Capítulo 12

Guerrand veía claramente entre el apretujado gentío la alta cabeza del mago, siempre oscilando, con dos brazos por delante. Por mucho que se esforzara, no podía alcanzarlo, ni siquiera cuando Justarius se detuvo en un puesto para comprar carne de venado.

«¿Se ha propuesto que me pierda entre la muchedumbre? —se preguntó el aprendiz, irritado—. ¿Forma parte de una nueva lección o prueba?».

Súbitamente, los árboles que bordeaban la avenida desaparecieron y la masa se precipitó hacia la plaza Central de Palanthas, el corazón del festival. Temporalmente Guerrand se olvidó de su enfado y se quedó boquiabierto ante el mar multicolor de toldos, de ondeantes banderolas y de aleteantes estandartes. Un bosque de plumas de todos los colores del arco iris se agitaba sobre un campo de lana. Los patrocinadores del festival, Caballeros de Solamnia, estaban sentados en sus monturas en torno a la plaza, provistos de relucientes armaduras, y añadían un aire marcial a la escena.

Un grupo de muchachos, gritando y riendo, pasó alegremente ante Guerrand. Llevaban pequeñas espadas y escudos de madera que blandían salvajemente, golpeando a compañeros y espectadores por igual. Guerrand se hizo a un lado cuando un hombre con unos pantalones muy holgados y encaramado en unos zancos pasó ruidosamente junto a él, sin dejar de voltear en el aire tres resplandecientes cimitarras por encima de la muchedumbre.

Guerrand avanzó con cautela entre la arremolinada masa, estirando el cuello a un lado y a otro para tratar de captarlo todo a la vez. Los escaparates de las tiendas estaban abiertos para mostrar las mercancías que se vendían habitualmente. Además, mercaderes llegados de tierras remotas habían plantado tiendas de campaña en el contorno de la plaza. Pequeñas alfombras exóticas, pieles y tapices se amontonaban en altas pilas sobre improvisadas mesas. Las especies en polvo de los tarros servían, según los buhoneros, para pulir los suelos, curar los resfriados comunes y para especiar apropiadamente una loncha de jamón. Un mercader tenía una tienda repleta con una amplia selección de ventanas inmediatamente instalables, construidas con trozos de vidrios multicolores unidos con varillas de plomo.

El Festival de los Caballeros era un acontecimiento mucho más importante que las pequeñas ferias de su país a las que estaba acostumbrado.

Guerrand se dio cuenta de que llevaba bastante tiempo sin parpadear y boquiabierto. Se sintió avergonzado y cerró la boca de golpe. «No te comportes como un patán», pensó, enfadado consigo mismo.

El aprendiz se alarmó. ¿Dónde estaba Justarius?, inquieto, miró en torno pero no vio ni rastro del pelo negro de su mentor ni de su blanca gola entre las miles de cabezas que iban y venían.

—¡Guerrand! ¡Guerrand! ¡Ven aquí, muchacho!

La cabeza del joven aprendiz se alzó al oír la voz del maestro, pero no consiguió verlo en medio de la apretujada multitud.

—¡Por aquí, Guerrand!

Guerrand miró en la dirección de donde provenía la voz de Justarius y al fin lo vio, un poquito más allá de unos ancianos que jugaban a damas sobre un barril vuelto del revés, sin hacer caso del ruido y de los empujones de la gente. Justarius le hizo señas para que se reuniera con él en un lugar donde una gruesa fila de gente, de espaldas a Guerrand, parecía estar observando algo. De vez en cuando la muchedumbre murmuraba, expresaba alegría o gritaba. Al fin, Guerrand consiguió abrirse paso y llegar junto a Justarius.

—Si no quieres perderte, debes tratar por todos los medios de seguirme de cerca —lo riñó Justarius—. Te has perdido la exhibición más divertida, aunque supongo que harán otra cuando encuentren otros dos contendientes.

Yendo de un lado para otro en busca de un sitio con buena visión, Guerrand llegó al extremo sur de la plaza Central. Un espacio rectangular, de treinta por cincuenta pasos y césped cuidadosamente cortado había sido cubierto con una capa de dorada arena húmeda de más de dos palmos de grosor. Dando solemnes pasos y aleteando sobre largas y delgaduchas patas, Guerrand vislumbró las dos aves más grandes que había visto en su vida. Sus cuerpos blancos y lisos estaban cubiertos por bastas plumas negras. Las cabezas coronaban unos cuellos ridículamente largos y desplumados. Su altura total era mayor que la de un hombre. Las alas de esos pájaros, demasiado pequeñas, no les servían para volar. En el lomo llevaban sillas de montar adaptadas a su peculiar anatomía.

—¿Qué son? —farfulló el aprendiz—. ¿El producto del encantamiento fallido de un brujo?

Justarius enarcó las cejas, como si la idea se le acabara de ocurrir a él.

