Lyim aguardaba con impaciencia creciente en la fría cueva junto al mar y oía el amable ritmo del oleaje en el estrecho de Ergoth. La fresca camisa blanca que se había puesto hacía dos días para encontrarse con la hermana de Guerrand se le había vuelto amarillenta en las axilas y se había manchado con húmeda arcilla roja. Sin embargo, no podía marcharse. Kirah podía aparecer en cualquier momento. Y después de haberse pasado más de dos semanas a bordo de un barco con sudorosos y piojosos mercenarios contratados por la compañía naval de Berwick del puerto de Fuerte Loma, sería el colmo de las desgracias que una pequeñaja le impidiera cumplir lo que había prometido a su amigo.
—Todo es culpa de Guerrand —gruñó Lyim en voz alta con frustración creciente—. Fue idea suya que aguardara a Kirah en su refugio habitual, en lugar de ir yo a buscarla a la fortaleza. A estas alturas ya estaría hablando con ella, en vez de estar aquí sentado en esta cueva oscura y húmeda.
«Todavía puedes hacerlo», se dijo el joven mago. Y sin embargo, vacilaba, pues se daba cuenta de que había pasado demasiado tiempo en aquel lugar para arriesgarse a abandonar cuando tal vez Kirah estaba a punto de llegar.
Se incorporó con un suspiro y cruzó la boca de la cueva para distraerse contemplando el mar. Incluso el ritmo uniforme del oleaje bastaría para romper la monotonía de aquel paraje. Mientras el joven aprendiz observaba el revoloteo de las aves marinas sobre su cabeza, la marea le lamió las botas. Entre los chillidos de las aves, creyó percibir un débil jadeo.
Lyim se quedó inmóvil, escuchando. Había alguien cerca. Oyó un segundo jadeo y el roce de una tela rígida, y luego vio a alguien que se escabullía por encima de donde él se hallaba. Lyim se dio la vuelta, se puso la mano en la frente para protegerse los ojos del sol y miró hacia un saliente rocoso situado sobre la cueva.
Acurrucada en un hueco de la roca, como una enorme araña arrinconada, había una chiquilla de cabellos rubios, finos y descuidados que le llegaban hasta los hombros. Llevaba los harapientos restos de lo que había sido un bonito vestido e iba descalza.
—¿Eres Kirah? —preguntó Lyim con incredulidad.
Los ojos de la chica se ensombrecieron a causa del miedo. Aún se habría echado más hacia atrás si su espalda no hubiera estado ya completamente pegada a la roca.
—¿Qui… quién eres? ¡Vete o gritaré!
Lyim se quedó muy sorprendido. Aquella chica no era la brava tigresa que Guerrand le había descrito sino más bien un conejo asustado. En el rostro del joven se dibujó la más agradable de sus sonrisas, en las mejillas le aparecieron unos encantadores hoyuelos y le centellearon los ojos.
—Me dijeron que eras una niña, no una adorable jovencita.
Kirah se rodeó las dobladas rodillas con los brazos y las atrajo aún más hacia sí, de forma que entre las sombras de las rocas lo único que se veía de ella eran sus grandes ojos temerosos.
—Me llamo Lyim; tu hermano me pidió que te buscara.
—¿Cormac?
—No, tu otro hermano, Guerrand.
La chiquilla sacudió la cabeza con gran energía y sus frágiles cabellos ondearon como pálidas cuerdas amarillas.
—Ya no tengo ningún hermano que se llame así.
Lyim enarcó las cejas con expresión ligeramente divertida.
—Guerrand me dijo que tal vez estarías enfadada.
—¿Enfadada? —se burló Kirah—. Eso es decir muy poco. —De forma brusca apretó los labios formando una línea firme y pálida que expresaba bien a las claras que no pensaba profundizar en aquella cuestión.
—Ya me doy cuenta de que estás más que enfadada —prosiguió Lyim en el tono más conciliador que pudo—, y sé que verme a mí no es lo mismo que volver a ver a tu hermano. Pero él me encargó que viniera. Aún no hace ni tres semanas que estaba con él.
La táctica de acercamiento no parecía funcionar muy bien, pero por lo menos la chica no se había dado la vuelta y había echado a correr, lo cual en cierto modo Lyim consideraba una victoria.
—No te pareces nada a tu hermano —dijo al fin.
