Capítulo 17

El castillo de los DiThon estaba cerca de los pilares mágicos en la medida en que Guerrand consiguiera penetrar en el mundo del espejo. El joven no sabía si se iba a meter en un lugar asediado o si el castillo todavía seguía en pie. Supuso que aún resistía, y al punto supo qué espejo tenía que invocar mentalmente. Mandó a Zagarus que permaneciera en el interior del espejo hasta que lo llamara, sabedor que la presencia del pájaro no haría más que complicar la difícil reunión que tenía prevista.

Guerrand, arrodillado en la débil niebla, invocó la pulida madera de cerezo de un marco. Flores de brezo secas y geranios silvestres, tesoros de días más felices, se deslizaron entre el marco y el plateado cristal del espejo.

Guerrand avanzó un paso y la niebla se desvaneció.

La habitación de Kirah no parecía haber cambiado en absoluto desde la última vez que la había visto: cama con colchón de plumas y colcha de flecos, armario pintado de color lechoso, casa de muñecas sin usar. Todo eso lo convenció de que de alguna manera habían conseguido impedir el ataque de Berwick. Se sintió aún más tranquilo al ver a su hermana sentada en el asiento adosado a la ventana, mirando a través de los emplomados cristales las zonas de maleza en donde antes había habido jardines. Era tarde, pasada la mitad de la noche a juzgar por el ángulo de los rayos de la luna que enmarcaban el dorado cabello de Kirah. La niña tenía el rostro sin color y expresión cansada. Su vestido era del amarillo más pálido imaginable, un tono que acentuaba su propia palidez, y sus finas manos reposaban inanimadas sobre el regazo. Si lo había oído al entrar, no dio muestras de ello.

—Hola, Kirah —dijo el joven suavemente.

La niña volvió la cabeza lentamente. Su mirada reflejó primero asombro y después enojo. Guerrand advirtió el enorme esfuerzo que le costaba adoptar una expresión impasible.

—Hola, Guerrand —respondió al fin, y esa nada habitual forma de dirigírsele con el nombre completo le dolió en el alma—. Has llegado demasiado tarde, con tu crecida barba y tu roja túnica de mago.

Guerrand no pudo resistir estar apartado de ella por más tiempo. Cruzó corriendo la habitación, se arrodilló ante el asiento de la ventana y estrechó entre las suyas las frías y débiles manos de su hermana.

—Siento mucho no haber venido antes.

La niña se encogió de hombros sin aparentar interés.

Guerrand la cogió por los frágiles hombros y la sacudió con cariño.

—Enfádate si quieres, me lo merezco, pero por favor háblame. Cuéntame qué ha pasado aquí.

—¡Oh!, no gran cosa —dijo la niña; y arqueó una ceja distraídamente—. Los Berwick atacaron el castillo.

—¿Llegó Lyim a tiempo para avisaros? —preguntó el joven frunciendo el entrecejo.

—Ah, sí —respondió ella, y un centelleo de vida apareció en sus ojos al oír el nombre del aprendiz—. Gracias a él todavía sigo en casa, junto con el resto de la familia. Sin la intervención de ese joven, los Berwick se habrían apoderado del castillo y entonces quién sabe lo que hubiera ocurrido.

—¿Están todos… —empezó a decir Guerrand de forma titubeante—, están bien todos los demás? —Kirah asintió con la cabeza y Guerrand exhaló un profundo suspiro de alivio. De repente, le asaltó un inquietante pensamiento—. ¿Dónde está Lyim? No resultó herido, ¿verdad?

Kirah sacudió la cabeza.

—Ayer se fue hacia la costa, o tal vez fue anteayer —dijo, y de nuevo se encogió de hombros.

Guerrand se volvió para observar el rostro de la niña.

—Esperaba que estuvieras furiosa, pero ¿por qué razón te comportas de este modo, Kirah?

Un resplandor de su antiguo fuego centelleó.

—Esperabas que estuviera enojada, de forma que, como de costumbre, te protegerías bajo una capa de culpa. Bueno, esta vez no voy a permitirte que te sea tan fácil eludir tu responsabilidad por lo que has hecho.

—¡Lo que he hecho ha sido seguir tu consejo, huir antes de la boda y estudiar magia!

—Tienes una memoria muy selectiva —acusó la chica—. Mi consejo incluía que me llevaras contigo para que nos viéramos libres de esta prisión.

