años de viaje para acabar siendo asesinado por dos bandidos a escasas leguas de su casa y de su familia.

El día que Quinn había emprendido su cruzada en busca de las aventuras de la vida no había hablado de la muerte. Quinn albergaba demasiadas esperanzas, confiaba demasiado en sus posibilidades para tener pensamientos sombríos. Pero una postrera y prolongada mirada entre los dos hermanos había reafirmado el silencioso juramento.

Guerrand no había sido capaz de protegerlo de la muerte, pero permanecería junto a él hasta que llegara Habbakuk, tanto por él mismo como por su hermano. El joven muchacho de dieciséis años se había convertido en un hombre de dieciocho, de músculos poderosos y piel muy morena. Su cabello color ala de cuervo, más largo de lo que Guerrand recordaba, le llegaba hasta el cuello de la túnica. Por debajo de ella, lo habían vestido con unos pantalones azul cobalto y una cálida camisa de seda. Cruzada sobre el pecho habían puesto su reluciente espada, pulida sin duda por algún criado anónimo para dar el toque final al aspecto del joven caballero.

Guerrand respiraba a pequeñas bocanadas, pues el olor a bergamota y bálsamo, utilizados para lavar y perfumar el cadáver, le recordaban imperiosamente la presencia de la muerte. Después del velatorio, el cuerpo de Quinn sería colocado en el interior de una piel de ciervo junto con esas sustancias de olor empalagoso. No se disponía de una cámara mortuoria para cubrir con estameñas negras, de modo que las lúgubres telas de lana se colgaron en la amplia antesala que acogía el cuerpo para el velatorio.

Los últimos tres días habían sido los peores que Guerrand recordaba. Todo el pueblo de Thonvil había lamentado la muerte del inmensamente popular Quinn DiThon. Guerrand sabía por qué. Quinn había sido el más afable y el más noble de la familia. Un constante flujo de gente afligida recorrió el trayecto entre el pueblo y el castillo desde el momento en que el pregonero anunció en la plaza la muerte de Quinn. Las campanas del pueblo repicaban triste e incesantemente, de modo que el lejano tañido resonaba en la parte posterior del cráneo con un ruido sordo incesante y monótono.

Mientras se frotaba cansadamente los tensos músculos de la nuca, Guerrand buscó entre la apenada multitud la cara pálida y fatigada de su hermana, aunque no tenía realmente esperanzas de divisarla. Nadie tenía la menor idea de dónde se había metido Kirah desde que Cormac la había llamado a su despacho para comunicarle la noticia. Guerrand no olvidaría nunca la reacción de su joven hermana. La niña había cerrado lentamente sus ojos azules y los había vuelto a abrir. Luego, con una voz lejana, que parecía de alguien de mucha más edad, dijo:

—La muerte persigue a esta familia como un sabueso hambriento.

Después giró sobre sus diminutos talones y abandonó el despacho de Cormac dejando a los adultos en un embarazoso silencio que expresaba asentimiento.

Dado lo opuesto de sus temperamentos, Guerrand pensó que en cierto modo era lógico que Kirah no compareciera ni una sola vez cuando se le pidió como a él que permaneciera junto a Quinn. Por chismorreos de los criados supo que Cormac y Rietta estaban furiosos por la desaparición de la chica durante varios días y por su ausencia del velatorio. No a causa de Quinn, sino porque la gente podía pensar que Cormac no controlaba a su rebelde hermanastra. A la que, en efecto, no podía controlar. Guerrand estaba seguro de que, dondequiera que la chica estuviese, Kirah sabía que había humillado a aquella pareja, y de que del enojo de ellos dos obtenía un cierto consuelo. Cuando terminaran todas las ceremonias, buscaría a su hermana y la ayudaría a superar la situación.

Al observar la oscura y lúgubre sala, Guerrand vio a Rietta y a su hija Honora llorando de forma apropiada mientras recibían las condolencias de unos nobles vecinos. Entre ellos se hallaban la esposa del mercader Berwick y su hija Ingrid, la prometida del joven caballero que acababa de morir. Guerrand supo quién era porque se lo dijeron, pues hasta aquel momento nunca había visto a la joven Ingrid Berwick.