—Dicen que me parezco a nuestra madre —dijo Kirah y, desde el saliente rocoso, echó una cautelosa ojeada al atuendo del joven—. Y tú no tienes pinta de ser amigo de Rand…; de pirata, tal vez.
Lyim se había acordado de los recelos provocados por su túnica roja la última vez que se había embarcado y por esa razón la había dejado en Palanthas. Había viajado a bordo de un miserable y bamboleante barco durante dos semanas, y llevaba bien cuidados la espesa barba y el bigote que le habían salido y que tenían el mismo color negro azulado que la cabellera que le llegaba hasta los hombros. Su ropa era inusualmente poco sofisticada para Lyim: una chaqueta de gamuza sin teñir con mangas cortas y muy holgadas sobre una camisa blanca de lino. Los calzones eran de la misma piel suave y los llevaba metidos dentro de unas botas altas. Kirah tenía razón: nadie lo habría tomado por un mago.
—Tu hermano me lo dice siempre —dijo riendo Lyim.
Se produjo un incómodo silencio.
—De modo que… Guerrand se ha convertido en mago —insinuó Kirah al fin.
—De hecho, somos simplemente aprendices.
Kirah se encogió de hombros, dando a entender que aquella precisión carecía de importancia para ella.
—¿Dónde está?
Lyim tosió ante la inevitable pregunta.
—Guerrand me pidió que por tu bien no te lo dijera.
Kirah, contrariada, se mordió el labio, pero no insistió.
—¿O sea que te ha dicho que me vinieras a ver tan sólo para decirme que él aún está vivo?
—No —dijo Lyim—, me ha encargado que os ponga sobre aviso —añadió mientras la miraba, deslumbrado por el sol—. Oye, ¿te importaría bajar? El sol me ciega.
Kirah no tenía claro si debía acercarse o no.
—Supongo que te das cuenta de que si hubiera venido para hacerte daño —explicó Lyim con una sonrisa de superioridad en su atractivo rostro—, no me detendría un obstáculo tan insignificante como un saliente rocoso.
Kirah reflexionó y le alargó la mano para que la ayudara a bajar. Lyim cogió la pálida manita, frágil como los huesos de un pajarillo, y la ayudó a saltar sobre la arena lavada por la marea ante la boca de la cueva.
—Mucho mejor —suspiró el joven, instalándose en un pequeño saliente de la roca a la altura de las rodillas.
—¿Sobre aviso de qué? —preguntó Kirah, retomando la conversación—. El furor causado por la marcha de Guerrand acabó por disiparse. Cormac se limitó a apoderarse de la tierra de Berwick que ambicionaba y el ambiente en el castillo de los DiThon es, por una vez, casi ridículamente feliz, en particular desde que Cormac se fue para proteger el Acantilado de Piedra de las posibles represalias de Berwick. También se proponía aprovechar la ocasión para hacer los planos del fortín que quiere construir allí.
Lyim chasqueó los dedos.
—De eso se trata precisamente. Berwick se dispone a vengarse, y piensa hacerlo pronto, pero no en el Acantilado de Piedra. Está formando un ejército de mercenarios y Caballeros de Solamnia para asediar el castillo de los DiThon.
Los ojos de Kirah se estrecharon con recelo.
—¿Cómo puedes saberlo? Tal vez eres en realidad un espía al servicio de Berwick que han enviado aquí para causar problemas y enterarse de lo que pueda contando mentiras a chicas jóvenes —dijo, y se separó de él unos pasos, mientras las olas barrían sus pisadas en la arena.
Lyim, apenado, sacudió la cabeza.
—Tus sospechas están fuera de lugar, Kirah —afirmó—. ¿Cómo puedo demostrarte que soy realmente un amigo de tu hermano, encargado de ayudarte, y no un espía de un hombre al que no he visto en mi vida?
—Dime dónde está Guerrand para que se lo pueda preguntar yo misma —dijo adelantando la barbilla de forma desafiante.
—Ni con el barco más rápido tendrías tiempo de reunirte con él y después impedir el ataque de Berwick.
Kirah enarcó una pálida ceja.
—¿De modo que no está en Ergoth del Norte?
Lyim ahogó una carcajada.
