Capítulo 13

—No, Justarius —protestó Guerrand con voz ahogada mientras daba vueltas al pie de la copa medio llena de vino con sus dedos fríos—. No puedo, mejor dicho, no quiero creer que realmente Lyim tratara de matarme —añadió, al tiempo que agitaba la mano y se llevaba la copa a los labios para dar un sorbo del amargo líquido rojo sangre.

Si lo ocurrido no hubiera bastado para angustiar a Guerrand, la entrevista en el laboratorio particular de Justarius lo consiguió. Guerrand sólo había estado antes allí en dos ocasiones. La primera vez fue durante la visita introductoria cuando llegó a la villa.

La segunda ocasión había sido menos agradable. Denbigh lo había acompañado hasta allí después de que el maestro descubriera que las impacientes ganas de progresar de Guerrand lo habían llevado a intentar un hechizo fuera del alcance de sus posibilidades. Justarius nunca le contó a Guerrand cómo se había enterado de sus probaturas y ni siquiera le permitió que le explicara lo que había hecho. El prestigioso mago se limitó a ordenarle secamente que interrumpiera su intento de forma inmediata y que, como castigo, limpiara la cocina. Guerrand recordó para siempre la afirmación de su maestro de que muy pocas cosas de las que ocurrían en Villa Rosad le pasaban por alto.

En ambas ocasiones Guerrand se había asombrado ante la cantidad de rollos de pergamino, libros y otras parafernalias que Justarius había conseguido almacenar en aquella habitación relativamente pequeña. Todas las cosas estaban meticulosamente organizadas y catalogadas en la cabeza del mago.

Era una sala más resguardada que las otras de la villa. Carecía de los grandes ventanales y tragaluces tan comunes en las demás. Sólo disponía de una pequeña ventana, y habría sido una habitación muy oscura de no ser por unos globos de cristal flotantes que emitían una suave luz. Se sostenían sin esfuerzo en el aire y podían colocarse en cualquier lugar para crear las condiciones de iluminación adecuadas a cualquier tarea. La habitación podía quedar también completamente a oscuras, circunstancia necesaria para algunos encantamientos.

El propietario de la villa volvió a llenar la copa de vino y luego, a grandes zancadas, se acercó a la pequeña y alta ventana desde la que se dominaba el peristilo.

—No me comprendiste bien, Guerrand. En modo alguno dije que alguien quisiera matarte —explicó Justarius mientras apoyaba el codo en el alféizar de la alta ventana, pero el tono de su voz desmentía lo informal de su postura.

—Me preguntaste si sabía distinguir a mis enemigos de mis amigos —le recordó Guerrand—, y a continuación qué sabía de Lyim. Me limité a suponer que querías decir que…

—¿Tienes algún motivo para pensar que Lyim te desee la muerte?

—¿Lyim? ¡No!

—¿Tal vez alguien?

—¡No!

Justarius arqueó una ceja.

—Tu tono sugiere lo contrario.

—Lo siento, Justarius. Mi tono sugiere que esta conversación me hace sentir incómodo.

—Podría utilizar un sortilegio para determinar la verdad y ni siquiera te darías cuenta —dijo Justarius, más para disculparse que para amenazarlo—. No creo que quieras que lo haga.

Guerrand sacudió la cabeza en silencio, angustiado por no saber qué hacer. Se puso en pie de un salto y jugueteó con recipientes de distintos componentes que estaban sobre una mesa cercana.

—Si no crees que alguien me persigue, ¿por qué me preguntaste por mis enemigos? —inquirió bruscamente.

—Has vuelto a interpretarme mal.

—Entonces, ¿por qué no dejas de jugar al gato y al ratón conmigo y me dices lo que sospechas, lo que quieres de mí? —quiso saber Guerrand; tras unos instantes de reflexión, horrorizado, se llevó la mano a la boca—. Lo siento, maestro, no debería…

—No importa, Guerrand —afirmó Justarius, y se sentó en una esquina de su escritorio de caoba ricamente labrado—. La pasión, incluso la cólera, forman parte de un carácter equilibrado. Sólo tienes que evitar que sean impertinentes.

Indicó a Guerrand que se sentara de nuevo.

—No trato de jugar al gato y al ratón contigo —aclaró—; simplemente deseaba enterarme de lo que tú sabes sin influirte con mis observaciones. Te las explicaré, si tal cosa va a animarte a hablar.

Justarius vaciló y luego habló suavemente, uniendo las manos con los dedos extendidos.

—Se utilizó magia durante el torneo bufo con Lyim…

—¿Magia? —exclamó Guerrand—. ¡Pero si nos lo habían prohibido! Lyim lo sabía tan bien como yo —añadió, y volvió a sentirse enojado con su amigo—. La próxima vez que lo vea, voy a…

—No creo que fuera culpa de Lyim —lo interrumpió Justarius. Frunció el entrecejo mientras se levantaba del escritorio y volvía a la mesa—. Tienes la mala costumbre de sacar conclusiones de forma precipitada, Guerrand. Deberías corregir ese hábito, pues es la clase de actitud que un día te podría causar un grave problema.

Guerrand, aunque todavía confuso, tuvo el detalle de inclinar la cabeza ante la observación de su maestro.

—Trataré de remediarlo, Justarius. Por favor, continúa. Te prometo no interrumpirte hasta que hayas terminado.

Justarius removió las hierbas y las rodajas de limón de su amarga bebida favorita.

—Tal como te decía, estoy casi seguro de que Lyim no fue quien realizó el hechizo. De hecho, él fue la víctima del encantamiento.

Justarius miró hacia arriba al oír un sonido ahogado: Guerrand, obviamente, había empezado a plantear una cuestión, pero había recordado su voto de silencio.

—Supongo que el hechizo le afectó las emociones —explicó Justarius, imaginando con precisión lo que Guerrand quería preguntarle—. ¿Acaso no advertiste el cambio de actitud de Lyim durante la justa, su brusco estallido de energía?

—Por supuesto —dijo Guerrand parpadeando—, pero lo atribuí a la cólera por no ganar tan rápidamente como pensaba; a Lyim no le gusta hacer el papel de bufón.

