Guerrand estaba arrodillado en el comedor de verano de Villa Rosad, la palaciega morada de Justarius. Aunque la mañana era calurosa, las baldosas del mosaico se notaban frías incluso a través de la basta tela de la túnica. De la frente le resbalaban gotas de sudor y caían en los cuadrados de colores del suelo.
—Treinta y tres, treinta y cuatro… —murmuraba en voz alta para concentrarse mejor.
Tres días. Llevaba tres días contando el número de baldosas de distintas formas y colores en aquella parte octogonal del mosaico en forma de estrella. Guerrand suponía que tenía que considerar que era una bendición el hecho de que Justarius no le hubiera pedido que contara todos los azulejos de la habitación, que tenía suelo, paredes y techo cubiertos por frescas teselas. Era la sala más agradable de la villa en aquel día caluroso del mes de Sirrimont, a finales de verano.
No obstante, la habitación parecía cualquier cosa menos agradable. Las rodillas de Guerrand palpitaban; le dolía la parte baja de la espalda; los músculos del cuello le ardían. Apenas podía ver, para seguir contando, a través del sudor que le mojaba los ojos y que le bajaba por las mejillas. Suspirando, se apartó de la frente los húmedos cabellos y los echó hacia atrás tratando de recordar dónde se había quedado.
—Treinta y tres, treinta y cuatro…
Oyó el irregular frufrú de una túnica sobre el suelo embaldosado y sin mirar supo quién se acercaba. Cuando el sonido cesó, sintió el peso de un grueso dobladillo sobre el brazo izquierdo. Mantuvo el cuello rígido y miró de soslayo: vislumbró una fría jarra de metal que rezumaba humedad.
—Toma, Guerrand —dijo la recia voz de Justarius, que resonó en las duras superficies de la sala—. Creo que la necesitas más que yo.
Guerrand se puso en cuclillas y se secó la frente con la manga de la túnica. Cogió la jarra y dio un largo trago de agua endulzada con verbena y limón.
—Gracias maestro.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que me llames simplemente Justarius? O señor, si te sientes muy incómodo con mi nombre —dijo, y dio una palmada en la espalda del aprendiz—. Maestro me hace sentir como un viejo cascarrabias. Tú no me ves así, ¿verdad?
Guerrand no podía ver la sonrisa en el rostro de Justarius.
—¡Oh, no, señor! —exclamó el aprendiz, confuso.
—Eres muy serio, Guerrand —dijo Justarius.
Arrastró su lesionada pierna izquierda por detrás del joven para procurarse una silla. Con un suspiro, se acomodó en el asiento de madera y respaldo vertical y se aflojó la almidonada gorguera blanca que llevaba en torno al cuello de la túnica roja.
—Debes aprender a disfrutar de la vida siempre que puedas. Los dioses saben que no abundan en este mundo ocasiones de hacerlo.
Guerrand sorbió otro trago del tónico de hierbas y limón.
—Señor, si soy excesivamente serio —dijo—, se debe tan sólo a que ansío consagrarme al estudio para aprender todo lo que pueda tan pronto como sea posible. Creo que he perdido un tiempo precioso y tengo que esforzarme para recuperarlo.
—Aplaudo tu determinación, pero ¿por qué tienes tanta prisa? Al prometer lealtad a los Túnicas Rojas te comprometiste de por vida al estudio de la magia.
Guerrand se sintió incómodo.
—Únicamente se debe a que, cuando fui a Wayreth a buscar maestro, tuve que abandonar a alguien que me necesita, y…
La expresión abierta y amistosa del rostro de Justarius se endureció al instante y nerviosamente se frotó la pierna izquierda con la mano.
—Todos tuvimos que abandonar cosas por la magia, Guerrand.
El joven asintió con la cabeza ante el severo tono de Justarius.
—Sí, estoy seguro de que así es.
Se había preguntado a qué se debería la cojera de Justarius. Esme le había contado que el eminente mago se había hecho daño durante la Prueba, cuando enemigos espectrales le desgarraron mágicamente la pierna izquierda. Según le contó ella, Justarius había estado muy orgulloso de sus facultades físicas y fue obligado a escoger entre ellas y la magia. Guerrand tenía que admitir que el miedo a fallar, y no sólo la preocupación por Kirah, le hacía concentrarse en sus estudios.
—Tal vez estoy un poco preocupado por, por, bueno… —tartamudeó, preguntándose cuánto debía revelar—. Lo cierto es que fracasé en un aprendizaje anterior.
Justarius se sobresaltó al momento.
—¿Con qué mago hiciste el anterior aprendizaje? En Wayreth nos dijiste que no habías tenido ningún maestro.
Guerrand sacudió su oscura y peluda cabeza vigorosamente.
—Con ningún mago. Era un caballero. Me estuve adiestrando para ser caballero durante casi diez años.
Notó cómo las mejillas se le teñían de carmesí a causa de la vergüenza que sentía.