—Guerrand me dijo que eras inteligente, pero yo no soy estúpido. Tendrás que encontrar otra manera de convencerte de que soy quien digo ser. Y date prisa, antes de que se agote mi considerable paciencia —dijo. Kirah captó su sarcasmo a pesar de la frustración que sentía.
—Bueno, pues dime cómo te enteraste del complot.
—Eso te lo puedo contar sin problemas —dijo aliviado Lyim—. Guerrand y yo vimos los carteles de reclutamiento, y yo vine hacia aquí con muchos de los mercenarios que aceptaron las condiciones. Por eso no llevo mi habitual atuendo de mago; en cualquier caso, a menos que mis suposiciones sean falsas, disponemos de unos pocos días antes del ataque, el tiempo que lleva desplazar un ejército desde Fuerte Loma hasta aquí.
Kirah reflexionó un rato, y al final dijo:
—Digamos que te creo. ¿Qué quieres que haga? Cormac está por lo menos a un día de distancia, en el supuesto de que quisiera escucharme, cosa que no haría.
—No podrías explicarle nunca dónde te enteraste del complot —explicó Lyim—. Por lo que dijo Guerrand, vuestro hermano mayor no es tan tolerante con la magia como tú.
Kirah sonrió con expresión burlona.
—Tolerancia es una palabra que yo no usaría nunca para describir a Cormac.
—Tenemos que ir con pies de plomo —dijo Lyim—. Tengo una idea que tal vez funcione, pero tendrías que darme alguna información sobre la familia Berwick —requirió con aire misterioso, lo cual despertó la curiosidad de Kirah.
Lyim observó la cueva con desdén.
—Tenemos que darnos prisa. Necesito preparar algunos encantamientos. ¿Puedes introducirme subrepticiamente en la fortaleza para que consiga trabajar con relativo confort…, o por lo menos en condiciones no tan húmedas? —preguntó mientras se frotaba la arcilla mojada de la camisa.
En el rostro de Kirah se dibujó una amplia sonrisa. Por lo menos, había algo que tenía muy claro. Lyim era muy atractivo. Aunque se equivocara al confiar en él, por lo menos la vida volvería a ser interesante por vez primera desde la partida de Guerrand.
—Si lo que necesitas es una informadora [1], has encontrado la persona adecuada.
Un centenar de mercenarios y hombres de armas avanzaban por el páramo tras sir Morris Whetfeld. Durante tres días, el Caballero de la Rosa había cabalgado a la cabeza de la tropa desde Fuerte Loma en dirección al castillo objeto de la venganza de su suegro. Su nueva esposa había estado a punto de unirse en dos ocasiones a la familia propietaria del castillo. Los Berwick habían sido traicionados tres veces por los DiThon. Morris, encolerizado, curvó sus protegidos puños. Aquellos bárbaros de Ergoth del Norte no tenían sentido del honor. No en vano eran rudos caballeros y no verdaderos Caballeros de Solamnia.
El Caballero de la Rosa se estremeció al pensar en los marginados que habían aceptado las condiciones de los avisos que los Berwick habían puesto en los puertos y que ahora le seguían. Eran una pandilla de desharrapados, la escoria de la sociedad, sin duda. Sir Morris se sentiría feliz el día en que el asedio terminara y pudiera pagarles y devolverlos al agujero de donde habían salido, fuera el que fuera. No se hacía ilusiones respecto al honor de aquellos espadachines de alquiler, pero por lo menos había comprado su lealtad temporalmente.
A juzgar por la aparente situación del castillo de los DiThon, sir Morris no necesitaría esas lealtades mucho tiempo. Aparte de algunas ovejas que pastaban en la ladera de una colina cercana, el lugar parecía poco menos que abandonado. Era obvio que Cormac DiThon no había tenido ninguna información del ataque. Incluso era dudoso que alguien del interior del castillo hubiera advertido la presencia de un ejército, al otro lado de las murallas del este, preparado para el ataque. Morris había esperado encontrar por lo menos la vigilancia habitual en un castillo. Desde el privilegiado sitio en el que se hallaba el caballero, las puertas cerradas del norte y del este parecían ser las únicas medidas de seguridad.
¿Sería una trampa? ¿Era DiThon más listo de lo que Morris suponía o era tan estúpido como aparentaba? El caballero advertía la impaciencia de los hombres que iban tras él y los pasos rápidos y largos de los caballos. Sir Morris estaba a punto de forzar la respuesta a aquella pregunta preparando a sus hombres para el ataque inicial, cuando una solitaria figura apareció en las almenas orientales.
