Capítulo 18

Mientras recorría la orilla del estrecho iluminada por la luz de la luna, Lyim silbaba Tres escotas al viento. En Dorcestars, una casa de huéspedes con dos habitaciones situada en la carretera que iba de Thonvil a Fuerte Loma, un marinero le había enseñado la cancioncilla. Después de la victoria en el castillo de los DiThon, el aprendiz había pasado allí varias jornadas deliciosas, prisionero de los pálidos y carnosos brazos de la hija del posadero, a la espera del siguiente barco mercante que se dirigiera hacia el sur. Emocionado por la cerveza, la pasión y la victoria, el aprendiz se puso a cantar:

Canta mientras el alcohol te anime,

Canta porque ves doble:

brillan seis lunas en el cielo

y la fea Jane se transforma en la adorable Linda.

Lyim bebió el último trago de la botella que la llorosa Nivi le había dado para que no tuviera frío, volvió sus ojos fatigados hacia el cielo, hacia las lunas blanca y roja, y recordó vagamente que aquella noche la luna negra se alinearía con ellas. Qué raro, pensaba el joven, precisamente haber aprendido esta canción el día de la Noche del Ojo. El arte imitaba la vida. La voz de Lyim se elevó de nuevo en el helado aire nocturno:

Canta al valor de un marinero,

canta mientras empinas el codo,

tu puerto es un oporto rubí,

iza tres escotas al viento.

Ciertamente las cosas marchaban viento en popa para el exultante Lyim; sin duda, se lo había ganado. No obstante, a diferencia de la canción, su puerto no era un muelle lleno de vino sino Fuerte Loma. No tardaría en enrolarse en otro balanceante barco y no volvería a probar ni una gota de vino hasta Palanthas.

Semejante perspectiva amenazaba con deprimirlo y trató de no pensar en ella. Echó la cabeza hacia atrás dispuesto a cantar otra estrofa, pero un destello sobrenatural resplandeció en la costa, donde el páramo se convierte en acantilado, y le obligó a detenerse.

¿Una jugarreta del vino? ¿O de la alineación de las lunas? Lyim agitó la cabeza y parpadeó insistentemente. El resplandor no cesaba. La curiosidad y las ganas de posponer el inicio del desagradable viaje por mar, llevaron a Lyim a virar a la izquierda desde la orilla. Sólo le costó unos minutos cruzar el páramo en dirección a las colinas. Con flexibles articulaciones, trepó apresuradamente por la ondulada ladera acercándose a los extraños destellos de colores. El calor de la borrachera no le permitió advertir la gélida brisa que se levantó de forma súbita e inexplicable.

Bajo el insólito resplandor de las lunas, Lyim distinguió varias figuras que se movían por la colina, más arriba de donde él se hallaba, cerca de lo que parecían ser un par de enormes rocas rectangulares. Trató de concentrar la mirada, pero no podía ver con la suficiente nitidez, por lo que se vio obligado a acercarse cautelosamente. Se escondió tras unos arbustos pisoteados sin saber si se aproximaba a magos amigos o enemigos.

Ahora el aprendiz se encontraba lo bastante cerca para oír una acalorada conversación.

—… lancé al invisible acosador contra ti y contra aquel desgraciado aprendiz que Par-Salian me endosó.

—O sea que has estado tratando de matarme…

Las voces le resultaban conocidas, aunque era incongruente que las escuchara allí. Como en un sueño, Lyim atisbó por detrás de los arbustos. Lo que vio transformó en hielo el vino que llevaba en las venas haciendo que inmediatamente se sintiera sobrio.

Belize vigilaba a Guerrand, que estaba atrapado en el interior de una extraña jaula de tentáculos. La escena era demasiado inesperada, demasiado impresionante para ser creíble. ¿Qué estaban haciendo allí… los dos juntos? ¿Acaso Belize se había enterado del viaje realizado por cuenta de Guerrand y estaba castigándolo? El razonamiento era demasiado ridículo y, sin embargo, era la única conexión que podía establecer entre su maestro y su amigo. Algo le indicó a Lyim que escuchase un poco más antes de acercarse y pedir una explicación.

El horror del aprendiz aumentó cuando oyó que Belize revelaba que había tramado la muerte del hermano de Guerrand. Lyim aún no podía encontrar ningún sentido a lo que sucedía, no podía encontrar ninguna explicación a las maquinaciones del brujo. Pero no podía negar la opinión que Belize tenía de él, lo cual facilitó la decisión de reubicar su propia lealtad.