Al mirarla de soslayo a la débil luz de las lámparas de aceite, tuvo que coincidir con la opinión de Kirah sobre el aspecto de la joven. La apariencia de Ingrid no se había visto favorecida por las lágrimas que debía de haber derramado desde que se enteró de la muerte de su novio. Con todo, Guerrand apenas sentía compasión por ella. Había estado llorando la oportunidad perdida, no a Quinn. Por lo que el joven sabía, ella y Quinn no se habían visto en los últimos años, si es que lo habían hecho alguna vez. Ingrid levantó la vista y miró hacia el otro lado de la sala, como si notara sus ojos escrutadores posados en ella. Guerrand la saludó con una ligera inclinación de cabeza, un gesto severo y rígido, y desvió la mirada.

Pese a la afluencia de visitantes, Cormac y Anton Berwick estaban notoriamente ausentes. Sin duda se habían retirado al despacho de Cormac para fumar cigarros o para tomar oporto, o cualquier otra cosa de las que hacían los nobles cuando se sentían «incómodos». Esa era la palabra más afectuosa que Guerrand pudo encontrar para describir los sentimientos de Cormac en relación con la muerte de su hermano. También se le ocurrió «inconveniencia», pero nada que se pareciera a dolor.

Aquello no era del todo exacto, tuvo que admitir Guerrand. Varias veces, durante los últimos días, había advertido que Cormac lo había estado mirando, vagamente enojado, como si sus pensamientos estuvieran muy alejados del momento presente en el tiempo y en el espacio. Guerrand evocó la mirada que su hermano había posado sobre él; Cormac ni siquiera se había dado cuenta de que él había podido leer su mirada con toda claridad: «¿Por qué el hermano útil, y no tú?».

Guerrand hizo una mueca de dolor, pero no por la increíble crueldad de Cormac, que no le sorprendía en absoluto. Su gesto de aflicción se debía a que advirtió que aquella idea se le hubiera podido ocurrir a gente mucho más compasiva que Cormac. Él era, en su propia estimación y en todos los significados de la expresión, menos útil de lo que su joven y noble hermano había sido. Su peor delito, si el malestar espiritual puede ser llamado así, era que no tenía ni idea de cómo cambiar aquella situación.

En aquel momento, Cormac DiThon estaba tratando de encontrar, entre la neblina proporcionada por el buen oporto, una solución a su propia situación. Tenía un tremendo ardor de estómago desde que se enteró de la muerte de Quinn. La agradable ingesta del oporto le apaciguaba el estómago de una forma que el brandy no conseguía, y su capacidad para rebajar la sensibilidad reducía las crisis de dolor. No obstante, la bebida no podía conseguir que sus problemas desaparecieran, por muchas oportunidades que le diera.

Maldita inoportunidad la de Quinn al morirse antes de la boda. Era un engorro menor el hecho de que su hermanastro hubiera encontrado una muerte ignominiosa a manos de los bandidos, en lugar de caer deslumbrante de gloria en el campo de batalla, algo mucho más adecuado para un caballero. Eso le importaba poco a Cormac, y parecía no importar en absoluto a los numerosos y apesadumbrados visitantes que acudían al castillo desde hacía días. Era evidente que Quinn había sido una persona muy querida. Por esa razón había resultado muy fácil colocarlo cuando Berwick había aparecido en busca de un yerno con título nobiliario.

El Acantilado de Piedra había estado al alcance de su mano. Su conversación con Anton Berwick, que acababa de concluir, no había servido en absoluto para recuperarlo. A pesar de todo, Cormac se negaba a renunciar sin más a esas tierras. No podía permitirse volver a comprarlas, pues, desde que se las había vendido a Berwick, si en algo había cambiado su situación financiera, había sido a peor.

—¡Malditos bandidos! —juró Cormac en voz alta. Independientemente de lo que hiciera o de lo duro que trabajara, los hados parecían conspirar contra él. ¿Cuántas veces la solución a sus problemas parecía haber estado al alcance de su mano y había acabado por esfumarse en el último momento?

Cuando su padre había acordado su matrimonio con Rietta, Cormac había creído que obtendría la mano de una mujer guapa y de alta cuna, el nombre y el porte de la cual elevarían su propio rango. Por el contrario, le tocó en suerte una desdeñosa y orgullosa arpía que educaba a su hija Honora según su despectiva imagen y atosigaba a su hijo Bram con historias de los pomposos Caballeros de Solamnia, aunque el chico era mucho más parecido a Guerrand, el holgazán y derrochador hermano de Cormac.

