Capítulo 11

La taza de té y el platito de porcelana ribeteada de oro se levantaron un poco: experimentaban convulsivos movimientos sobre la superficie del repleto escritorio. La delicada taza entrechocaba con el platito. Al oírlo, Guerrand apretó aún más los ojos para evitar cualquier distracción y cogió el pequeño lazo de piel que era el componente material del encantamiento que alzaría la taza. Sujetó el lazo, una vez hubo pronunciado las palabras mágicas. Lo difícil sería la memorización del hechizo.

Guerrand se obligó a concentrarse en la ecuación matemática. Visualizó el ritual en su mente y a continuación la representación mental de una taza flotante. Casi pudo percibir un cósmico «ping» en el momento en que se reunieron todos los elementos del sortilegio. Cuando abrió los ojos, no le sorprendió ver, por vez primera, la taza y el platito flotando pausadamente por encima de la mesa. Estaba exultante.

—¡Mira, Zag! ¡Por fin lo he logrado!

Encaramada en el alféizar de la ventana de la pequeña habitación que Guerrand ocupaba en la villa, la gaviota abrió perezosamente un brillante ojito redondo.

Te felicito. Te las has apañado para levantar una taza de té, algo que apuesto que sabes hacer con las manos desde que llevabas pantalones cortos.

Guerrand frunció el entrecejo, agarró rápidamente la tacita flotante y se llevó el borde dorado a los labios.

—Esta no es la cuestión —dijo tras un pequeño sorbo—. Justarius dice que el encantamiento de levitación es uno de los más útiles del repertorio de un mago.

Zagarus abrió los ojos.

Siempre es un consuelo saber que si un día pierdes los dos brazos podrás seguir tomando el té, dijo el pájaro sardónicamente.

—No sé por qué te dejo salir del espejo —dijo Guerrand con una risita bonachona—. Cuando sales, o me tomas el pelo o me metes en algún lío —añadió, y apartó la taza y el platito—. Bueno, ¿qué aspecto tiene eso de ahí dentro?

¿Dentro del espejo? —repitió Zagarus, apático—. Es como una caverna neblinosa pero sin paredes. Lo he hecho un poco más acogedor, pues he llevado algunas ramitas y cosas así para hacer un nido.

El delgado espejo de Belize le había resultado más práctico a Guerrand de lo que jamás el venerable mago habría imaginado. Zagarus lo había convertido en su hogar y aseguraba que era cómodo, caliente y seco. También constituía para su amigo un excelente escondrijo cuando no quería ser visto o molestado.

—¿Puedes mirar fuera de él y verme? —le preguntó Guerrand.

Tienes miedo de que te espíe, ¿eh? —dijo, mientras se rascaba bajo el ala con el pico—. No tienes por qué preocuparte. Es como una pared reluciente y plana, como un espejo que haya perdido la plata. En el mejor de los casos, veo perfiles borrosos que se mueven alrededor. La mayoría de las veces guardas el espejo en una bolsa, en un bolsillo o en un cajón, de modo que no puedo ver ni eso.

—¿De verdad? ¿Qué tiempo hace? ¿Hay luz o sonidos?

Zagarus parpadeó, reflexionando.

A veces es sorprendentemente ruidoso, como si alguien paseara o hablara en el fondo de la… bueno, de la caverna. He pensado en explorarla, pero…

—No lo hagas —dijo Guerrand con firmeza—. No quiero que andes hurgando allá dentro y metiéndonos en líos a los dos. No tengo ni la menor idea de lo que hay allá. De hecho, si oyes algún otro ruido, tendrás que salir.

He estado entrando y saliendo del espejo durante meses y no ha pasado nada —dijo Zagarus—. Creo que es suficientemente seguro.

—Quizá deberías entrar de nuevo ahora —sugirió Guerrand secamente—, o volar hasta el puerto para comer o visitar a tus amigos; realmente necesito concentrarme mucho.