Lo que sucedía en la ladera de la colina empeoraba por momentos. Lyim vio cómo Guerrand tajaba bruscamente contra los tentáculos y escapaba de la jaula; cómo cargaba contra Belize con la espada y se detenía al ver que el arma se había transformado en una rama. Una enorme mano se alzó ante su amigo, pero Lyim seguía sin saber qué podía hacer para ayudarlo. Entonces, los acontecimientos tomaron un giro aún más insólito: un pájaro se estrelló contra Belize pero, inexplicablemente, fue Guerrand quien se desplomó apretándose el costado.

El impetuoso aprendiz creyó que cualquier encantamiento sería mejor que aquella extraña indecisión. No necesitaba ningún componente para realizar lo que se le ocurrió.

Boli sular —musitó Lyim, y retuvo el aliento a la espera de la reacción de Belize.

Guerrand se sujetó las costillas tratando de apaciguar la horrible quemazón del costado derecho. La punzada de dolor le alcanzó el pecho y no se detuvo hasta llegar al hombro derecho. Sabía que el tormento que experimentaba era una réplica exacta de las lesiones de Zagarus, de modo que con gran sufrimiento se dio la vuelta hasta ver el lugar en el que Zagarus había caído. El ave amiga de Guerrand estaba tumbada en tierra, como si la hubieran estrujado, pero de vez en cuando aleteaba esforzándose por incorporarse. Tras dificultosos intentos, la gaviota cayó de espaldas y se quedó inmóvil. Guerrand miró en su interior, temiendo ver el vacío de su alma. Suspiró aliviado: Zag vivía. La conexión —la inexplicable presencia— que había percibido desde que conjuró al pájaro seguía existiendo.

Entonces Guerrand advirtió que la pequeña estatuilla de Esme yacía en tierra junto a la gaviota, lejos de Belize, a salvo, al menos por el momento.

El dolor que sentía en el costado estaba empezando a palpitar, así que hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban para darse la vuelta y mirar hacia los pilares. La gigantesca mano seguía interponiéndose entre él y Belize. Tumbado boca abajo, el aprendiz vio durante breves instantes cómo Belize inspeccionaba de nuevo el arcón.

En aquel preciso momento, una inconmensurable corriente de rabia emergió del mago. Guerrand vio que el experto brujo se agarraba furiosamente la cara con las manos. Cuando las retiró, tenía los ojos completamente negros, como aceitunas, ciegos, sin vida.

—¿Quién se atreve a cegarme? —rugió Belize, mientras se daba la vuelta lentamente como si aún pudiera ver.

Guerrand no entendía nada. ¿Quién había lanzado un encantamiento cegador contra Belize?

Gruñendo de frustración, el experto mago se resignó a sufrir las consecuencias del sortilegio más sencillo que podía utilizar para recuperar la vista. Sabía que el rayo de magia disipadora eliminaría los encantamientos que mantenía en vigor, pero, a pesar de todo, realizó inmediatamente el sortilegio de la vista. Una luz brillante, todavía invisible para él, se formó con objeto de iluminar la oscuridad de su visión. En un abrir y cerrar de ojos, el pequeño rayo de luz surgió del experto brujo y chocó con la gigantesca palma mágica; la mano se desintegró en un remolino de humo que acabó por desaparecer. La luz se desplazó rápidamente a la parte superior de la vacía jaula de tentáculos y la hizo desaparecer en el interior de la tierra sin dejar el menor rastro.

Pero el efecto de la magia disipadora aún no había terminado; el brillante rayo tanteó varias direcciones y se lanzó hacia donde yacía la estatuilla de Esme. La figurita se movió y enseguida empezó a crecer, hasta que la mujer de carne y hueso apareció tumbada sobre la ladera de la colina. Seguía mortalmente inmóvil, como si todavía fuera una figurita, pero afortunadamente estornudó, se estremeció y volvió a la vida. La chica agitó la cabeza para despejarse, consiguió arrodillarse y miró en torno llena de confusión.

—Esme —susurró Guerrand—. ¡Aquí!

Al divisar a Guerrand, la joven se le acercó lentamente, entorpecida por la pierna entablillada; le tocó con ternura una barbuda mejilla y a modo de saludo le ofreció una incipiente sonrisa de alivio.

—¿Qué le pasó a Zagarus? ¿Cómo escapé de Belize?

