Dos hombres estaban apedreando a una bruja en la plaza del pueblo de Thonvil. Las primeras piedras hicieron caer de rodillas a la pordiosera. Sus huesudas manos se agitaron bruscamente en un intento patético por desviar los proyectiles. Una piedra se estrelló en el suelo ante ella y le salpicó la cara de agua sucia y fangosa.
Guerrand DiThon, hermano del señor local, miraba horrorizado. La mujer no era una bruja; en todo caso, un monstruo para el pueblo. Era una demente, sin duda, o quizás una posesa, pero Guerrand creía que su estado se debía probablemente a la dificultad de vivir en la calle, o incluso a una dieta basada en harina en mal estado o en puré de cereales fermentados, muy común en las deprimidas y poco acogedoras costas meridionales de Ergoth del Norte. Pero no era una bruja. Nadie era capaz de advertir indicios de magia con más presteza que alguien como él, secretamente versado en poderes mágicos.
Había acudido mucha gente. Guerrand los conocía a casi todos, pues el pueblo era pequeño y los linajes familiares se remontaban a mucho antes del Cataclismo. El noble sintió que tenía que hacer algo para acabar con tan vergonzosa agresión.
—Evard, Wint, dejad esas piedras —exclamó. Puso una nudosa mano sobre el enorme hombro del bruto más cercano—. Malvia no ha hecho ningún daño; sin duda no ha hecho nada para que la tratéis así.
Evard se encrespó al contacto de la mano. Con el rostro enrojecido y encolerizado, el barrigudo hombre torció el grueso cuello para mirar al intruso. Al ver al alto e imponente hermano menor de lord DiThon, arqueó las cejas y se dio la vuelta para encararse con él. Los dedos del agresor dejaron de apretar la piedra, pero no la soltaron; Evard jugueteó con ella lanzándola al aire y retomándola en la áspera palma de la mano una y otra vez. Una sonrisa sombría hinchó sus carnosas mejillas.
—¿Aprobaría tu hermano que liberaras a una bruja?
Guerrand suspiró internamente. Conocía el odio obsesivo de Cormac por la magia.
—Estoy seguro de que no, pero también estoy seguro de que no permitiría que uno de sus súbditos fuera torturado sin causa justificada. Incluso lord DiThon se daría cuenta de que esta mujer no es una bruja —dijo. Luego volvió la cabeza hacia la harapienta de ojos vacunos—. ¿Vivirías como una pordiosera si fueras rica?
La piedra cayó una vez más en la mano de Evard. Wint soltó las suyas y le tiró de la manga.
—Déjala ya, Ev —murmuró, mientras se retiraba mirando hacia otro lado.
Evard echó una última ojeada a la mendiga y a Guerrand, poco menos que asombrado de que el joven noble hubiera puesto fin a la diversión. Con un ligero encogimiento de hombros, aquel tipejo de mediana edad, que aparentaba el doble de los años que tenía, abrió sus gruesos dedos y dejó caer la piedra al suelo. Después, Evard y Wint bajaron por la serpenteante y estrecha carretera hacia la pálida construcción blanca de adoquines que albergaba la posada de Thonvil. Una vez terminada la diversión, la multitud empezó a dispersarse.
Guerrand ya se había olvidado de todos ellos cuando se aproximó a la mujer para ayudarla a levantarse; sus heridas no eran graves, desgarros en los brazos en su mayor parte, aunque un corte profundo en la mejilla izquierda le dejaría una fea cicatriz para el resto de sus días.
Las viejas y retorcidas manos de Malvia apretaron las que la habían ayudado a ponerse en pie. Sus apagados ojos miraron al joven noble con tal reverencia que lo hicieron sentir incómodo.
—Me has salvado —susurró entre sus dientes podridos.
Volviendo el oscuro rostro para evitar el hedor, Guerrand se soltó con delicadeza de las manos de la mujer.
—No lo creo, Malvia. Esos dos simplemente habían bebido demasiado y trataban de divertirse de una forma cruel. No te habrían hecho mucho daño.
En su interior, Guerrand dudaba de sus propias palabras.
La mujer volvió del revés los bolsillos de su maltrecha falda.
—Me habría gustado tener algo para ofrecerte a cambio de mi vida —dijo sin hacer caso de las palabras del noble.