Guerrand advirtió la fuerza de las acusaciones de su hermana. Alargó una mano hacia la mejilla de la niña.

—Eres tú la que siempre has dicho que no podemos permanecer enfadados el uno con el otro.

Kirah le apartó la mano de un golpe.

—Las cosas han cambiado, Guerrand. Tú las has cambiado —dijo, y los ojos se le estrecharon al recordar pasadas desgracias—. Nuestra madre, nuestro padre, Quinn…, después tú. —Las lágrimas le empaparon y le hicieron brillar las pestañas, dándole un aspecto más infantil que el que correspondía a su edad.

—Confiaba que mi nota habría explicado… —empezó a decir Guerrand, pero se le quebró la voz.

—Una nota es un pobre sustituto de un hermano —dijo la chica. Cogió un replegado trozo de pergamino de la manga del vestido y se abanicó con él—. Lyim me contó que fuiste incapaz de abandonar a tu maestro.

—Se considera que los aprendices de mago no tienen familia —explicó Guerrand amargamente—. Cuando Lyim se ofreció para venir aquí en mi lugar, creí que tal vez podría conciliar ambos intereses.

La amarga expresión de Kirah se dulcificó momentáneamente al oír el nombre del otro aprendiz.

—Entonces, ¿por qué has venido?

—El mundo es distinto de lo que yo creía, mucho más complejo —expuso el joven. Se puso en pie, se pasó una mano por el pelo y volvió la cabeza—. Me equivoqué al no venir antes en persona. Estaba equivocado respecto a muchas cosas.

Se volvió de nuevo hacia la chiquilla, y con los hombros expresó su firme determinación.

—Pero he venido para arreglar las cosas.

—¿Eso significa que has vuelto para quedarte?

—No puedo, Kirah. Sabes perfectamente que aquí mi hora ya ha pasado.

Kirah reaccionó ante esa puntualización inclinando la cabeza.

—Esperaba que…, pero lo sabía —dijo al fin.

La mirada de Guerrand pasó de la cabeza de Kirah a la ventana, desde donde se veía que la brillante Solinari y Lunitari, de color rojo oscuro, se iban acercando más y más. La invisible Nuitari no debía de estar mucho más atrás. Cuando las lunas volvieran a salir, dentro de medio día, se alinearían según la Noche del Ojo.

—Necesito tu ayuda, Kirah —dijo Guerrand. Se aclaró la garganta y levantó la mano para detener la protesta que intuía se iba a producir—. Soy consciente de que no tengo derecho a pedírtela, pero, antes de que me la niegues, advierte que no te la pido para mí. Hay otra persona por la que rezo con la esperanza de no haberla perdido, pero me hace falta un caballo para dirigirme inmediatamente al Acantilado de Piedra. Te ruego que me hagas este último favor.

Kirah alzó los brazos para expresar su contrariedad.

—¡El Acantilado de Piedra! ¡La causa de todo este dolor desde el principio hasta el final! ¡Estoy mortalmente harta de oír hablar de esas tierras! No es extraño que fueran las que Berwick quisiera devolver en primer lugar. Creo que Cormac tenía razón cuando decía que esos pilares habían sido creados por magias paganas: ¡hacen que la gente se vuelva loca!

¿Qué vileza habría reservado Belize para Esme en el Acantilado de Piedra? Guerrand se lo había preguntado infinidad de veces desde que había salido del laboratorio del mago.

—Por favor, Kirah —suspiró de nuevo, estrechando con desesperada fuerza las frías manos de la chica—, consígueme un caballo antes de que sea demasiado tarde.

Guerrand cabalgaba con el cuerpo muy inclinado sobre el lomo cubierto de espumoso sudor del animal. A su espalda, el sol estaba llegando a su ocaso y proyectaba las escarpadas sombras del páramo delante del tambaleante caballo. Había transcurrido un interminable medio día desde que Kirah lo había ayudado a salir secretamente del castillo y le había proporcionado un caballo ensillado. Guerrand sabía que la cooperación de la chica, aunque prestada a regañadientes, era una señal de que con el tiempo podría perdonarlo.

Desafortunadamente disponía de muy poco tiempo. Guerrand hacía cabalgar al animal muy aprisa: por el freno del caballo emergían abundantes burbujas espumosas, pero el joven no podía detenerse. Cuando los pilares aparecieron ante él en lo alto de la colina, le dolían los riñones a causa de la ardua cabalgada. Guerrand tiró de las riendas del caballo ligeramente para recobrar el aliento y dirigió la mirada hacia el cielo.