—Es muy probable que este sea el origen de los avestruces; viven en grandes llanuras, como las del sur de Kharolis. No pueden alzar el vuelo con esos cuerpos tan grandes y gruesos y esas alas tan insignificantes, por lo que se utilizan como animales de carga.

—¿Qué hacen aquí?

—La Parodia de los Caballeros. Mira —dijo Justarius, y con un gesto de la cabeza señaló al ave que tenía enfrente. Un hombre gordo de cara colorada y vestido ostentosamente con una túnica verde bosque ribeteada de rojo se puso un abollado cubo metálico en la cabeza y se pasó el asa por debajo de la sotabarba. Habían recortado un cuadrado en la parte frontal del cómico yelmo para que el caballero pudiera ver. Tras protegerle el torso con una gruesa coraza acolchada, le dieron un escudo. Guerrand soltó una carcajada cuando vio que el escudo llevaba la enseña de una gallina rampante sobre dos patas de ave cruzadas. El largo y delgado cuello del avestruz había sido adornado con una tira de tela verde.

En el extremo más cercano del rectangular campo de arena, había un joven delgado pero fuerte, equipado también con un cubo, junto a un avestruz cubierto con una tela azul oscuro. Su enseña consistía en una nariz mocosa partida por una cebolla. Un par de jóvenes vestidos con idénticas libreas, aunque su aspecto era más parecido al de un bufón que al de un escudero, ayudaron a los dos hombres a montar a lomos de los avestruces. Con una carga tan poco habitual, las aves se movían nerviosamente y sus enormes patas se hundían en la blanda arena.

Mientras los dos escuderos entregaban sendas escobas a guisa de lanzas a sus respectivos caballeros, varios sirvientes exaltaban el ánimo de la gente. La mitad de la multitud había sido destinada a apoyar al hombre gordo vestido de verde; la parte donde se hallaba Guerrand tenía que animar al joven delgado vestido de azul.

—La Parodia de los Caballeros es el acontecimiento más esperado del festival —le explicó Justarius, gritando para hacerse oír por encima del tumulto—. Probablemente es el único lugar en el que sea posible ver a los Caballeros de Solamnia permitiendo que otros se burlen de ellos sin que haya problemas. Por supuesto, la mayoría de los caballeros detestan esta exhibición y ni siquiera la miran, pero por lo menos no interrumpen la fiesta.

Guerrand miró en torno y no vio que ningún auténtico caballero contemplara el espectáculo.

—¿En tal caso, por qué empezaron a hacerlo, o lo continúan permitiendo en su festival?

—En realidad, no fueron ellos los que lo empezaron.

Justarius se rio al ver cómo uno de los avestruces se tambaleó y poco faltó para que expulsara de la silla al gordo caballero de verde.

—Hace años, antes de mi época, se llamaba La Justa de los Caballeros, y era una verdadera demostración de destreza, un auténtico torneo. Con los años fue evolucionando hasta convertirse en lo que es hoy en día, con el nombre cambiado. El número de espectadores aumentó y ahora es el evento más popular del festival, incluso más que las exhibiciones que los verdaderos caballeros continúan ofreciendo. Como se trata de un espectáculo muy solicitado, es prácticamente imposible que lo prohíban sin desvirtuar el festival, o por lo menos sin incrementar su reputación de intransigente pandilla de anticuados. Por eso lo toleran. Por lo que sé de los caballeros, me atrevería a decir que la mayor parte de ellos simplemente se niegan a admitir que todavía sigue celebrándose.

De repente, Justarius dejó de hablar y señaló hacia la arena.

—Mira, la parodia vuelve a comenzar.

Guerrand advirtió que los espectadores cruzaban apuestas.

Una vez hubieron instalado a los contendientes sobre las inquietas aves, los sirvientes saltaron hacia atrás y gritaron:

—¡Que empiece el torneo!

Los dos infortunados rivales hundieron sus talones en las costillas de sus avestruces, tratando desesperadamente de que avanzaran hacia adelante o en cualquier dirección. La montura del joven delgado por fin empezó medio a saltar, medio a andar en círculo, lo que produjo gran regocijo entre sus partidarios. El joven presionó con más decisión las costillas del ave y tiró de la banda azul que el animal llevaba en torno al largo cuello. De mala gana, el avestruz avanzó a trompicones por la arena.

Por su parte, el jinete de más edad tenía problemas considerablemente mayores para conseguir que su sobrecargada montura se moviera. Al avestruz se le doblaban las escuálidas patas, tropezaba y se tambaleaba, mientras se le hundían las patas en la arena del campo. La gente partidaria del caballero de verde prorrumpió en sonoras carcajadas, pero el jinete no parecía divertirse. Sin hacer caso de los improperios y abucheos de la multitud, el hombre de verde esperó la llegada de su oponente, más liviano.