Guerrand se sorprendió al ver que Justarius echaba la cabeza atrás y reía.
—¿Deseabas llegar a ser un caballero?
—Ni por asomo.
—En tal caso yo diría que tu aprendizaje fue un admirable éxito, puesto que fuiste capaz de desconcertar a tu maestro durante casi diez años y seguir siendo su alumno.
—Mi hermano le pagaba para que lo fuera.
—¿Tengo que suponer que tu hermano me pagará de forma similar? —preguntó Justarius, arqueando una ceja.
Esta vez fue Guerrand quien se echó a reír. Advirtiendo que podía parecer poco respetuoso, se contuvo, aunque con gran dificultad.
—No, señor. Si mi hermano se enterara de que estoy aprendiendo magia, haría, bueno… no sé lo que haría, pero seguro que sería algo desagradable para mí —dijo Guerrand, mientras evocaba la imagen de la fogata en las estribaciones montañosas al norte de Palanthas junto a la cual él y Lyim recibieron el ataque de la criatura invisible—. Se inclinaría más bien a pagar a alguien para que me matase que a cualquier otra cosa.
—¿Tan malvado es? —preguntó Justarius, mirándolo con simpatía y sacudiendo la cabeza—. ¿Quién habría pensado que semejantes prejuicios contra la magia existirían tanto tiempo después de la persecución emprendida por el Príncipe de los Sacerdotes? Bueno —dijo suspirando—, supongo que siempre habrá ignorancia. La magia es tan importante para mantener el equilibrio entre el Bien y el Mal como cualquier otra cosa.
Justarius observó la figura de una estrella en la baldosa situada ante Guerrand.
—¿Cómo van las cuentas?
El aprendiz se mordió el labio y reunió todo su coraje.
—Señor —empezó diciendo—, soy consciente de que un aprendiz no debe cuestionar las instrucciones del maestro, pero he contado estas baldosas durante tres días y siempre he llegado al mismo número de piezas azules, rojas y amarillas. No estoy seguro de la respuesta a la que se supone que tengo que llegar.
—Y no ves qué relación tiene todo esto con el aprendizaje de nuevos sortilegios, ¿no es cierto?
El rostro de Guerrand se iluminó. ¡Justarius comprendía a la perfección su estado de ánimo!
—Te voy a explicar lo que me dijo mi maestro cuando hice el ejercicio de las baldosas y le plantee esta misma pregunta.
—¿Tu maestro te puso el mismo ejercicio durante tu aprendizaje?
—Claro que sí. Del mismo modo que Merick había sido sometido a él por su maestro, y así sucesivamente. En un adecuado aprendizaje se heredan tradiciones muy antiguas, como en cualquier familia. Esta tradición en concreto, se practica siempre en esta sala.
Al observar la confusión de Guerrand, Justarius le brindó una breve explicación:
—Heredé Villa Rosad cuando mi maestro murió prematuramente hace algunos años, pero esto es otra historia —dijo; parecía frustrado por haberse desviado del tema—. ¿Te gustaría que te lo contara o no?
Guerrand, impaciente, asintió con la cabeza y se inclinó hacia adelante.
—Conocerás la respuesta a lo último cuando comprendas lo primero.
Guerrand no pudo evitar una expresión de desconcierto.
—¿Cuántas baldosas verdes hay?
La pregunta sobresaltó a Guerrand.
—Ciento treinta y tres.
—¿Y rojas?
—Doscientas diez.
—¿Y amarillas?
—Treinta y cinco, si se cuentan las descoloridas o las que se han vuelto beige.
Justarius asintió con la cabeza, lo cual inundó de júbilo el pecho de Guerrand.
—Ahora, cierra los ojos.
Guerrand cerró con fuerza los ojos, sin pensárselo.
—Ahora dime, ¿cuántas de las doscientas diez piezas rojas tienen forma de triángulo? ¡Mantén los ojos cerrados! —bramó Justarius al ver que los párpados de Guerrand aleteaban confusos.
Sin saber qué hacer, Guerrand apretó los párpados, se inclinó de nuevo hacia adelante y pasó las yemas de los dedos sobre el mosaico. ¿Cómo podría distinguir los distintos colores con los ojos cerrados? Se esforzó por recordar. Las baldosas rojas formaban el centro de la estrella, antes de que empezaran las puntas. Utilizó las yemas de los dedos para localizar los bordes e intentó determinar el perfil de la estrella. Incluso se las apañó para localizar algunas piezas triangulares, pero no tardó en abandonar, pues era incapaz de recordar cuáles había contado. Los dedos de Guerrand se doblaron en un puño que expresaba su frustración.
—¿Ya has advertido la relevancia de este ejercicio para los encantamientos?
Guerrand se arriesgó a abrir los ojos para mirar a Justarius. Los del maestro eran oscuros, pacientes, en absoluto acusadores.
—Supongo que me estás enseñando a memorizar.
Justarius agitó un dedo y sacudió la cabeza.