Y cuando murió Rejik, y Cormac se convirtió por fin en el señor del castillo de los DiThon, de nuevo había creído que tenía realmente una ocasión para salir adelante. Había pensado que podría pagar las deudas de juego confiando en la herencia. Pero no tardó en descubrir que apenas había dinero para el mantenimiento del castillo, y poca cosa más. Los acreedores de Cormac lo obligaron a vender tierras; entre ellas, el Acantilado de Piedra.

Una vez más, los hados le impedían conseguir lo que quería. Cormac dio un violento golpe sobre el escritorio con la copa de oporto. El vino saltó del fondo de la copa en forma de pera y el oscuro líquido se derramó sobre su mano. Gruñó lleno de irritación y se secó con la parte de los calzones que le cubría los muslos.

—Echarás a perder la única prenda que todavía te cae bien, Cormac, y no te puedes permitir otra, a menos que se trate de algún horrible brocatel que los mercaderes tratan de colocar como brocado genuino.

Cormac levantó la vista y vio a su esposa Rietta que entraba tranquilamente en la habitación. Su presencia le agrió el humor aún más que el hecho de haber derramado el vino.

—¿Acaso un hombre no puede encontrar un poco de paz en su propio castillo?

—No durante el funeral de su hermano.

Con ojos que empezaban a velarse a causa del oporto, Cormac contempló a su mujer. Con treinta y muchos años, Rietta tenía los labios firmes y la piel lisa de una mujer que sonreía en raras ocasiones por miedo a las arrugas. Su severidad se veía reforzada por los cabellos finos y oscuros que llevaba recogidos en un apretado moño cubierto con una resistente redecilla de encaje. Estaba demasiado delgada para el gusto de Cormac; su pecho era una cosa hundida, afortunadamente cubierta por un largo peto que llevaba colgado en torno al cuello. El sigilo y la agilidad de Rietta hacían pensar en un felino, una criatura negra y furtiva que aparecía sólo cuando quería algo y que sembraba malos augurios a su paso.

—Me dejaste sola con todas aquellas viejas chillonas del pueblo, por no mencionar a la señora Berwick y a su dentuda hija —protestó—. Si quieres saber qué pienso, creo que Quinn al evitarla escapó a un destino peor que la muerte —añadió con un ligero estremecimiento.

Cormac pensó que él conocía esa condena en propia carne, y le vino a la mente la popular frase hecha: «Dijo la sartén al cazo: apártate que me tiznas». Pero Rietta nunca pareció apreciar su ironía, especialmente cuando era ella el objeto de la misma. Y decididamente no se encontraba de humor para discutir con ella.

—Si sólo has venido para que de nuevo baje contigo a ese insoportable infierno, te diré que ahora tengo cosas más importantes que hacer.

—Ya teníamos bastante desgracia con que la golfa de tu hermana no nos hubiera bendecido con su presencia —resopló Rietta sin hacer caso de las palabras de Cormac—, pero ¿qué pensará la gente si el mismísimo señor no se presenta para saludar a los que vienen a dar el pésame?

Cormac se sirvió otra copa de oporto y se la bebió de un trago.

—Pensarán que he tenido que seguir ocupándome de gobernar los asuntos de una vasta hacienda. De todos modos, ya me dejé ver una vez y recibí más condolencias de las que podía soportar.

La miró maliciosamente.

—Sin embargo —prosiguió—, se preguntaran dónde debe de estar la señora del castillo.

Rietta era demasiado lista para morder el anzuelo.

—Te he visto salir con Berwick. ¿De qué habéis hablado?

La mujer, sin disimulos, echó un vistazo a la sala, aunque era obvio que Berwick ya se había ido.

Cormac suspiró profundamente.

—Terminamos de hablar de nuestros asuntos, y se fue. Supuse que había vuelto a la antesala.

—Todavía no has desistido de tu propósito de recuperar el Acantilado de Piedra, ¿verdad?

—Mediante un matrimonio, sí. No he podido encontrar ningún otro modo legal dado que Quinn tuvo la inoportuna mala suerte de ser asesinado.

Cormac jugueteaba pensativamente con una pluma de ave que estaba sobre el escritorio.

—Para colmo, me sugirió una brillante manera de utilizar el Acantilado de Piedra para recuperar la fortuna de la familia. Hubiera podido ser un lugar perfecto para edificar un fortín desde el cual exigir un peaje a las embarcaciones que pasan por el río, incluso a los barcos de Berwick provenientes de Fuerte Loma.

Cormac suspiró de nuevo y se sirvió más oporto.

—Pero no podrá ser —añadió.

Con una mirada de desaprobación, Rietta observó la copa.