Advirtiendo que su adversario no avanzaba para luchar y espoleado por los ánimos de la muchedumbre, el joven de azul se sentía confiado y loco de contento. Condujo su pájaro hasta situarlo al alcance del de su oponente, convencido de que su enemigo se encontraba desvalido.

Ni siquiera tuvo tiempo de advertir el largo escobazo que el hombre gordo le preparaba con todas sus fuerzas… hasta que la escoba colisionó con la parte izquierda del cubo que llevaba en la cabeza. El aturdido joven fue derribado de su avestruz con tanta facilidad como un pájaro posado sobre la cuerda de un tendedero. Se levantó tambaleándose, escupiendo arena mientras la gente rugía. Enojado, el contendiente que antes había olido la victoria se quitó el cubo de la cabeza y con pasos rabiosos se perdió entre la voluble multitud.

El hombre gordo se bajó del avestruz, y estaba empezando a pavonearse cuando el árbitro del torneo bufo se precipitó hacia adelante y le alzó la mano hacia el cielo para proclamarlo vencedor.

La multitud no parecía estar segura de si el espectáculo había concluido o no, y estaba empezando a dispersarse. Guerrand, sólo complacido hasta cierto punto con la inusual Parodia de los Caballeros, ya había vuelto la espalda al campo de arena. Estaba mirando en torno en busca de algo apetecible para comer, cuando oyó detrás de él al árbitro del torneo bufo.

—¡Aquí tenemos un interesante contendiente, el gran mago Belize!

Sorprendido, Guerrand se dio la vuelta para mirar al otro lado de la arena. La brillante cabeza y la elegante túnica roja de Belize aparecieron a su vista entre la gente que quedaba. Con gran asombro, Guerrand vio que el mago lo miraba a su vez. No había visto al maestro de Lyim desde su llegada a Palanthas, desde la entrevista en la Torre de la Alta Hechicería, en Wayreth.

«No, no me está mirando a mí —advirtió Guerrand—. Parece mirar «a través de mí, como si yo no me encontrara aquí». A pesar del calor que hacía, el joven aprendiz se echó a temblar.

—Ven, Belize —gritó el inconsciente pregonero al mago por encima del ruido de la muchedumbre.

Belize bruscamente apartó la vista de Guerrand. Sus ojos negros como el carbón se clavaron, con una mirada penetrante que helaba los huesos, en el pregonero que había gritado su nombre.

—Ese tipo tiene suerte de que Belize no lo haya convertido en una serpiente… o en algo peor —dijo Justarius a Guerrand en voz baja y con una risita ahogada.

—Sí, uf, bueno —dijo el pregonero, lanzando ansiosas miradas en busca de otra cara familiar y menos intimidante entre la multitud. No tuvo que buscar mucho.

—Pelearé en nombre de Belize, el mago más grande que jamás haya existido.

Guerrand reconoció la voz sin ver la cara: Lyim.

El flamante aprendiz llevaba su jubón favorito, de color púrpura, corto y acolchado; calzones muy holgados, medias a rayas y un enorme sombrero con plumas. Avanzó a grandes zancadas por la arena y dedicó una reverencia a la gente que se apresuraba a regresar. Irguiéndose ante el regocijo del público, se soltó sobre los hombros la oscura cabellera, que llevaba recogida en una trenza. El bello rostro de Lyim se iluminó de satisfacción por haberse convertido en el centro de atención de la concurrencia. Llamó a muchos de los espectadores por su nombre y les preguntó por su salud. Entre la gente había no pocas doncellas cautivadas por sus encantos. Guerrand rio discretamente y después aplaudió las bufonadas de Lyim.

—¿No contamos con nadie lo bastante valiente para desafiar a este joven que quiere ser caballero? —bramó el pregonero haciendo bocina con las manos. Pero nadie dio un paso adelante para enfrentarse al orgulloso joven.

—¡Conozco a alguien que aceptaría el reto! —gritó Lyim. Sus ojos burlones se clavaron en Guerrand—. ¡El aprendiz del gran Justarius!

Sin habla, Guerrand se limitó a sacudir la cabeza mientras los labios se le abrían y cerraban en un silencio denegatorio. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, miles de manos lo empujaron hacia adelante, a través de la primera fila de espectadores, y se encontró en el campo de arena.

—N… no tengo ganas de participar —se oyó decir entre dientes inútilmente mientras se daba la vuelta y trataba de escabullirse a través de la multitud.

Los espectadores no opinaban lo mismo y le cerraron el paso. Atisbando por encima de las cabezas del público, Guerrand miró desvalidamente hacia Justarius. El venerable mago simplemente alzó los hombros cubiertos por su capa roja en un gesto que parecía significar: «Pásatelo lo mejor que puedas, muchacho…, sólo es un juego».