—¿No podías ver nada cuando eras una estatua? —preguntó el joven. Esme agitó la cabeza— Zag nos salvó la vida a ambos. Se lanzó contra Belize y consiguió arrancarte del cuello del mago para distraer su atención y evitar que me matara —añadió, e hizo una mueca de dolor al mover el costado herido—. Hizo un buen trabajo, pero no pudo evitar que Belize lo golpeara con un proyectil mágico que también me alcanzó a mí, pues estamos enlazados. Me temo que no puedo utilizar el brazo derecho.

Esme observó con preocupación el brazo de Guerrand y luego a la inmóvil gaviota.

—¿No estará…?

—No, sólo está inconsciente. Zag no soporta bien el dolor.

—Belize está tratando de abrir la puerta que le permitirá entrar en la Ciudadela Perdida —le dijo Esme a Guerrand sin más preámbulos. Desgarró el dobladillo de su camisa para cortar un par de anchas tiras y rápidamente envolvió con ellas el ala y el costado derecho de Zag—. No creo que podamos matar a un mago tan hábil, pero quizá podamos retrasarlo hasta que la convergencia haya terminado.

—Parece que hay otro mago… —exclamó Guerrand frunciendo el entrecejo.

¡Digas ne vimi!

Ambos aprendices alzaron los ojos al oír las palabras con las que Belize conjuraba otro encantamiento. Pero el sortilegio no estaba destinado a ellos. El experto mago de túnica roja tenía los brazos abiertos en dirección al mar. Un ahogado jadeo llegó a oídos de los jóvenes desde el otro lado de los pilares.

Guerrand y Esme se pusieron en pie a tiempo de ver cómo Lyim Rhistadt era violentamente apartado de unos arbustos por una fuerza invisible.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Esme.

Guerrand sacudió la cabeza sin dejar de mirar a Lyim en ningún momento.

—Es una larga historia.

Suspendido tres metros por encima del suelo, el aprendiz de Belize pateaba y se debatía contra algo monstruoso e invisible que lo agarraba. A pesar de sus esfuerzos, Lyim vio cómo se elevaba aún más, hasta que, sin poder evitarlo, flotó hacia Belize.

—M… me estás aplastando —farfulló Lyim.

El aprendiz tenía las costillas visiblemente oprimidas bajo la invisible garra y casi no podía respirar. El joven mago quedó suspendido sobre el maestro. Belize miró a su aprendiz con expresión más triunfal que sorprendida.

—Parece que esta noche tengo muchas visitas —dijo el experto mago empequeñeciendo los ojos hasta convertirlos en maliciosas rendijas.

»Tú, más que nadie, hubieras tenido que saber que no te convenía rebelarte contra mí.

—¡Te he reverenciado toda mi vida! —jadeó Lyim respirando con suma dificultad—. Eres el más grande, el más poderoso mago que ha existido jamás. ¿Por qué arriesgas tu cargo de Maestro de la Orden Roja?

—La consideración en que me tengan los pobres humanos es «esto»… —dijo Belize, y escupió con displicencia—, comparada con el hecho de adquirir el conocimiento mágico de los dioses.

Dicho esto, Belize comprobó la situación de las lunas y enseguida se volvió para meter las manos en el arcón reforzado con hierro. Lentamente, como si levantara algo muy frágil y de gran valor, extrajo una giratoria esfera de fuego. La bola daba vueltas entre los dedos del brujo, giraba arremolinadamente, parpadeaba, y sólo parecía controlable por la voluntad de Belize. Con gran concentración, el mago se volvió y alargó los brazos para que la energía de la bola se acumulara entre los dos pilares de piedra.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Esme—. Está preparando su portal.

Guerrand asintió con la cabeza, igualmente preocupado por la azulada palidez del aspecto de Lyim. Si conseguían distraer a Belize, tal vez el enojo del mago le haría olvidarse de Lyim…

—Tengo una idea que sin duda enfurecerá a Belize —dijo Guerrand—. ¿Qué tal realizas el encantamiento de los escudos?

—Bien, como siempre —respondió la chica, sonriendo ante la perspectiva.

—Perfecto. Me llevará unos instantes preparar mi sortilegio. Si pudieras sacarme los guisantes secos de la bolsa… —dijo el joven señalando con la cabeza su brazo lastimado. Esme deslizó los guisantes en la mano del aprendiz y este cerró los ojos, esforzándose por recordar exactamente las palabras simbólicas del raramente utilizado sortilegio.