Era más importante que nunca que Guerrand pudiera estudiar con tranquilidad. Iba asimilando poco a poco el concepto de la visualización. Habían transcurrido casi dos meses desde que Justarius, por vez primera, le había explicado la disciplina que, con perseverancia, le permitiría un día confeccionar sus propios encantamientos. Más tarde, aquella misma noche, un poco antes del amanecer, pasó de ver tan sólo una «lámpara» a ver «dos damas», según la comparación que había utilizado Esme.

El ritmo de sus estudios se había acelerado rápidamente a partir de aquel momento. Sin embargo, todavía no realizaba demasiados sortilegios nuevos. En efecto, debido a la estación, principios de otoño, Justarius le había hecho cortar, secar y pesar hierbas y otros componentes. Sabía el nombre de cualquier planta, raíz o arbusto de las laderas de las colinas.

Colgados del techo para que se secaran había manojos de bayas de zumaque, hojas de roble venenosas y raíces de regaliz. El estrecho estante que rodeaba la sala estaba repleto de cuencos de botica de mármol con guisantes partidos y secos, pétalos de rosa rojos, polvo de escamas de arenque y talco. En la pequeña mesa de trabajo de madera había vasos de precipitación de cristal llenos de líquidos con saltamontes y babosas, plumas de lechuza conservadas en vino, la lengua de una serpiente y el corazón de una gallina. Debajo de su camastro de cuerda y paja, guardaba bolsas de arena de colores, sal gruesa marina, mica molida, azufre, ajo en polvo y hojas de ruibarbo pulverizadas. Esparcidos por el suelo había también varias barras de cera de abeja y de brea de pino, barritas de cristal, cuernos de animales, imanes y rollos de pergamino.

Ser un utilizador de magia es ciertamente un trabajo sucio —observó Zagarus—. Me acuerdo de cuando aquí había sitio para que un pájaro pudiera sentarse. ¿Realmente necesitas todas esas cosas de aspecto tan horrendo?

—¿Cosas de aspecto horrendo? —dijo Guerrand resoplando—. ¡Tiene gracia el comentario viniendo de una criatura que, lo he visto con mis propios ojos, come viejos peces muertos en la playa!

Zagarus levantó imperiosamente el pico amarillo.

Es muy distinto.

Guerrand puso los ojos en blanco.

—Para contestar a tu pregunta, te diré que por el momento no utilizo todos estos componentes para realizar hechizos, pero Justarius dice que al final los necesitaré. Muchos magos se limitan a comprar lo que necesitan a alquimistas y boticarios, pero Justarius dice que, dejando aparte el coste exorbitante, un mago no puede nunca estar completamente seguro de la calidad de lo que compra.

Justarius dice, Justarius dice —repitió de forma mimética el pájaro—. Creo que en todos los años que has sido escudero no te he oído nunca decir «Milford dice».

—Porque nunca me importó lo que decía —puntualizó Guerrand, concentrado en pulverizar violetas secas en un cuenco—. Aunque Milford fue un tipo decente y también un buen profesor. Pero yo jamás estuve muy interesado en aprender la forma más apropiada de clavar una lanza a otro hombre.

Puede ser útil algún día —repuso Zagarus. De repente, estiró el cuello para mirar por encima del ala a través de la ventana—. ¿No oyes? Ya ha empezado el festival.

Guerrand se acercó a la ventana a grandes zancadas. Se oían repiques de campanas por toda la ciudad de Palanthas. También vecinos de las villas próximas, en las colinas circundantes, tocaban sus campanas. Banderolas de colores vivos ondeaban por doquier sobre la plaza e incluso se podían ver desde Villa Rosad, al otro lado de la vieja muralla de la ciudad.

—Sí, supongo que tienes razón —admitió Guerrand distraídamente, mientras volvía a la mesa de trabajo. Hundió la pluma en el oscuro tintero y empezó a escribir con cuidado unas notas en la entrada de la levitación de su libro de sortilegios.