—Pues no; pero no vas mal. Trato de que aprendas a visualizar.
La expresión de Guerrand manifestaba a Justarius que el aprendiz no veía diferencias significativas entre las dos cosas.
—Guerrand —murmuró—, la diferencia es tan grande como el ancho mar. Tu capacidad para comprenderla determinará si progresarás más allá de los encantamientos sencillos que puede realizar cualquiera que sepa leer, como los que sabías hacer cuando llegaste.
Justarius puso rápidamente la punta de su bastón en el centro de la estrella.
—La mayoría de los maestros te dirán que la memorización lo es todo; por ejemplo, Belize. Se equivocan todos. O por lo menos sólo tienen razón en parte. Es cierto que cualquiera que sea capaz de memorizar la correcta combinación de palabras, gestos y materiales puede efectuar un hechizo. Tu hermano, que desprecia la magia, podría hacerlo, si quisiera.
El eminente mago utilizó ambas manos para desplazar su pierna lastimada.
—Pero si quieres sobresalir por encima de los que practican la magia de forma maquinal, no puedes limitarte a una comprensión superficial de su funcionamiento. Déjame ponerte un ejemplo: puedes repetir las palabras de una balada sin prestar atención o bien puedes realmente captar su significado. Esa comprensión es lo que debe apasionarte, y no sólo el poder que la magia puede proporcionar. Únicamente entonces podrás acudir a la fuente de energía extradimensional de donde deriva la verdadera magia.
A Guerrand la cabeza empezaba a darle vueltas, pero estaba encantado. Justarius lo miró a los ojos y consideró que todavía podía continuar.
—La apropiada realización de un acto mágico, incluso un encantamiento, es tan gravoso para la mente como remar solo en un barco grande lo sería para el cuerpo. Matemáticas ilógicas, química alquimista, estructuras lingüísticas… El mago debe utilizar esas disciplinas para conformar unas pautas mentales específicas y retorcidas, tan complejas y ajenas al pensamiento normal que desafían los procesos convencionales de memorización. Para mayor complicación, debe tener en cuenta sutiles cambios como los introducidos por las estaciones, las horas del día, los movimientos planetarios, las posiciones de las lunas; todo este tipo de circunstancias. La pura memorización mecánica no puede ponderar estos cambios, pero una apasionada comprensión del funcionamiento de la magia conseguida mediante la visualización es capaz de lograrlo. La recompensa después de años de estudio, y la ventaja de esta disciplina, es la capacidad de combinar elementos dispares para crear nuevos sortilegios.
—No tenía ni idea de que fuera tan complicado —dijo Guerrand en un susurro.
Mientras se ponía en pie trabajosamente, Justarius se rascó la cabeza.
—A mi edad avanzada debería estar durmiendo —dijo, y dio un vacilante paso hacia atrás—. Veo que te he dado demasiadas cosas en que pensar.
—Pensaré sobre esto sin olvidar detalle —le prometió Guerrand—. Apasionarse por la magia, no por el poder —repitió con solemnidad.
—Esta es la clave —asintió Justarius—. De nuevo he hecho que te pusieras muy serio. Reflexiona durante un rato, si quieres, y luego vete a remar en una barca grande o haz cualquier otra cosa para equilibrar cuerpo y mente.
Dicho esto, Justarius se alejó cojeando hacia la entrada abovedada del comedor de verano. De repente, chasqueó los dedos, se detuvo y se dio la vuelta.
—Una última cosa, Guerrand —dijo el mago—. Por favor, dile a tu amigo el pájaro que no considere la villa como el fondo de una jaula. Denbigh se ha quejado.
Los ojos de Guerrand se abrieron desmesuradamente. ¿Cómo había conseguido Justarius enterarse de la presencia de Zagarus? En torno a la villa volaban sin cesar muchas gaviotas, y él había puesto sumo cuidado en no delatar a Zagarus de ningún modo. De hecho, Zagarus pasaba la mayor parte del tiempo en el espejo, excepto cuando Guerrand lo dejaba deambular por su habitación. Entonces, Zagarus salía por la ventana para alimentarse.
—¿Cómo lo descubriste?
Con expresión divertida, Justarius había estado observando al joven mientras este reflexionaba.
—Si un mago desea vivir una larga vida no debe pasarle desapercibido prácticamente nada de lo que ocurra en su casa —dijo mientras jugueteaba ociosamente con el sencillo aro de oro que llevaba en el dedo índice de la mano derecha—. Sería prudente que no lo olvidaras.
Al advertir una expresión avergonzada en el rostro de Guerrand, el mago añadió:
—Levanta el ánimo, muchacho; no es una crítica. Hiciste bien al no contarme lo del pájaro. Un mago debe proteger la identidad de su amigo, pues los amigos una vez descubiertos son más vulnerables. Francamente, me impresionó que el primer encantamiento que fuiste capaz de dominar fuera el que conjura a un amigo. Esto reafirma mi opinión inicial sobre ti.
