Atisbando por la estrecha celosía de madera del vestíbulo, Guerrand vio cómo Esme hablaba con Harlin y Mitild, las estatuas guardianas, y luego abandonaba el bien cuidado jardín por el camino que conducía a la ciudad. Guerrand cruzó sigilosamente el atrio, como un desventurado ladrón con un vergonzoso secreto. Gracias a los dioses, Justarius sustituía a Belize en la reunión del Consejo de los Tres de aquella noche. Y dado que Esme se acababa de ir a la biblioteca de Palanthas, Guerrand dispondría de todo el tiempo que necesitara para registrar la pequeña habitación de la chica.
Lyim se había ido hacía casi tres semanas. Guerrand calculaba que a aquellas alturas probablemente el aprendiz ya habría llegado a Ergoth del Norte, si no lo habían arrojado por la borda por realizar encantamientos. ¿Habría ya hablado con Kirah? ¿Habría podido detener el asalto al castillo? Guerrand se preguntaba a menudo todas esas cosas y envidiaba la libertad de Lyim. Daría cualquier cosa, salvo su puesto de aprendiz, para ver a su hermanita aunque fuera sólo durante un breve instante.
En la esquina de la derecha del lado opuesto del peristilo estaba el elegante comedor que separaba la habitación de Guerrand de la de Esme. Los dos aprendices de Justarius seguían horarios distintos —Esme se levantaba pronto, Guerrand se acostaba tarde—, por lo que no se cruzaban a menudo. El joven nunca había estado en la habitación de la chica, pero siempre se detenía en el umbral de su propia habitación para mirar, a través del adornado arco, la antecámara de Esme. Le gustaba imaginársela trabajando en su habitación, inclinada sobre un libro de sortilegios, concentrada, mordiéndose la punta de la trenza.
Después de mirar a derecha e izquierda para ver si Denbigh andaba por allí, Guerrand cruzó el arco. La antecámara estaba oscura pero, mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa luz, comprobó que las paredes curvadas estaban ricamente pintadas de brillantes rojos, amarillos y azules, y ribeteadas de oro. Un arco más pequeño, con una cortina de grueso terciopelo, apareció ante él.
Guerrand se acercó a la cortina y la empujó hacia atrás, confiando en que Esme fuera más confiada de lo debido. Estupendo, pensó al comprobar que ningún ser surgido de un encantamiento había hecho su aparición ni lo había inmovilizado. Una luz se encendió. Guerrand se quedó helado.
Pero poco a poco recobró el aliento cuando advirtió la causa. Sobre una mesa de tres patas de madera pulida de vallenwood, un pequeño globo de cristal, muy parecido a los del laboratorio de Justarius, producía un intenso resplandor. Esme debía de haberla encantado para iluminar la habitación cuando alguien cruzara la cortina. Era un buen ardid y Guerrand decidió recordarlo.
El dormitorio de Esme era muy parecido al suyo, aunque la decoración tenía el sello de una mujer. Por doquier había cuencos con pétalos de rosa y lavanda de dulces fragancias. Como cualquier otro mago, ella también tenía estantes con bichos en conserva, pero tenía muchas más hierbas secas, dispuestas artísticamente en coronas o en una especie de bolsas tejidas con ristras de perlas y gemas semipreciosas. Cintas e hilos de lana colgaban de un ganchito de la pared, listos para sostener nuevos ramos de hierbas secas.
Guerrand estaba impresionado. Mientras su habitación parecía sombría, atiborrada de cosas y desaliñada, la de Esme estaba bien iluminada y arreglada, y resultaba muy acogedora. En todos los rincones y en todos los estantes había algo agradable a la vista.
En la parte posterior del escritorio en forma de arpa, había un pequeño camafeo con un retrato en tinta negra sobre pergamino dorado. El perfil de la persona dibujada le pareció tan familiar que se acercó para observarlo mejor. La recia nariz y la firme barbilla correspondían al perfil de un patricio, y podría haber sido el de Esme salvo por el largo y curvado bigote sobre unos labios gruesos. Guerrand pensó que debía de ser el padre de la chica.
Aquella constatación le despertó nuevos sensaciones de culpa. ¿Con qué finalidad estaba violando la intimidad de Esme? Sinceramente, no creía que ella tuviera nada que ver con los peligros que amenazaban su vida. Guerrand tuvo que admitir que era la curiosidad que sentía por la joven lo que lo había llevado hasta allí y lo que lo retenía allí.
Guerrand se dio la vuelta, cruzó la suave y pesada cortina y penetró en la antecámara. El resplandor del globo pasaba por debajo de la cortina y le salpicaba los pies de luz. Esperó unos instantes para ver si se apagaba, pero no fue así.
—¡Maldición! —gruñó en voz baja. Si Esme regresaba y veía luz en su habitación sabría que alguien había estado en ella. Jurando de nuevo, volvió a apartar la cortina y se acercó al globo. Lo examinó de cerca, sin confiar demasiado en encontrar un interruptor o alguna indicación.
No se le ocurrió nada más que acercar las manos al globo y envolverlo con los dedos, como si así pudiera extinguir el molesto resplandor. De entre los dedos se escapaban finos rayos de luz. Quizá si lo cubría unos instantes con un trozo de tela gruesa conseguiría activar algún mecanismo y apagar la luz.
Guerrand dejó caer la parte superior de su túnica hasta la cintura y empezó a tirar de la camisa de algodón que llevaba debajo para quitársela por la cabeza.
De esta guisa, no pudo ver ni oír los lazos de cintas e hilos que se alzaron de la pared y avanzaron hacia él. Con susurrante ligereza le fueron envolviendo los brazos levantados y las piernas cubiertas por la túnica, y después se estrecharon con fuerza. Sobresaltado, Guerrand se debatía con unas ataduras que no podía ver, pero sólo conseguía que lo apretaran aún más. Luego, asomó la cabeza por la abertura de la túnica y observó las cintas. Exasperado, trató de desembarazarse de ellas y perdió el equilibrio. No pudo agarrarse al borde de la mesa y cayó al suelo arrastrando y rompiendo el globo. De forma súbita, la luz se apagó.
—Ahora se apaga —gruñó Guerrand, tumbado en el suelo en medio de los trozos de vidrio del globo roto. Si hubiese podido alcanzársela, se habría frotado la cara con su habitual gesto de frustración. No disponía de componentes, ni podía hacer el adecuado gesto con las manos para realizar el encantamiento que le hubiera permitido escapar de la difícil situación. Ni siquiera alcanzaba a morderse las extremidades como hacen los coyotes atrapados en una trampa.