—¿Y a quién le gusta salvo en un torneo bufo? —preguntó Justarius, moviendo ligeramente la cabeza—. No, fue un encantamiento; las cuestiones pendientes son por qué se hizo y quién lo hizo. En una ciudad de magos pudo ser cualquiera. Yo estaba allí, y también Esme y los demás aprendices de la ciudad. Tal vez, simplemente, fue un mago que había apostado que la justa tendría un determinado resultado y quería asegurarse la victoria de su favorito.

—Si realmente creyeras eso, no estaríamos hablando ahora —dijo Guerrand.

—¿Quién crees que realizó el hechizo? —inquirió Justarius.

Al recordar la conversación con Belize y con Esme, Guerrand sintió que un escalofrío le recorría el espinazo.

—La respuesta obvia es el maestro de Lyim. Es evidente que no le gusto. Esme cree que el mago estaba loco de furia porque Lyim había perdido después de haber proclamado ostentosamente que pelearía en su nombre.

—Muy poco probable —dijo Justarius riendo sonoramente—. A Belize le importa menos que a nadie la opinión de los demás. Con franqueza, incluso me sorprendió verlo en la feria —añadió, y de nuevo sacudió la cabeza firmemente—; se me hace difícil pensar que Belize haya osado realizar un hechizo sobre su aprendiz o haya tratado de matar a un miembro de su orden por una emoción tan banal como el orgullo. Sin embargo, no eliminaremos a nadie de nuestra lista de sospechosos.

—¿Quién más está en la lista?

—Eso me pregunto yo —dijo con malicia Justarius.

Guerrand exhaló un profundo suspiro y bruscamente dijo:

—Tal vez han sido mis parientes.

La respuesta sorprendió al propio Justarius.

—¿Tus parientes? Me dijiste que tu hermano desaprobaba la magia.

—La detesta —corrigió Guerrand—; creo haberte contado que Cormac se pondría furiosos si supiera que formo parte de la orden —añadió Guerrand dejando la copa de vino sobre la mesa—. Lo que no te dije fue que podía estar lo bastante enojado para matarme porque con mi huida me libré de un matrimonio por interés.

—Entiendo.

Los dos permanecieron un rato callados.

—Me cuesta imaginar a Cormac contratando a un mago para eliminarme, pero es posible —dijo al fin Guerrand mientras se frotaba el mentón pensativamente—. También me he preguntado si podía haber sido el padre de la mujer con la que tenía que casarme; los Berwick disponen de la mayor compañía de barcos del mar de Sirrion. Yo compré un pasaje en una de sus embarcaciones para ir a Wayreth; y luego Lyim y yo nos embarcamos en otra rumbo a Palanthas, pero nos echaron.

—¿Estás insinuando que cosas de este tipo ya habían ocurrido antes?

Guerrand asintió con la cabeza. Le contó a Justarius lo que aquel mismo día ya le había explicado a Zagarus sobre la emboscada en las colinas y el incidente del callejón.

—No te lo mencioné —añadió enseguida—, porque me pareció que en la villa nada de esto podría suceder, y…

—Tenías miedo de que te echara —puntualizó Justarius.

Guerrand pareció confuso.

—Lo había pensado —admitió, y reflexionó unos instantes—. ¿Lo harás, Justarius? ¿Vas a pedirme que me vaya?

El experto mago miró a Guerrand de soslayo.

—Joven, si crees que me siento amenazado o en peligro por tan poca cosa, me infravaloras.

Se acarició la barba pensativamente.

—¿Crees con toda sinceridad que tu hermano o ese tal Berwick serían capaces de agredirte por la ruptura del compromiso matrimonial?

—No conozco a Anton Berwick —dijo Guerrand—, por lo que no puedo hacer conjeturas sobre su reacción. —Al evaluar la probable actitud de Cormac, hizo una mueca—. Mi hermano es proclive a caer en estados de emociones extremas, en especial cuando ha bebido. Y su mujer es una persona muy vengativa. Es verosímil que ella le sugiriera esa clase de castigo y que él lo aplicara. Probablemente, una vez sobrio, Cormac lo lamentaría, pero tal vez ya sería demasiado tarde.

—Podemos imaginar toda clase de hipótesis —dijo Justarius encogiéndose de hombros—, o bien conjurar la verdad en un abrir y cerrar de ojos —añadió dando un último sorbo a su limonada—. ¿Te gustaría ver lo que está ocurriendo en tu… Thonvil, no es cierto?

—¡Sí! —exclamó Guerrand poniéndose en pie de un salto y derribando la silla en su precipitación.

El distinguido mago frunció ligeramente el entrecejo e hizo señas al aprendiz para que se le acercara rodeando la silla.

—Ven conmigo y haz exactamente lo que te diga, y no des ningún paso ni hagas ningún gesto imprevisto. Pocos han visto el complejo ritual mágico que voy a revelarte.

Sin apenas respirar, Guerrand siguió a Justarius en expectante silencio hacia la estrecha cortina de terciopelo que cubría, según pensaba el joven, el hueco de un rincón o una estantería con libros. Las manos del maestro apartaron la espesa tela y desvelaron una sencilla y lisa puerta de madera de abedul. No había maneta, ni pomo ni manecilla para llamar. Pero, a la altura de los ojos, había esculpido un rostro horrible, parecido a los de las gárgolas, del tamaño del puño de un ogro. De repente, los ojos esculpidos cobraron vida.

El pasadizo hacía el dispositivo de cristal

exige que los visitantes paguen por pasar.

Donad al guardián los requeridos bienes:

¡Uno, dos y hasta tres peces de colores!

Mientras Guerrand observaba, Justarius rebuscó en su túnica y sacó tres peces de colores, vivos y coleando. El experto mago metió esas criaturas anaranjadas en la expectante boca abierta del guardián de la puerta. Masticando, sorbiendo ruidosamente y salpicando, se tragó un último y gran bocado; luego eructó sonoramente y sonrió satisfecho y saciado, aunque su expresión seguía siendo horrenda. Mientras la puerta de abedul se deslizaba a la izquierda por una hendidura del muro y les franqueaba el paso, a donde fuera que condujese, la cara desapareció de la vista por completo.