Esme, que tenía las palabras de su propio encantamiento a punto, mientras esperaba, observaba llena de angustia a Belize. El globo de luz intermitente que el brujo había situado entre los pilares llameaba con furia y alcanzaba el doble del tamaño inicial. La intimidante luz resplandecía en las superficies labradas de los pilares.

Después, Belize sacó una serie de redomas y vasijas del arcón y las arrojó al arremolinado y pavoroso fuego mientras musitaba frases arcanas y gesticulaba ostensiblemente. El violento globo creció de manera uniforme hasta que sus lenguas azules empezaron a lamer las piedras grises. Entonces fue cambiando de forma, empezó a aplanarse y alargarse hasta convertirse en un óvalo.

Estivas nom —pronunció Guerrand al fin, y Esme sintió un gran alivio.

Un muro de niebla denso y ancho surgió del aire y se situó entre el experto mago y las lunas. Esme invocó a toda prisa el escudo invisible.

En un instante, Belize se volvió hacia ellos con el rostro oscurecido como una nube de tormenta.

—Dispersad la niebla inmediatamente —ordenó.

—Hazlo tú mismo, si tienes tantas ganas de ver el alineamiento de las lunas —dijo Guerrand despectivamente.

—No pienso malgastar energía ni tiempo en un encantamiento. Pero lanzaré a vuestro amigo a través del inacabado portal —dijo el brujo. La invisible garra agitó a Lyim como si fuera un muñeco de trapo—. Ya habéis visto lo que sucede.

—Rand, no lo hagas… —farfulló Lyim con gran esfuerzo.

Guerrand y Esme se miraron horrorizados. La chica inclinó ligeramente la cabeza, y Guerrand inmediatamente echó al aire el último de sus guisantes provocando una ráfaga de viento que se llevó la niebla hacia el estrecho.

Belize echó hacia atrás su cabeza medio calva.

—¡Ingenuos patanes! —rugió entre carcajadas. Levantó el brazo y Lyim se vio arrastrado, como si estuviera atado con una correa, hacia la girante bola de fuego situada entre los pilares. A través de la pared de arremolinados colores, Belize retorció por detrás el brazo de Lyim hasta el hombro. El joven aprendiz chilló y se debatió con las últimas fuerzas que le quedaban para lograr escapar, pero la presa era implacable. Con ojos desorbitados, el joven pateó y golpeó en vano a la invisible fuerza que lo tenía sujeto y le torturaba el brazo.

Guerrand se tapó los oídos, pero seguía oyendo el horrible chillido, un grito que parecía salir del alma de Lyim. El prolongado gemido hendió la noche y atenazó los nervios de Guerrand, que al fin fue capaz de rebuscar frenéticamente en su cabeza algún encantamiento para ayudar a Lyim.

Y entonces terminó la tortura. Liberado de forma repentina de la invisible presa, tambaleándose, Lyim retrocedió desde el portal y cayó al suelo, inconsciente a causa de las torturas que había sufrido.

Guerrand y Esme miraron el brazo de su amigo y jadearon. La manga estaba desgarrada y dejaba ver un apéndice que ya no podía llamarse brazo. En vez de carne, el miembro era un amasijo retorcido, cubierto de escamas marrones, rojas y doradas, dispuestas simétricamente y formando anillos y hélices. Y en el extremo del miembro, donde tenía que haber estado la mano, aparecía la cabeza de una serpiente de malévolos ojos, negros como la tinta. La repugnante criatura siseaba y mostraba y ocultaba la lengua sin cesar.

Belize miró con expresión satisfecha el brazo-serpiente.

—Estos portales contienen con frecuencia lo que ha quedado con vida de centenares de aventureros fracasados —explicó en tono informal—, que como pulgas famélicas se echan encima del primer nuevo viajero que encuentran. Vuestro amigo me ha facilitado la entrada generosamente.

Belize soltó una carcajada, un sonido cruel y siniestro que duró un breve instante; luego, telecinéticamente arrojó a un lado el deforme cuerpo de Lyim y rebuscó una última vez en su arcón reforzado con hierro. Sacó un delgado y frágil libro, lo abrió y lo mantuvo en alto para comparar sus dibujos con las posiciones de las tres lunas en el firmamento.