Justarius se dirigió de nuevo hacia la entrada abovedada, arrastrando tras él la pierna izquierda.
—Antes de sentirte demasiado satisfecho de ti mismo, recuerda las deposiciones, o Denbigh nos cortará la cabeza a ambos.
Guerrand se rio y consiguió al fin mirar las cosas con sentido del humor. Pero entonces se acordó de lo que le había prometido a Justarius. Clavó la vista con más atención que nunca en la estrella del mosaico, advirtiendo y reteniendo detalles que no había visto antes. Estaba a punto de cerrar los ojos para ver si podía visualizar la coloreada imagen en su cabeza, cuando oyó otra serie de pasos, ligeros y uniformes, detrás de él, en el umbral de la puerta.
—Tendrás que disculpar a tu maestro, siempre se olvida de la comida —oyó Guerrand que Esme le decía—. Justarius vive exclusivamente de agua de limón y cree que los demás también pueden hacerlo. Te traigo un poco de queso, cerdo curado y un albaricoque recién cogido del huerto.
La joven se le acercó.
—Ah, el ejercicio de las baldosas —dijo la chica con simpatía al advertir la posición y los ojos cerrados del joven.
Guerrand, despacio, abrió un ojo, luego el otro y la miró.
—¿Cuánto tiempo te costó?
La piel suave e inmaculada de las mejillas de la chica se sonrojó.
—Un día, pero me costó cinco días encontrar la villa —añadió enseguida.
Guerrand sonrió agradecido ante el refuerzo de su ego. Se las había apañado para localizar la casa de Justarius, no identificable externamente, en un día y medio. Le había costado un buen rato darse cuenta de que el «ojo» y el «agujero de la cerradura» del acertijo formaban una línea recta; cuando el «ojo» del sol se situara en el «agujero de la cerradura» de la torre —la parte superior de la Torre de la Alta Hechicería—, el ojo estaría mirando el lugar donde se extendería la sombra de la torre. El truco consistía en seguir la sombra de la torre mientras se desplazaba por la ciudad hasta que llegara el momento correcto: a media mañana, la «media vida de la mañana».
—¿Me puedes contar tus secretos para comprender el enigma de la memorización versus la visualización?
Esme sonrió apenada.
—Ninguno de ellos te ayudaría realmente. Lo comparo con el juego de salón en el que te muestran un cuadro y te preguntan si ves una lámpara de aceite o dos damas de perfil. Un día las nubes se abren y tú sencillamente dejas de ver la lámpara y empiezas a ver a las dos damas —explicó encogiéndose de hombros—. O cualquier otra cosa.
Suspirando, Guerrand mordió con desgana el queso.
—Me temo que siempre veré la lámpara.
—Justarius no te habría elegido si no fueras capaz de ver ambas cosas.
Guerrand observó unos instantes el hermoso y sincero rostro de la chica, y se dio cuenta de que decía la verdad.
—Háblame de ti, Esme —le pidió.
—¿No deberías estar contando baldosas?
—¡Si sigo contando una tesela más, mi cabeza estallará! —exclamó Guerrand; se puso en pie y levantó la bandeja de comida que la chica le había llevado—. Necesito descansar un rato —anunció—. ¿Quieres acompañarme mientras como en el peristilo, en el atrio, junto al fuego de la cocina o donde sea? ¡Necesito alejarme de estas baldosas!
Riendo, Esme cogió a Guerrand del brazo mientras traspasaban el umbral de la puerta. Villa Rosad tenía forma de rectángulo y todas las habitaciones daban a un espacioso jardín al aire libre que los palanthinos llamaban peristilo. Al instante, la sensación de frescor del interior dio paso al calor veraniego del patio. Una columnata de impoluto mármol blanco rodeaba por completo el tradicional jardín situado en el centro de la villa. A través de los pilares, y entre macetas con alhelíes de vivos tonos naranjas y amarillos, o con aromáticas enredaderas de loto, llegaba el relajante sonido del agua que aportaba aún más tranquilidad al placentero lugar. El aire olía ligeramente a verdor húmedo y fresco. El musgo rellenaba los intersticios entre las pulidas losas del suelo.
Guerrand se dirigió a su mesa favorita, una fresca y circular pieza de mármol veteado de verde, sostenida por tres estatuas de leones esculpidas en mármol blanco. Guerrand puso sus largas piernas bajo la mesa y se golpeó la rodilla con la melenuda cabeza de una de las figuras leoninas.
—Ten cuidado —avisó a Esme con una maliciosa sonrisa cuando ella se sentó frente a él—. Los leones muerden —añadió, y para corroborarlo se frotó la rodilla.
—Me alegra verte sonreír —dijo con ternura la adorable mujer—; creo que es una de las primeras sonrisas que te he visto durante los meses transcurridos desde tu llegada.
—Supongo que estoy desentrenado —dijo Guerrand, distante, y miró con fijeza el chorro de agua expelido por la boca de un pálido querubín que adornaba una fuente ubicada en un estanque con peces—. No reíamos mucho en el castillo donde crecí, por lo menos en los últimos diez años.