—Como de costumbre, Cormac, no estás utilizando la cabeza.

—Trato de hacerlo, cuando es posible —dijo Cormac; y la ceñuda mirada que dirigía siempre a su esposa se agudizó—. ¿Debo deducir por tu tono que tienes la respuesta que yo no he sido capaz de encontrar?

—Como de costumbre —dijo la mujer. Se acercó al escritorio, cogió la botella de oporto casi vacía y la puso en un estante alejado—. Y, como de costumbre, está justo debajo de tus narices coloradas como cerezas.

Ante tal afirmación, Cormac volvió a fruncir el entrecejo.

—Propón otro enlace entre las dos familias.

—Por supuesto, ya lo había pensado, pero no es posible que puedas referirte a Honora —repuso Cormac—; tienes ambiciones más elevadas para tu hija que emparentarla con una familia de mercaderes.

Rietta enarcó una de sus finas cejas de color castaño oscuro.

—No seas absurdo.

—Sé lo mucho que ansías la llegada de ese día, pero no puedes aspirar a proponer a Kirah —dijo él, repiqueteando sobre el escritorio con la pluma—. Aun en el caso de que no fuera demasiado joven, su matrimonio supondría que yo tendría que pagar una dote en vez de recibirla; cosa que también ocurriría en el caso de Honora. —Se rascó la sien y reflexionó unos instantes—. Bram también es demasiado joven. Incluso alguien tan desesperado como Berwick por emparentar con la nobleza no aceptaría casar a Ingrid con un chico mucho más joven que ella.

—Ingrid —lo corrigió Rietta—. Tienes razón, Bram está descartado. Se va a convertir en Caballero de la Rosa, como mi padre, y como su padre antes de él, y…

—Sí, lo sé, como todos los hombres Cuissets, hasta remontarnos a Vinas Solamnus —la interrumpió Cormac en una despectiva imitación del tono arrogante de Rietta—. Una pandilla de charlatanes maricones del culo, vestidos con exagerada elegancia y con poderes mágicos.

Si Rietta hubiera sentido el menor respeto por Cormac, aquellas palabras tal vez la habrían encolerizado, pero no lo hicieron.

—Eres tan palurdo, Cormac. Pero esta es una vieja discusión que no tengo ganas de reanudar —dijo, y se alisó la falda aunque no hacía ninguna falta—. Te has olvidado de Guerrand.

Cormac echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante la absurda sugerencia.

—¿No te acuerdas? Eliminamos la candidatura de Guerrand antes de proponer a Quinn. Las razones son las mismas: es holgazán y derrochador.

Rietta se inclinó sobre el escritorio con expresión impaciente.

—Es cierto que las razones son las mismas, pero las circunstancias son distintas. Ahora es el único hijo disponible. Dijiste que Berwick está obsesionado con la nobleza; sólo tienes que convencerlo de que Guerrand ha cambiado.

Rietta se rio de forma silenciosa y despectiva.

—Ese mercader no tiene muchas alternativas con una hija como la suya —añadió.

—¿Y qué pasará si Guerrand no está de acuerdo?

Rietta suspiró exasperada.

—Tendrás que ayudarlo a comprender que no tiene muchas alternativas, ninguna otra, de hecho. Amenázalo con marginarlo. No tiene ningún medio de subsistencia aparte de ti, ¿no es cierto? No ha terminado su adiestramiento de caballero, por consiguiente no puede participar en una cruzada. Apela a su sentido de la lealtad a la familia DiThon. Hazle comprender que debe hacerlo por su familia y por el castillo, y para situarse él mismo en una posición más cómoda.

Las palabras de Rietta le parecieron sorprendentemente razonables, aunque dudaba de que el argumento de una posición más cómoda le hiciera ganar terreno con su indolente hermanastro. Guerrand daba la impresión de estar desapegado de las cosas materiales. Cormac nunca había podido utilizarlas como palanca para moverlo a hacer algo que el joven no hubiera decidido de antemano.

—¡Por Kiri-Jolith, Cormac, tú eres dueño y señor! —exclamó Rietta interrumpiendo las disquisiciones de su marido—. No se lo preguntes, dile simplemente que tiene que hacerlo. Guerrand quería ser mago, no caballero, y, a pesar de ello, tú le obligaste a adiestrarse en la caballería y él parece haberse olvidado de la magia.

En su fuero interno Cormac no consideraba que aquello fuera una victoria, dado que Guerrand se estaba tomando el tiempo más largo jamás visto para pasar de escudero a caballero.