Siguiendo la mirada del mago, Guerrand advirtió que el «ojo» parecía perfectamente alineado: un círculo de negra sombra correspondiente a una de las lunas, luego el color rojo y el blanco amarillento de las otras dos. En aquel preciso momento, la arremolinada masa que Belize había creado entre los pilares se expandió emitiendo una insoportable luz levemente púrpura. Los pilares de mármol parecieron vibrar bajo los efectos de la radiación lumínica del portal, efectos que se extendieron rápidamente hasta que todo el altiplano osciló y se movió como la cubierta de un barco. Una columna de luz de colores entrelazados, blanco, rojo y negro, se alzó hacia el cielo y se dividió en tres cuerdas que enlazaron a cada una de las lunas con los esculpidos pilares de mármol.

Pero el hecho de ver de cerca un evento tan impresionante había dejado paralizados a los dos aprendices de magia. Estaban contemplando algo indescriptiblemente antiguo, una forma de magia tan ancestral que había sido olvidada mucho antes del Cataclismo.

Los ojos de Guerrand siguieron el rayo celestial hasta un lugar donde centenares de vetas de brillante luz blanca se extendían hasta las estrellas formando un flotante puente interestelar, como si la luz estuviera dibujando el perfil de una nueva constelación.

Belize dio unos lentos pasos en dirección a ese puente celestial.

—Es demasiado tarde para detenerlo —susurró Esme, apretando y aflojando los puños, llena de frustración.

—No, mientras pueda verlo —exclamó furioso Guerrand, y se desembarazó de la fascinación que sentía de modo que fue capaz de visualizar los signos de los pilares. Una vez más identificó dibujos en lo que sólo parecían garabatos hechos al azar. A la luz de las tres lunas, Guerrand forzó su mente más de lo que Justarius le había pedido nunca.

Bajo la escrutadora mirada de Guerrand, los signos se movieron, se torcieron y se contorsionaron. Mantenían su posición relativa, pero sugerían movimiento girando en una sutil progresión de nuevas configuraciones.

Guerrand lo comprendió de forma tan repentina como el impacto de la lanza de un oponente en una justa. Las vibrantes luces, el arremolinado portal y el puente se habían creado a partir de un dibujo que el joven podía leer con tanta facilidad como un libro de texto.

Pero antes de que el aprendiz pudiera utilizar ese descubrimiento, Belize dirigió una última y calculadora mirada al cielo, avanzó sin vacilar a través de la cortina de color que se arremolinaba entre los pilares y penetró en el impresionante y resplandeciente puente de luz flotante que se extendía hasta las lunas. Bajo sus pies, el puente giró y osciló de un lado para otro, pero el experto mago se agarró a los rayos luminosos y continuó subiendo: era como una mancha roja sobre el oscuro cielo estrellado. Parecía que aumentaba de tamaño a cada paso que daba hacia la Ciudadela Perdida.

Guerrand se precipitó hacia los pilares, como si pudiera agarrar a Belize con las manos. Lo que vio entre los pilares se asemejaba más a un túnel que a un puente. El poderoso mago casi había llegado a medio camino de la Ciudadela Perdida, iluminado desde atrás por un resplandor más deslumbrante que el de mil velas.

Guerrand cerró los ojos ante el resplandor, pero la luz le quemaba a través de los párpados y le grababa imágenes multisensoriales. Jamás sabría con certeza si aquello ocurrió realmente o si él había conjurado algún espejismo. Pero la visión era más real, más vívida que su propia vida.

Relucientes verjas de oro, no muy distintas a las de Wayreth, surgían de una capa de un par de palmos de niebla caliente y húmeda. Tras ellas se encontraba el origen de la radiación que quemaba los ojos de Guerrand. Como minerales en bruto, sin tallar, tres inmensos diamantes piramidales cortaban la flotante niebla, se alzaban y atravesaban la negrura del espacio. Las múltiples facetas de las gemas reflejaban los cimientos sobre los cuales se habían construido todas las cosas terrenales, como si sobre el universo se hubiera dispuesto un espejo capaz de revelar una vastísima y complejísima estructura. De alguna manera, la ciudadela transmitía la idea de que había adquirido honestamente su sabiduría, de que sus muros mineralizados se habían alzado a partir de la tierra del mismísimo Krynn y de que, hacía muchos años, los mismísimos dioses de la magia los habían transportado más allá de los círculos del universo.

La atracción de la ciudadela era fuerte. Habría sido fácil entrar en el túnel y unirse a Belize en el proceso de adquisición de la sabiduría de los dioses. Pero haber sido testigo de la magnificencia de la ciudadela había convertido en prioritario impedir que Belize entrara en ella; el experto mago rojo no se lo merecía, si es que algún mortal podía ser digno de tal merecimiento.