—¿Un castillo? No parece un mal lugar para crecer.
Por el tono de la chica el joven advirtió cómo había sonado su alusión al castillo, y se sintió avergonzado.
—Nunca estuvo en mi ánimo… Lo que quiero decir es que vivía en un lugar cómodo pero no muy feliz. Había poca felicidad, y ahora, después de que yo desbaratara los planes de Cormac, aún debe de haber menos.
—¿No eras feliz? ¿Nadie lo era?
—Yo, no, desde luego.
—¿Y aquí te sientes mejor?
La mirada de Guerrand se clavó en los dorados ojos de Esme.
—Con toda sinceridad puedo afirmar que nunca he sido más feliz en mi vida. Me gusta la diminuta celda que me sirve de habitación. Me encanta explorar gruesos y polvorientos tomos en la biblioteca y discutir con los extraños ascetas que encuentro allí —explicó; hizo una pausa para reflexionar—. Pero soy aún más feliz cuando me inclino una y otra vez sobre las teselas que ya he contado durante días y empiezo a comprender por qué lo estoy haciendo.
La chica sonrió para mostrar su acuerdo.
—Es una sensación maravillosa conseguir algo que todo el mundo te ha dicho que no lograrías jamás.
Guerrand se recostó en el asiento, sorprendido.
—¿Justarius te dijo eso?
Esme pareció igualmente asombrada.
—¿Por qué necesitaría que Justarius dictara mi propia vida?
—No comprendo…
Esme frunció el entrecejo y empezó a morderse una uña.
—¿Qué hay que comprender? Como la mayor parte de los hombres, lo que mi padre ambicionaba para mí empezaba con el matrimonio y terminaba con niños. Llegar a ser un mago era un objetivo digno, pero sólo para sus hijos varones.
—¿Y lo consiguieron?
—¿Llegar a ser magos? No… —dijo Esme, y pareció que se disponía a explicarlo, pero entonces cambió de idea y sacudió la cabeza— no lo lograron.
Guerrand comió un trozo de queso.
—Por lo menos tu padre no pensaba que la magia tenía que ser barrida de la faz de la tierra.
Esme pegó un bufido poco apropiado para una señorita.
—Mi vida habría sido más fácil si mi padre hubiera pensado eso —dijo, mirándolo—. Por lo que dices presumo que tu padre desaprueba la magia.
—No, es mi hermano mayor el que piensa que los magos son la expresión más baja de la vida —le explicó el joven; hincó los dientes en un albaricoque blando y engulló un bocado antes de continuar—. En cuanto a mi padre, sospecho por el contenido de su biblioteca que sentía por la magia algo más que un interés pasajero; pero eso ya no tiene importancia: murió hace diez años.
Las finas cejas de Esme se arquearon.
—Y desde entonces la gente dejó de reír en tu castillo.
Guerrand sonrió con humor sombrío.
—Kirah y yo pasábamos buena parte del tiempo riendo a espaldas de Cormac y de su repugnante esposa. ¿Eso se puede considerar risa?
—¿Kirah? —preguntó Esme, y su rostro reflejó una rara expresión—. Depende de quién sea. Si es un animalito de compañía, entonces no. Pero si se trata de una amiguita o tal vez de una esposa…
Guerrand echó su oscura cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.
—¿Una esposa? —dijo, burlón—. Es difícil imaginar a Kirah en el papel de esposa; una expresión que estaría encantada de oír. Animalito de compañía sería una forma más aproximada de describirla.
La mirada de Esme reflejaba asombro.
—Es mi hermana pequeña —explicó Guerrand al fin con una satisfecha carcajada, y se agachó para esquivar el cuadrado de queso que la chica le arrojó por burlarse de ella—. Estoy seguro de que te gustaría; de alguna extraña manera me la recuerdas. Ambas sois rubias. Ella es voluntariosa, independiente, impulsiva y le fastidia que alguien la subestime por el hecho de ser una chica. La mayor parte del tiempo es un personajillo descuidado que parece más un granuja que una distinguida señorita o que un ser humano.
—¿Insinúas que no tengo aspecto de señorita?
Esme le estaba haciendo morder el anzuelo y él se daba cuenta. La mirada que el joven le lanzó fue tan tremendamente seria que ella no pudo apartar la vista. Guerrand dijo lo primero que le pasó por la cabeza:
—Creo que eres la señorita más bella que he visto en mi vida.
Inmediatamente deseó haberse podido tragar estas palabras.
Cuando por fin Esme fue capaz de desviar la mirada, tenía las mejillas sonrojadas. Trató de que se le ocurriera algo ingenioso, algo amable para responderle, pero no pudo serenar sus pensamientos.
—Creo que tu hermana me caería muy bien, Rand —se las apañó para contestarle al fin.