«Sostuve el lazo, recité las ecuaciones matemáticas y verbales con escaso éxito. Repetí el ritual, pero le incorpore visualización somática; la taza de té y el platito se elevaron con la estabilidad de un cubo suspendido. Una vez más la clave parece ser la visualización. Fechado el Boreadai, doce de Hiddumont del año…».

Las mano con la que Guerrand escribía se desplazó bruscamente por encima del libro de sortilegios cuando la considerable masa de Zagarus se posó en el hombro derecho del joven.

—¿Qué haces, pedazo de zoquete? —exclamó el aprendiz enojado—. ¡Por poco destrozas mi entrada! —Bruscamente se quitó al pájaro de encima, cogió una pizca de limpia arena blanca de un cuenco y la esparció sobre la tinta para secarla cuanto antes—. Has tenido suerte de que la pluma estuviera casi seca.

Quiero ir al Festival de los Caballeros.

—¡Pues vete!

¿No te interesa ir?

—No especialmente.

¿Por qué no? ¿Porque tienes miedo de encontrarte a Esme? ¿O peor aún, porque la verías con Lyim?

—¿En qué te has convertido ahora?, ¿en un lector de mentes? —inquirió Guerrand, molesto.

Tengo razón, ¿no?

—¡No! —exclamó el joven, mientras retiraba la arena—. Y aunque la tuvieras, es una ciudad grande y es muy poco probable que me tropiece con algún conocido.

Zagarus volvió al alféizar.

Pues entonces ¿qué te impide ir? Recuerdo que te gustaba asistir a los festivales del pueblo en Thonvil. Aquí te estás convirtiendo en una especie de prisionero. Y tanto si lo admites como si no, te apartas de Esme como de la peste.

Guerrand cogió de nuevo la pluma.

—¡No es cierto!

La chica te ha pedido que la acompañaras a la biblioteca y a una docena de sitios más, y tú siempre le has dicho que no. Y sin embargo, andas rondando por ahí con el gamberro de Lyim.

Las cejas de Guerrand se juntaron formando una oscura arruga de irritación sobre los ojos.

—Nunca me habías dicho que podías oír tan bien desde el interior del espejo, ¿verdad? A partir de ahora, me acordaré de dejarlo siempre en la habitación.

Después de esta enojada réplica, dio la espalda a Zagarus, y ostensiblemente dejó de prestarle atención. Zag se limitó a esperar en silencio.

Pero el silencio aún irritó más a su amo.

—Mira, Zag —dijo al fin Guerrand, yendo de un lado para otro—, sabes perfectamente bien que he venido a Palanthas para estudiar, no para revolotear en torno de una chica voluble y caprichosa que pierde la cabeza con cada aprendiz nuevo…

¿De dónde sacaba tan amarga tontería?, se preguntó Guerrand; Esme no era en absoluto así.

Contuvo el aliento unos instantes y lo soltó lentamente.

—Si quieres saber la verdad, sospecho que Cormac o alguno de los Berwick han mandado a alguien en mi busca… y no precisamente para llevarme de vuelta a casa.

Guerrand volvió al trabajo, aunque realmente ya no se sentía capaz de estudiar.

—¿Recuerdas aquel ser que nos atacó en las montañas al norte de Palanthas? Ya sé que cuando ocurrió estabas en el interior del espejo y que te perdiste la emoción del momento, pero te lo expliqué con todo detalle.

Zagarus asintió con su emplumada cabeza.

—Y antes, hubo lo de los piratas… —dijo Guerrand, que se frotó la barbilla reflexionando—. Soy consciente de que hay piratas por todas partes, pero es muy raro que aparezcan en la boca de la bahía de Branchala. Incluso el capitán Aldous dijo que era muy extraño, que jamás había visto piratas tan temerarios. Íbamos en un barco de Berwick; no es inconcebible que alguien me hubiera descubierto.

¿Se trata de eso? ¿Es porque crees que alguien te persigue?

Guerrand sacudió la cabeza con energía.