Con una brutal sacudida, Guerrand se liberó bruscamente de la influencia del túnel. Suspiró profundamente para recuperarse un poco y exploró de nuevo todos los rincones de su mente. Los encantamientos que había memorizado diariamente se habían convertido en pautas impresas, en las claves para desbloquear todas las energías mágicas. Guerrand leyó esas sencillas pautas de encantamientos y extrajo su energía, pero entonces las combinó con los símbolos mucho más complejos de los pilares y lo reestructuró todo para conseguir un nuevo objetivo, un encantamiento de su propia invención.

A una indicación suya, una nueva columna de atorbellinada luz roja emergió violentamente de sus dedos y penetró en el portal de Belize. La brillante columna avanzó velozmente por el puente, adelantó al sorprendido mago y continuó hasta llegar al lugar en el que el puente estaba anclado a las lunas. Entonces, la columna de energía de Guerrand cortó como si fuera un cuchillo los extremos del puente de Belize, eliminando el enlace con las lunas. El aullido de rabia y miedo del experto mago hizo temblar las estrellas. Cuando el puente se agitó como la cola de una serpiente, el mago se agarró desesperadamente a la baranda. La cuerda de luz de Guerrand redirigió el puente hasta situarlo en la cima de la colina. Bajo el resplandor lunar el puente parecía una enorme herradura, brillante como las estrellas.

Finalmente, agotadas sus energías, Guerrand se arrodilló; le dolían la cabeza y la herida del costado. Entre goterones de sudor, el aprendiz miró al cielo en el preciso momento en que la oscura Nuitari se desplazaba lentamente del centro de la roja Lunitari. Las tres bandas de luz que formaban el puente, de forma súbita, se unieron en una sola columna que, acto seguido, se partió por la mitad. La parte inferior se estrelló junto a los pilares de mármol hincados en tierra, mientras que la superior salió disparada y desapareció entre las estrellas. Con lentos movimientos en espiral dirigidos hacia dentro, la mismísima verja empezó a oscurecerse y a menguar, hasta que los vibrantes colores, que casi deslumbraban la vista, se desvanecieron y adquirieron el oscuro rojo anaranjado del horno de un herrero.

Un esotérico e intimidante silencio invadió la colina.

—¿Cómo lo conseguiste, Rand? —preguntó Esme suspirando, mientras lo miraba con renovado respeto—. ¿Qué hiciste con Belize?

—Espero que se esté pudriendo en el Abismo por lo que me ha hecho —gruñó Lyim con una mueca de dolor debida al esfuerzo de haber enviado aire a sus pulmones seriamente dañados.

—Tu brazo… —empezó a decir Guerrand, alargando la mano.

—Es una serpiente —acabó la frase Lyim con rabia—. Me horroriza, pero no más que la idea de que os doy lástima. No podría soportarlo.

Guerrand sabía que el único modo de ayudar a su amigo era salvaguardar su amor propio, y por consiguiente apartó la vista. En aquel preciso momento, los colores en torno a la puerta menguante llamearon brevemente y atrajeron la atención de los tres jóvenes. Una figura tropezó entre los pilares provocando un fuerte estallido; cayó sobre la aplastada hierba y rodó por el suelo hasta chocar con el arcón de Belize. La tierra empezó a temblar y los pilares esculpidos oscilaron y se balancearon. Guerrand saltó hacia atrás para situarse junto a Esme y Lyim en el preciso instante en que las columnas de mármol crujieron y se desplomaban aplastando en su caída a la misteriosa figura. Los arremolinados colores de la verja se disiparon por completo y la cima de la colina quedó otra vez bañada solamente por la débil luz de las lunas.

—¿Qué es? —farfulló Esme, señalando con la cabeza hacia la amorfa figura.

Haciendo de tripas corazón, Guerrand avanzó entre los destrozados bloques de mármol y se acercó al arcón. Al reconocer la cara de Belize en un cuerpo purulento de carnes flácidas y ulcerosas como los que había visto en el laboratorio del experto mago, se le revolvió el estómago. Una aleta informe trataba de alcanzar la tapa del arcón. Lo que quedaba de la boca del brujo se movía temblorosamente, los ojos sin párpados saltaban de un lado para otro revelando su tormento. Guerrand se llevó una mano a la boca para no vomitar.