—Si eres tan sensato como creo —dijo astutamente Rietta poco menos que atragantándose con las palabras—, insistirás para que la boda se celebre dentro de dos semanas, el mismo día que fijasteis para Quinn e Ingrid.

—¿Sin un apropiado período de duelo? —inquirió Cormac escandalizado—. Tanta prisa conseguirá que todo esto parezca…, bueno, lo que realmente es: un matrimonio de conveniencia.

Rietta soltó una carcajada.

—No trates de engañarte pensando que alguna vez ha dejado de parecerlo. Nadie se preocupa más por el decoro que yo —dijo—, pero en este caso lo decoroso es menos importante que el hecho de no dar tiempo a Guerrand a cambiar de opinión o a escaparse.

Un ruidito proveniente de cerca de la chimenea subrayó el comentario de Rietta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, y dirigió la vista hacia la zona de la pared de donde había salido el ruido.

Cormac, con un gesto de la cabeza, le quitó importancia.

—Son roedores; desde aquí los oigo sin cesar. Es probable que tengan miles de madrigueras en este viejo castillo.

—Tendré que decir al chambelán que les ponga trampas —dijo la mujer exhalando un pequeño suspiro por su patricia nariz—. Me temo que me he ausentado demasiado tiempo y ahora debo regresar a la antesala. Por lo que a Guerrand respecta, debes hacer lo que te parezca mejor, maridito mío.

Mientras contemplaba cómo la mente de su marido, ofuscada por el oporto, consideraba sus palabras, en el rostro de Rietta se pintó una sonrisa de labios prietos y triunfantes. Sabía que Cormac lo haría, que ya lo había decidido, pero que no se lo iba a reconocer tan pronto. Sabía perfectamente bien cómo convencer a su marido para que hiciera lo que ella quería. No tenía más que proporcionar y plantar la semilla. El propio Cormac, con la ayuda del oporto como fertilizante y con el brillo del sol de la desesperación, haría fructificar la idea.

Mientras se alejaba de la habitación y adoptaba de nuevo su bien ensayada expresión apenada, lo único que Rietta esperaba era que Cormac lo hiciera pronto, antes de que Berwick tuviera tiempo de buscar por otros derroteros.

¡Deprisa, deprisa, deprisa!, chillaba Kirah en el fondo de su corazón, como si quisiera que sus pies se movieran más aprisa en los incómodos límites del lugar por donde tenía que gatear, situado junto al despacho de Cormac. Kirah supo al igual que Rietta que Cormac haría lo que su mujer le había sugerido. La chica jadeó ruidosamente cuando se dio cuenta. Gracias a Habbakuk, Cormac y su mujer atribuyeron el ruido a las ratas. La chica empezó a gatear cuando Cormac se dirigió con determinación a la puerta del despacho. Ella sabía con certeza que Cormac no iba al lavabo.

«¡Esto es mil veces peor de lo que había temido!», gritaba Kirah enfebrecidamente en su interior. Confiaba en que su hermano estaría a salvo gracias a que todavía lo consideraban inadecuado. El apenado y confiado Guerrand no sospecharía la razón por la cual era convocado otra vez al despacho de Cormac hasta que fuera demasiado tarde para escapar.

La pobre Kirah, desde el instante en que se enteró de la muerte de Quinn, comprendió que sólo era cuestión de tiempo que Cormac y Rietta planearan otro complot para recuperar el Acantilado de Piedra. Aquella era la razón más importante, incluso más que su abrumadora pena, por la que había desaparecido. Durante los últimos tres días había pasado tanto tiempo como le había sido posible en el interior del túnel situado junto al despacho de Cormac, a la escucha, y sólo había abandonado el lugar para robar comida en la cocina.

Kirah había confiado en que Berwick les presentaría un hijo desconocido para casarlo con Honora. Ahora sabía que simplemente se había engañado a sí misma porque eso era lo que quería creer. Además, no había caído en la cuenta de que, en tal caso, Cormac tendría que pagar la dote.

Habían sido un par de días muy incómodos, pero había obtenido mucha información. Cormac había permitido que la situación económica de los DiThon empeorara más de lo que él daba a entender a los demás, mucho más. Los costes normales de mantenimiento del castillo eran bastante elevados, pero el gusto de Cormac por los buenos vinos y brandis y los preparativos de la boda aún habían elevado más el presupuesto de mantenimiento de la casa. Sin ir más lejos, la víspera, Kirah había oído una horrible discusión de Cormac con el chambelán sobre el coste del funeral de Quinn.