Precisamente en aquel momento, el desconcertante criado de Justarius se acercó desde las cocinas. Incluso después de varios meses, Guerrand apenas podía evitar un escalofrío cuando veía a aquel horrendo oso-lechuza. El apelativo era bastante adecuado para aquel ser de casi dos metros y medio de alto que parecía un híbrido de una lechuza gigante y un oso. Denbigh tenía una gruesa capa de plumas de color ocre y piel. Los ojos, que asomaban sobre un pico aguileño de marfil, estaban ribeteados de rojo y provistos de gruesos párpados. En torno al cuello llevaba un collar de cráneos reducidos separados por colmillos enhebrados.
Denbigh alargó una afilada garra hacia Esme. Con serenidad, la chica cogió la jarra que el sirviente le ofrecía.
—Gracias, Denbigh. ¿Cómo sabías que necesitaba una bebida?
—Denbigh no —ladró el oso-lechuza en un tono que resonó como un clavo sobre el hielo—; órdenes.
—Bueno, gracias de todos modos —dijo Esme con placidez. Se inclinó en la silla y bebió.
Al ver cómo la garra le iba a servir más bebida, Guerrand rápidamente puso la mano sobre su jarra.
—No te molestes, Denbigh. Tengo bastante.
—Denbigh no se molesta —le espetó el oso-lechuza, que se marchó arrastrando los pies. Parecía horriblemente fuera de lugar en el exquisitamente cuidado jardín. Guerrand se estremeció de nuevo al verlo regresar a la cocina.
—Todavía no te sientes cómodo con Denbigh, ¿verdad?
—No, debo confesar que no. Los criados a los que estoy acostumbrado no tienen piel de oso ni responden con tanta sequedad.
Esme se encogió de hombros.
—Si tenemos en cuenta que los osos—lechuza no son conocidos por sus maneras corteses, creo que Denbigh se comporta bastante bien.
—En cualquier caso, ¿qué clase de nombre es este para un oso-lechuza?
—Es el nombre dado a todos los sirvientes que han trabajado aquí. De todos modos, sospecho que el nombre oso-lechuza de Denbigh sería completamente impronunciable para nosotros.
Guerrand frunció el entrecejo.
—¿Por qué Justarius no contrata algo…, bueno, con un aspecto un poco más humano?
—Por tres razones, me parece. Lo creas o no, Denbigh se ocupa de la villa con gran eficiencia. Si tuviera un aspecto más agradable, los otros magos se lo querrían llevar con ellos. Creo que podrás imaginarte la tercera razón cuando hayas realizado el ejercicio de las baldosas. Justarius no juzga el mérito de algo por el envoltorio; visualiza el interior del oso-lechuza.
—Francamente, no soy capaz de ver que el interior de un oso-lechuza sea mejor que su aspecto externo —dijo Guerrand con una mueca juguetona—, pero sé lo que quieres decir.
—Hablando de juzgar el interior de una persona —dijo Esme haciendo girar torpemente la jarra en sus manos—, ¿conoces bien a Lyim Rhistadt?
—¿A Lyim? —repitió Guerrand estúpidamente, intrigado por el repentino cambio de tema—. Bien no. Lo suficiente. ¿Por qué?
—Simplemente me lo estaba preguntando —dijo—. Al parecer pasáis juntos gran parte de vuestro tiempo libre y, sin embargo, parecéis muy distintos.
—Te aseguro que somos antitéticos —dijo inclinándose hacia atrás para deliberar—. Al principio nuestra amistad se basaba en la conveniencia; éramos dos aprendices que nos dirigíamos a Palanthas. Pero he llegado a admirar a Lyim. Tiene talento natural en alto grado. Parece atraer las emociones como una llama a las mariposas nocturnas.
Esme asintió con la cabeza.
—Admito que me intriga. A Lyim lo envuelve un halo de peligro temerario.
¿Detectaba Guerrand algo más que un interés circunstancial en la voz de la chica? El joven sintió una opresión en el pecho. ¿Qué importancia tendría que Esme se interesara por Lyim?, se reprendió a sí mismo. He venido a Palanthas por una sola razón: aprender magia. No puedo permitirme nada que me distraiga.
De repente, tanto Esme como Guerrand levantaron la cabeza al oír cómo las largas garras de Denbigh se les acercaban arañando las losas del suelo, y tras los arrastrados pasos del oso-lechuza de horrible aspecto avanzaba el mismísimo aprendiz de mago del que acababan de hablar.
Guerrand se puso de mal humor. Lyim iba impecablemente vestido con una ropa que Guerrand no le había visto antes. Le recordó un arrogante pavo real, comparación que estaba seguro que a Lyim le gustaría.
Lyim había cambiado su túnica por una capa de terciopelo carmesí que le cubría los hombros y le caía hasta el suelo como una cascada de sangre. Debajo de la capa llevaba una camisa sin mangas, negra y carmesí, con abundantes bordados de recio hilo de plata y oro. La camisa se recogía en la cintura de unos pantalones negros de piel brillante, remetidos en unas botas de becerro adornadas con dos grandes dragones entrelazados de piel de acharolado carmesí.