El hombrecillo, que llevaba un tabardo que ostentaba lo que Morris sabía que era el escudo de armas de los DiThon y un yelmo que le quedaba muy grande, gritó nerviosamente:
—¿Sí? ¿Qué pasa? ¿Puedo ayudarte?
Sir Morris Whetfeld se quedó absolutamente perplejo.
—Cielos —rugió—, ¿así que no tenéis ni idea de que hemos venido a asediar el castillo? Dile a tu amo que venga enseguida. Quisiera hablar con ese bastardo antes de arrasar su decrépita fortaleza. —Incluso a tanta distancia, sir Morris advirtió el temor y la indecisión del hombre.
—Lo… lo siento, señor —dijo el hombre con voz tomada por la emoción—. Sólo soy el chambelán; el señor, hum, no está en casa hoy.
Sir Morris no daba crédito a su suerte.
—Pues tanto mejor. Ordena a los hombres de armas de que dispongas que abran la puerta del este, y de este modo habrá el mínimo derramamiento de sangre y los mínimos daños.
El chambelán, preocupado, se restregó las manos.
—Eso querría decir que nos rendimos, ¿no? Me parece que no podemos hacerlo, señor. Sólo soy el chambelán.
—Estás a punto de ser un chambelán muerto —gritó sir Morris con irritación creciente ante la timidez de aquel hombre. Se levantó un poco la visera del yelmo y se frotó la cara.
»Vete a buscar a la señora del castillo, si es preciso —le ordenó con firmeza—. Y date prisa, o de lo contrario abriremos las puertas desde el exterior.
—Un momento, por favor —gritó el chambelán, como si hablara con un inesperado huésped que aguardara en la puerta.
Sin saber qué hacer, sir Morris cruzó los brazos y se dispuso a esperar, asombrado por el extraño curso de los acontecimientos. Transcurrieron largos minutos sin que el hombrecito regresara. Al escuchar tras él los murmullos de sus subordinados, Morris empezó a sentirse estúpido, y eso lo encolerizó. Incluso los mercenarios empezaron a bromear en voz alta.
Las mejillas de sir Morris se fueron encendiendo bajo el yelmo, hasta que no pudo resistir más.
—¡Se agotó el tiempo! —aulló, e hizo una señal a sus hombres. Unos cuantos avanzaron sosteniendo en sus brazos un enorme tronco. Se situaron frente a la puerta principal y empezaron a golpearla para abrir un boquete.
Por tres veces el pesado tronco chocó atronadoramente contra la gruesa puerta, y a cada golpe la madera crujía y se astillaba un poco más. Pero el portal había sido construido para resistir semejantes embestidas y sin duda aguantaría un buen rato.
Sir Morris se movió impaciente en la silla. Con toda seguridad aquellos idiotas los dejarían entrar sin más. En sus circunstancias, pretender resistir era una estúpida imprudencia. Resonó otro golpe. Después de algunos golpes más, Morris reemplazaría a los hombres del ariete, pues las embestidas con el tronco eran un fatigoso trabajo.
Mientras recorría las almenas con la vista, Morris advirtió algo que se movía a unas docenas de pasos a la derecha de donde había visto al chambelán. Quizás era un arquero escondido esperando el momento propicio para disparar contra un blanco fácil, como un caballero en su montura. Hizo señales a varios mercenarios provistos de arcos para que se le acercaran y, mientras les indicaba el lugar del posible peligro, la fugaz visión se concretó en la figura de un joven que, según calculó Morris, tendría una veintena de años. Iba sin armas y su aspecto era más el de un pirata que el de un soldado.
El joven hizo bocina con las manos y gritó hacia el grueso de los guerreros.
—¡Hola! Quisiera hablar con maese Berwick.
Morris frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquella interrupción?
—¿Quién eres? —inquirió el caballero—. He mandado al chambelán a buscar a la señora del castillo.
—La Señora DiThon está…, digamos, indispuesta —dijo el joven—. Yo represento los intereses de la familia.
Morris espoleó la montura ligeramente, sólo lo justo para que el caballo se moviera sin desplazarse.