Guerrand dio dos pasos en la oscuridad tras Justarius y entonces el experto mago hizo que se detuviera. Poco a poco, los ojos de Guerrand se adaptaron a la escasa luz y percibió que la sala era circular y extremadamente pequeña, no más ancha que tres hombres colocados uno al lado de otro. Justarius estaba tan pegado a él que casi no le dejaba ver nada.

Una luz débil se filtraba desde lo alto. El aprendiz de mago miró hacia arriba y retuvo el aliento al contemplar el más intrincado conjunto de cristales de colores que jamás había visto. La angosta salita parecía un caleidoscopio viviente. Al principio Guerrand creyó que se trataba de una reproducción policromada de los delicados pétalos de la flor de la zanahoria silvestre, pero su disposición no era fortuita. De hecho, en cierto modo, le resultaba familiar.

—Las constelaciones —le explicó Justarius, siguiendo su mirada hacia los cristales coloreados situados dos plantas por encima de ellos—. ¿Ves a Gilean, allí en medio? —El mago intentó levantar el brazo para señalar aquel punto, un movimiento harto difícil en aquella especie de minúsculo silo—. Es la constelación en forma de libro. Gilean es el patriarca que mantiene el equilibrio en el universo. Por esa razón se halla entre Paladine y la Reina Negra. Gilean tiene el Libro de Tobril, que guarda toda la sabiduría de los dioses.

»También puedes distinguir a Solinari, el de la magia del Bien. A estas alturas, tus conocimientos mágicos deberían estar lo suficientemente desarrollados como para que también advirtieras con facilidad a Lunitari, la luna roja. Y esperemos que nunca tengas la oportunidad de ver a Nuitari, la luna negra del Mal.

—¿Pero si tengo que ser realmente neutral, no debería ser capaz de ver ambos lados, el Bien y el Mal?

—Ver los dos lados de una cuestión y contemplar a los dioses son cosas muy distintas —le explicó Justarius—. Tan sólo los magos que visten túnicas negras pueden ver a Nuitari en el cielo nocturno —añadió; luego se levantó la túnica, se sentó y se deslizó por el banco semicircular que seguía la curva de la pared opuesta. Con un gesto de la cabeza indicó a Guerrand que hiciera otro tanto. El aprendiz se apresuró a obedecerlo.

Entonces, vio una oscura bola de cristal de enormes proporciones que se mecía entre las puntas de un extraño pedestal de astas de ciervo. Calculó que el diámetro del globo era aproximadamente de la longitud de su brazo.

—Antes del Cataclismo —relató Justarius—, las bolas de cristal eran para los magos lo que las ganzúas para los ladrones. Pero como sucedió con casi todas las cosas de gran valor, el Cataclismo las redujo a escombros. En los años que siguieron a mi propio aprendizaje, encontré esta bola en el florido jardín de una ninfa. Obviamente, la ninfa no tenía ni idea del valor del objeto y lo llamaba «su bola mirona». Se quedó igual de feliz con la bola de acero que le di a cambio.

—¿Qué tienes que hacer para que se active? —dijo Guerrand jadeando y mirando fijamente con los ojos muy abiertos hacia la niebla color pastel que se convulsionaba en el interior de la gran bola de cristal.

—Esta vez no tengo que hacer nada. Lo harás tú.

Los ojos azules de Guerrand se apartaron de golpe de la hechizadora niebla.

—¡No sé nada de bolas de cristal!

—Pero lo sabes todo de tu hermano Cormac y del castillo en donde te educaste. Eso es lo único que la bola quiere de ti.

Al advertir la escéptica mirada de Guerrand, Justarius prosiguió:

—Para utilizar la bola basta que fijes la mirada en su interior con los ojos muy abiertos y te concentres en lo que quieres ver. Puede ser una persona, un lugar o una cosa; pero generalmente los lugares resultan más fáciles a los principiantes. Con cierta práctica, serás capaz de encontrar lo que quieras.

Justarius levantó dos dedos.

—Recuerda varias cosas, Guerrand. Cuanto más familiar te sea la cosa que buscas más fácil te resultará localizarla. Y aún es más importante tener presente que el globo se nutre con tu propia energía. Si te sientes escéptico o temeroso, o estás distraído, no te va a responder como podría hacerlo en condiciones favorables.

Impaciente por triunfar ante Justarius y por enterarse de cuanto pudiera sobre su familia, Guerrand cerró los ojos un instante para alejar cualquier distracción. Los volvió a abrir, frotó la esfera y fijó la vista en su interior.

Vislumbró el estudio de Cormac tal como lo había visto la última vez: con las estanterías de libros desde el suelo al techo, la alfombra gastada en el tramo que iba de la puerta al desordenado escritorio de su hermano, las resplandecientes ventanas que dominaban el mar.

De forma gradual, entre brumas, Guerrand percibió destellos de la imagen que buscaba, primero borrosos, pero poco a poco más claros. Lleno de ansiedad, cerró los ojos para concentrarse tal como había hecho al iniciar el encantamiento. Al instante comprendió su error.

—Perdiste la imagen cuando cerraste los ojos —dijo Justarius, confirmando las sospechas del joven—. Tendrás que recomenzar desde el principio.

Con un suspiro de desaliento, Guerrand alejó de sí su frustración y empezó de nuevo manteniendo los ojos muy abiertos. Tuvo la alegría de ver casi al instante la imagen del estudio de Cormac. ¡Estaba encontrando el tranquillo! Por desgracia, el estudio estaba vacío.

—¡Qué raro! —murmuró Guerrand—, Cormac se pasa la vida encerrado en su estudio.

—Intenta concentrarte en el mismísimo Cormac —sugirió Justarius—; me parece que puedes lograrlo.

De inmediato, Guerrand asintió con la cabeza y trató de invocar un retrato mental de su hermano. Se sorprendió al darse cuenta de que, a pesar de haber vivido siempre con él, podía evocar pocos rasgos de su cara. Cuando evocaba las veces que se habían visto en los últimos años, sólo veía sus propios pies o el fondo de una copa de oporto. Habían pasado muchos años desde la última vez que Guerrand había sido capaz de mirar a los ojos a su hermano. ¿Cómo era la nariz de Cormac? ¿Corta o larga? ¿Tenía los ojos juntos o separados? Guerrand era incapaz de saberlo. Al final, concentró sus pensamientos en la constitución de Cormac y en el porte, en su mirada de desaprobación, en las ropas que solía llevar.