Mientras doblaba una esquina arrastrándose con manos y pies, vestida aún con las mismas ropas que llevaba cuando se enteró de la muerte de Quinn, se le enganchó la amplia túnica en una piedra afilada. Maldiciendo, dio un tirón a la holgada prenda, oyó cómo se desgarraba y se vio libre de nuevo. Tres días en los túneles le habían dejado la sensibilidad tan maltrecha que incluso se sintió cómoda. Tenía las uñas rotas y las yemas ensangrentadas de tanto rozarlas por los túneles de piedra. Difícilmente podía imaginarse el aspecto que tenía, con telarañas que sobresalían de entre las greñas de cabello grasiento y con la cara manchada. Se le ocurrió pensar en una muñeca terrorífica. No importaba.

En aquel preciso momento a Kirah sólo le importaba llegar a la antesala del velatorio antes de que Cormac o su mensajero pudieran conseguirlo. El problema era que no había ninguna vía directa que, a través del entramado de túneles del castillo, llegara hasta allí. La escalera situada en la parte exterior del despacho de Cormac bajaba casi directamente al vestíbulo cercano a la gran antesala, pero los túneles serpenteaban en torno a las murallas exteriores antes de desembocar bajo la escalera principal.

Kirah reconstruyó mentalmente el laberinto y decidió correr el riesgo. Podía ganar bastante tiempo si conseguía salir de un túnel que desembocara en el comedor; cruzaría esta sala —aunque corría el riesgo de ser avistada— y se metería en un segundo pasadizo oculto que la conduciría a la gran antesala.

Kirah, a toda prisa, bajó dificultosamente por la estrecha chimenea que pasaba entre dos plantas mientras planificaba lo que haría cuando se encontrase en la gran antesala. En primer lugar, empujaría a Guerrand hacia el túnel, pegando patadas y chillando si fuera necesario. La chica sabía que su hermano detestaba aquellos túneles estrechos y llenos de arañas; en cualquier caso, en aquellos momentos a Kirah eso no le preocupaba en absoluto. Tenía que sacarlo de la sala mortuoria.

Decidió que después le contaría lo que había oído desde un escondite. No le resultaría difícil convencerlo de que huyera con ella a Gwynned, tal como él siempre había querido hacer. ¡Por fin Guerrand podría estudiar magia y ella, bueno…, algo haría! «Aprenderé a robar, si es preciso», pensó. La chica tenía cualidades para hacerlo y poseía una cierta experiencia en el oficio. Durante años, de las habitaciones de invitados del castillo de los DiThon habían ido desaparecido pertenencias diversas. Hasta ahora sólo había sido un juego de una chiquilla aburrida, pero estaba segura de que podía convertirse en una profesión.

Cuanto más lo pensaba más le entusiasmaba la idea. Guerrand incluso la podría ayudar con su magia a robar los bolsos más grandes.

Guerrand y ella se convertirían en fugitivos, como los protagonistas de sus cuentos favoritos. El mismo Guerrand la había hecho dormir innumerables veces contándole historias sobre famosos estafadores, timadores y villanos, aventureros que viajaban sin cesar y que vivían de su astucia y de sus poderes mágicos en vez de utilizar la fuerza de las armas. Incluso el honesto y honrado Guerrand no podría dejar de pensar que aquel era su destino.

Kirah era consciente de que el mayor obstáculo sería el siempre a flor de piel sentido de culpabilidad de Guerrand. Era indudable que se sentiría culpable por huir. Ella, no. No tenía tiempo para una emoción tan poco práctica. La culpa era una excusa que utilizaba la gente que tenía miedo de hacer lo que quería. Ella había llegado a la dura conclusión de que si no cogías lo que querías, nadie estaría dispuesto a dártelo. Ya se lo había comentado a Guerrand, y se lo había repetido una y otra vez hasta que, al fin, el joven lo comprendió.

Kirah llegó a un tramo del túnel más alto de lo habitual, aunque no más ancho. Se irguió desde su posición de cangrejo y emprendió una desgarbada carrera para ganar tiempo. Pero tuvo que frenar bruscamente. De repente, tal como había esperado, el túnel dibujaba un pronunciado viraje a la izquierda en torno a la chimenea. Diez pasos más y habría abandonado el túnel a través de una réplica de ventilación situada entre las patas de un pesado aparador; después tendría que arriesgarse a cruzar el elegante comedor. Con un poco de suerte allí sólo habría criados preparando el banquete del funeral que se celebraría aquel mismo día.