Minutos antes, Guerrand se había sentido un rostro sin nombre entre la muchedumbre. Ahora, el mundo entero parecía habérsele caído encima. El ruido que sentía en el interior de la cabeza era atronador. Desesperado, rebuscó en su mente alguna argucia para que no se fijaran en él. A diferencia de Lyim, no le gustaba ser el centro de interés de la gente. Su rechazo no tenía nada que ver con el miedo a perder, sino con el hecho de parecer ridículo antes miles de miradas.

—¡Se diría que el aprendiz de la casa de Justarius tiene miedo de la casa de Belize! —alardeó Lyim arrancando aplausos y abucheos del gentío.

El ardiente sol atravesó una capa de nubes e iluminó una zona de la muchedumbre, lo que atrajo la mirada de Guerrand. La gente abrió paso y el joven sintió que el corazón se le aceleraba.

Esme. El rostro de la chica reflejaba a la vez compasión y disgusto. En aquel instante, Guerrand se dio cuenta de que si huía corría el riesgo de hacer el ridículo y de aparecer como un cobarde a los ojos de Esme. Haciendo de tripas corazón, apartó la vista de la bella joven y con pasos torpes se acercó a Lyim.

En el preciso instante en que llegó a la arena, tropezó al pisarse el dobladillo de la túnica. Uno de los sirvientes le levantó el brazo, le hizo dar un giro y le puso el cubo en la cabeza. Guerrand se dijo a sí mismo: «No pienses en la pinta de idiota que debes de tener; limítate a imaginarte que estás en un lugar tranquilo e íntimo». En un abrir y cerrar de ojos, mentalmente se encontró a solas en una silenciosa sección de libros raros en la cercana biblioteca, estudiando atentamente las delicadas páginas de un viejo libro de sortilegios. El ruido de la multitud se había esfumado; el corazón le latía más despacio. Estaba poco menos que convencido de que su humillación pública no tenía lugar.

Entonces oyó hablar al amigo que lo había metido en el lío.

—Vamos, Guerrand —dijo Lyim, mientras se ajustaba su cubo—. Todo esto no es más que para divertirse un rato.

Guerrand lo miró fijamente con un solo ojo.

—Uno de nosotros se está divirtiendo mucho más que el otro —murmuró; luego, resignado, suspiró—. De acuerdo, Lyim. No me queda otra alternativa que continuar con esta pequeña exhibición tan propia de ti, encaminada a llamar la atención. Procuremos que no dure demasiado. Nos damos un buen par de escobazos el uno al otro, y nos desplomamos. Con un poco de suerte estaremos bebiendo una pinta en nuestra posada favorita antes de que los pregoneros hayan reunido otro par de contendientes.

Lyim, que llevaba un estandarte verde, dejó que lo ayudaran a montar en el avestruz y soltó una sonora carcajada.

—¡De acuerdo, yo estaré tomando una pinta pero con Esme, mientras tú, pobre provinciano, todavía estarás sacándote pajas de la escoba de entre los dientes!

Guerrand hizo una mueca de dolor, como si lo hubieran golpeado físicamente.

—¿Por qué contigo todo tiene que convertirse en una competición, Lyim?

Lyim se puso la mano en la cadera.

—¿Por qué te lo tomas todo tan en serio? Haces que esto parezca un ataque personal. Pero ya que lo preguntas, te diré que la vida es una competición por el poder, y que el poder lo es todo —dijo, y echó la cabeza hacia atrás con un gesto que indicaba que estaba cansado de hablar de cosas serias—. Además, esto es un juego. ¿Acaso has perdido la capacidad de divertirte durante tu extenuante búsqueda de conocimientos?

Guerrand frunció el entrecejo y analizó las palabras de Lyim. ¿Era cierto? ¿Estaba tan obsesionado con sus estudios que había excluido todo lo demás?

Justarius le había advertido que procurara conservar la concentración pero manteniendo un cierto equilibrio. Tal vez él se lo estaba tomando demasiado en serio. Sin embargo, había estado riendo durante la actuación anterior.

Si de algo Guerrand se sentía orgulloso, era de su capacidad de reconocer sus fallos y corregirlos. Reflexionó y trató desesperadamente de apartar de su mente los negros nubarrones. Sin embargo, todo parecía más gracioso cuando era otro el que llevaba un cubo en la cabeza y hacía el ridículo.

Guerrand se levantó la túnica y se dispuso a montar a lomos de su asustadizo avestruz. Entonces, los vítores y silbidos de la multitud arreciaron de golpe. El joven aprendiz descubrió la causa: Esme se abría paso entre el gentío y cruzaba la arena hacia él, con un pañuelo de color rosa en la mano.

Sonriendo a Guerrand, casi avergonzada, la joven anudó su reluciente seda junto a la banda azul anudada en torno al cuello del avestruz.

—Para que tengas buena suerte —le explicó. De repente, se puso de puntillas y le dio un impulsivo beso en la mejilla aprovechando la abertura frontal del cubo, y se quedó atrapada en el asa hasta que, riendo nerviosamente, consiguió liberarse de ella.