Aquellos recuerdos parecieron bastar. Con una silbante sacudida eléctrica, el rostro de Cormac hendió la niebla y apareció a su vista en el interior de la bola de cristal. Estaba sentado a la cabecera de la mesa de la raramente usada sala de asambleas del castillo de los DiThon. Una gruesa capa de polvo cubría por completo la superficie de la mesa, salvo algunas rayas trazadas recientemente.

De forma paulatina, Guerrand vio los dedos y los codos que se habían deslizado sobre el polvo. Reunida en torno a la amplia mesa se hallaba la asamblea de caballeros de Cormac, todos los guerreros importantes que estaban a su servicio, incluyendo a Milford, el antiguo maestro de armas de Guerrand. Mientras el joven mago los observaba, su hermano, sentado en la silla, se inclinó hacia adelante y dio un golpe sobre la mesa, y en torno a su puño se levantó una nube de polvo.

—¿Acaso no os dije que podría arrebatar la tierra así a esos pomposos mercaderes? —exclamó chasqueando los dedos. Empujó la silla hacia atrás y se levantó—. No necesité a ninguno de mis hermanos. Uno fue lo bastante estúpido para hacerse matar; otro, un cobarde que huyó. Tampoco necesité manchar el linaje de mi familia. Lo único que lamento es no haberlo pensado antes —añadió. Se sentó de nuevo y se recostó en la silla; entrelazó los dedos por detrás de la cabeza y entrechocó las botas por debajo de la mesa en un gesto de máxima confianza y satisfacción.

—¡De hecho, el día que Guerrand huyó de noche como un ladrón fue muy probablemente el mejor de la historia de la familia DiThon!

Sin dejar de mirar, Guerrand hizo una mueca de dolor.

—¡Hace medio año decreté ese día fiesta local! —prosiguió Cormac.

Milford tosió, incómodo por aquellas palabras, y su cicatriz le tensó la mejilla.

—Te aconsejaría, señor, que no te confiaras demasiado por lo que respecta a la conquista de la tierra de Berwick.

—¡No seas ridículo! —ladró Cormac, inclinándose de nuevo hacia adelante con unos ojos desaprobadores que Guerrand conocía muy bien. Cormac parecía borracho, tenía la nariz colorada y sus movimientos eran pesados—. Les arrebatamos la tierra delante de sus narices; son mercaderes, no guerreros. No debemos preocuparnos por alguien a quien podemos derrotar con tanta facilidad.

—Con demasiada facilidad, si quieres saber qué pienso —dijo Milford en voz baja.

—No quiero saberlo —le espetó Cormac.

—Perdona, lord Cormac —dijo un caballero llamado Rees. Guerrand lo reconoció, vivía en un pueblo al nordeste de Thonvil—; no da la medida de la fuerza de un enemigo el simple hecho de que nos hayamos apoderado de una tierra desprotegida situada a leguas de su casa solariega y mientras todos ellos se encuentran en Solamnia festejando la boda de su hija.

—Tal vez no, Rees —gruñó Cormac—, pero sí da la medida de la firmeza de mi determinación. Nadie puede no hacer caso a Cormac DiThon y dejarlo plantado. Todavía estaba negociando de buena fe con el gordo bastardo de Berwick, cuando simplemente anunció que quedaban rotos todos los acuerdos. ¡Ya había prometido en matrimonio a su hija de dientes de conejo a un pretencioso Caballero de Solamnia! —añadió, y se estremeció de forma notoria—. No podía limitarme a dejar la ofensa sin respuesta.

Guerrand también supuso, a juzgar por la expresión amarga de Cormac, que Rietta lo había estado atosigando por el hecho de que Berwick conseguiría un título nobiliario solámnico, mientras que ella estaba atada a un caballero de poca monta.

—En cualquier caso —dijo Dalric, un viejo soldado que no gustaba a Cormac, según sabía Guerrand—, Berwick con toda probabilidad intentará recuperar la tierra.

—¡Que lo intente! —ladró Cormac—. ¿Con quién podrá contar el hinchado mercader para librar esta batalla? ¿Acaso van a inquietarnos los marineros de los barcos de sus líneas regulares? ¿O nos atacarán sus campesinos con horcas? —añadió riendo con furia casi incontrolada y engullendo una copa de un solo trago.

Ninguno de sus consejeros movió los labios para sonreír.

Finalmente, Cormac se dio cuenta de que era el único que reía. Con expresión enojada, dejó de hacerlo soltando un bufido.

—Si estás tan terriblemente preocupado, Milford, coge algunos hombres para reforzar a los que ya están apostados en el Acantilado de Piedra. Cuando los marineros de Berwick acudan para pelear, les aplastaremos las narices. Volverán corriendo a sus pequeñas embarcaciones, y eso será lo último que sabremos de ellos.

Milford tosió de nuevo; tenía la cara colorada.

—Cormac, me veo obligado a puntualizar que es poco probable que Anton Berwick encabece un ataque para recuperar la tierra que le has quitado; y, en cualquier caso, esa tierra no vale gran cosa.

—¿Qué no vale gran cosa? ¡Tal vez para él! —gritó Cormac—. ¡Esa tierra perteneció a mi familia durante años! Desde ella se disfruta de la mejor vista sobre el estrecho. Un fortín en ese lugar controlaría la bahía y el tráfico del río aguas arriba y aguas abajo. Podríamos darnos muy buena vida cobrando los peajes de ese tráfico, y eso es precisamente lo que me propongo hacer.

Milford se sonrojó aún más y la cicatriz blanquecina se le destacó en el rostro.

—Quería decir que la tierra en sí misma no tiene excesivo valor monetario. Lo que tú propones es algo completamente distinto.

Cormac pegó un fuerte puñetazo en la mesa.

—Vaya, ya lo has cogido. Berwick no va a perder dinero tratando de recuperarla. Deja de fruncir el entrecejo, Milford.

El maestro de armas se inclinó hacia adelante y apoyó el codo en la mesa.