—Cualquier carta que tengas para maese Berwick puedes dármela a mí. Soy sir Morris Whetfeld, un honorable Caballero de la Rosa y yerno de Berwick, así como el jefe de esta hueste. Dime lo que tengas que decir, rápido.
El joven encaramado en lo alto de la muralla examinó a Morris unos instantes.
—Aquí hay algo que es tuyo —respondió, mientras se oía otro estruendo—. Di a tus monos que dejen de golpear y te voy a enseñar algo que estoy seguro que encontrarás de particular interés.
—Te costará muy caro si sólo se trata de una táctica dilatoria —le previno sir Morris. Al fin, extendió el brazo izquierdo con la palma de la mano vuelta para abajo y luego lo bajó, con lo cual el grupo que manejaba el ariete soltó el tronco inmediatamente. El joven de la muralla parecía muy seguro de sí mismo, dada la situación en la que se encontraba, pensó Morris, y a él no le gustaban los jóvenes tan seguros de sí mismos. Había encontrado muchos tipos así entre los Caballeros de Solamnia. Escucharía el mensaje del muchacho, pero al menor indicio de que sólo trataban de demorarlo, proseguiría el ataque. Morris no podía permitir que aquel arrogante joven olvidara quién controlaba la situación.
Su interlocutor desapareció tras la almena contigua, y después volvió a aparecer acompañado de una joven de cabellera oscura y mirada baja. Incluso a tanta distancia, a Morris el aspecto de la chica le resultó muy familiar. Parpadeó sin dar crédito a sus ojos.
—¿Ingrid? —exclamó. Morris se puso en pie en los estribos. Sentía el desagradable bombeo de la sangre en los oídos mientras sus ojos recorrían el rostro de su esposa—. ¿Cómo es posible?
—¿Acaso nos creías tan provincianos como para no enteramos de vuestro complot? —se burló el hombre que estaba junto a la chica en las almenas—. ¡Pusisteis avisos por todo el continente de Ansalon! Después de tu partida, nos fue bastante fácil secuestrar a tu bella esposa de la casa solariega de Fuerte Loma. La dejaste vergonzosamente desprotegida —añadió, y acarició la mejilla de Ingrid—. Tu tierna mujercita ha aprendido muchas cosas interesantes durante el viaje que la ha traído hasta aquí en compañía de malhechores y rufianes, ¿no es cierto, querida?
Lady Ingrid Berwick Whetfeld se estremeció y se apartó del joven.
Sir Morris se maldijo a sí mismo por su falta de previsión.
—¡Esto es un ultraje! —chilló—. ¡Secuestrar a una mujer inocente en tiempo de guerra es una cobardía y un deshonor! Si le tocáis un solo pelo de la cabeza, arrasaré este castillo hasta que no quede piedra sobre piedra, y os enterraré a todos en sus ruinas.
El interlocutor de la muralla pareció más divertido que preocupado por las amenazas histriónicas de Morris.
—Me portaré caballerosamente, caballero solámnico, pero en estos momentos no estás precisamente en condiciones de ofenderme.
Sir Morris dedicó un gruñido al joven mientras miraba a la mujer. Ella no dijo nada.
—Esposa mía, ¿me reconoces? ¿Qué te han hecho estos groseros villanos? ¿Por qué no dices nada?
—Tengo miedo, querido —susurró ella tristemente—. Por favor, haz lo que te pidan, así podremos volver a estar juntos.
—Si le hacéis daño… —amenazó otra vez sir Morris, agitando su protegido puño con impotente rabia.
—Nadie le ha hecho daño —lo interrumpió el joven—, ni nadie se lo va a hacer, si abandonáis este asedio sin sentido.
Morris estaba preparando otra sarta de insultos y amenazas cuando sintió una mano que le oprimía el hombro. Miró hacia atrás y se encontró cara a cara con Anton Berwick, su suegro, que miraba hacia la muralla insistentemente.
El mercader había querido formar parte de la expedición, pero Morris se las había apañado para convencerlo de que se mantuviera a prudente distancia, en la retaguardia. La inesperada aparición de su hija en las almenas había hecho que el hombre avanzara hasta la vanguardia. El mercader sacudía la cabeza silenciosamente, y el caballero se dejó caer en la silla de mala gana.