La ira y la confusión de Guerrand se disiparon como la niebla con el sol.

El antiguo escudero comprendió mejor que nadie el significado del gesto de Esme: él era su favorito, su paladín. Con un nudo en la garganta, aspiró profunda y ruidosamente y consiguió que en su rostro se dibujara una sonrisa agradecida; pero, antes de que pudiera serenarse para darle las gracias, Esme se metió de nuevo entre el gentío y lo dejó preguntándose qué había querido decir realmente el gesto de la impredictible mujer…

Lyim los observó con las cejas fruncidas en una enojada línea oscura.

—Esme sabe que a mí no me hace falta suerte —exclamó. Sin embargo, la mirada airada que dirigió al pañuelo rosa que ondeaba en el cuello del avestruz que montaba Guerrand parecía indicar que iba a estrangular al pájaro con la tela de seda.

Lyim se movió con impaciencia y afectación a lomos del ave.

—Vamos, Guerrand, todo el mundo está esperando. O atacas con tu avestruz y nos muestras lo que eres capaz de hacer, o te vuelves corriendo con tus libros y buscas a alguien que se atreva a luchar conmigo.

Guerrand apretó con fuerza las mandíbulas ante la injuriosa pulla.

—Pelearé contigo, Lyim, si es tan importante para ti.

El antiguo escudero saltó y descargó su peso sobre la silla de montar adaptada a los avestruces. Algo de aquella nueva experiencia le resultaba dolorosamente familiar y le despertaba viejos resentimientos. La silla se movía tanto de un lado a otro que poco faltó para que diera con los huesos en el suelo. Llevaba la túnica arremangada de cualquier manera en torno a las larguiruchas piernas y se esforzaba por mantenerla por encima de las rodillas. Entretanto, el inquieto avestruz empezó a dar vueltas sobre sí mismo, hasta que Guerrand se sintió mareado como una peonza. Los rostros de la gente pasaban ante él como coloreadas formas borrosas, sus aplausos y abucheos resonaban en disonante mezcolanza. Delgados regueros de sudor le bajaban lentamente por el cuello. A cada paso del ave el rígido cubo metálico le golpeaba los hombros. Aunque no oía con claridad, sospechaba que la gente apostaba contra él.

El joven tiró de los extremos de la banda azul y por fin consiguió que el avestruz dejara de dar vueltas; corrigió su visión borrosa y la concentró en su oponente. Con el corazón encogido, se dio cuenta de que la muchedumbre estaba a favor de Lyim. Por vez primera desde que lo conocía, Guerrand consideraba que Lyim se parecía más al apuesto caballero de una historia de un bardo que a un mago. Alto, musculoso, con las perfectas proporciones de una escultura clásica, Lyim no tenía aspecto de pasarse el tiempo en una sala oscura leyendo libros. Guerrand se preguntó si su contrincante había sido adiestrado para luchar.

No tuvo mucho tiempo para pensarlo, pues los dos asistentes avanzaron y tiraron de los respectivos avestruces hasta situarlos en los extremos opuestos del campo. El ayudante de Guerrand le preguntó cómo se llamaba y de dónde era; luego movió la cabeza y se fue al centro del campo, en donde se reunió con el escudero de Lyim.

—¡Montado en el pájaro azul, tenemos a Guerrand, de Ergoth del Norte, aprendiz en la casa de Justarius! —dijo, y la mitad de la gente a él asignada aplaudió tímidamente.

—¡Y montado en el pájaro verde está Lyim de Rowley, aprendiz de Belize! —gritó el otro ayudante. Lyim se pavoneó con ostensibles aires de superioridad y la multitud, sin excepciones, rugió para expresarle su soporte.

—Sólo una regla, amables magos —dijo el pregonero—. Este es un espectáculo al que dan soporte los Caballeros de Solamnia. Aunque nos reímos de su orgullo, respetamos su tradicional sentido del honor. Por consiguiente, lucharéis en buena lid y evitaréis el uso de la magia en el combate.

Guerrand percibió descontento en el rostro de Lyim, pero él no se alteró. En ningún momento se le habría ocurrido recurrir a la magia.

Mientras aguardaba la señal de comienzo, Guerrand volvió a notar un sudor frío en el cuello, una dolorosa sensación familiar. Día caluroso, cielo azul, brillo del sol sobre el metal, burlona algarabía de la multitud, la espera. La espera. Al fin, Guerrand fue capaz de identificar aquella sensación.

El torneo de cuando Guerrand tenía catorce años. Milford, el maestro de armas de Guerrand, había insistido, a pesar de las protestas del joven, en que la única manera de prepararse para una justa era tomar parte en un torneo.

—Lo descubrirás en el fragor del combate; eso te convertirá en hombre. Le fue bien a tu hermano Quinn.