Ante aquel gesto, Guerrand rebuscó en la bolsa de fina seda que le colgaba de la cintura y sacó dos piezas de acero. Las puso en la sucia palma de la mano de la mujer y le plegó los delgados dedos sobre el frío metal.
—Esto te va a ayudar a vivir con mayor holgura, de forma que nadie tendrá el menor pretexto para volver a llamarte bruja.
Guerrand le pasó las manos por la cara mientras salmodiaba un pequeño encantamiento en voz baja. El barro y la suciedad que la cubrían desaparecieron. Las mejillas y la frente de la mujer estaban tostadas y curtidas pero limpias.
—Cuando te hayas comprado ropa, dirígete a la cocina del castillo y dile a Gildee que soy yo quien te envía. Te dará comida caliente e incluso puede encontrarte trabajo —le explicó, y como si se le acabara de ocurrir, de mala gana añadió—: ¡Uf, Malvia, sería mejor para ambos que no hablaras con nadie de este incidente ni de la conversación que acabamos de tener!
La mendiga le dedicó una sonrisa casi desprovista de dientes.
—Tienes un corazón noble, señor, mucho más noble que el de tu hermano. En el pueblo todos lo creen así.
Guerrand era perfectamente consciente del desprecio que sentían los aldeanos por su hermano. Cormac era generoso con una mano mientras con la otra les vaciaba los bolsillos mediante impuestos. Entre los campesinos y los mercaderes había mucho descontento, pero eran demasiado pobres para hacer otra cosa que refunfuñar entre ellos.
Guerrand sonrió discretamente ante el cumplido.
—Tampoco sería prudente comentar eso en el castillo —le dijo a Malvia—. Que tengas mucha suerte.
La mujer lo saludó con la cabeza y se fue calle abajo caminando con pasos cortos y torpes hacia el centro del pueblo, donde los edificios estaban pegados unos a otros. Algunos eran construcciones de yeso y madera pertenecientes a ricos mercaderes y artesanos. En cambio, en la periferia de la ciudad las casas de techo de paja o juncos y paredes construidas con un entramado de varas y ramas se encontraban más dispersas y estaban rodeadas por un huerto y un corral.
Guerrand se disponía a seguir a Malvia para terminar lo que tenía intención de hacer cuando, desde atrás, una voz lo detuvo en seco.
—¿Si hubiera sido una bruja, también la habrías dejado escapar? —le preguntó la firme e imperiosa voz.
Al joven, el corazón le dio un vuelco. Tal como había temido, su defensa de la mujer había trascendido. Sin volverse, Guerrand contestó:
—Tengo compasión de los débiles que son víctimas de la fuerza bruta, eso es todo.
Dicho esto, Guerrand echó a andar calle abajo para dar la conversación por finalizada.
Pero su interlocutor fue tras él.
—¿Tienes algún poder mágico?
Guerrand se revolvió encolerizado. Frente a él había un hombre de edad indefinida, vestido adecuadamente para el frío que hacía con una gruesa capa marrón y, debajo, una túnica de tela roja que le llegaba hasta la parte superior de las botas. Se envolvía el cuello y las orejas con una bufanda, y una capucha holgada le cubría buena parte del rostro. Guerrand vio una bien recortada barba de chivo y una nariz afilada, pero no pudo percibir nada más.
—No sé quién eres, ni me importa. Y no estoy en modo alguno dispuesto a responder tu impertinente pregunta.
El desconocido enarcó las cejas.
—Tu actitud defensiva es suficiente respuesta en esta parte del mundo.
Guerrand se forzó a encogerse de hombros para mostrar su despreocupación y reemprendió la marcha.
—Piensa lo que quieras, extranjero.
De nuevo, las palabras del desconocido lo siguieron.
—Te equivocas al dirigir tu cólera hacia mí, joven DiThon. Por lo que respecta a la magia, estamos del mismo lado.
Guerrand se enojó aún más.
—Yo no estoy en ningún lado. Y ahora, si me perdonas, tengo cosas que hacer.
Mientras Guerrand DiThon iba calle abajo a toda prisa, sentía los perspicaces ojos del hombre fijos en él. Todo lo ocurrido en la plaza, desde la primera piedra arrojada hasta aquella desconcertante conversación, lo llevó a dejar para otro día los recados que tenía que hacer en el pueblo.