—Mi querida Ingrid, ¿estás bien? —preguntó Berwick. Aunque trataba de disimularla, la preocupación del anciano por su hija se evidenciaba en el tono de su poderosa voz. Protegido con una armadura nueva, se le veía rígido y confuso, y su considerable corpulencia parecía rebosar en la silla del pobre caballo.
—Estoy bien, padre —contestó débilmente la muchacha, mientras se apartaba un mechón de cabellos que el viento le había echado sobre la cara—. Me han tratado bien. Este —dijo señalando con los ojos al joven que estaba junto a ella—, a decir verdad, ha sido muy cortés.
—¿Cortés? No puedo creerlo —se burló el caballero, pero una dura mirada de Berwick lo hizo callar al instante.
El caballero se acercó a su suegro.
—Padre, ¿cómo vamos a confiar en esos villanos? Son secuestradores y mentirosos, sin el menor sentido del honor. Si redoblamos nuestros esfuerzos con el ariete, la puerta no tardará en ceder. Entonces podremos recuperar a Ingrid y vengar la afrenta.
Pero Morris advirtió la respuesta en los ojos de Berwick antes incluso de que este empezara a hablar.
—Si tal como dices, son verdaderamente unos mentirosos sin honor, no podemos arriesgarnos a continuar el ataque. La puerta cedería, claro, pero una vez dentro lo único que podríamos hacer sería vengarnos: ambos perderíamos a Ingrid, y eso no lo puedo permitir.
—Pero —insistió el caballero, al que de repente se le había ocurrido una nueva posibilidad—, ¿cómo sabemos que se trata realmente de Ingrid? Podría tratarse de un buen truco de magia.
Las mejillas de Berwick temblaron.
—No conoces a Cormac DiThon. Por villano que sea, jamás aceptaría que se utilizara magia en su castillo.
Sir Morris no se dejó persuadir tan pronto.
—En todo caso, debes admitir que a esta distancia, cualquier mujer joven de una talla similar y cabello oscuro podría hacerse pasar por nuestra Ingrid.
Berwick reflexionó unos instantes y luego se dirigió de nuevo al castillo.
—Joven, estás a considerable distancia de mis viejos ojos cansados. ¿Cómo puedo estar seguro de que la mujer que está contigo es realmente mi hija Ingrid?
Pareció que el joven había previsto la pregunta. Se inclinó hacia la hija del mercader, como si quisiera decirle algo al oído, al cabo de algunos momentos, se separaron.
—Esta sencilla demostración debería bastar para persuadirte —respondió el joven.
—Soy yo, Morris —dijo Ingrid con voz débil pero clara. Y recitó unos simples versos:
Con mano firme, mi amor, mi luz,
con mano firme, mi tesoro más amado,
guardo tu amor celosamente,
Ley y Juramento por mí anhelados.
Era un poema que Morris había escrito para Ingrid durante su breve noviazgo, y ella era la única que lo conocía. Un intenso rubor carmesí coloreó la cara de sir Morris, lo cual bastó a Anton Berwick para convencerse de que el poema era auténtico. El rechoncho mercader se volvió otra vez hacia el castillo.
—¿Qué queréis de nosotros?
—Ya os lo he dicho —repuso el joven—; detened este despropósito enseguida y regresad a Fuerte Loma.
—¡Regresaremos cuando nos hayas devuelto a Ingrid! —exclamó Morris con el protegido puño alzado en el aire en dirección al joven.
El raptor resopló sonoramente.
—¿Creéis que todavía me chupo el dedo? Si os la entrego ahora, simplemente reemprenderíais el ataque.
—Te doy mi más solemne palabra de Caballero de la Rosa de que no lo haremos —prometió sir Morris.
—La palabra de un caballero no significa nada para mí —puntualizó el joven—. Sólo creo lo que veo con mis propios ojos. Tu señora esposa se quedará aquí durante dos días. Eso os dará tiempo para recorrer medio camino hacia Fuerte Loma. Entonces os la devolveremos del mismo modo que nos la llevamos. Cuando lleguéis, te lo aseguro, Ingrid os estará esperando tal como la dejasteis.
»Y que no se os ocurra volver sobre vuestros pasos —añadió amenazadoramente el secuestrador—. Tenéis que tener muy claro que a partir de ahora controlaremos el menor de vuestros movimientos.
Se hizo un silencio mientras ambas partes analizaban la negociación.
Después, sir Morris volvió a tomar la palabra.