La diferencia era que Quinn, un auténtico caballero de pura cepa, había aceptado el reto de buen grado, del mismo modo que ahora lo hacía Lyim, mientras que a Guerrand lo horrorizaba. Milford ni siquiera se molestó en disimular su disgusto cuando Guerrand fue derribado del caballo por su oponente antes de que hubiera tenido tiempo de afianzar su propia lanza. Milford incluso le privó del placer de decir «Ya te lo avisé», al adelantársele con el comentario de que Guerrand se había derrotado a sí mismo. Al final, Guerrand había conseguido la victoria definitiva: jamás volvió a participar en un torneo.

Se despertó de su ensimismamiento cuando vio que Lyim cargaba contra él. Antes de que Guerrand pudiera moverse, Lyim hizo girar la escoba. El avestruz hizo un pequeño movimiento brusco al pasar ante Guerrand, y Lyim le propinó un escobazo en la espalda. El golpe alcanzó a Guerrand en los riñones, lo dejó sin aire en los pulmones y poco faltó para que lo derribara de su montura. El joven trató de recuperar el aliento y se asió con los dedos al cuello del ave.

Riendo y pavoneándose, Lyim regresó a su rincón en un extremo del campo entre los vítores de sus partidarios. Hizo dar la vuelta al pájaro y volvió a la carga con la escoba pegada al costado.

Guerrand sujetó con firmeza los extremos de la cinta azul que servía de riendas. Actuó por instinto: hundió los talones en el avestruz como lo hubiera hecho con un caballo, y luego tiró brusca y fuertemente de la cabeza del asombrado pájaro en el último momento para esquivar el golpe de la escoba-lanza de Lyim. Graznando, el avestruz se vio obligado a obedecer las imperiosas órdenes de su jinete.

La escoba de Lyim barrió por encima de la agachada cabeza de Guerrand, lo que provocó murmullos y aplausos entre la multitud. Guerrand se enderezó en la silla y agitó la mano.

Lyim hizo dar la vuelta a su ave y, refunfuñando, inclinó la cabeza hacia Guerrand en señal de respeto a través de la abertura del cubo. Con excitados gritos, Lyim hundió los talones en las costillas del pájaro y volvió a la carga. Guerrand, que estaba preparado y lo aguardaba, levantó su lanza y desvió con facilidad el golpe de Lyim. En vez del característico sonido metálico del entrechocar de espadas o lanzas, las dos largas escobas produjeron un ruido sordo y débil. El choque sacudió a los dos aprendices. Guerrand dejó que el temblor le recorriera el cuerpo sin ofrecer resistencia y se recuperó con mayor rapidez que Lyim, visiblemente afectado todavía en el rincón al que se había retirado.

La arrogante mirada de Lyim, llena de prepotencia, se transformó en severa determinación cuando volvió de nuevo a la carga. El adiestramiento guerrero de Guerrand, aunque inefectivo para combatir contra un auténtico caballero, le permitió desviar con facilidad los intentos de Lyim para alcanzarlo con la escoba. El frustrado aprendiz de Belize atacó una vez más, con el rostro congestionado y blandiendo el arma de forma enérgica pero descontrolada. Los sirvientes de Guerrand animaron a su gente para que aplaudiera enardecidamente.

Guerrand estaba sorprendido por lo mucho que recordaba sobre cómo pelear en las justas pese a haber prestado muy poca atención a las lecciones. Por su parte, Lyim había demostrado más determinación que destreza. Guerrand estaba convencido de que podía seguir esquivando los mal sincronizados golpes de Lyim durante todo el día y de que al final lo dejaría exhausto. Si bien no tenía ningún interés en derrotar y humillar a su amigo, sabía que Lyim no se conformaría más que con una victoria total. Guerrand quería encontrar urgentemente un final digno para ambos contendientes.

No era el único a quien sorprendía su propia destreza. Lyim lo miraba con una expresión que de forma inequívoca indicaba que se sentía traicionado, como si hubiera sido Guerrand y no Lyim el que había provocado la situación. Era evidente que las cosas no estaban yendo como había previsto.

En aquel instante, Guerrand por fin comprendió lo que tenía que haber advertido desde el principio. Lyim lo había sacado de la multitud no para brindarle un desafío verdadero, ni tampoco para enseñarle a no tomarse tan en serio a sí mismo. Lo cierto era que lo había considerado una presa fácil, alguien a quien derrotar con facilidad. Curiosamente, Guerrand sentía más rabia contra sí mismo por su ingenuidad que por Lyim, que había fingido ser lo que no era.

La muchedumbre estaba empezando a ponerse en contra de Lyim, y ambos aprendices lo sabían. El corazón mordisqueado de una manzana hendió el aire y rebotó en el cubo de Lyim. El orgulloso aprendiz lo advirtió y miró cómo el trozo de manzana caía en la arena, bajo su emplumada montura. Primero miró a Esme, en primera fila, que a su vez lo miró con expresión compasiva. Luego dirigió la vista hacia Guerrand y, en un abrir y cerrar de ojos, su rostro pasó de reflejar humillación a expresar odio.