«Sí —pensó Guerrand—, Esme es muy inteligente».
—¡Ha funcionado! ¡Mi encantamiento ha funcionado!
Guerrand se despertó al oír los emocionados gritos de Esme y advirtió que la chica se afanaba por encender una vela. Surgió una llama.
—¡Guerrand! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Esme, mientras su satisfacción se transformaba en confusión—. Elegiste un mal momento para tu primera visita. Te dije que me iba a la biblioteca. —Los ojos se le estrecharon bruscamente cuando la confusión que sentía se convirtió al fin en enojosa comprensión de lo ocurrido.
El aprendiz estaba en el suelo con una expresión estúpida.
—Por favor, déjame libre para que me pueda explicar.
—No —le espetó ella volviéndole la espalda—, precisamente eso es lo que no quiero hacer.
—Estoy sangrando.
—Espero que te desangres hasta morir. Me has roto el globo.
—Lo sé, lo… lo siento —se disculpó Guerrand en un tono que sonó poco convincente incluso a sus propios oídos—. Por favor, Esme, sé que parece que haya hecho algo malo. Bueno, he hecho algo malo, pero deja que te explique por qué.
—Deja que lo adivine —dijo ella, mientras manoseaba una ristra de perlas—; querías lucirlas con unas ropas muy especiales.
Guerrand exhaló un profundo suspiro.
—No me lo estás poniendo nada fácil.
A la luz de la vela, los hermosos ojos color miel de la chica se estrecharon.
—Fuiste tú quién te lo pusiste difícil al irrumpir en mi habitación. Ya conoces las reglas de Justarius relativas a la intimidad —dijo, y echó de nuevo las perlas sobre la mesa—. ¡No me olvidaré de contárselo ni de pedirle que te expulse de la orden!
—No te culparía si lo hicieras —dijo Guerrand compungido.
Esme se llevó las manos a las caderas.
—No te lo voy a poner fácil por el solo hecho de que parezcas arrepentido —insistió ella, pero el tono suave desmentía la dureza de sus palabras—. ¿Acaso viniste para robarme los componentes? ¿O los rollos? ¿O el libro de hechizos? —Movió la cabeza tristemente—. Progresabas suficientemente bien en tus estudios, Guerrand, sin necesidad de recurrir a esto.
—¡Por todos los dioses, Esme! —gritó el joven—. ¡Tal vez sea un merodeador sin escrúpulos, pero no soy un ladrón!
—Interesante distinción.
Guerrand inclinó la cabeza y cerró los ojos, lleno de frustración.
—Voy de mal en peor.
La chica observó los brazos del joven inmovilizados por las mangas de la camisa a medio quitar por la cabeza.
—Si no estuviera tan enojada, me reiría: tienes un aspecto ridículo.
—Me siento ridículo. Por favor, ¿te importaría desatarme para que, por lo menos, pueda acabar de ponerme la camisa? Te prometo que entonces te lo explicaré todo.
Esme lo miró unos instantes y con un pequeño estilete cortó los hilos y cintas que le inmovilizaban los miembros. El aprendiz se sentó, se puso bien la camisa y se volvió a colocar la túnica sobre los hombros.
—Estoy esperando.
Guerrand se frotó las muñecas y la miró fijamente a los ojos.
—Justarius y yo creemos que alguien tiene intención de matarme.
En el bello rostro de Esme se pintó una profunda inquietud.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé —dijo Guerrand con un suspiro—. Durante un tiempo pensé que se trataba de mi familia, pero los hemos descartado —añadió. Luego le habló de los primeros ataques que sufrió—. Es obvio que quienquiera que sea tiene poderes mágicos. Ese mago utilizó sus trucos sobre Lyim, que trató de matarme durante el torneo bufo.
—Pero ¿por qué habéis descartado a Lyim? —preguntó Esme—. Era la única persona que se hallaba presente cuando ocurrieron todos esos hechos.
—Justarius está seguro de que el encantamiento utilizado durante el torneo bufo estaba fuera del alcance de los conocimientos de Lyim. Por otra parte, fue precisamente Lyim quien me salvó en la emboscada sufrida al norte de Palanthas.
Pensativa, Esme asintió con la cabeza.
—Tal vez fue una inteligente manera de despistaros.
—Demasiado inteligente.
Esme sacudió su dorada cabeza.
—Pero todavía sigo sin entender qué tiene que ver todo esto con el hecho de que hayas entrado a revolver mi habitación —puntualizó la joven. De repente, abrió los ojos desmesuradamente y se llevó una mano a la garganta—. ¡Sospechabas de mí!
Guerrand hizo una mueca de dolor al verla tan angustiada.
—No sospecho de nadie y sospecho de todo el mundo, Esme. Palanthas está repleta de magos, muchos de los cuales estuvieron en el torneo bufo. Cualquiera de ellos podía haberse enterado de que yo venía hacia aquí desde Wayreth, o incluso haberme visto salir de aquel puesto de la plaza del mercado con Lyim.
—Pero ¿qué razón podría tener yo para querer tu muerte…, hasta ahora por lo menos? —inquirió con expresión ceñuda.
—Ninguna —dijo con sinceridad el joven—. Me dije a mí mismo que debía registrar tu habitación para eliminarte como sospechosa. —Bajó los ojos y el corazón se le aceleró al continuar hablando—. Ahora sé que eso era sólo una excusa para justificar la curiosidad que siento por ti. ¡Eres tan distante y misteriosa! Desde que me diste tu pañuelo en el torneo bufo he tratado de imaginarte aquí sentada, estudiando por la noche, mientras yo estaba al otro lado del comedor haciendo otro tanto.
—¿De veras?
—Creo que es mejor que ahora me vaya —murmuró amistosamente. Se levantó del suelo y se dispuso a marcharse.
—Si me he mostrado distante —dijo ella para retenerlo—, ha sido porque soy reacia a confiar en la gente. Yo no le ocultaba nada a mi padre, pero él me rechazó por mi sinceridad. Ahora quizás entiendas por qué no acostumbro a ser cálida con la gente.
Se hizo un embarazoso silencio, pues ninguno de los dos sabía qué decir. Esme se inclinó para recoger los trozos de vidrio del globo roto. Guerrand se acercó para ayudarla y se dio cuenta de que tenía sangre en los dedos. Se los secó cuidadosamente con la roja túnica.