Los sirvientes del castillo de los DiThon habían sido testigos de sus idas y venidas durante años y jamás habían hablado de ello fuera de la cocina, pues sentían mucha más simpatía por la diminuta señorita que por su señor. Sin embargo, no estarían dispuestos a mentir directamente por ella, pues el castigo que tal acción acarreaba era inmediato y brutal para toda la familia del criado. Pero Cormac nunca pensó en preguntarles. Consideraba a los sirvientes como si fueran mudos y no tuvieran cerebro, como los ratones, una prueba más de la incapacidad de Cormac para ocuparse de un castillo. Como si hicieran falta pruebas. Kirah rio burlonamente, divertida ante el hecho de que ella conocía mejor lo que ocurría en la fortaleza que su hermano, Rietta o que el decrépito y viejo chambelán.

Delgadas y parpadeantes luces de antorcha danzaban ante ella al otro lado del túnel. Arrodillada, Kirah agarró los barrotes de la rejilla con sus dedos finos y pálidos y empujó con suavidad. Cuando sintió que los pesados barrotes se desplazaban del lugar donde estaban encajados, arrastró la rejilla hacia un lado y la apoyó contra una pata del aparador. Doblada como una contorsionista, pasó la cabeza por la estrecha abertura que había entre dos patas ricamente esculpidas. La fastidiaba mucho tener que perder tiempo recolocando la rejilla, pero no podía dejar pistas.

Apretó los dientes mientras ponía la pesada reja de ventilación de nuevo en su sitio. Encogida como una pelota, pivotó sobre un pie y echó un vistazo desde debajo del aparador. La sala parecía desierta, y pensó que los criados debían de haber ido a por más bandejas. Kirah suspiró profundamente al oler la comida ya servida para el banquete, y su estómago le recordó dolorosamente que apenas había comido en los últimos días.

«No pienses, limítate a correr», se dijo a sí misma. Divisó su objetivo —otra rejilla de ventilación— al otro lado de la habitación y emprendió una loca carrera entre las filas de mesas dispuestas para el banquete, sin preocuparse de no hacer ruido ni de agacharse para no ser vista. Si alguien advertía aquella rauda figura de pelo enmarañado y desgarrada túnica, juraría que había un fantasma en el castillo.

Kirah se metió en el túnel y volvió a colocar la segunda rejilla en el preciso momento en que oyó jadeos y una actividad repentina en el comedor; pero no podía detenerse a escuchar. Tenía que recorrer la distancia correspondiente a dos habitaciones más del castillo antes de alcanzar la gran antesala.

Gateó a lo largo del tramo de túnel que recorría la pared oeste de la gran antesala. Dobló la última esquina hacia la izquierda, vio la rejilla frente a ella y advirtió que el aire era cada vez más caliente. El túnel desembocaba en la enorme chimenea utilizada para calentar la antesala. Las paredes de bloques de piedra tallada estaban tan calientes que no podían tocarse, por lo que la chica se guardaba mucho de arrimarse a ellas.

Con todo, Kirah estaba sudando como un herrero cuando consiguió llegar a la rejilla. Atisbó con los ojos entrecerrados a través de la estrecha abertura. Instalado ante el fuego, el adornado catafalco de Quinn ocupaba su limitado ámbito de visión. El hecho de situar al muerto junto al fuego era una costumbre local —una superstición, en realidad—, que tenía por objeto conservar caliente el alma del ser querido durante su largo viaje al más allá. A la jovencita nunca le pareció una buena costumbre. Sintió aversión y arrugó la nariz. El aire viciado y caliente se había vuelto denso con el hedor del muerto, que no podía disimularse por más hierbas aromáticas que se utilizasen. Trató en vano de apartar aquel olor de sus fosas nasales.

Atisbando bajo la brillante iluminación de las antorchas, al fin divisó a Guerrand entre la muchedumbre. Se hallaba lejos, a la derecha de Quinn. Estaba de espaldas a ella y tenía los hombros caídos por el abatimiento. El corazón de la chica le dio un vuelco. Su hermano aún estaba allí, y estaba solo.

—¡Guerrand! —susurró a través de los barrotes, pero no obtuvo respuesta—. ¡Guerrand! —repitió más fuerte.

Pero el joven no dio la menor señal de haberla oído a causa del rumor del fuego o tal vez absorbido por sus propios pensamientos. La chica se decidió a jugarse el todo por el todo.