—No; un día Lyim y yo fuimos a la biblioteca y después a la plaza del mercado para comparar precios, y…

No me acuerdo.

—Nunca te hablé de ello —dijo Guerrand rascándose la cabeza—. Debías de estar en el espejo o explorando el muelle. Lyim y yo salíamos de un puesto de mercancías; lo recuerdo porque el dueño parecía que me miraba extrañamente, casi con temor. No estábamos ni a diez pasos del puesto cuando nos atacaron un par de marineros. Recordé suficientemente mi adiestramiento de caballero y con mi daga me quité de encima a uno de los asaltantes. Lyim reaccionó con la rapidez suficiente para ahuyentar al otro con un hechizo, y ambos escapamos entre la densa multitud.

Guerrand sacudió la cabeza.

—Desde aquel día tengo la inequívoca sensación de que alguien o algo me vigila siempre que salgo de la villa. No estoy excesivamente preocupado ni por mí ni por Lyim; si le cuento mis sospechas, es probable que le guste esta intriga. —Guerrand hizo una pausa momentánea y jugueteó con la pluma—. Pero no puedo correr ese riesgo con Esme.

¿Qué piensas hacer?

—¿Qué puedo hacer? Sólo vigilar y tener mucho cuidado hasta el día en que pueda saber mediante la magia quién me persigue.

¿Se lo has dicho a Justarius?

—No puedo recurrir a Justarius cada vez que veo a alguien en las sombras —dijo Guerrand—. Y tampoco quiero que piense que le causo más problemas que satisfacciones. Y dado que no creo que nadie esté en peligro en Villa Rosad, no veo que sea imprescindible decírselo.

Guerrand dejó la pluma sobre la mesa.

—Además, me fui de casa de Cormac para gobernar mi propia vida. No necesito a nadie para resolver este asunto.

Un agudo ruido atrajo su atención hacia el umbral de la puerta y vio a Justarius. La expresión tranquila del mago sugería que no había oído la conversación. El recién llegado echó un vistazo por la habitación.

—Hola, Guerrand. Zagarus —dijo, y lo saludó con una inclinación de cabeza—. He venido para decirte que vas a ir al festival.

Guerrand levantó las manos de sus notas en actitud implorante.

—Precisamente ahora, Justarius, que estaba empezando a progresar; realmente, preferiría quedarme…

—No —lo interrumpió el mago—, vas a ir al festival. Nadie está autorizado a perdérselo, es otra tradición de Villa Rosad. Tranquilízate, tus notas seguirán en tu escritorio cuando regreses.

Al ver que no había otro remedio, Guerrand suspiró y cerró el libro de encantamientos, secó la pluma y, obedientemente, se puso en pie.

—Esme se ha adelantado —le explicó el veterano mago—, pero tú y yo aprovecharemos el tiempo de forma agradable, o por lo menos interesante. Ya lo verás.

Maestro y aprendiz atravesaron el vestíbulo de mármol y penetraron en los jardines que adornaban la entrada de Villa Rosad. El aspecto de la casa desde el sinuoso camino de montaña que la comunicaba con la ciudad era engañoso. Protegida por la árida ladera de la colina, la villa parecía pequeña, no mayor que una primitiva casita de campo. El parecido terminaba ahí.

La fachada del edificio se sostenía con dos estatuas de mármol rosa bellamente esculpido, de casi siete metros de alto. La estatua de la derecha era una curvilínea mujer vestida con el mismo tipo de larga y holgada toga que gustaba a Esme. La estatua de la izquierda era un hombre bien formado, cuyos protuberantes músculos eran perceptibles bajo una elegante túnica romana. Ambas estatuas tenían rasgos aquilinos y majestuosos y llevaban coronas con joyas incrustadas. Mientras Guerrand la contemplaba, la mujer movió sus perfectamente dibujados labios.

—¿Vais a ir al Festival de Caballeros, Justarius?

Justarius se dio la vuelta y saludó de forma ostensible en respuesta a la monótona y aguda voz de la estatua.