—Eh, déjame ver —exclamó Esme, y le cogió la mano ensangrentada con las suyas. Localizó el corte que tenía en el pulgar y apretó el dedo por la parte inferior hasta que dejó de sangrar.
—Gracias —dijo confuso Guerrand. Echó el brazo hacia atrás con más fuerza de la que pretendía y se le cayó el espejo que guardaba entre los pliegues de la holgada manga de la camisa. Movió la mano con suma rapidez y atrapó el mágico cristal en el aire.
—¿Qué es esto? —preguntó Esme, agarrándolo a su vez antes de que Guerrand tuviera tiempo de guardarlo de nuevo en la manga. La chica sujetaba cuidadosamente los bordes dentados del espejo con los dedos—. Esto no es un trozo de mi globo. Es un cristal para contemplarse en él. ¿Eres vanidoso, Rand? —inquirió con aire divertido.
—Belize me lo regaló para animarme a ir a la Torre de la Alta Hechicería.
Esme lo miró verdaderamente impresionada.
—Tenía la sensación de que lo único que el Maestro de la Orden Roja sentía por ti era desprecio. Pero ¿por qué un espejo? ¿Puede hacer alguna cosa de interés?
—Puede realizar adivinaciones, aunque no sé cómo activar esa posibilidad —dijo Guerrand, pensando que tal vez podría ver la brumosa imagen de Zagarus en el espejo—. Yo, por casualidad, o mejor dicho, mi amigo descubrió que es posible introducirse en el interior del cristal. Ahí está Zagarus en estos momentos —le explicó, y alargó la mano hacia la chica—. Por favor, ¿me lo puedes devolver?
—¿Un amigo? ¡Qué impresionante! —comentó Esme, y amablemente, le entregó el espejo. De pronto se le ocurrió algo y abrió los ojos desmesuradamente.
»Eh, ¿y qué piensas de Belize? Estaba en el torneo bufo y, si no recuerdo mal, parecía particularmente enojado contigo porque habías vencido a Lyim.
Guerrand frunció el entrecejo.
—Ya se lo sugerí a Justarius, pero cree que es muy poco probable. A Belize le interesan peces mucho más gordos que yo.
—¿Sabe Justarius que tú ya conocías a Belize y que te había regalado este espejo?
—Estaba enterado de que ya conocía a Belize, pero ignora lo del espejo. No creo que tenga nada que ver. ¿Por qué Belize querría matarme si fue él quien me impulsó a tomar la decisión de proseguir con la magia?
—En ese caso, ¿por qué te odia ahora?
Guerrand se encogió de hombros.
—No es una coincidencia que el nombre de Belize aparezca continuamente, Rand —afirmó Esme con seguridad—. Nuestro maestro dijo que era poco probable que el mago rojo fuera culpable, pero no imposible; no obstante, Justarius ignoraba la existencia del espejo. Tengo la corazonada de que tú has descartado al auténtico culpable.
—Entonces ¿qué tengo que hacer? —le espetó Guerrand—. ¿Ir a ver a Belize y preguntarle si es él el que quiere matarme?
Esme le dedicó una pequeña carcajada, aguda y sarcástica.
—Bueno, es una alternativa que se puede considerar. No obstante, creo que no es la mejor. No, tal como lo veo, tienes dos opciones: puedes transmitir de nuevo tus sospechas a Justarius y hacer que te represente en la Asamblea de Magos; tal vez creerán en la palabra de un aprendiz frente a la de uno de los suyos, tal vez no. O bien puedes tratar de encontrar alguna prueba tangible contra Belize.
El ceño de Guerrand expresó su desacuerdo.
—¿Quieres decir que tendría que entrar en su villa y registrarla?
Esme observó el desorden que había alrededor y dijo en tono crítico:
—No parece que te haya importado mucho entrar en mi habitación. Sin embargo, también te iba a sugerir que exploraras el mundo que se halla en el interior del espejo.
—¿Tú qué harías?
Esme alzó sus esbeltos hombros.
—Si consideramos que Belize es el mago más conocido de nuestra orden, sería más prudente que te arriesgaras a comparecer ante la Asamblea de Magos.
—Entonces, registraré Villa Nova —dijo Guerrand.
Esme pareció sorprendida pero satisfecha.
—Nunca más tomaré el camino fácil y nunca más permitiré que alguien pelee por mí en ninguna batalla —añadió el joven con decisión—. El espejo será una segunda alternativa, pero primero prefiero encararme con lo que comprendo.
—Nos podemos ir cuando digas —propuso Esme con impaciencia en la voz—. Pero antes deja que me ponga una ropa más adecuada.
—¿Nos? —preguntó el joven con incredulidad.
—No puedo permitir que en solitario tropieces con las trampas de otro, ¿verdad?
Guerrand sonrió con cierta afectación.
—Bueno, si me lo pones tan bien… —Apartó la cortina y salió a la antecámara—. Nos encontraremos ahí afuera dentro de unos instantes.
—¿Estás seguro de que ambos se han ido?
Los dos aprendices pasaron bajo el primer arco y entraron en la villa de Belize.
—Lyim me dijo que Belize estaría fuera, para redactar su nueva obra, durante más de dos semanas —susurró Guerrand—; y sé con total seguridad que Lyim está haciendo trabajo de campo.
Penetraron en una amplia rotonda cuyas dimensiones hicieron que se sintieran como hormigas. Ambos aprendices jadearon maravillados. La sala circular coronada por una cúpula tenía un aspecto más propio del vestíbulo de un edificio gremial o de un templo que de una casa. Unos nichos cuadrados que decoraban la parte interior de la cúpula daban a una amplia abertura, perfectamente circular, en la parte superior. El suelo era de frío mármol gris, salvo en el mismísimo centro de la sala. Allí, la luz del sol bajaba formando una estrecha columna desde la claraboya y se desparramaba sobre un artístico mosaico de triángulos, cuadrados y círculos, de mármol rojo y negro. En la habitación no había mueble alguno salvo los que estaban arrimados a las paredes. En cualquier caso, Guerrand pensó que no había bastantes muebles en toda Palanthas para amueblar la estancia por completo.
Cuatro puertas en forma de arco en puntos equidistantes de la rotonda conducían a habitaciones que no podían ver. En los espacios comprendidos entre cada dos portales había adornados entrantes que albergaban espejos de oro, sillas y mesitas o estatuas de mármol en pedestales. Guerrand reconoció que uno de los bustos correspondía al gran brujo Fistandantilus, gracias a un libro de la biblioteca de su padre que había leído muchas veces.