—Todos estamos de acuerdo en que… —empezó a decir, y movió la cabeza para incluir a los demás caballeros que, con la vista clavada en sus respectivas manos, permanecían sentados en torno a la amplia mesa—… Berwick no tolerará ni la ofensa, después de lo ocurrido con Quinn y Guerrand, ni que se establezca un peaje sobre el tráfico por el río. Querrá vengarse. Nuestra opinión es que dirigirá un ataque contra la villa de Thonvil o, más probablemente, contra el mismísimo castillo de los DiThon.

Los ojos de Cormac se oscurecieron de rabia.

—¿Estáis todos de acuerdo? —rugió, poniéndose en pie de un salto—. ¡Quizá todos deseáis uniros a sus fuerzas, si es que aún no lo habéis hecho! —Cormac apretó los puños, barrió con un brazo la superficie de la mesa y lanzó las copas llenas de vino al suelo—. ¡Os maldigo a todos! —exclamó. Dicho esto, el señor salió precipitadamente de la sala, dejando la asamblea sumida en una nube de polvo recién levantado.

Guerrand se desconcentró a causa de la enfurecida reacción de Cormac, y las imágenes en la bola de cristal se convirtieron en una niebla color pastel. De todos modos, ya no podía seguir observándolas. El aprendiz volvió sus preocupados ojos hacia Justarius.

Las cejas del maestro se arquearon significativamente.

—Tal como dijiste, es un tipo… temperamental. Pero ¿a qué viene ese ceño? Por lo que parece, tu hermano ha estado demasiado ocupado para encargar a alguien que te mate. De hecho, se diría que está encantado de que te hayas ido.

—El asesino me preocupa menos que mi familia —dijo Guerrand en voz baja—. Temo que la obsesión de Cormac por el Acantilado de Piedra lo ciegue y le haga olvidar la seguridad de su familia y de los que están bajo su protección. Confiaba en que mi partida lo habría obligado a abandonar su plan de extorsionar con peajes a los Berwick. Pero es evidente que ha seguido adelante de la forma más desastrosa posible.

Guerrand se dio la vuelta bruscamente y dirigió la mirada hacia Justarius.

—¿La bola podría mostrarme a Anton Berwick?

—Es posible, si consigues recordar su imagen.

—Sólo lo he visto una o dos veces, pero lo intentaré —dijo Guerrand—. Tengo que saber si piensa vengarse.

—También podrías averiguar si Berwick ha encargado a alguien que te persiga —sugirió Justarius.

Guerrand pasó los brazos en torno a la fresca esfera de cristal y trató de evocar los breves destellos de Anton Berwick que había almacenado en su memoria en la sala del velatorio de Quinn, bajo una sombría luz matinal: bajo y rechoncho, calvo, con una túnica escarlata ribeteada de verde, pantalones ceñidos en las rodillas.

Guerrand miró entre sus brazos extendidos y vio que empezaba a formarse una imagen borrosa. Apenas podía verle la cara, pero por el aspecto general del cuerpo se dio cuenta de que correspondía a Berwick. El rechoncho mercader estaba en pie junto a un hombre alto con armadura en cuyo labio superior aparecía el inequívoco bigote de los Caballeros de Solamnia.

Aunque Guerrand no podía distinguirlos con nitidez debido a la bruma, los oía con gran claridad.

—Los planes avanzan con celeridad, señor —dijo el caballero a Berwick—. Se han puesto avisos en todos los puertos en los que atracan vuestros barcos; dentro de un par de semanas, es de esperar que empiecen a llegar mercenarios. Después de un corto período de adiestramiento, estaremos en condiciones de atraer a los DiThon a las tierras que te han arrebatado para que traten de defenderlas, y entonces atacaremos su castillo, que estará escasamente protegido.

—¿Cuándo llegarán tus camaradas de Solamnia?

—Uno día de estos —afirmó el caballero.

Confirmados sus peores temores, Guerrand ya había oído bastante. Dejó que se desvaneciera la imagen en el seno de la esfera de cristal, casi sin poder dar crédito a que Cormac hubiera puesto en semejante peligro a su familia de forma tan irreflexiva. Y todo por orgullo y dinero. Cormac sólo disponía de un puñado de caballeros para defenderse frente a hombres de armas contratados y quién sabe cuántos caballeros. Lo más probable era que aquello fuera una carnicería.

Kirah… De forma espontánea llegaron a su mente imágenes de su hermana. Aún rodeaba la bola con sus brazos. Guerrand volvió ligeramente la cabeza y miró en el interior del resplandeciente globo. Vio a su desaliñada hermana acurrucada entre almohadones en el banco adosado a la ventana de su habitación. Nunca había tenido un aspecto tan lamentable. En la mano, apretaba un arrugado trozo de pergamino.

—¿Quién es?

—Mi hermana —farfulló Guerrand—. Es la única persona a quien prometí volver para ocuparme de ella.

—¿Qué tiene en la mano?

Guerrand sabía, sin necesidad de ver su propio escrito, que debía tratarse de la nota que le había dejado la noche de su marcha con destino a la Torre de la Alta Hechicería. Miró sin parpadear su imagen, clara como el cristal, y deseó poderla tocar unos instantes para tranquilizarla.

—Justarius, tengo que volver y avisarlos de los planes de Berwick —dijo Guerrand en voz baja con los ojos clavados en la imagen de Kirah.

—Aparta la vista de la bola de cristal, Guerrand —ordenó amablemente su maestro, separando las manos del aprendiz de la esfera—. Sufres una gran fatiga mental por haberla mirado demasiado tiempo. Ya te dije que absorbe energía del observador, especialmente de un novato. Por tu propio bien, ahora debes dejar de mirar o te arriesgas a perder tu mente en provecho de la esfera.

De mala gana, Guerrand dejó que los brazos se apartaran de la fresca bola de cristal. Cuando la imagen de Kirah desapareció, el joven sintió un dolor físico y se hundió los puños en los ojos.

—Gracias, no me daba cuenta.

Dirigió a su maestro una brumosa mirada.

—En cualquier caso, necesito avisarlos. Debo pedirte que me permitas aplazar mis estudios por poco tiempo, tal vez un mes. Soy consciente de que es mucho pedir, pero creo que comprendes mi situación.

Justarius se frotó la cara con expresión cansada. Guerrand advirtió que meditaba atentamente la respuesta.

—Comprendo tus ansias, pero no puedo atender tu petición.

—¿Qué?

Justarius no parpadeó.