—Sí, Mitild, creo que iremos. Hace un día magnífico, ¿no es cierto?

Los ojos de mármol de Mitild se movieron en sus duras órbitas.

—Sí, el jardín está espléndido. Yo prefiero las flores de otoño, crisantemos y siemprevivas.

—Me gustaría que pudiéramos ir al festival —dijo la escultura masculina ansiosamente; su tono era más profundo pero igualmente mecánico—. Parece fascinante desde aquí arriba.

—Bueno, Harlin —repuso Justarius con voz severa—, os he ofrecido la libertad tantas veces que ninguno de nosotros puede recordar cuántas.

—Treinta y siete —precisó Harlin—. No podemos ser libres, Justarius; sabes que estarías perdido si nosotros no te vigiláramos la villa.

—Sí, tienes razón —asintió el mago amablemente.

—Además, ¿qué haríamos con nuestra libertad? —se preguntó Mitild con su voz aguda y fría—. ¿Pasear por la ciudad asustando a los niños?

—¿No podríais vivir con otros gigantes de piedra? —sugirió Guerrand con inocencia. De repente, sintió en su piel las miradas de dos pares de ojos de frío mármol.

—Harlin y yo no somos gigantes de piedra —protestó Mitild con voz helada—. El maestro de Justarius, Merick, trajo algunos hace más o menos un siglo. Son una pandilla de feos ignorantes.

—Lo siento —se apresuró a decir Guerrand, sonrojándose mucho—. Suponía que…

—¿Sólo porque somos altos como edificios y estamos hechos de mármol?

—Bueno… sí.

—Deja tranquilo al muchacho —la riñó Justarius—; era una suposición lógica. Después de todo no tiene vuestra amplia experiencia sobre gigantes de piedra —añadió, y las estatuas parecieron pacificarse.

Los ojos de Mitild se estrecharon para observar atentamente a Justarius.

—Oh, mira cómo vas. Por favor, sostén esto, Harlin —dijo ella echando un vistazo a la cornisa que tenía encima. Con gran sorpresa de Guerrand, el perfectamente esculpido hombre dio un arduo paso por el estrecho umbral de la puerta situada entre las dos estatuas. Se torció ligeramente mostrando una espalda totalmente plana, dado que sólo le habían esculpido la parte frontal. Harlin alargó el brazo izquierdo, finamente pulido, para sostener la parte de techo situado sobre la coronada cabeza de Mitild.

Con la poca gracia y el crujiente ruido que cabe esperar del mármol en movimiento, Mitild se alzó el dobladillo de la toga y lentamente bajó la escalinata en dirección a Justarius. La giganta, que alcanzaba una altura más de tres veces superior a la del imperturbable mago, alargó su enorme y pálida mano y tiró de la gola blanca que el mago siempre llevaba en torno al cuello.

—¿Quién te alisaría las ropas al salir de casa?

—Ciertamente nadie mejor que tú, Mitild. Para mí está más claro que el agua que no puedo manejar Villa Rosad sin vosotros, o sea que quitaos esa idea de la cabeza —dijo Justarius con firmeza. Se alegró al ver las ligeras sonrisas que sus palabras habían dibujado en los labios de las estatuas—. Y ahora, que paséis un buen día.

Dicho esto, el mago cogió a Guerrand por el codo y lo empujó hacia el jardín. Todavía resonaban los gritos de despedida de las estatuas en la sinuosa carretera que conducía a través de hondonadas al valle donde se alzaba Palanthas.

Cuando ya no podían oír los gritos, Guerrand se atrevió a preguntar:

—Si no son gigantes de piedra, ¿qué son?

—No tengo ni la más remota idea —confesó Justarius encogiéndose de hombros—. Jamás lo he sabido. Mitild y Harlin ya estaban en Villa Rosad. Hacen una magnífica labor de protección al ahuyentar a los intrusos. A cambio, de vez en cuando, tengo que pasar unos minutos haciéndoles ver que son indispensables. Es un precio razonablemente pequeño.