Los dos aprendices recorrieron un tercio del camino de entrada, volviéndose lentamente para examinar el entorno. Esme se vio reflejada en seis espejos.
—Este lugar, con todos estos espejos, parece el laberinto de una atracción de feria —susurró la joven en voz baja, y, sin embargo, su voz resonó en la rotonda—. Me hacen sentir como si estuvieran vigilándome.
—Me dan ganas de salir corriendo —murmuró Guerrand al tiempo que sentía un escalofrío—. Limitémonos a encontrar su laboratorio y alguna prueba para podernos largar cuanto antes.
—Aunque no cabe esperar que haya dejado tirada por ahí una nota con el título: «Maneras de matar a Guerrand» —dijo Esme asintiendo con una inclinación de cabeza. Miró de forma sucesiva cada uno de los cuatro amplios portales—. Tal vez deberíamos empezar girando pomos de puertas.
—Tengo una idea menos arriesgada —dijo Guerrand, rebuscando precipitadamente en la bolsa que llevaba colgada al hombro. Sacó el espejo, le pasó la mano para quitarle algunas hebras de algodón y mentalmente convocó a su amigo. Zagarus salió tambaleándose y tanto el pájaro como la chica se llevaron un buen susto.
¿Me conoce?, preguntó Zag. Guerrand asintió con la cabeza.
—¡Una gaviota! —gritó Esme—. Una magnífica gaviota. Me encantan las marcas blancas y negras que tiene en la cabeza.
—Zagarus es un macho —se apresuró a decir Guerrand cuando Esme trataba de alargar la mano—. A Zagarus no le gusta que lo acaricien… —pero ante su sorpresa, Zagarus, encantado, dejó que las manos de la chica le arreglaran las plumas de la cabeza.
Un juez tan buen observador de la superioridad de las aves puede acariciarme siempre que quiera, dijo la gaviota con voz suave.
—Cuando hayáis acabado de miraros el uno al otro —proclamó Guerrand en voz alta para que ambos pudieran oírlo—, le encargaré un trabajo a Zag. —El pájaro se puso en guardia al instante—. Ante todo, regresa al espejo —ordenó.
¡Eh!, dijo el ave.
Guerrand frunció el entrecejo y apretó la mano en torno al pico de su amigo.
—Limítate a hacer exactamente lo que te diga, Zag. No tenemos tiempo para chiquilladas.
El ave miró parpadeando la mano que le sujetaba el pico. Guerrand la apartó enseguida y sacó el espejo. Zagarus bajó la cabeza como si quisiera capturar algún pez, y desapareció a través de la superficie del cristal.
—Bien —dijo Guerrand.
Se acercó a dos pasos de la puerta que quedaba a su izquierda, se arrodilló y colocó el espejo sobre el frío mármol del suelo. Esme lo había seguido.
La chica miraba en silencio, llena de curiosidad, mientras el joven cogía un poco de goma arábiga de su bolsa. Con los ojos cerrados, Guerrand conjuró una imagen mental de los huesos y los músculos de su brazo derecho alargándose como una barra de caramelo caliente.
—Voligar et —dijo con firmeza. Al instante, incluso antes de abrir los ojos, notó un suave tirón en la extremidad, que le indicó que el encantamiento había salido bien.
Estiró el brazo alargado y empujó el espejo hasta pasar las tres cuartas partes del mismo por debajo de la puerta, manteniendo los dedos sobre los dentados bordes del cristal.
—He colocado el espejo bajo el umbral, Zag. Saca la cabeza por el otro lado y dime lo que ves.
Estoy en un pasillo amplio y vacío que parece conducir a la cocina.
—De acuerdo, ahora regresa al espejo —dijo el joven al percibir el deseo de Zag de seguir explorando—. Ya volverás a salir luego.
Ya estoy dentro, dijo con evidente disgusto Zag.
Guerrand retiró el brazo de un metro de largo que sujetaba el espejo y se volvió hacia Esme, que estaba impresionada con sus trucos.
—Zag dice que esta puerta lleva a la cocina; tenemos que seguir probando.
—Mientras tú te dedicas a eso —dijo la chica asintiendo con la cabeza—, voy a echar un vistazo por ahí, a ver si encuentro algo extraño.
—No toques nada —la previno él viéndola avanzar con pasos inseguros hacia el centro de la sala.
Guerrand volvió a su tarea. Puso las manos bajo el espejo, lo alzó y siguió la curva de la rotonda hacia la derecha; se detuvo a una prudente distancia de la puerta siguiente y repitió el mismo proceso.
—¿Qué ves? —preguntó a Zag.
No estoy seguro —murmuró el ave—. Es otro pasillo, más oscuro que el anterior, pero creo que vislumbro una escalera.
Guerrand sintió que la esperanza renacía en su pecho.
—Adentro otra vez —ordenó, y esperó un momento antes de tirar del espejo hacia él sujetándolo con firmeza entre sus largos dedos.
De repente oyó un chillido tras él. ¡Esme! Se dio la vuelta bruscamente y la vio en una plataforma del tamaño de un escudo que se levantaba rápidamente sobre un eje situado en el centro del suelo de la rotonda. La joven ahogó otro grito de terror llevándose una mano a la boca, se agachó y utilizó la mano libre para asirse al borde del círculo de mármol, que la iba elevando más y más hacia la claraboya ubicada en la parte superior de la rotonda por donde entraba la luz del sol.
Guerrand corrió hacia el pie del eje.
—¡Agárrate bien! —le gritó. Se guardó el espejo y buscó desesperadamente algún dispositivo en el eje metálico que ya había levantado la plataforma de mármol a varios pisos de altura. No encontró ninguno. Guerrand empezó a temer que la chica saldría disparada por la claraboya como la piedra de una catapulta.
Poco antes de llegar a la parte superior, el eje dejó de moverse.
—¡Ya se me ocurrirá algún modo de bajarte! —le gritó sin mucha convicción.
—¿Crees que este trasto bajará por sí mismo? ¡Vaya fastidio!
El lamento de la joven llegó a oídos de Guerrand.
—No voy a esperar a que se decida a hacerlo. Apártate —gritó mientras se arrodillaba justo al borde de la plataforma para poderle hablar más directamente.
—¡Esme, no! —gritó Guerrand, pero ya era demasiado tarde.