Zagarus se posó en la grupa del caballo y siguió la mirada de Guerrand.

No falta mucho para la Noche de los Tres Globos Oculares, comentó Zagarus.

Guerrand asintió. Con un brillo que resplandecía a través de pequeños flecos de nubes oscuras, la luna roja ya había medio solapado a la blanca, de mayor tamaño, añadiendo al constante temor de Guerrand una sensación de asombro. En cualquier momento las tres lunas quedarían alineadas durante unos instantes. Por sí misma, aquella rara triple conjunción era un espectáculo impresionante. Pero aún era más importante que el evento amplificara los poderes mágicos relativos a Krynn. Al pensar lo que aquello podía implicar para Esme, Guerrand hundió los talones en los flancos de su montura. Zagarus, asustado, emprendió el vuelo mientras Guerrand cabalgaba por la última parte del páramo que llevaba al Acantilado de Piedra.

En la base de la última colina antes de llegar a los pilares, el aprendiz detuvo el caballo en un pequeño bosquecillo de cornejos. Saltó con agilidad de la silla y amarró el animal a un tronco. El terreno era ascendente y ondulado, y las altas hierbas de la costa hacían difícil saber si había alguien en el altiplano próximo a los antiguos y labrados pilares. El joven se echó a la espalda su pequeño fardo de piel lleno de componentes y, agachado, echó a andar cautelosamente entre las sombras. Se agazapó tras una pequeña roca que emergía del suelo y estiró el cuello para observar los alrededores. Envuelto por la luz de las dos lunas, el altiplano aparecía desierto, silencioso. Guerrand agitó la cabeza con incredulidad y se acercó sigilosamente con objeto de distinguir posibles sombras humanas tras los pilares. La hierba en torno a ellos ni siquiera se veía aplastada.

Guerrand giró sobre sus talones, lleno de perplejidad. Estaba seguro de que la criatura del laboratorio había esbozado aquellos pilares mágicos. ¿Existían otros pilares parecidos a donde Belize tal vez había llevado a Esme? Si era así, no tenía la menor esperanza de encontrarlos antes de la conjunción de las lunas; antes de que el experto mago hiciera daño a Esme.

Guerrand tenía algo muy claro: ni Esme ni Belize estaban allí.

Consternado, Guerrand subió por la colina hasta el altiplano y dio la vuelta a los pilares para examinar los relieves grabados en ellos. Jamás había sentido temor del aura mágica de aquellas columnas de piedra. Con todo, su «familiaridad» con el Acantilado de Piedra nunca le había servido de ayuda para descifrar los símbolos mágicos de los pilares. Alargó la mano y pasó un dedo sobre los leves surcos del desgastado mármol. Observar y registrar en la memoria los menores detalles se había convertido en una especie de segunda naturaleza del joven aprendiz. Guerrand cerró los ojos y visualizó los símbolos que había reseguido: un definido y complejo dibujo místico apareció ante los ojos de su mente.

La noche cayó calladamente mientras una brisa helada barría el estrecho de Ergoth. Mientras se apretaba la faja de su basta túnica, Guerrand ladeó la cabeza al escuchar un murmullo distante, como un desgarramiento. Antes de que pudiera localizar la causa del ruido, la tierra tembló bajo sus pies y se abrió alrededor de él con un crujido por doce sitios distintos. Gruesos tentáculos negros, más anchos que la pierna de un hombre y cubiertos de ventosas, salieron de la tierra disparados hacia el cielo y formaron una móvil y serpenteante jaula en torno al joven. De forma instintiva, Guerrand extendió los brazos para apartar o doblar los improvisados barrotes. Húmedas y ávidas ventosas se le adhirieron a la ropa y a la piel que sobresalía del cuello de la túnica. Con aullidos de repulsión, el aprendiz buscó la seguridad del mismísimo centro de la repugnante jaula. El tremendo viento cesó.

—Vaya, vaya —oyó Guerrand que exclamaba una voz por encima del martilleo de los latidos de su corazón—, aquí está otra vez el caballero-mago, el intruso.