—Realmente me dieron un buen susto la primera vez que vine —dijo Guerrand al recordar con claridad el día en que había seguido la sombra de la torre hasta dar con la villa de Justarius—. Estaba tan emocionado por haber encontrado este lugar que me precipité en su interior como si fuera el dueño, hasta que un par de manos de mármol tan grandes como mi torso me levantaron por los hombros y me obligaron a decir quién era.

Justarius soltó una carcajada.

—¡Y eso que tenían órdenes de darte un trato hospitalario!

A pesar de haber cambiado la túnica por otra de verano hecha de lino ligero, Guerrand sudaba copiosamente cuando llegaron al pie de la colina. La carretera de la villa de Justarius desembocaba en una de las radiales que conducían a la puerta suroeste de la ciudad. Maestro y aprendiz pasaron por debajo de los gemelos minaretes dorados que se encumbraban por encima de las puertas de la muralla de la Ciudad Vieja. La Torre de la Alta Hechicería, que se alzaba al este, atrajo su atención. Como de costumbre, Guerrand se estremeció.

—La torre es una parte importante de nuestra herencia en tanto que magos —dijo Justarius al advertir la reacción de Guerrand—. A pesar de su aspecto ruinoso, a pesar de las horribles historias que rodean sus restos, es un perpetuo recordatorio para todos nosotros de lo mal considerados que estamos entre los que no son magos. Tenemos que estar siempre ojo avizor para no abusar de nuestros poderes a la vista de los demás. Es vital, no sólo para la supervivencia de las tres órdenes, sino también para algo aún más importante: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el Bien y el Mal.

—Con franqueza, en mi pequeño rincón del mundo, nunca pensé que el mundo estuviera atrapado en una especie de eterna lucha —admitió Guerrand—. Si lo hubiera pensado, habría concluido que sería mejor un mundo enteramente dominado por el Bien.

Justarius mostró un gran asombro.

—En ese caso, ¿por qué juraste fidelidad a los Túnicas Rojas en lugar de a los Túnicas Blancas?

—Escuché con atención las descripciones de las tres órdenes en la torre —dijo Guerrand, e hizo una pausa. Miró a Justarius con expresión preocupada—. ¿Puedo ser franco sin que se me castigue?

—No espero otra cosa de mis aprendices —dijo el maestro de Guerrand frunciendo el entrecejo.

—Puesto que lo has preguntado, te diré que pensé que la filosofía de los Túnicas Blancas expuesta por Par-Salian era demasiado simplista e idealista para ser llevada a la práctica. No basta con decir a todo el mundo que sea bueno para que eso ocurra realmente.

Guerrand aspiró profundamente.

—Por lo que respecta a la exposición de Ladonna relativa a los Túnicas Negras…, suena como una racionalización para poder hacer lo que les venga en gana sin que importen las consecuencias. Eso sencillamente es inmoral.

—¿O sea que elegiste los Túnicas Rojas por omisión? —insinuó Justarius enarcando una ceja.

—¡No! —gritó Guerrand—. Me… me gustó lo que dijiste sobre la importancia de mantener un equilibrio entre el Bien y el Mal. Confieso que no lo entendí del todo —admitió un poco avergonzado—, pero por lo menos no estaba en desacuerdo con ello. Además, siento admiración por ti.

Justarius pasó por alto la confesión y frunció el entrecejo.

—Veo que hemos descuidado una parte crítica de tu formación. —Se detuvo y señaló la torcida y negra Torre de la Alta Hechicería—. Mírala y verás el más claro ejemplo de lo que ocurre cuando el equilibrio se rompe y una de las fuerzas gana la partida.

Guerrand sacudió la cabeza.

—Realmente no lo entiendo. Según dicen todos, el Príncipe de los Sacerdotes era malvado. ¿Habría sido distinto el resultado si hubiera sido bueno?