—¿Y qué pasará con la tierra que nos robasteis, con los planes de extorsionar a nuestros barcos con peajes? Esa injusticia no puede perdurar. De manera especial ahora, considerando lo que le habéis hecho a nuestra Ingrid.
—¿La tierra? Ah, sí, eso —murmuró el hombre—. Vale, que tus representantes se pongan en contacto con los nuestros para negociar sobre la tierra —añadió y, dicho esto, se dio la vuelta rápidamente para irse.
Sir Morris, con las enguantadas manos sobre las protecciones de las caderas, miró asombrado hacia arriba.
—¿No eres un representante de Cormac DiThon?
—Creo que lo he dejado bastante claro —dijo el joven.
—Pues entonces vamos a discutir sobre la propiedad del Acantilado de la Colina ahora mismo, o no nos iremos —exclamó enfurecido sir Morris.
El secuestrador puso los ojos en blanco lleno de frustración.
—Bueno, vale. Si la posesión de ese pequeño trozo de tierra va a ser siempre motivo de disputa entre nosotros, nos vamos a retirar de ella.
—¿Y eso es aceptable para lord DiThon? —preguntó Berwick, atónito.
—Eso he dicho, ¿no?
Tanto sir Morris como Anton Berwick lanzaron una última y persistente mirada a aquel hosco representante encaramado en la muralla.
—De acuerdo, nos vamos a marchar pacíficamente —anunció Berwick al fin. Volvió a mirar a su hija una vez más antes de darse la vuelta con indudable confusión entre las filas de los decepcionados caballeros y mercenarios que se iban a quedar sin pelea.
Sir Morris Whetfeld también se dio la vuelta precediendo a su ejército.
—Ten valor, amor mío —gritó a Ingrid echando una postrera y prolongada mirada por encima del hombro hacia la parte de la muralla donde estaba la mujer—. No tardaremos en volver a estar juntos.
Ingrid agitó un pañuelo hacia el ejército que se retiraba.
—¡Lo conseguimos! —chilló Kirah, agachada detrás de la protección de la almena mientras el ejército se alejaba ruidosamente por el páramo—. ¡Dioses! ¿Es posible que me haya dicho todas esas cosas a mí? —exclamó. Movió de un lado para otro los curvos dientes postizos y tiró desdeñosamente del adornado vestido—. Date prisa y haz que vuelva a parecer yo misma de nuevo —le rogó.
Lyim la libró del disfraz con un movimiento de la mano. Kirah apareció una vez más ante él con su vestido y su cabello amarillo y sucio.
—¡No te puedes imaginar lo difícil que es hablar con estos dientes! —dijo riendo la chica—. Engañar a los Berwick comparado con esto ha sido muy fácil.
—Habla por ti —murmuró Lyim, mientras se frotaba las sienes. No estaba acostumbrado a realizar tantos encantamientos a la vez, por no mencionar la tensión que supuso negociar la paz. Sin embargo, había resultado bastante fácil llevar a cabo aquella hazaña.
No estaba dispuesto a admitirlo ante Kirah, pero había esperado encontrar más resistencia por parte de los Berwick. Lo único que había necesitado para convencerlos fue un poema que extrajo de la confusa memoria del caballero.
—Tuvimos la suerte de que tengas más o menos la misma figura que Ingrid Berwick y de que recordaras sus rasgos con suficiente detalle para que yo los sobrepusiera a los tuyos.
—¿Quién iba a olvidar esos dientes? —dijo Kirah, y rio alegremente una vez más—. Te voy a decir quién ha tenido suerte de verdad: Guerrand, que se ha salvado de casarse con alguien de esa familia.
Kirah casi volvía a ser la de siempre. La tensión a la que se había visto sometida desde que Lyim le había propuesto la artimaña se había esfumado.
Lyim lo advirtió.
—No te relajes demasiado, Kirah. Todavía nos quedan muchas cosas por hacer.
—¿Qué cosas?
—Por ejemplo, liberar a tu cuñada Rietta del envolvente sortilegio que la ha mantenido fuera de la vista mientras hablábamos con los caballeros.
—¿Es preciso? —exclamó Kirah con expresión enojada, y puso los ojos en blanco—. Supongo que sí. Sin duda, alguien no tardará en caer en la cuenta de que ya hace casi una hora que no ha dado ninguna despótica orden.