—Discreto, pero me gusta —dijo Guerrand con una sonrisa afectada.
Lyim parecía más un dandi que un mago al margen de la moda.
—Buenos días, compañeros de aprendizaje —exclamó Lyim, que se inclinó y saludó quitándose el sombrero emplumado, con el que cubría la ondulada y larga cabellera que llevaba recogida en una gruesa cola de caballo. Se pavoneó y dio una vuelta para que lo admiraran—. Es una forma de compensar las horribles y bastas túnicas que tengo que llevar en casa de Belize cuando estudio —explicó. Parpadeando, advirtió al fin el atuendo sencillo que Esme y Guerrand tenían que llevar en Villa Rosad—. Te queda perfectamente bien, Guerrand —añadió sin sonrojarse—; en cuanto a Esme, estaría igualmente encantadora enfundada en un barril.
—Gracias…, supongo que es un cumplido —dijo Esme, frunciendo el entrecejo.
—Estas ropas deben de haberte costado una fortuna —murmuró Guerrand, mientras apreciaba los detalles y la calidad de la confección. En su voz no había la menor señal de envidia; a Guerrand no le interesaba competir ni con Lyim ni con nadie en la categoría de haute couture.
—Palabras propias de un noble experto —dijo Lyim, todavía presumiendo. Al fin cogió una silla y se sentó con sumo cuidado para que no se le arrugase la ropa. Se inclinó hacia adelante apoyándose en el codo bruscamente—. En realidad, no me cuesta ni una moneda de acero —susurró en tono conspirativo—. Es asombroso lo que los encargados de las tiendas están dispuestos a darte cuando mencionas que eres aprendiz del Maestro de los Túnicas Rojas. Deberíais probarlo —dijo, haciendo gestos con la cabeza a los otros dos—. Justarius no es tan importante, claro, pero apuesto a que algo obtendríais.
Guerrand sacudió la cabeza. Las tácticas de Lyim tal vez le divertían, pero le recordaban dolorosamente la forma de hacer negocios de Rietta. Debería estar indignado por las extorsiones de Lyim, pero no lo estaba. Era difícil de explicar, pero había una diferencia entre el propósito de Lyim y el de Rietta.
Si el flamante aprendiz no fue consciente del insulto que aquello había representado para su maestro, Esme sí lo fue. Guerrand percibió que se crispaba y se disponía a responder con acritud. Pero de repente la expresión de la joven se suavizó y miró a Lyim con exagerada complacencia.
—Hablando del gran Belize —dijo Esme—, ¿cómo progresa tu formación, Lyim? ¿Ya estás aprendiendo a hacer polimorfismos?
Guerrand ahogó una carcajada, pues se trataba de un encantamiento de cuya realización los tres estaban aún a varios años de distancia.
Como era de esperar, Lyim no advirtió el sarcasmo. Cogió un trozo de jamón curado de la bandeja de Guerrand, se lo llevó a la boca y se lo comió mientras hablaba.
—La instrucción va muy bien, creo. En cualquier caso, lo bastante bien como para que Belize me deje solo con sus libros de encantamientos. ¿Recuerdas que te hablé de sus trabajos publicados, Guerrand?, pues bien, por fin tengo un lote a mi disposición. Belize antes de irse, me indicó que tenía que dedicar un mínimo de dos horas al día a memorizar hechizos específicos.
—¿Irse? —inquirió con voz aguda Esme—. ¿Insinúas que no está en casa contigo?
Lyim masticaba el jamón despreocupadamente.
—Últimamente se ausenta muy a menudo. Incluso cuando está en casa, con frecuencia se encierra para investigar —explicó Lyim encogiéndose de hombros—. El Maestro de los Túnicas Rojas es un hombre muy ocupado.
—¿Se limitó a darte los manuales?
En el rostro de Lyim se pintó una amplia sonrisa.
—Un magnífico acuerdo, ¿no? ¿Quién dijo que el aprendizaje era difícil? Vivo en una villa espléndida, leo los libros del maestro y tengo las tardes y las noches libres —dijo; puso los pies calzados con las lujosas botas sobre la mesa de mármol y se inclinó hacia atrás perezosamente con las manos detrás de la cabeza—. Ciertamente, esta vida encaja muy bien con mi estilo.
Esme se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad.
—Ya he añadido tres nuevas entradas mías al libro de encantamientos —dijo Lyim—. Os haré una demostración de una de ellas esta noche, si sois buenos y me acompañáis a una maravillosa posada que conozco en el muelle. Es un poco sórdida, pero ¿acaso no son estos los lugares más interesantes? Es suficientemente segura, al menos para los magos. Sin embargo, Esme, deberías llevar tu brazalete.
Guerrand desechó la idea con un gesto.
—Me gustaría mucho, Lyim, pero tengo que estudiar demasiadas cosas. Hay un ejercicio con el que ya llevo dos largos días y…
Lyim miró en torno al peristilo.