La mirada de Guerrand siguió el sonido de la conocida voz hasta la parte superior de la jaula. Se agachó horrorizado: la cabeza de Belize se balanceaba en el extremo de un tentáculo, como un bufón en el extremo de un juguete de niño. Pero la expresión del mago rojo no era en absoluto cómica. El tentáculo de Belize se abalanzó sobre Guerrand una y otra vez, de forma que los amarillentos dientes de la despreciativa sonrisa del mago quedaron a escasos centímetros del rostro del joven. El aprendiz se fue echando hacia atrás para separarse de la repugnante cara del experto mago hasta que no pudo retroceder más.

De repente, Belize frunció el entrecejo.

—Esta apariencia es enojosa —dijo, y aspiró profundamente y retuvo el aire que acababa de inspirar; la colorada y marcada cara se oscureció. De repente, la cabeza se desprendió del tentáculo. El cuerpo del mago, vestido con una túnica roja, apareció debajo de la flotante testa y se posó suavemente sobre el suelo. Belize chasqueó los dedos y un gran arcón reforzado con hierro se materializó detrás de él.

—¿Dónde está Esme? —preguntó Guerrand, confinado en la jaula de tentáculos.

Belize metió la mano por el cuello de la túnica, adornada con bordados dorados, y extrajo una cadena de la que pendía una figurita. El mago mostró la pequeña figura al aprendiz, como si tentara a un caballo con una zanahoria.

Incluso en aquella débil luz, Guerrand se dio cuenta de que la figura era idéntica a Esme tal como la había visto por última vez: con la pierna entablillada. La figurita estaba demasiado minuciosamente esculpida y el parecido era demasiado perfecto para ser obra de un escultor. De repente, Guerrand advirtió que se trataba de la mismísima Esme.

—Está…

—¿Muerta? —continuó la frase Belize—. No, todavía no.

Guerrand se lanzó contra los barrotes tratando de agarrar al mago, que sonreía perversarnente. Hileras de ávidas ventosas lo hicieron retroceder y lo mantuvieron prisionero de los tentáculos. Otro de los repugnantes apéndices dio un brusco coletazo y se deslizó por debajo de la cubierta de la bolsa de Guerrand: era evidente que estaba buscando alguna cosa. El joven se debatió en vano contra aquel miembro flexible.

—¿Dónde has escondido el espejo? —exigió Belize cuando el tentáculo se retiró de la bolsa sin haberlo encontrado—. Hace mucho tiempo que debí haberlo recuperado: cuando lancé al invisible acosador contra ti y contra aquel desgraciado aprendiz que Par-Salian me endosó.

—¡O sea que has estado tratando de matarme! —exclamó Guerrand—. Aquel ser invisible, el criminal en la plaza del mercado… Pero ¿por qué? —preguntó jadeando—. ¿Por qué me animaste a ir a la torre si querías matarme?

—Alenté tu afición por la magia porque mis planes exigían que desaparecieras. Si te hubieras casado, tu hermano habría derribado estos pilares antes de esta noche. Tu muerte habría sido simplemente un afortunado accidente —añadió; y despreciando la posible reacción violenta de Guerrand el mago se dio la vuelta para observar el arcón situado en el suelo, detrás de él.

Enfurecido, Guerrand agarró el pomo de la espada, tajó contra una serie de tentáculos y consiguió seccionarlos. Sangre y humores salpicaron por doquier. Entonces se precipitó a través de la abertura de la horrenda jaula, con la espada dirigida hacia la espalda de Belize.

Sin mirar hacia arriba, el experto mago puso una mano sobre su hombro. Guerrand sintió un hormigueo en la mano derecha. Soltó la espada en el momento en que el arma se convertía en una rama con hojas verdes.

—¿Hoy eres un caballero o un brujo? —preguntó Belize con risa burlona—. Ambos sabemos que no tienes talento para ninguna de las dos cosas.

—No sabes nada de mí —dijo Guerrand en tono reposado—. Ya no soy el paleto que enviaste a Wayreth.

—Quizá he juzgado mal tus conocimientos —comentó Belize, que pareció considerar tal posibilidad—. Por ejemplo, no creía que un estúpido que emprendiera ese largo viaje por vez primera llegara a la torre con vida y, sin embargo, tú lo lograste.

A Guerrand le chirriaron los dientes. Belize estaba jugando con él, como si fuera una mosca atrapada en una telaraña, incitándolo a atacar de nuevo para aumentar el placer del crimen. Pero Guerrand no le daría la satisfacción de reaccionar.