—¡Rand! —gritó con fuerza, como si se encontrara en unos establos lejanos. Vio cómo el joven se sobresaltaba y volvía la cabeza bruscamente buscando el rostro familiar asociado a aquella voz. Volvió a gritar. La mirada de Guerrand se dirigió al lugar de donde provenía el grito, y con los ojos buscó entre las sombras, a la derecha de la chimenea.

—¿Kirah? —exclamó reconociendo su voz con facilidad, aunque todavía no la había localizado—. ¿Dónde estás?

—¡Aquí abajo! —gritó ella—. ¡Detrás de la rejilla, junto a la chimenea!

Los ojos del joven por fin encontraron lo que buscaba.

—¿Qué estás haciendo ahí dentro? Estaba preocupado por ti. ¿Por qué no sales? Tienes que hacerlo, sabes, por Quinn…

—¡Olvida todo eso! —susurró ella—. ¡Tienes que salir de esta sala ahora mismo! Cormac está al llegar y te va a decir…

—¿Lord Guerrand?

Cuando oyó la voz del criado, el corazón de Kirah dejó de latir dos veces.

—¡No le escuches, Rand! ¡Todavía hay tiempo! ¡Métete en el túnel conmigo!

Pero Guerrand no sabía que tenía motivos para temer al criado. Frunció el entrecejo hacia la histérica voz de su hermana y dio media vuelta.

—¿Qué ocurre, Pytr?

—Lord DiThon quiere que os presentéis de inmediato en su despacho.

Guerrand se quedó asombrado.

—¿Ahora? ¿Durante el velatorio? —preguntó mientras sacudía su oscura cabeza—. Por favor, dile a mi hermano que me reuniré inmediatamente con él cuando haya terminado el velatorio y haya empezado el banquete.

Pero Guerrand vio con sorpresa como el sirviente lo cogía del brazo con mano firme.

—Tengo órdenes de llevaros a su presencia ahora mismo —exclamó apretándole el brazo con más fuerza.

—Suéltame, Pytr —ordenó Guerrand con voz tan firme como los dedos del criado en su brazo. Trató de quitárselo de encima, pero sin el menor éxito.

—¡Te lo dije, Rand! —susurró Kirah, sin preocuparse de ser oída por el criado—. ¡Y ahora, ven!

Confuso, Guerrand no tenía un temperamento capaz de soltarse y precipitarse por el túnel tal como la impetuosa Kirah hubiera deseado. Además, el joven no quería abandonar su lugar al lado de Quinn.

—Ahora no, Kirah —dijo de forma cortante, haciéndole perder las últimas esperanzas.

No obstante, la cólera de Guerrand se dirigió al insolente criado.

—Te lo advierto, Pytr —le dijo en voz grave y amenazante—, suéltame el brazo. Ni siquiera Cormac desearía que se produjera una escena desagradable sólo para conseguir que obedezca sus mandatos.

—Cumplo órdenes, señor.

Los ojos de Guerrand se estrecharon con furia. Lo bastante encolerizado como para pegar un puñetazo, trató de deshacerse del agarrón. Entonces advirtió la presencia de otros dos corpulentos sirvientes que, con la vista clavada en él, avanzaban entre la muchedumbre para ayudar a Pytr. Guerrand no podía imaginarse qué había obligado a Cormac a tomar tales medidas; siguió forcejeando con Pytr mientras dirigía la vista a los ojos cerrados de Quinn.

«¿Qué será más deshonroso, abandonarte a mi pesar o pelearme ante tu catafalco?». A Guerrand no le costó mucho tomar una decisión: la solemnidad de aquel momento no podía profanarse. En silencio, le prometió a la inmóvil figura de Quinn que regresaría lo antes posible.

—Voy a ir ahora mismo, Pytr, pero vas a lamentar tu manera de proceder.

Guerrand no estaba dispuesto a ir escoltado como un vulgar prisionero. Dio una última y violenta sacudida con el brazo y consiguió librarse de la mano de Pytr. Enderezó los hombros y se dirigió hacia la puerta situada delante del contumaz criado.

Tras la rejilla, Kirah emitió un ahogado grito de angustia y hundió la cabeza en sus manos sucias. Le había fallado a Guerrand. La chica, a quien la muerte había ya arrebatado a tantos, sabía en lo más profundo de su ser que estaba siendo testigo de la pérdida de su segundo hermano en tres días.