Guerrand tomó el largo camino de vuelta a casa por el brezal que se extendía a lo largo del estrecho de Ergoth. Estaban en primavera, en el mes de Chislmont; el brezo que daba renombre al lugar estaba empezando a florecer, punteando con flores de color púrpura rosado la ribera del mar, llena de maleza en otras estaciones. No se dio cuenta de que los rígidos y leñosos tallos le arañaban las pantorrillas.
El joven sentía afecto por aquella tierra desolada. Le encantaba el sonido sordo del oleaje rompiendo contra la costa. Le gustaba contemplar cómo el brezal se encontraba con el mar en el horizonte y dibujaba una graciosa línea, no interrumpida por árboles ni colinas, como si fuera el preciso trazo del pincel de un artista. Hoy, con el brezo en flor y el típico cielo nublado, la línea hacia el sur tenía el color de los heliotropos recién florecidos.
Guerrand se preguntaba a menudo si alguien como él se encontraba al otro lado de aquellas aguas grises mirando hacia el norte y contemplando cómo la tierra se juntaba con el cielo. En sus casi veinte años, no había salido de la isla de Ergoth del Norte; había llegado un poco más allá de Fuerte Loma, a menos de diez leguas hacia el este. Hubo un tiempo en que Guerrand había deseado estudiar en Gwynned, la capital del norte, pero Cormac se lo había prohibido.
El recuerdo de aquella vieja discusión aminoró el ritmo de los pasos de Guerrand. Se instaló en una roca plana, erosionada por el agua del mar durante siglos. Guerrand no tenía prisa por regresar al castillo de los DiThon. No sentía afecto por aquellos muros de fría piedra. Miró hacia el este, al promontorio en el que se hallaba la fortaleza de muchos siglos de antigüedad.
El castillo se alzaba entre el mar azul y la tierra verde como una solitaria y temible montaña de piedra: diríase que el primer DiThon había querido corregir un error de la naturaleza. A Guerrand le parecía imposible dirigirse a algún lugar que no estuviera dominado por aquel edificio de piedra. Atraía la vista del mismo modo que una llama atrae a las polillas. Pero, a diferencia de la llama, el castillo era frío y desolado, incluso a la luz del sol más brillante.
A Guerrand nunca le había gustado, ni siquiera antes de que muriera Rejik, su padre, cuando él tenía sólo nueve años. Apenas lo recordaba como un hombre enorme e imponente. O quizá confundía a Rejik con su hermano Cormac, que se parecía mucho a su padre.
En cualquier caso, al ser diecinueve años mayor que Guerrand, lord Cormac, del castillo de los DiThon, siempre había sido más un padre que un hermano para él. El árbol genealógico de la familia tenía ramas enmarañadas, cosa no infrecuente considerando que muchas mujeres morían jóvenes de parto o enfermedad. La madre de Cormac, la primera esposa de Rejik, había muerto a los treinta años de gripe baliforiana, cuando el pequeño Cormac sólo contaba ocho años de edad. En el desolado aislamiento de Ergoth del Norte, transcurrieron diez años antes de que Rejik desafiara las convenciones y se casara con Zena, una chica del pueblo a la que doblaba la edad y que sólo era dos años mayor que su hijo Cormac.
La descendencia de la segunda familia de Rejik llegó siete meses después con el nacimiento de Guerrand. Tan pronto como fue físicamente posible nació un tercer hijo, Quinn. Y más adelante, cuando Rejik sobrepasaba en tres los cincuenta años, recibió la noticia del nacimiento de su primera hija y de la muerte en el parto de su segunda esposa. La joven madre de Guerrand, Quinn y Kirah solamente había visto veintiocho veces el cambio de las estaciones. Rejik la sobrevivió, con el corazón destrozado, tan sólo un par de años.
Y así fue como el frío y distante, el crítico y exigente Cormac heredó los bienes del padre en el verano de sus veintiocho años. Cormac se había casado a los veinte y ya era padre de dos hijos, y de mala gana tuvo que hacerse cargo de la segunda familia de su padre.
Desgraciadamente, Cormac no había heredado de su progenitor la agudeza mental para los negocios. Miles de hectáreas habían ido pasando de generación en generación. Tan sólo diez años antes, las tierras de los DiThon se extendían más allá de donde la vista podía alcanzar, hasta menos de dos leguas de la casa solariega de la familia Berwick, en Fuerte Loma. Guerrand recordaba que su padre presumía de que desde el extremo más oriental de las tierras de los DiThon se podía oír cómo el engreído mercader Berwick farfullaba de rabia y de celos en la mesa del comedor.