En aquel momento el ambiente del campo cambió. Se hizo el silencio, un silencio mortal, como si nadie en la multitud osara respirar. Una langosta solitaria zumbaba en la copa de un árbol cercano. El tiempo parecía haberse detenido. Guerrand vio cómo Lyim y Belize, que parecía muy disgustado con su aprendiz, se miraron. La tensión que vibraba entre ellos provocó la formación de una corriente térmica perceptible visualmente.

Sabedor de que Lyim necesitaba la aprobación de su reverenciado maestro, Guerrand sintió la primera chispa de compasión por el amigo al que tan a menudo había envidiado. Guerrand aguardó, sin ver claro cómo poner fin al espectáculo sin dejarse derribar del avestruz. ¿Qué estaba esperando? ¿Un signo de retirada de Lyim? Quizá, se dijo Guerrand a sí mismo, el joven mago, siempre lleno de recursos, encontraría un modo divertido de sacarlos del atolladero.

Guerrand no tuvo que esperar mucho. La muchedumbre se exaltó de nuevo cuando Lyim se lanzó otra vez al ataque con una expresión que reflejaba cualquier cosa menos buen humor. En sus labios bien dibujados se pintaba una feroz mueca. En sus ojos no había ni pizca de respeto, en absoluto. Inclinado sobre el avestruz, con el largo cabello que le sobresalía por debajo del cubo, parecía un toro embistiendo.

Llegó a la altura de Guerrand, el cual desvió su escoba-lanza y con facilidad esquivó el ataque de Lyim. En esa ocasión, los golpes fueron mucho más violentos. En lugar de seguir adelante, Lyim detuvo su ave ante la de Guerrand y empezó a atizarle frenéticamente con la escoba. Por delante, por detrás, en los hombros, todo él se movía el doble de rápido que antes, pero no con más destreza. Parecía haber encontrado una desconocida fuente de energía y la estaba utilizando con todo su ímpetu.

Asombrado por el furibundo ataque, Guerrand se agachó y se asió al cuello del avestruz tratando simplemente de mantenerse montado. Un golpe bien dirigido lo alcanzó de lleno en el hombro derecho y lo medio derribó de la silla, pero su determinación le permitió resistir apretando con firmeza los talones. Entre golpe y golpe, consiguió recuperar su posición en la silla, tirar de la cabeza del avestruz hacia la derecha mediante la banda azul y apañárselas para espolearla con objeto de ponerla fuera del alcance de la escoba-lanza de Lyim.

—¿Quién es el que se lo está tomando demasiado en serio ahora? —farfulló Guerrand, con la respiración entrecortada por el esfuerzo de mantenerse a lomos del avestruz—. ¡Se supone que esto es un juego, no un combate a muerte!

Lyim clavó la vista en Guerrand con los ojos medio cerrados y desenfocados. Espoleó a su montura hasta que tuvo a su contrincante al alcance de su escoba y propinó un escobazo al muslo del avestruz de Guerrand. Mientras el pobre animal huía como una gallina decapitada, volaban plumas y se oían violentos graznidos, Guerrand tuvo que hacer acopio de todo su saber para mantenerse en la silla y calmar al ave.

Incluso los ayudantes parecieron afectados por la falta de escrúpulos de Lyim. Uno de ellos se le acercó lo suficiente para que el aprendiz de Belize pudiera oírlo.

—Esta es una amistosa contienda de honor, señor. Por favor, ten la bondad de no golpear a los animales.

La respuesta de Lyim fue imprimir un brusco giro a su escoba y aporrear al sirviente a un lado de su desprotegida cabeza, derribándolo y dejándolo inconsciente sobre la arena.

—¡Lyim! —farfulló Guerrand—, ¿qué te pasa?

El rostro de su amigo era inexpresivo, totalmente desprovisto de emociones, como si no reconociera a nadie. Estaba pasmado, como si esperara recibir órdenes. Una exclamación de horror se elevó de la multitud. El otro ayudante se agachó y apartó a rastras a su compañero caído sin dejar de mirar ansiosamente al inmóvil Lyim.

Guerrand miró el rostro de su amigo y llegó a la conclusión de que el excesivo orgullo le había robado el control de sí mismo. Guerrand no podía suplicar o negociar; tenía que detenerlo antes de que hubiera más heridos.

Con el rostro tan severo como el de su oponente, hizo retroceder a su avestruz. Sosteniendo la escoba bajo el brazo derecho, tal como le habían enseñado que había que hacer con la lanza, bajó la cabeza, se inclinó hacia adelante y cargó directamente contra Lyim. Este, imperturbable, espoleó su propia montura en dirección a Guerrand, mientras volteaba salvajemente la escoba. Guerrand hundió su escoba por debajo de la de Lyim y la estrelló de lleno contra el hombro derecho de su rival. La escoba se astilló y Lyim se desplomó contra el suelo.