Esme saltó de la plataforma. Horrorizado, Guerrand corrió para situarse debajo de ella, confiando agarrarla o por lo menos amortiguar el golpe. Al principio, la joven maga bajó vertiginosamente, pero enseguida su caída se hizo más lenta hasta que empezó a flotar suavemente, como una pluma, y terminó por posarse en el suelo. Mientras aterrizaba teatralmente sobre un pie, Esme sonreía.
—El encantamiento de la caída de la pluma —explicó tranquilamente la muchacha, al advertir la mezcla de horror y alivio reflejada en el rostro de Guerrand.
—La próxima vez avisa de lo que te propones hacer —gruñó su compañero.
—Estoy bien, si es esto lo que te estás preguntando —dijo Esme despreocupadamente, sin hacer caso del enfado del joven.
Luego, ambos aprendices se apartaron de un salto del mosaico de mármol, pues el eje había vuelto a desplazarse y se estaba introduciendo de nuevo en el suelo sin hacer el menor ruido. La plataforma adoptó otra vez la apariencia de un círculo de mármol negro integrado en el suelo sin discontinuidad alguna.
Eh, esto parece divertido, dijo Zagarus, que había salido de su confinamiento en el espejo.
—Tenemos que permanecer apartados de las figuras del mosaico —ordenó Guerrand mirando a Zagarus con expresión enojada por la reacción del pájaro—. Al pisar ese círculo central debemos de haber activado alguna trampa.
Por lo que respecta a las trampas, creo que son bastante inofensivas —dijo Zagarus—. ¿No sientes ni pizca de curiosidad por saber lo que hacen los otros dibujos?
—¿Qué te parecería si liberaran a un ejército de seres horribles o fantasmales, o si mataran a los intrusos al instante? —le preguntó Guerrand en voz alta—. Creo que prefiero vivir sin conocer nada de eso.
Si a Belize le hubiese preocupado que alguien pudiera entrar —comentó Zagarus—, ¿por qué no puso trampas en las puertas? No hemos encontrado nada amenazante en absoluto.
—Eso es lo que me intriga —dijo Guerrand rascándose la cabeza—. No consigo entender por qué se lo ha puesto tan fácil a los posibles intrusos.
—Tal vez asume que todo el mundo se siente intimidado por su cargo y no se atreve a entrar —sugirió Esme.
Guerrand sonrió sin alegría y sacudió la cabeza.
—Ni siquiera todas las suposiciones del mundo nos darían la respuesta. La segunda puerta parece conducir al laboratorio de Belize. ¿Volvemos al trabajo mientras la suerte esté de nuestro lado, Zag? ¡Eh!, ¿dónde te has metido?
Guerrand se dio la vuelta en el preciso momento en que la curiosa gaviota alargaba una de sus palmeadas patas y la ponía sobre un triángulo rojo del mosaico.
—¡Zagarus!
El grito llegó demasiado tarde. El suelo de mármol se abrió bruscamente a sus pies. Hombre, mujer y pájaro se encontraron inmersos en un ambiente oscuro y fétido. Zagarus graznó de miedo y emprendió el vuelo elevándose en busca de una salida o por lo menos de una rendija por donde se filtrara la luz.
Debajo de él, Guerrand y Esme se desplomaron como rocas, sin ni siquiera tiempo de pensar en algún hechizo salvador. En un amasijo de brazos y piernas, se estrellaron contra un duro suelo de losas. Con una mueca de dolor, Guerrand rodó sobre su costado derecho para separarse de Esme. Revisó su estado físico y vio que, salvo algunas feas magulladuras, no tenía heridas de consideración.
Por encima del hombro, miró a su compañera. Esme estaba tumbada de costado, absolutamente inmóvil y con la cabeza vuelta hacia el otro lado.
Entonces vio la pierna izquierda de la chica y jadeó: la tenía doblada formando un ángulo imposible, obviamente rota.
«Tiene suerte de estar inconsciente —pensó el joven—. Esta pierna le va a doler como el Abismo». Se mordió el labio y se obligó a enderezarle la pierna con el máximo cuidado. Inconsciente aún, Esme emitió un quejido.
«¿Qué debo hacer ahora? ¿Entablillársela? ¿Con qué?». Guerrand miró en torno lleno de ansiedad. A pesar de la oscuridad, vio que se encontraban en el borde de una elevada plataforma rocosa en una vasta y cavernosa sala. Por debajo de donde se hallaban, había una pared hecha con piedras y mortero.
En aquel preciso momento advirtió el familiar ruido de la gaviota posándose en algún lugar cercano.
—¡Zag! —gritó Guerrand aliviado, y entonces recordó cómo habían ido a parar allí. Lo miró con ira.
—Gracias a ti, Esme se ha roto una pierna.
¿De veras? —preguntó el pájaro, y se acercó para observar mejor con pequeños y rápidos pasos—. ¡Ay de mí! —exclamó. Por una vez la gaviota se había quedado sin palabras.
—Lo que puedes hacer es salir de aquí volando y conseguir una rama firme y recta que sirva para entablillarle la pierna.
La cabeza emplumada del ave se agitó de un lado para otro.
Lo siento pero no puedo hacerlo. El suelo se cerró después de que cayéramos —explicó Zagarus, miró hacia arriba—. Peor aún, caímos por un pozo. Aquí el techo parece normal, pero diría que el pozo mide tres veces tu altura aproximadamente. Tendrías que apilar muchas cajas para ascender por él. He buscado otra salida, pero no la he encontrado. Tú eres mago. ¿No podrías sacarnos de aquí, o por lo menos afianzarle la pierna?
Guerrand frunció el entrecejo lleno de frustración.
—El teletransporte está fuera del alcance de mis posibilidades; y los brujos no son curanderos. Sin embargo, pensándolo bien —dijo rebuscando en su bolsa—, tengo algunas hierbas que, adecuadamente mezcladas, se considera que son un potente analgésico. —Extrajo varias bolsitas de tela basta—. Mi única esperanza es que no necesitemos efectuar luego algún encantamiento que requiera menta.
Guerrand levantó la cabeza de Esme.
—Sería mejor tomarlas en infusión, pero tendrá que tragarse las hojas como pueda —dijo. Le separó los labios con los dedos y le puso sobre la lengua una pizca de menta seca y chafada y dulces flores de reina de los prados de color crema empapadas en aceite de clavo.