—¿Te acuerdas de cuando te seleccioné para que fueras mi aprendiz? —preguntó el maestro. Guerrand, refunfuñando, asintió con la cabeza—. Te avisé que, al aceptar mi ofrecimiento para ingresar en la Orden de los Túnicas Rojas, te consagrarías a la magia y únicamente a la magia. La magia no tolera distracciones en las mentes de sus utilizadores, en particular durante los críticos años del aprendizaje.

El enfado de Guerrand subió de tono.

—¡Quieres decir que no vas a permitírmelo! ¡No puedes admitir que sea leal a alguien que no seas tú!

Justarius entrecerró levemente los ojos.

—Si eso es lo que crees, tienes muchas cosas que aprender de mí, y más aún sobre el compromiso que contrajiste con la magia. Yo tan sólo soy alguien que facilita el aprendizaje del arte, Guerrand. No obtengo ningún prestigio personal, ni ningún poder adicional al enseñarte. Lo hago por la magia, para incrementar su presencia en nuestro mundo, porque mi lealtad está consagrada a ella.

—Puedes prohibirme que regrese y avise a mi familia —dijo Guerrand—, pero no puedes impedir que lo haga.

—Yo no te he prohibido nada, Guerrand —dijo el experto mago sin alterarse—. Tu aprendizaje no es ninguna condena de cárcel. Todavía tienes libre albedrío. Pero puedo impedir que vuelvas aquí, y lo haría llegado el caso. Si decides irte, tu vacante será cubierta de forma inmediata.

—¿Cómo puedes pedirme que deje abandonada a mi familia? —preguntó Guerrand; el cuerpo le temblaba a causa de la frustración.

—¿Acaso no lo decidiste tú al marcharte para ir a la torre?

En el rostro de Guerrand se pintó una mueca de dolor, y entonces Justarius añadió con mayor suavidad:

—Sólo te pido que permanezcas leal a la magia y a su estudio.

—¡Pero si es lo mismo! —gritó Guerrand, mientras se agarraba con los dedos al borde de la mesa—. Le juré a Kirah que, si alguna vez me necesitaba, yo lo sabría y regresaría.

Justarius suspiró profundamente.

—Sólo tú puedes decidir cuál de los dos juramentos es más importante para ti. En tus culposas deliberaciones te sugiero que también consideres lo siguiente: si regresas, ¿te creerá Cormac cuando le digas que por medio de magia te has enterado de que Berwick prepara un ataque por sorpresa? Sus consejeros ya le han advertido que eso era posible y no les ha hecho caso; ¿crees que va a escucharte después del modo en que te fuiste?

—No le importó mucho que me fuera —dijo Guerrand en actitud defensiva—. Ya lo oíste…, casi prefiere que me haya ido.

—Únicamente porque, en cualquier caso, está convencido de que ha recuperado la tierra que ansiaba. Sospecho que tu hermano volverá a ponerse furioso cuando recuerde que tu marcha requirió su conquista. En ningún caso aceptaría la ayuda de tu magia.

Guerrand frunció el entrecejo.

—¿Me estás disuadiendo de que me vaya?

—Todos hemos hecho sacrificios por nuestro arte —le aclaró Justarius, mientras le daba una tranquilizadora palmada en el brazo—. Si piensas que arrojas a tu familia a los lobos, considera también que los dioses tienen planes que los mortales tal vez nunca sabremos o comprenderemos.

—¿Quieres decir que realmente da igual lo que decidamos, puesto que los dioses harán con nosotros lo que quieran?

—En absoluto —negó Justarius y movió una sola vez su oscura cabeza de derecha a izquierda—. Ya te he dicho que creo en el libre albedrío. Pero también creo que todo ocurre por alguna causa. A veces el resultado nos favorece y otras veces nos perjudica. A menudo no nos damos cuenta en absoluto del resultado —añadió; se puso en pie y tiró de Guerrand para que también se levantara—. Ahora mismo, estamos viendo las consecuencias de demasiadas cosas como para analizarlas todas a la vez. Vete a descansar y encargaré a Denbigh que te lleve algo de comer a tu habitación.

Mientras Guerrand, entumecido y arrastrando los pies, cruzaba la puerta de abedul oyó que Justarius murmuraba tras él:

—Hemos dejado una cuestión sin responder, la que nos habíamos planteado al principio: si ni tu hermano ni Berwick han enviado a alguien contra ti, ¿quién lo ha hecho entonces? Y aún más importante, ¿por qué?

Guerrand se detuvo y se dio la vuelta, sorprendido de haberse olvidado de aquel asunto.

—¿Sospechas de alguien?

Justarius, con calma, bebió el resto de su tonificante limonada.

—Sospecho de todos y de nadie. En lo que respecta al por qué, por tu propia seguridad no debes decir a nadie que sospechamos que alguien trata de atacarte.

«Eso es fácil —pensó Guerrand mientras salía de la sala—. No entiendo casi nada, así que poco podría decir».

Descorazonado, Guerrand dio un puntapié a una concha que había en el sucio pavimento de piedra del muelle. Había hecho caso del consejo de Justarius y había vuelto a su habitación y tratado de comer una marmota asada y una granada fresca que Denbigh le había llevado en una bandeja.

Aunque olía muy bien, Guerrand tenía tan pocas ganas de comer como respuestas a su dilema. De modo que bajó al puerto para contemplar las idas y venidas de los barcos, tal como a menudo hacía en Ergoth del Norte.

Mientras evaluaba las opciones que se le presentaban, tenía la sensación de que le habían atado una enorme cuerda en torno al pecho y que tiraban de ella más y más, hasta casi dejarlo sin respiración. No había ninguna respuesta que le permitiera una salida plenamente satisfactoria. Si se iba para avisar a los suyos, una vez más sacrificaba sus deseos, su futuro, por la familia, cuando sólo Kirah parecía preocuparse por lo que él ansiaba. Le había costado veinte años reunir el coraje para escapar de aquella intolerable situación. Justarius jamás volvería a aceptarlo, y era muy poco factible que otro maestro lo contratara después de abandonar a uno tan respetado como el experto mago.

Precisamente entonces, una gaviota de aspecto familiar resbaló sobre el polvo del camino mientras emitía un profundo y áspero graznido.