—Los historiadores lo han etiquetado de malvado desde el Cataclismo —explicó Justarius acariciándose la barba puntiaguda—, pero en su época, con la excepción de los astutos elfos, todo el mundo lo consideraba el paradigma de la bondad.

Caminaban despacio, a cierta distancia todavía del círculo interior de la ciudad en el que se celebraban los festejos. Grupos de personas, con amplias sonrisas de impaciencia, los adelantaban por la carretera.

—¿Estás seguro de que quieres recibir ahora esta lección?

—Si tienes memoria, admitirás que no era yo el más interesado en asistir al festival —dijo Guerrand en tono burlón.

—Entonces, para mi bienestar, sentémonos mientras te cuento la versión abreviada de lo que ocurrió.

Justarius señaló con un gesto un par de doradas balas de heno dispuestas a lo largo del camino a modo de asientos para contemplar los numerosas desfiles del festival.

—Utilizamos el título de Príncipe de los Sacerdotes —empezó a decir tras haberse acomodado—, como si sólo hubiera habido uno. Pero centenares de hombres ostentaron ese cargo y lo denigraron, antes de que el ego del último que lo ocupó trajera el Cataclismo.

»Aproximadamente quinientos años antes de ese gran Cataclismo, la ciudad de Istar era el centro del comercio y del arte. Con el transcurrir del tiempo, los ciudadanos empezaron a creerse demasiado su propia propaganda. También pretendían ser el centro moral y, por consiguiente, emprendieron la construcción de un templo en el que instalaron a un Príncipe de los Sacerdotes para que proclamara la gloria de la ejemplar Istar. El siguiente paso lógico de ese camino de arrogancias fue reprimir las opiniones, la independencia y el talento de los que no estaban de acuerdo. Entonces, los elfos, con su temperamento artístico y su infinita sensatez, se apartaron del mundo de los arrogantes humanos.

»La situación empeoró enseguida —prosiguió Justarius—, en particular al no contar con la moderación de los elfos. Un Príncipe de los Sacerdotes declaró que el crecimiento del Mal en el mundo era una afrenta tanto a los dioses como a los mortales. Se creó una lista de malas acciones y el castigo a los que la violaban se aplicaba de forma casi inmediata. Encabezando esa lista de malas acciones figuraba la práctica de la magia; pero creo que a partir de este punto ya conoces el resto de la historia.

De repente, el venerable mago se inclinó y se frotó la pierna maltrecha.

—La cuestión, Guerrand, estriba en que esa gente creía estar en posesión de la verdad. Estaban firmemente persuadidos de que un mundo en el que prevaleciera su interpretación del Bien sería el mejor de los posibles. Entre las mayores incorrecciones de esta teoría figura la que supone considerar que todo el mundo debe ponerse de acuerdo sobre lo que es bueno para la humanidad. Pero ¿cómo va a ponerse de acuerdo todo el mundo si dos hombres raramente lo hacen para decidir lo que es bueno para cenar?

Justarius dirigió la vista hacia la ennegrecida torre.

—Esa es la razón —concluyó— por la cual siempre habrá, mejor dicho, siempre tendrá que haber conflicto entre el Bien y el Mal. Para mantener un equilibrio neutral.

Justarius se puso en pie con firmeza y movió la nariz para percibir mejor el olor de carne asada que perfumaba el aire. Miró hacia el cercano puesto de un vendedor de comida y abrió y cerró la boca ruidosa y repetidamente para manifestar que tenía mucho apetito.

—Ya basta de conversaciones solemnes en un día tan festivo —anunció—. Hablar de cenas me ha abierto el apetito.

A continuación se abrió paso entre la multitud sin preocuparse por su pierna lastimada.

Tras él, Guerrand apartaba o esquivaba a la gente, en medio de un río humano, y trataba de no distanciarse de su maestro. Tal como Justarius había prometido, valía la pena haber ido. Y aún no habían llegado al corazón del festival. Guerrand se dijo que, si el resto del día era sólo la mitad de interesante, bastaría para que resultara una jornada digna de recordarse.