El sabor amargo de las hojas debió de haber penetrado en su nebuloso sueño, porque en aquel momento Esme abrió los ojos. Mientras se esforzaba por sentarse, emitió un gemido ahogado provocado por el agudo dolor de la pierna. Guerrand le cerró los labios para que las hierbas permanecieran dentro de su boca. Los ojos color miel de la mujer se humedecieron, y los ríos de lágrimas que le bajaron por las mejillas salpicaron la mano de Guerrand.
—Te has roto la pierna —le explicó el joven enseguida, soltándole los labios—. Las hierbas son amargas, pero debes tragártelas: te aliviarán el dolor.
La chica engulló de golpe la amarga mezcla.
—Tenemos que entablillarte la fractura —le explicó amablemente Guerrand, y entonces se le ocurrió una idea. Una vez más rebuscó en su bolsa y sacó dos cosas. Cerró los ojos con fuerza durante unos instantes, luego los abrió y esparció hierro en polvo en una cucharilla de madera.
—Sílas sular.
Con un ligero chasquido, la cucharilla aumentó de grosor y de longitud hasta alcanzar poco menos de las dimensiones de un bastón. Guerrand utilizó una recia cuerda que también extrajo de su bolsa para atar firmemente el palo a la parte exterior de la pierna de Esme. Una vez el miembro estuvo inmovilizado, las arrugas de dolor de la frente de la mujer disminuyeron sensiblemente.
Esme se secó las lágrimas de las mejillas.
—Estoy mucho mejor —dijo—; por favor, ayúdame a sentarme.
Guerrand la bajó suavemente de la plataforma con objeto de apoyarle la espalda en el muro de piedra.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó ella con voz débil; tan sólo podía ver algo que sugería una mesa, situada delante de ella pero más abajo, en un espacio amplio y oscuro.
—Zag dice que hemos caído por un pozo y que el suelo se ha cerrado por encima de nosotros —le comunicó Guerrand, todavía arrodillado junto a ella. Levantó la cabeza para mirar en torno y arrugó la nariz—. Sin embargo, algo huele que apesta.
Una débil antorcha proporcionaba la única luz de la cavernosa sala, aunque Guerrand vio que había otras antorchas apagadas repartidas a lo largo de las paredes. Se puso en pie y alargó la mano para coger la antorcha de su soporte, y advirtió que ardía sin producir humo. Lleno de curiosidad, acercó la mano y no sintió calor. Temerariamente, pasó los dedos a través del fuego. Las llamas danzaron entre ellos, pero le producían una sensación agradable, como si por la mano le fluyera agua tibia.
Esme lo había estado observando y dijo:
—Debe de iluminar por arte de magia. Tal vez también lo hagan las otras, si te acercas a ellas.
—¿Podrás quedarte sola durante unos minutos? —le preguntó Guerrand mirándola.
Esme pareció en parte molesta y en parte halagada por el interés del joven.
—Claro —dijo en un tono que traslucía un cierto enojo.
Guerrand bajó tres escalones hasta un suelo de pizarra. Las antorchas repartidas por la sala centellearon. Guerrand miró hacia atrás y Esme le dedicó una sonrisa de complicidad.
Guerrand examinó la sala y suspiró: habían dado con el laboratorio de Belize. La sala era grande y estaba repleta de objetos y, sin embargo, parecía limpia y ordenada. Cerca de las escaleras había una mesa de madera sustentada sobre caballetes. Un taburete acolchado parecía ser el único mueble para sentarse. Guerrand exploró la mesa y encontró dos libros. El que estaba cerrado era delgado, y sobre el lomo, en pálidas letras doradas, el título rezaba: Observaciones sobre la estructura de la realidad, por Fistandantilus. El libro que estaba abierto era muy grueso y viejo; antiguos garabatos en la parte superior sugerían que era el libro de encantamientos de un tal Harz-Takta. Por otra parte, Guerrand no entendía la lengua en la que estaba escrito, aunque reconoció una ilustración del triple eclipse lunar conocido con el nombre de Noche del Ojo, que se produce cuando las tres lunas, la blanca Solinari, la roja Lunitari y la negra Nuitari, se encuentran alineadas de mayor a menor de forma que parecen un enorme ojo en el firmamento nocturno.
Alrededor del libro de encantamientos había documentos y pergaminos —ninguno de los cuales lo mencionaba—, plumas, tinteros con tintas de colores, compases y medidores de ángulos semicirculares, así como otros instrumentos para escribir y dibujar. La alfombrita de debajo de la mesa estaba salpicada de manchas y de agujeritos producidos por quemaduras.
Había largas estanterías adosadas a los muros y también otras repartidas por la sala, igual que en la bodega de Cormac del castillo de los DiThon. Pero en lugar de botellas de vino, guardaban libros, cajas con pergaminos y documentos ligados o sueltos. Entre ellos había un amasijo de objetos relacionados con la magia o de uso común: cajas, trocitos de huesos, piedras, minerales y gemas, pieles de sapo, conchas de nautilos, garras de tortuga, un caparazón de langosta relleno de cuarzo, hongos y plantas, cristales y monedas, pirámides de papel, esferas y cubos, velas, campanas, varillas de vidrio y de madera, copas de boca ancha, decantadores, equipos de destilación, evaporadores, purificadores, enrarecedores y crisoles. Tan amplio espectro de objetos mareó a Guerrand, que era consciente de que podría recordar todos los detalles.
Entonces, percibió un destello de luz a través de un estante. Dio la vuelta en torno a la estantería y vio en la pared una zona sin estantes. Apoyado sobre piedras cortadas en forma de sólidos cubos, había un espejo casi tan alto como Guerrand. El marco era de cuero teñido de un tono muy oscuro. En los bordes del espejo, faltaban varios trozos, pero lo que llamó la atención del aprendiz fue la esquina superior derecha, o lo que debía de haber sido la esquina superior derecha. El trozo que faltaba era idéntico al que Belize le había dado a Guerrand. «Muy interesante —pensó—. He encontrado el espejo original». Alargó la mano para tocar la polvorienta superficie y deslizó la mano en el interior del cristal, del mismo modo que había hecho Zagarus en el espejo de Guerrand.
—Guerrand —gritó Esme—, ¿qué has encontrado?
El joven sacó la mano del gran espejo.
—Estamos en el laboratorio de Belize —le contestó sin volverse—. Si estás bien, me gustaría rondar por aquí un poco más, a ver si puedo encontrar lo que vinimos a buscar, o incluso el modo de salir de aquí.
—Adelante.