—Según parece, el Maestro de los Túnicas Rojas ha estado siguiendo los pasos de los Túnicas Negras durante algún tiempo.

Guerrand levantó la cabeza al oír el sonido de una voz familiar. Justarius se inclinó para recoger las quemadas y arrugadas hojas del libro de encantamientos de Harz-Takta que se hallaban junto a lo que quedaba de Belize.

—Determinada información es mejor no recuperarla —dijo.

Luego dirigió una severa mirada al cuerpo de Belize.

—Con frecuencia se dejó llevar por el orgullo fatal de permitir que el amor por sí mismo suplantara su pasión por la magia. La magia siempre tiene que ser lo primero.

—¿Cu… cuándo llegaste? —tartamudeó Guerrand apoyándose en Esme.

Justarius se recostó en un bloque desprendido de los pilares de mármol y se ajustó la túnica para protegerse del frío viento que soplaba en el estrecho.

—En realidad, fue muy sencillo. Tus comentarios sobre las investigaciones que Belize llevaba a cabo me inquietaron, y cuando me teletransporté a Wayreth tuve la certeza de que lo que él estaba realizando no eran experimentos fútiles. Par-Salian coincidió conmigo en que todo aquello parecía ser el resultado de experimentos con portales de transporte.

Se sopló las manos para calentarse.

—Ladonna reconoció el nombre de Harz-Takta; un milenio antes, había sido un Túnica Negra considerado demasiado nefasto incluso por su orden.

»Este hecho —explicó Justarius— me preocupó lo suficiente como para que de forma inmediata interrogara a mi bola de cristal acerca del paradero de Belize: la respuesta fue este lugar. Sabedor de los planes de Belize, me teletransporté hasta aquí, pero tú ya le habías impedido la entrada a la Ciudadela Perdida —añadió el experto mago rojo al tiempo que arqueaba irónicamente una ceja con una expresión que los dejó confusos—. A propósito, ¿no se suponía que teníais que aguardar mi regreso en vuestras habitaciones?

El rostro de Esme se volvió carmesí.

—¿Qué nos ocurrirá? —susurró la chica, rodeada por el brazo de Guerrand.

—Considerando que los delitos de Belize motivaron vuestra conducta, Par-Salian y Ladonna están de acuerdo en olvidarse de vuestras transgresiones. No obstante, dadas las circunstancias actuales, creo que debemos dar por terminado vuestro aprendizaje —dijo finalmente con voz grave.

—¿Quieres decir que nos echáis? —gritó Guerrand, indignado.

—Quiero decir —dijo Justarius con gran énfasis— que os he enseñado todo lo que puedo. Ambos os manejáis de forma admirable ante grandes adversidades —añadió, señalando con la cabeza hacia el enorme vacío que había dejado la verja de Belize—. El encantamiento que Guerrand ideó para derrotar a Belize demostró una auténtica inspiración.

Con gran alivio, Guerrand exhaló un suspiro y sonrió con expresión autocrítica.

—Querrás decir que fue una inspiración causada por la desesperación.

—Sin embargo, el resultado demuestra que dominas la técnica de la visualización —explicó Justarius después de encogerse de hombros; luego sonrió—. Además, tienes la mala costumbre de flexibilizar las reglas, una característica que has contagiado a Esme —añadió, dedicando una afectuosa sonrisa a la chica—. Es una cualidad que no es buena para los aprendices pero en cambio es formidable en los magos.

—¿Qué le sucederá a Belize? —susurró Esme mirando los restos del brujo con no disimulada repulsión.

—Será conducido ante un tribunal para determinar su situación —explicó Justarius—. Si se considera que es un renegado, será ejecutado inmediatamente de acuerdo con las reglas de nuestra orden. La conducta impredecible de un renegado es una amenaza para el delicado equilibrio entre el Bien y el Mal —añadió, empujando con el pie la monstruosidad en la que Belize se había convertido—. Sinceramente, no creo que viva lo suficiente para presentarse ante un tribunal, pero está en su derecho.

—¿Qué pasará con su desfigurado aprendiz? —preguntó Lyim desde la protectora oscuridad; y el suave silbido de una serpiente les recordó que, en la batalla de aquella noche, Lyim se había llevado la peor parte—. Me he quedado sin maestro, sin mano… —empezó a decir, pero la voz se le quebró— y sin saber adónde ir.

—¡No es cierto! —gritó Guerrand—. Puedes venir conmigo… —se interrumpió para mirar a la joven, que asintió con la cabeza— con nosotros. Te debo mucho, Lyim.