—Francamente —prosiguió Belize con naturalidad—, la vez que más te subestimé sucedió poco después: fue cuando te di el espejo. Estaba absolutamente convencido de que seguirías la pista y encontrarías a los hombres que el mágico cristal descubría, pero estaba igualmente persuadido de que esos hombres te matarían. Después de todo, habían matado a tu hermano, que era un excelente caballero —añadió el mago encogiéndose de hombros—. En aquella ocasión, también los había hechizado para que lo asesinaran con objeto de impedir el primer matrimonio.

Todos los músculos de Guerrand se pusieron en tensión al escuchar esas palabras. Belize había hecho matar a Quinn… La cabeza del aprendiz parecía a punto de explotar. Estaba tan perplejo que apenas podía sostenerse.

—Veo que te he sorprendido —dijo el mago con sorna. Miró al cielo y se dispuso a levantar la pesada cubierta del arcón—. Pero si la vida está llena de sorpresas…

Al instante, la cabeza de Guerrand se vació de todo salvo de un profundo deseo de venganza. El experto mago era alto pero no musculoso; si Guerrand podía derribarlo y enseguida inmovilizarle los brazos, impediría los terribles encantamientos que el brujo podía desencadenar y le hundiría la daga en el corazón. Poseído por esa idea, el joven atacó al mago por la espalda.

Pero la rapidez de Guerrand no igualaba la astucia y la experiencia de su enemigo. Belize se dio la vuelta, se encaró con él y propulsó la mano izquierda hacia adelante. El joven se detuvo y se agachó, esperando el ataque de algún hechizo. Pero únicamente ocurrió que el viento, al batir de nuevo la cima de la colina, inclinó las altas hierbas y arrojó los cabellos de Guerrand sobre sus ojos. El aprendiz se los echó hacia atrás y aún pudo ver cómo Belize interponía entre ambos una sucia tela gris. El frío viento sopló de todas direcciones y agitó aquella especie de guante de un lado a otro. De repente, el guante se elevó y quedó suspendido en el aire, retorciéndose y palpitando con una pálida luz propia. En un abrir y cerrar de ojos, el guante se transformó en una mano, se agrandó hasta alcanzar el tamaño de un hombre y continuó creciendo hasta que se cernió sobre el aprendiz.

Guerrand dio un paso hacia su izquierda, pero la mano siguió el movimiento, que, entonces, saltó hacia su derecha; de nuevo, la enorme mano lo persiguió y se mantuvo exactamente entre el aprendiz y Belize. Por mucho que Guerrand se desplazara, no podía evitar la monstruosa mano.

Guerrand extrajo la daga del cinto y la hundió hasta el puño en la palma gigantesca. Cuando la retiró, la reluciente hoja estaba manchada de la sangre que manaba de la mano y mojaba la hierba. Pero aquella cosa mágica no parecía haberse debilitado en modo alguno.

—La Noche del Ojo se nos viene encima —dijo Belize—. No puedo perder más tiempo jugando.

Al escuchar esas palabras, Guerrand se dejó caer boca abajo y se preparó para sufrir el encantamiento que finalmente acabaría con él. Con gran asombro de ambos magos, en lugar de eso se oyó un terrorífico graznido mientras un ave cruzaba rauda el oscuro cielo y se estrellaba contra las costillas de Belize. El asustado mago se tambaleó hacia atrás y poco faltó para que tropezara con el arcón. El pájaro revoloteó en torno a la cabeza de Belize y luego se alejó volando hacia lo alto.

Guerrand reconocería ese graznido en cualquier lado. ¡Zagarus! El aprendiz se puso en pie de un salto y dirigió una señal hacia el ave para que se le acercara. El corazón se le llenó de júbilo al ver la figurita de Esme firmemente sujeta entre las palmeadas patas de su amigo.

A pesar del sobresalto, el viejo brujo no estaba paralizado. Mientras se esforzaba por mantener el equilibrio, Belize hizo emerger una silbante flecha de luz de su dedo extendido. En el aire centellearon chispas, el ave chilló de dolor y Belize supo que el proyectil había dado en el blanco.

Pero Zagarus no era la única víctima. El destino de Guerrand estaba mágicamente vinculado al de su amigo. Apretándose el costado, el aprendiz se desplomó.