A la izquierda, a cierta distancia del espejo, Guerrand advirtió una puerta que conducía a otra sala, todavía oscura. El joven se acercó con suma cautela al espacio abierto y percibió un fuerte olor a alcohol y a formaldehído. A su paso, las antorchas se iban encendiendo.
Guerrand retrocedió horrorizado y lleno de asco. Chocó de espaldas contra el muro y permaneció así durante unos instantes, en silencio, demasiado abrumado para moverse. Dirigió la vista de un lado a otro de la sala, de una fantasmal imagen a otra, sin apenas detenerse en ninguna de ellas.
Ahora ya sabía el origen del espantoso hedor.
La sala estaba llena de cadáveres, cuerpos de seres que Guerrand no habría imaginado ni siquiera en la peor de sus pesadillas. Flotaban en depósitos gigantescos repletos de un líquido azul pálido, y los cabellos y las extremidades se les movían de forma aterrorizadora. Otros estaban embalsamados y atados con correas a tablas. Dos de ellos estaban tumbados en sendas mesas, mientras que a un tercero, al que Guerrand sólo pudo mirar fugazmente, le habían quitado la piel y, después de haberle sacado los órganos, los habían esparcido sobre la mesa en la que yacía, como pétalos de una flor nauseabunda.
No era posible identificar a ninguna de aquellas criaturas, aunque todas tenían rasgos reconocibles: una de ellas sin duda era, en parte, un perro; otra tenía cara y patas de gato; una tercera parecía vagamente una cabra. Pájaros, serpientes, incluso seres humanos y élficos aparecían bajo monstruosos aspectos. Sus cuerpos estaban torcidos y deformados, con las extremidades alargadas, los cráneos abiertos, los ojos embotados. Pero ni siquiera eso era lo peor. Otros tenían lenguas que les salían directamente del estómago, orejas y bocas en lugares insólitos, ojos horriblemente combinados con otros órganos.
A Guerrand la boca le quedó seca como el polvo. Dijo algo en voz baja, se dio la vuelta, echó a correr y tropezó con una pesada y sólida barra, una especie de mecanismo elevador de los que se accionan con el pie, que se hallaba junto a la puerta. El joven, al caer, empujó la barra y la derribó. Oyó un ruido al otro lado de la cámara, como de engranajes que giraran, y se apresuró a ponerse en pie. Saltó hacia atrás y se escondió detrás de la puerta. Miró en torno y después dirigió la vista hacia el lugar de donde venía el ruido y esperó; el corazón se le había acelerado.
Una monstruosidad viviente se abría paso en la oscuridad que reinaba más allá de la luz de la antorcha. La sanguinaria criatura, de un solo ojo y seis patas, avanzaba tanteando con las manos hacia la luz, seguida por un número incontable de otras criaturas. En cuestión de segundos, aquellas criaturas vivientes habían ocupado media sala. Serpenteaban por el suelo y se deslizaban por encima de los putrefactos cadáveres de las mesas.
Más que horrorizado, Guerrand notó sabor a bilis en la boca. Con el único deseo de alejarse antes de que aquellos seres lo hicieran pedazos, se dio la vuelta para huir y su pie tropezó con el emplumado pecho de Zagarus.
—¡Cuac!
Tanto el hombre como el pájaro cayeron de espaldas. Asombrado, Guerrand se puso en pie una vez más y miró precipitadamente por encima del hombro.
—Maldición, Zag —murmuró—. ¿Por qué no me avisaste que estabas aquí? Ahora nos han visto.
Docenas de ojos inyectados en sangre miraban fascinados la pálida cara de Guerrand. El aprendiz se dio la vuelta y empezó a correr y Zagarus salió volando tras él.
Creía que me habías visto. Además, me quedé demasiado asombrado para hablar. ¿Qué son?
Guerrand señaló hacia el laboratorio.
—No estoy seguro, Zag —dijo, mientras seguía mirando por encima del hombro—, pero tengo muy claro que no quiero que me atrapen. —Subió de un salto los escalones que llevaban a la plataforma. Esme seguía allí, recostada contra el muro, durmiendo a ratos, conmocionada por el dolor de la pierna. El joven la acarició primero con suavidad y luego con desesperación, hasta que al fin consiguió que la chica empezara a despertar. Al ver la expresión asustada del joven, abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Ocurre algo? ¿Has encontrado alguna cosa?
Guerrand miró por encima del hombro y le señaló el laboratorio situado bajo la plataforma. En aquel preciso momento, la primera de aquellas nauseabundas criaturas pasaba ante la antorcha. Aquel ser alargó hacia ellos un miembro sin dedos y luego avanzó de nuevo pesadamente, con viscosos movimientos. Su boca circular se abrió y se cerró, descubriendo una vibrante faringe provista de dientes. Otro ser apareció detrás de la primera criatura y la rodeó con sus tentáculos para agarrarse al marco de la puerta.
Esme se echó hacia atrás de forma instintiva, aunque ya tenía la espalda pegada a la pared.
—¿Qué son? —farfulló la chica, repitiendo la pregunta de Zagarus.
—Es posible que se trate de experimentos fallidos. Estaban encerrados en otra sala y yo mismo accioné algún dispositivo que las liberó.
Dos criaturas entraron en la sala. Movían las mandíbulas sin hacer ruido mientras se arrastraban por el suelo con los ojos fijos en los humanos agazapados en el rincón. Rodearon la mesa de Belize y a cada instante se les añadían otros seres monstruosos. Uno de ellos se arrastró por encima de la mesa, levantó un tintero, se lo puso entre las horrendas mandíbulas y lo aplastó. Otro, un humano con media cabeza y patas traseras de perro, cogió una pluma y garabateó en el libro de encantamientos de Belize. Ninguno de ellos se aproximó a Guerrand ni a Esme.
—No lo entiendo —exclamó Guerrand frunciendo el entrecejo al ver cómo un enjambre de criaturas manoseaban el equipo mágico y aplastaban libros y copas—. No parece que les interesemos, sólo quieren destruir el laboratorio de Belize.
—¿Vamos a esperar que a que se acuerden de nosotros? —preguntó Esme—. Tal vez deberíamos tratar de escabullirnos, pues yo con mi estúpida pierna no puedo correr. —Pese a todo, intentó hacerlo, pero sintió dolores muy intensos por donde se la había roto, debajo de la rodilla.
—Tendremos que abrirnos paso entre ellos —dijo Guerrand con una mueca de repugnancia en los labios.