—Pues mi forma de pagaros será cogeros de las manos —dijo Lyim, y, ante la asombrada expresión de Guerrand, se rio de forma rara, intimidante, sin el menor atisbo de humor—. Ah, Rand, ¿dominarás alguna vez tu siempre a punto sentimiento de culpabilidad?

Justarius rompió el embarazoso silencio.

—Lyim necesita más ayuda de la que vosotros podéis darle. La decisión, por supuesto, le corresponde sólo a él.

—¿Qué me estás ofreciendo? —preguntó Lyim. La serpiente que ocupaba el lugar de su mano siseó de nuevo bajo la oscura sombra de los destrozados pilares.

—Lo que ofrecería a cualquier aspirante a mago —dijo Justarius simplemente—: Una habitación en Wayreth para que descanses y te cures hasta que consigas un nuevo maestro. Esta es una de las funciones básicas de la torre, un privilegio reservado a los integrantes del gremio, si quieres.

—¿Puedes hacer que recobre la mano?

Justarius bajó la oscura cabeza.

—No te lo puedo prometer. Ignoro qué fuerzas provocaron la mutación. Pero trataré de ayudarte a encontrar a alguien que las conozca.

Lyim miró a sus compañeros aprendices, se fundió en un abrazo con ellos y cerró los ojos durante un rato.

—Quisiera hablar a solas con Guerrand y Esme —dijo metiéndose con timidez la cabeza de serpiente en el interior del puño de la manga. Justarius se apartó para ocuparse del contenido del arcón reforzado con hierro de Belize.

Guerrand se encaró con su alicaído amigo, sin saber muy bien cómo tratarlo. Alargó la mano para posársela en el hombro y luego retrocedió torpemente.

—Lyim, lo siento en el alma. Mis sentimientos son de gratitud, no de lástima… —explicó, y se maldijo a sí mismo por su estúpida confusión—. ¡Vaya desastre!

—Olvídalo —gruñó Lyim, esforzándose en recuperar su antigua fanfarronería—. Nunca des explicaciones, nunca trates de justificarte: ese es mi lema.

Esme superó su propia repulsión y pasó una mano en torno del brazo bueno de Lyim, pero el joven se apartó con visible incomodidad.

—Justarius es una buena persona —dijo para tranquilizarlo—. Si dice que va a ayudarte, lo hará.

—Eso espero —dijo Lyim en tono fatigado—. Quizá sea mi última oportunidad —añadió, y, dicho esto, buscó de nuevo la protección de las sombras a la espera de que Justarius se marchara.

El experto mago volvió para despedirse.

—Dadle tiempo a Lyim para que pueda aceptar lo que ha perdido —dijo amablemente al advertir la preocupada expresión de Guerrand.

—Seguramente ya estará curado cuando Esme y yo vayamos a Wayreth para la Prueba —dijo Guerrand—. Eso llevará varios meses, supongo.

Justarius pensó en la mano mutada de Lyim.

—Quizá —dijo, e inclinó la cabeza respetuosamente hacia Guerrand y Esme—. Que los dioses os asistan —les deseó, y después se acercó a los derruidos pilares—. Nal igira —pronunció. El experto mago, el aprendiz, el arcón de madera y la mutación monstruosa de lo que había sido Belize desaparecieron de la fría faz de la ladera de la colina bañada por la luna.

Guerrand y Esme se quedaron solos y en silencio.

Bueno, no del todo solos: un conocido graznido de gaviota hendió el aire.

—¡Zagarus! —gritó Esme echando a correr hacia el pájaro.

¿Rand?

El joven siguió a Esme.

—Estoy aquí, Zag —dijo Guerrand, y con cuidado levantó la punta del artesanal vendaje que Esme había aplicado al costado quemado del ave; con gran alivio comprobó que la herida tenía mejor aspecto.

—Eres un viejo pájaro duro de pelar, ¿no es cierto?

Los diminutos ojitos negros de Zagarus se abrieron desmesuradamente con una chispa de humor.

Soy una encapuchada gaviota ergothiana de lomo negro, el ave marina más grande y de más impresionante belleza.

Guerrand echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír a carcajadas hasta que le saltaron de los ojos lágrimas de alegría, consuelo y esperanza. Con ternura, tomó la gaviota en sus manos e hizo que Esme lo cogiera del brazo.

—Vamos. Nos espera un largo viaje.