Guerrand detuvo el avestruz al instante y se quitó el cubo que le servía de yelmo, lo arrojó lejos e hizo otro tanto con la escoba rota. Luego desmontó y corrió hacia donde yacía Lyim, que gemía y rodaba por la arena. El enfebrecido clamor de la multitud alcanzó el punto culminante.

Arrodillado en la arena, Guerrand se sintió aliviado al ver que no había sangre en el lugar donde su escoba había alcanzado a Lyim. Sin embargo, seguía preocupado. Sabía por experiencia lo fuerte que había sido el impacto que Lyim había recibido al no llevar la protección adecuada. Le quitó el cubo metálico de la cabeza y recostó a su amigo en su regazo.

De los ojos de Lyim desapareció la confusión y reconoció a Guerrand de nuevo. Parecía desorientado.

—¿Qué ha pasado? —murmuró, sacudiendo la cabeza. Con una mueca de dolor, Lyim levantó la mano izquierda y se frotó el hombro dolorido.

—¿No te acuerdas? —farfulló Guerrand—. ¡Trataste de matarme, y poco faltó para que te cargaras al ayudante!

Habría continuado el relato terminándolo con una buena bronca, si no hubiera notado que una bota le pisaba la mano que apoyaba en la arena.

Guerrand alzó la mirada desde la bota hasta más allá del cuello de la túnica roja y se echó a temblar.

—Me llevaré a mi aprendiz, si ya has acabado de aporrearlo —dijo Belize tranquilamente—. Necesita que me ocupe de él inmediatamente.

Era la primera vez que Guerrand veía a Belize desde que estuviera en la torre de Wayreth. Se sintió alterado como siempre que se encontraba en presencia del mago.

—Sí, claro —se limitó a farfullar, sin ni siquiera pensar en corregir la interpretación de lo sucedido expresada por el maestro de la orden.

En aquel momento, Esme llegó corriendo y vio la mirada que Belize clavaba en Guerrand. Miró angustiada cómo el maestro levantaba a su amigo.

—¿Es grave la herida de Lyim? —preguntó con voz muy aguda—. Se pondrá bien, ¿verdad?

La temible mirada de Belize seguía posada en Guerrand, como si hubiera sido él quien había formulado la pregunta.

—No veo por qué te preocupas —dijo sin apenas mover los labios púrpura enmarcados por su fino bigote y su barba de chivo—. Albergaba grandes esperanzas para ti, joven —se dirigió a Guerrand—, pero me has ocasionado un tremendo disgusto.

Dicho esto, acomodó a Lyim en sus brazos, cerró los ojos, negros como el carbón, y desapareció. El espacio que habían ocupado él y Lyim se llenó de sulfuroso humo rojo.

—Por todos los dioses, da miedo —susurró Esme, mirando con ojos medio cerrados y apartando con la mano el humo de olor acre—. No le hagas caso, Guerrand. Belize no tiene ni idea de los progresos que has hecho en tus estudios. Sólo se siente confuso porque Lyim ha perdido después de haber aceptado que peleara en su nombre —añadió, y con las dos manos cogió del brazo a Guerrand y ambos se perdieron entre la multitud—. Es lógico que te eche la culpa a ti, a pesar de que exclusiva y claramente fue idea de Lyim.

Guerrand, con expresión ausente, asintió con la cabeza, aunque se preguntaba si habría podido hacer algo más para detener a su amigo.

—Si Belize es un instructor tan desdeñoso —prosiguió Esme—, no consigo entender cómo Lyim lo aguanta. No es extraño que nunca parezca molesto por el hecho de que Belize se vaya tan a menudo.

Guerrand sólo la oía a medias. Las palabras que el mago había pronunciado al marcharse le habían producido escalofríos, y la consoladora charla de Esme no conseguía eliminar ese frío de su espina dorsal. ¿Acaso el anciano Nahampkin de Thonvil no decía a menudo que ese frío significa que alguien está caminando sobre tu tumba? Guerrand no podía afirmar que esa sensación fuera miedo sino más bien una vaga aprensión. Haber caído mal al maestro de la orden, aunque sin motivo, no era bueno para su futuro en la Orden de los Túnicas Rojas.

De repente, la agitada multitud lo agarró y se vio separado de Esme y alzado y llevado a hombros de la enardecida muchedumbre. Abajo veía una masa borrosa y uniforme de rostros que le sonreían. La alegría de la gente empezó a contagiársele y olvidó su sensación de aprensión. Se encontró más animado y comenzó a pasarlo bien al sentirse el centro de la atención.

Entonces, como una luz entre la multitud, un rostro atrajo su mirada. Con los brazos cruzados y las manos metidas en las rojas mangas acampanadas, su maestro, Justarius, lo miraba con una expresión de honda preocupación inhabitual en él.

Al instante, Guerrand volvió a sentir la misma aprensión de antes.