Perdona, Rand —dijo Zagarus junto a su hombro—, creo que ahora prefiero volver a mi espejo, es más seguro.
—De acuerdo —exclamó Guerrand, distraído, metiendo la mano en la bolsa. Los dedos se le helaron al contacto con la fría superficie del cristal y lo volvió a dejar caer en la bolsa. Se puso en pie de un salto, se inclinó hacia los escalones del borde de la plataforma y buscó con los ojos el gran espejo del que Belize había cortado el trozo que él tenía en su poder. Estarían más seguros allí dentro.
Guerrand volvió a donde le esperaban Esme y su amigo.
—Zag —dijo con suavidad—, ¿qué piensas cuando te introduces en mi trozo de espejo?
La gaviota se quedó perpleja por la pregunta.
Me limito a hundir la cabeza y a abrirme paso hacia dentro.
Esme agarró la pernera del pantalón de Guerrand.
—¿Qué estás pensando, Rand?
Guerrand levantó a la mujer sosteniéndole las piernas con los brazos, muy pendiente de la que se había roto. El corazón le dio un vuelco cuando oyó el grito de dolor de la chica.
—Nos vamos a introducir todos en el espejo. Por favor, Esme, limítate a cerrar los ojos y a confiar en mí.
La joven miró el rostro de Guerrand durante un instante, luego le pasó los brazos en torno al cuello e hizo lo que el joven le había pedido.
Estrechando a Esme contra su pecho y con Zagarus a sus pies, Guerrand bajó los escalones apresuradamente. Siguió la pared de la derecha, por detrás de las estanterías, hasta llegar al polvoriento espejo enmarcado en cuero. Musitó una plegaria a Lunitari y ordenó a su imagen reflejada en el espejo que levantara la pierna derecha hacia el cristal. El miembro se deslizó hacia dentro con mayor facilidad que en el agua y el pie se posó en el suelo del mundo interior del espejo. A horcajadas sobre el espejo, con un pie a cada lado, Guerrand veía la tumultuosa masa de monstruos reflejada detrás de él. Abrazó a Esme más estrechamente, contuvo el aliento y, sin más vacilaciones, se introdujo en el espejo.
La pierna izquierda del joven se posó sobre el suelo junto a la derecha. Frías e intimidantes brumas se arremolinaban en una media oscuridad por encima de la cintura irritando la nariz de Esme, que apoyaba la cara en el pecho del joven. Este la subió un poco y empezó a andar a ciegas hacia adelante, asustado porque tal vez los monstruos habían aprendido el modo de entrar en el espejo y sintiendo miedo de hablarle a Esme de sus temores.
—¿Zag?
Estoy aquí, Rand, dijo el pájaro en tono tranquilizador.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Esme en un susurro.
—No lo sé —dijo el joven.
La joven, todavía en brazos de Guerrand, se puso tensa.
—El efecto de las hierbas se está debilitando; la pierna me arde de dolor.
El joven la cambió de posición otra vez.
—No tardaré en sacarte de aquí —le prometió, no muy seguro de cómo cumpliría la promesa.
¿Qué crees que ocurriría si saltáramos al interior del trozo de espejo que tienes en la bolsa?, sugirió Zagarus.
—¿El interior de mi trozo es parecido a esto? —preguntó Guerrand. Zag movió el pico arriba y abajo—. En tal caso sospecho que terminaríamos por volver aquí. El cristal mágico de Belize parece ser un portal que conduce a un mundo de espejos.
¿Y cómo saldremos?, preguntó Zagarus.
—¿Cómo sales tú?
Zag ladeó la cabeza, como si estuviera harto.
Ya lo sabes; me llamas y yo simplemente sigo tu voz a través de la niebla hacia allí donde suena más fuerte. Entonces, me limito a cruzar, a sabiendas de que saldré del trozo del espejo.
—Nosotros no tenemos a nadie que nos llame —dijo Guerrand exhalando un suspiro.
Esme sólo captaba la conversación a medias, ya que no podía oír a Zagarus, por lo que miraba a Guerrand llena de frustración. Este le contó enseguida lo que Zagarus había dicho.
—A esto lo llamas un «mundo de espejos» —dijo la mujer frunciendo el entrecejo—, lo cual implica un ámbito muy amplio. Si tu voz actúa como una especie de indicador de rumbo para que Zagarus pueda seguirlo, tendremos que construir nuestro propio indicador para señalar la salida.
En la cabeza de Guerrand empezó a forjarse una idea.
—¿Visualizas el trozo de espejo mientras emerges de él, sabiendo que saldrás por allí? —preguntó el joven a Zagarus, y el pájaro asintió con la cabeza. El pecho de Guerrand palpitó esperanzado. Mentalmente, desarrolló su teoría desde el principio al final y no le encontró ninguna pega de consideración. El aprendiz tenía la misma sensación de confianza que cuando dominaba algún nuevo encantamiento.
—Esme, aplica al espejo del peristilo de Villa Rosad lo aprendido en nuestras clases de visualización. Zagarus también lo ha visto —le pidió. La chica se quedó perpleja—. Si la idea funciona, ya lo entenderás.
—Mi pierna me duele lo suficiente como para probarlo casi todo —dijo ella con voz débil y la mejilla recostada en el hombro del joven.
—Representa el espejo en tu mente con todo lujo de detalles —prosiguió él—; y tú, Zagarus, haz otro tanto. Dejad que vuestra memoria os lleve al otro lado del espejo, a las paredes en torno a él. Conservad esa imagen. No penséis en nada más.
Inmersos en la bruma y con los ojos cerrados, hombre, mujer y pájaro concentraron hasta el menor de sus pensamientos y toda su energía en la tarea. Al cabo de unos instantes se oyó un fuerte zumbido monótono, como el ruido grave y uniforme de una máquina de gnomos que funcionara cerca. Guerrand retuvo el aliento y, cuando localizó el punto exacto de la pared envuelta en bruma que emitía aquel ruido, caminó hacia adelante.
Pero su pie no topó con pared alguna. La masa gris se desvaneció, y Guerrand y Esme saltaron al peristilo de Villa Rosad. Las frescas paredes de mármol y el verdor que los rodeaban se reflejaban en el espejo situado detrás de ellos. Poco faltó para que Guerrand no pudiera controlar su emoción.
Inmediatamente después de los aprendices Zagarus emergió del cristal reflectante.
¡Bueno, voy a tener un pico de pelícano!