Lyim soltó una carcajada y luego se puso serio.
—Tenemos que enviar urgentemente una carta a Cormac, al Acantilado de Piedra, para notificarle el ataque, antes de que Berwick se dé cuenta del engaño y regrese.
Al recordar la promesa que había hecho Lyim, se llevó una mano a la boca.
—¿Qué va a decir cuando se entere de que alguien prometió devolver el Acantilado de Piedra?
—Se va a poner furioso, en particular cuando no pueda encontrar al hombre que lo prometió —dijo el joven encogiéndose de hombros—. En las circunstancias en que me encontraba, no tenía otra alternativa. Además, después me di cuenta de que la pérdida de esa tierra ocurriría de todas formas. En realidad, no mentí cuando hablé de «retirada de la tierra ocupada».
Kirah lo contemplaba asombrada.
Lyim echó una ojeada por encima de las almenas para comprobar que los asaltantes seguían alejándose.
—Tal como yo lo veo, cuando tu hermano oiga que su castillo está siendo sitiado, regresará inmediatamente con todos los hombres que pueda reunir y dejará el Acantilado de Piedra totalmente desprotegido. Si Berwick es listo, tomará las medidas oportunas para asegurarse de que no le vuelvan a quitar tan fácilmente el Acantilado de Piedra. Las cosas volverán a la normalidad, a menos que tu hermano sea tan estúpido como para meterse de nuevo en el mismo círculo vicioso.
—¡Me muero de ganas por ver la cara que pondrá Cormac cuando vuelva y se entere de que un misterioso hombre ha echado a los Berwick! —exclamó Kirah, y con la impulsividad de un chiquillo feliz pasó los brazos en torno al cuello de Lyim y le dio un beso en la mejilla.
Sonrojado, el aprendiz la cogió por los hombros y la apartó. Luego la miró fijamente y le dijo:
—Ya sabes, Kirah, que nunca debes contar a nadie lo que hemos hecho hoy. ¿Puedo estar seguro de que guardarás nuestro secreto cuando me haya ido?
Kirah de repente pareció decepcionada, pero su reacción no tenía nada que ver con el secreto. Naturalmente Lyim se iría, se decía contrariada la chica. ¿Cómo iba a quedarse? Tenía una vida en alguna parte… con Guerrand. Pero ella, por un día, había encontrado de nuevo alguien en quien confiar. Ahora iba a echar en falta eso más que nunca. Las cosas iban a volver de nuevo a la normalidad, sin duda, más de lo que Lyim se imaginaba. Y la normalidad para Kirah era poco menos que la muerte.
La jovencita suspiró.
—Claro que voy a guardar nuestro secreto —musitó, e intrigada por una idea, le dirigió una penetrante mirada—. ¿Por qué has hecho todo esto?
—Nunca des explicaciones, nunca te justifiques: este es mi lema —dijo el joven levantando las palmas.
La expresión de Kirah reflejó la más pura de las envidias.
—Rand tiene mucha suerte de tener un amigo dispuesto a arriesgar la vida por su familia.
La oscura cabeza de Lyim se movió de un lado para otro y sus cabellos rozaron la mejilla de la chica.
—Rand haría lo mismo por mí —dijo el mago amablemente, mientras la acompañaba escaleras abajo.
Una vez realizado el trabajo, Lyim sintió la necesidad imperiosa de regresar a Palanthas. Llegar al hogar de Guerrand le había costado el doble de lo que había planificado, y tenía miedo de que incluso alguien tan distraído como Belize empezara a preguntarse por dónde andaba. Cuanto antes liberara a Rietta y enviara la carta a Cormac, antes podría regresar a Palanthas y llevarle a Guerrand las buenas noticias. Al salvar a la familia de su amigo, Lyim sentía sin duda que había más que compensado su conducta durante el torneo bufo.
Contempló cómo la joven hermana de su amigo bajaba alegremente las escaleras y sonrió cariñosamente. Kirah le gustaba, y era obvio que la chica sentía algo más que un poco de afecto por él. Eso también le gustaba. Estaba acostumbrado a que las mujeres se enamoraran de sus encantos. Nunca se sabe cuándo los caminos de la vida vuelven a cruzarse, y no es malo tener amigos en muchos puertos. Y tampoco es malo tener amigos que te deban favores.