—Ni siquiera te veo leyendo un libro de encantamientos. ¿Qué es esto tan importante que no puede esperar hasta mañana?
—Se trata de esta historia de las baldosas y…
—Iré contigo, Lyim —interrumpió Esme, sorprendiendo a Guerrand—, si, por el camino, podemos pararnos en la biblioteca.
El atractivo rostro de Lyim se iluminó.
—En realidad la biblioteca no nos cae de paso, pero por ti, querida señorita —dijo mientras se levantaba y le brindaba una respetuosa reverencia—, daría dos veces la vuelta a Palanthas a pie, si así lo desearas.
A Guerrand le hizo gracia ver que Esme ponía los ojos en blanco.
—Afortunadamente para ti, Lyim, no es este el caso. —Sin embargo, la sonrisa que le iluminó la cara expresaba su satisfacción por el cumplido.
—Esme, ¿no tienes que estudiar tú también? —le preguntó Guerrand, sin poder contenerse.
—Si mantener ocupado a Lyim sirve para impedir que te distraiga —dijo ella amablemente—, me encantará hacerlo. De todos modos, me había propuesto pasar por la biblioteca.
Esme se puso en pie y empujó la silla hacia atrás.
—Vaya, el sol ya ha recorrido todo el peristilo. Me reuniré contigo en el atrio dentro de un momento —dijo a Lyim—, cuando me haya metido en un barril.
La joven sonreía, burlona, mientras con pies ligeros y largos pasos abandonaba la sala.
—Que tengas suerte con las baldosas, Rand —gritó por encima del hombro—. Tal vez podamos seguir hablando de damas y lámparas, si todavía estás despierto cuando vuelva a casa.
Dicho esto, la chica se fue y dejó a Guerrand sumido en una profunda confusión.
—¡Es deliciosa! —exclamó Lyim, mientras seguía a la chica con la mirada y sonreía amplia y lascivamente—. Te juro, Rand, que no comprendo cómo consigues hacer algo aquí sin que ella te distraiga en todo momento.
—A diferencia de Belize —le explicó Guerrand con apenas disimulado enojo—, Justarius espera que sus aprendices estudien sin cesar. En realidad, Esme y yo no tenemos muchas ocasiones de vernos —añadió. Notó que se estaba empezando a poner de muy mal humor y se llevó una mano a las palpitantes sienes.
—Qué lástima —murmuró Lyim, pero su tono sugería que pensaba algo muy distinto. Se levantó con un suspiro de satisfacción. Utilizó el estanque con lirios a guisa de espejo, se alisó las ropas y se peinó el cabello con la mano que había hundido en el agua—. Bueno, me voy. Deséame suerte —dijo, mientras miraba su imagen reflejada en el agua y daba a su emplumado sombrero el ángulo adecuado.
«Lo que deseo es que te caigas en un agujero», pensó Guerrand, sombrío.
—No te hace falta suerte —rugió—; sólo vas a una posada.
—Con una chica muy atractiva, añadiría yo —replicó Lyim animadamente. Entonces pareció advertir el mal humor de Guerrand—. Pareces malhumorado, colega. Sabes lo que se dice: «Sólo trabajar y no jugar, la alegría de Rand agotarán». O algo por el estilo.
Con expresión hostil, Guerrand observó cómo se alejaba; en sus ojos había una mezcla de envidia y enojo. Por supuesto, Esme debía de encontrarlo interesante: Lyim era tan guapo como bella era Esme. Ya había memorizado tres nuevos sortilegios, mientras que él todavía no había resuelto el estúpido ejercicio de las baldosas. Era evidente que Esme se había sentido tan incómoda por su torpeza que había considerado oportuno interrumpir sus explicaciones. Al recordarlo, el joven notó que se le calentaban las mejillas.
Incluso antes de percatarse de lo que estaba ocurriendo, Guerrand apartó con rabia la bandeja y las jarras de la mesa. La pesada bandeja de mármol se resquebrajó por una veta y se hizo añicos. Algunos trozos cayeron en el estanque de los lirios y ahuyentaron a los grandes peces anaranjados. Las jarras, al chocar contra el suelo, esparcieron el líquido por doquier.
Guerrand se llevó la mano a la boca. Apenas podía creer lo que había hecho. No era propio de él dejarse llevar por la cólera. El avergonzado aprendiz se agachó para recoger los trozos de la bandeja rota, contento de que nadie hubiera presenciado su crisis de ira. Sus dedos toparon con las frías y dentadas formas. Poco menos que deshabituado, cerró los ojos y visualizó cada una de las piezas recorriendo cuidadosamente su perfil.
Luego abrió los ojos; algo en su interior había cambiado. Sentía la mente clara, renovada. Estaba preparado para volver a contar baldosas. Se puso en pie de un salto y salió precipitadamente del peristilo. En esta ocasión estaba seguro de que vería a las dos damas en lugar de la lámpara.