—Ah, hola Zagarus —dijo Guerrand desmayadamente.

Recibe tú también mi cariñoso saludo —dijo el pájaro, y saltó sobre sus pies palmeados de color amarillo verdoso para posarse junto a Guerrand—. ¿Acaso Justarius te hace trabajar demasiado?

—Ojalá ese fuera el problema. Podría incluso acostarme más tarde, trabajar con mayor dureza. No, no es tan sencillo —dijo agitando, apenado, su cabeza de larga y descuidada cabellera.

Cuéntamela. Tal vez encuentre una solución —repuso el ave erizando las plumas del pecho—. Después de todo, soy una ergothiana gaviota encapuchada de lomo negro, el ave marina más grande y más bella e inteligente.

Aunque sin el ánimo adecuado para apreciar el ego o el humor del ave, Guerrand advirtió el divertido añadido a la descripción predilecta que Zagarus hacía de sí: la palabra «inteligente». Sin embargo, se daba cuenta de que el pájaro quería saber si Kirah estaba en peligro, y por tanto le contó lo que había visto en la bola de cristal y la decisión que tenía que tomar.

Tienes razón, no es nada fácil. ¿Qué vas a hacer?

—Me gustaría saberlo —exclamó Guerrand con un suspiro.

Oye —dijo de repente Zagarus—, podría ir volando y decírselo

—¿A quién? ¿A Cormac? —se burló Guerrand.

No —repuso el pájaro marino, molesto por la interrupción—, se lo diría a Kirah. Ella me creería.

—¿Y quién la creería a ella? Además, ya conoces las reglas que conciernen a la separación de amigo y amo. No tienes ninguna posibilidad de volar tan rápido como para llegar allí y estar de vuelta en una semana, el tiempo máximo que podemos sobrevivir separados.

La gaviota asintió de mala gana con su cabeza blanca y negra.

Enojado y frustrado, Guerrand dio un puntapié a una concha que voló hasta chocar contra el casco invertido de un bote de pesca.

—¡Guerrand! —exclamó una voz familiar; el aprendiz de mago levantó la vista al oírla. Saludó a Lyim con una silenciosa y tensa inclinación de cabeza. Zagarus graznó y se retiró apresuradamente—. ¡Qué sorpresa encontrarte en el muelle! —dijo el otro aprendiz—. Creía que preferías la soledad de tu diminuta habitación en las colinas.

—Te sorprendería saber que vengo a menudo al muelle para disfrutar del sonido y el aroma familiar del mar, no… por el bullicio de las groseras camareras ni por el olor a lugar cerrado y a cerveza —dijo con una sonrisa de superioridad.

Lyim se encogió de hombros con actitud bonachona.

—Que cada uno busque lo que le convenga —comentó, y señaló con la cabeza hacia el bote contra el que había chocado la concha—. ¿Y por qué está hoy tan inquieto el joven aprendiz más sereno de Palanthas? ¿Acaso estás enojado aún a causa del torneo bufo?

Guerrand hizo un gesto para desechar la idea.

—A decir verdad, aquel desastre se me fue enseguida de la cabeza.

Lyim se llevó cautelosamente una mano al trasero.

—¡Ojalá pudiera olvidarlo yo! —dijo, y señaló con la cabeza la taberna de la Sirena Solitaria—. Sólo trataba de acelerar el proceso con ayuda de la antes mencionada cerveza. ¿Me acompañas?

—No, gracias —dijo Guerrand sacudiendo la cabeza—. Tengo que ponderar demasiadas cosas como para dejar que la cerveza me enturbie la mente.

Lyim lo miró fijamente con ojos medio cerrados.

—Ya no estás enfadado conmigo, ¿verdad, Guerrand? Mira, no tengo ni idea de lo que me ocurrió en aquel campo, en serio, no lo sé —explicó Lyim, y se quitó la emplumada gorra—. Desde que Belize me llevó de regreso a Villa Nova, he estado durmiendo. Te alegrará saber que cuando me desperté me pegó una bronca descomunal.

—Eso no me alegra, Lyim.

El otro aprendiz, con la vista fija en el mar, pareció no oírlo.

—Desde entonces he intentado averiguar qué ocurrió, pero sigo sin encontrarle ninguna explicación. Con franqueza, parece más un sueño que algo real —añadió, y sacudió la cabeza como si pudiera conseguir que la salada brisa marina se llevara aquellas confusas imágenes.

Guerrand contemplaba a su amigo con una mezcla de sentimientos. Podía dar respuesta a una de las cosas que preocupaban a Lyim con una sencilla frase: «Alguien realizó un encantamiento sobre ti». Pero recordó que Justarius le había advertido que no debía contárselo a nadie. Aunque Guerrand confiaba en Lyim, responder a su pregunta no haría más que desencadenar preguntas más complejas. No sabía qué decir y, por consiguiente, optó por callar.

Los dos amigos se sumieron en un embarazoso y culpable silencio. Lyim dio un paso, arrastrando los pies, hacia la taberna. Ambos, de repente, oyeron a tres vociferantes marineros, que llevaban pantalones holgados y camisas sin mangas, y bajaban al muelle a grandes zancadas. Uno de los marineros, de más edad que sus compañeros, llevaba un rollo de pergamino.

Los otros, jóvenes y de caras lozanas, se afanaban por ponerse a su lado con objeto de echar un vistazo al documento que tenía en la mano. Los marineros se detuvieron al lado de un farol junto al concurrido embarcadero. El de mayor edad, empujó a sus dos impacientes colegas, levantó el pergamino y lo clavó por las cuatro esquinas en un burdo poste.

Uno de los jóvenes marineros emitió un agudo silbido.

—¡Cuatro monedas de acero al día para trabajar de mercenario en Ergoth! ¿Cuánto debe costar aplastar allí a algún señor local? He oído decir que no son más que ignorantes campesinos kenders de piel oscura. ¡Un trabajo fácil de un par de semanas y seréis cincuenta monedas de acero más ricos!

El otro joven marinero le dio un golpe en la cabeza.

—¡Eh, tú, estúpido! ¡Ganarían cincuenta y seis monedas!

El marinero de más edad que había clavado el anuncio añadió:

—También he oído decir que los Berwick pagan enseguida.

Se golpeó enérgicamente el pecho con los puños.

—Yo voy a firmar; en el mar no puedo ganar tanto dinero —dijo. Después, los tres hombres se dirigieron hacia la Sirena Solitaria y siguieron comentando la noticia.

Guerrand, que sentía un agudo dolor en el pecho, miró cómo se alejaban. Se preguntaba, sombrío y distante, si aquellos hombres serían los que matarían a su familia.

—Ergoth del Norte —murmuró Lyim, mientras se rascaba la cabeza—. ¿No es de donde eres tú? —preguntó. Guerrand cerró los ojos y, lleno de temor, asintió con la cabeza—. ¿Sabes algo de esto? —siguió inquiriendo Lyim.

—Sé demasiado —respondió Guerrand, cansado y sin pensar.

—El señor local… ¿podría ser tu hermano? —quiso saber el otro aprendiz.

—Mira, Lyim —dijo Guerrand, evasivo—, en realidad, no puedo hablar de este asunto.

La mano de Lyim voló hacia el brazo de su amigo y lo agarró con fuerza.

—De acuerdo, ya hablaré yo. Tu familia tiene problemas y tú estás enojado: es comprensible. Lo que no es razonable es que aún sigas en Palanthas. ¿Cuándo piensas regresar para ayudarlos?

—¿Ayudar a quién? —preguntó Guerrand evitando los ojos de Lyim.

—Vamos, Guerrand, no soy tonto. Comprendo por qué crees que no debes confiar en mí, pero… —dijo guiñándole el ojo.

La táctica de Lyim desmoronó la resolución de Guerrand.

—¡No puedo volver! —confesó.

—¿Qué quieres decir? ¿Tu familia no te dejaría?

Guerrand sacudió la cabeza, lleno de tristeza.

—No saben dónde estoy ni que Berwick tiene intención de atacarlos.

Lyim comprendió inmediatamente.

—Se trata de Justarius, ¿no? No quiere que te vayas de aquí para ayudarlos —dijo. Lyim sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Acaso se ha propuesto desgarrarte el alma al obligarte a elegir entre él y tu familia?

Guerrand se encontró en la insólita posición de defender a su maestro.

—Quiere que me quede para ser fiel a mi juramento. Además, no me ha prohibido que me vaya, sólo me ha contado lo que ello conllevaría.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé —admitió Guerrand, mientras miraba el aviso clavado en el poste—; y no tengo mucho tiempo para decidirme.

Lyim movió los ojos de un lado para otro mientras pensaba en algo.

Chasqueó los dedos.

—Deja que yo vaya a Ergoth del Norte para que por lo menos pueda avisar a tu familia. Llegado el caso, podría ayudarlos.

—¿Qué? —exclamó Guerrand sin apenas poder dar crédito a sus oídos—. ¿Y qué le contarías a Belize?

Lyim se llenó de impaciencia al irse entusiasmando con la idea.

—No le contaría nada. De ese modo no violaría ninguna regla como la de Justarius, ¿verdad? Además, Belize ni siquiera advertirá mi ausencia. Después de la bronca que me pegó, me dijo que se retiraba para meditar y trabajar en su último libro de encantamientos durante varias semanas —explicó Lyim, e hizo un gesto de rechazo—. Se pasa la vida así.

—Pero ¿qué harías tú en el castillo de los DiThon? ¿A quién te dirigirías? ¡Eres un extranjero! ¿Por qué razón iban a hacerte caso?

—Confía un poco en mí, ¿quieres? —dijo Lyim—. Ya me inventaré alguna historia convincente; no sé, por ejemplo que estaba al servicio de Berwick y que deserté por un cierto sentido de la justicia o alguna otra tontería por el estilo. No tendrán otro remedio que creerme —añadió, y se encogió de hombros—. Si no lo hacen, por lo menos estaré allí para ayudarlos con mis artes. Ya sabes que mi magia es mejor que la tuya.

Guerrand pegó un bufido.

—Cormac te dejaría que le dieras un beso antes de autorizarte a utilizar magia.

Lyim cogió a Guerrand por los hombros.

—¡Ahí está la gracia de la estratagema! Ellos no saben que soy un descendiente del gran mago Fistandantilus. ¡Nadie tiene por qué saber que utilizo magia! —explicó, y frunció el entrecejo mirando a su amigo—. Ahora, trata de no pensar en los motivos por los cuales mi estratagema puede no funcionar y dime lo que necesito saber para que funcione.

Guerrand agitó la cabeza con vigor.

—Es más de lo que puedo pedirte, Lyim.

—Tú no me lo has pedido, te lo he propuesto yo —afirmó Lyim dirigiéndole una maliciosa mirada con el rabillo del ojo—. ¿Vas a buscar un plan mejor o te vas a limitar a dejarlos morir?

Guerrand dejó de agitar la cabeza y poco a poco empezó a considerar la propuesta de su amigo. Lyim estaba en lo cierto cuando decía que creerían antes a un extranjero que a él, y también cuando se refería a su destreza con los encantamientos. Dadas las actuales circunstancias, cuando instantes antes no veía ninguna salida, aquella parecía la solución perfecta. Guerrand podría continuar su aprendizaje y su familia correría menos riesgos gracias a Lyim. Guerrand miró a su amigo con gran atención.

—¿Por qué haces eso por mí?

—Lo hago por mí mismo —lo corrigió Lyim en un tono inusualmente serio—. Tal vez me ayudará a sentir que me he arrepentido de mi conducta durante el torneo bufo. —Se encogió de hombros tratando de adoptar un aire más festivo—. Además, tendría ocasión de practicar ejercicios de competición, cuyos encantamientos de pesado aprendizaje todavía no he podido emplear.

Lleno de alivio y afecto, Guerrand le sonrió con expresión de profundo agradecimiento.

—En tal caso, acepto tu propuesta.

Celebrando ruidosamente su victoria, Lyim dio una palmada en el hombro de Guerrand y lo empujó hacia la taberna.

—Tienes que invitarme a una pinta mientras trazamos el plan de acción. Sería interesante que consiguiéramos medios de transporte más rápidos que los contratados por los mercenarios, pero no parece probable. ¿Hay alguien en Ergoth en quién pueda confiar? ¿Un sirviente, un hermano…?