Era algo de lo que Cormac no podía presumir. De hecho, el hijo mayor de Rejik era ahora el único que farfullaba de celos. Cormac se había visto obligado a vender parte de sus tierras para pagar unas deudas que él pretendía que podían achacarse a Rejik o al capricho de los dioses. Una de esas parcelas era una tierra que su padre había ansiado mucho: las colinas de la costa y los fértiles prados que rodeaban Fuerte Loma. El comprador había sido el mismísimo mercader Anton Berwick.
Pero Cormac tenía un plan para recuperar esas tierras. De hecho, su habitual mal humor se había suavizado considerablemente en los últimos tiempos ante la perspectiva de recobrarlas. Cormac había apañado un matrimonio de conveniencia entre la hija de Berwick y Quinn DiThon, el aventurero hermano menor de Guerrand. El mercader deseaba desesperadamente emparentar a su hija con la nobleza, y Cormac quería dinero; así pues había negociado que la dote de la novia sería la tierra que él le había vendido al padre. Que la tierra estuviera a nombre de Quinn y no al de Cormac era un detalle de poca importancia para él.
Con la mirada dirigida hacia el mundo situado al otro lado del estrecho de Ergoth, Guerrand pensaba en su joven hermano, que debía de estar allí, en algún lugar: un caballero en busca de experiencias. Hacía casi dos años que no lo veía. Sólo se llevaban diez meses, y de niños los habían tomado por gemelos, hasta que Quinn había empezado a seguir con pasión la vocación que Cormac había elegido para ambos. Guerrand se decía con una risita que probablemente Quinn debía de estar tan musculoso y bronceado después de dos años de viaje que ahora apenas se parecerían. Lo echaba mucho de menos, y le faltaba el contagioso optimismo que la presencia de Quinn aportaba al castillo de los DiThon. Todo el mundo quería al encantador Quinn, incluso Cormac, que parecía dispuesto a olvidar que Quinn sólo tenía azul la mitad de la sangre, algo que en cambio le recordaba de forma obsesiva a Guerrand. Este ansiaba el regreso de Quinn a fin de mes, para la boda.
—¡Rand! ¡Al fin te encuentro! —exclamó la voz aguda de una chiquilla por encima del ruido sordo del oleaje contra la costa. Guerrand se sobresaltó a pesar de que reconoció la voz. Volvió la cabeza y sus ojos oscuros se posaron en la menor de los hermanos: Kirah, de doce años de edad. Una sonrisa se dibujó en la cara del joven. La chica era una de las dos únicas personas a las que permitía que lo llamaran por el apodo que quisieran.
«Pobre Kirah, huérfana de madre», había oído susurrar a los criados sin mala intención en las esquinas del castillo, oscuras y llenas de corrientes de aire. Rubia y de ojos azules, tan claros como oscuros eran los de sus hermanos, era la única que se parecía a la segunda esposa de Rejik. En secreto, Guerrand se preguntaba si el parecido no habría hecho más intenso el desespero de Rejik en vez de amortiguarlo. Kirah era la viva prueba de que el segundo matrimonio de Rejik había sido con una mujer por debajo de su rango, una piel pálida, una vulgar «recién llegada». La familia de la mujer se había instalado en Ergoth del Norte justo después del Cataclismo, hacía unos trescientos años, pero los prejuicios eran muy profundos, en especial entre la nobleza. Los que no formaban parte de los antiguos linajes de piel más oscura, que ya vivían en Ergoth antes de que el Cataclismo partiera la región en dos islas, se consideraban recién llegados.
Aunque Rejik había querido a la rubicunda Zena, jamás fue capaz de abrazar a la hijita que tanto había ansiado tener. Guerrand, con siete años, y Quinn, con seis, ambos lo bastante morenos para parecer de sangre azul, habían proporcionado afecto a la pequeña Kirah. Cormac, que cuando Kirah nació ya era padre de dos hijos de sangre azul, tenía sus propios prejuicios en relación con sus hermanastros.
—¿Qué estás mirando tan fijamente? —le preguntó Kirah, con las manos sucias apoyadas en sus caderas de chico. Con impaciencia, se echó hacia atrás la rubia cabellera, fina y poco atractiva.
—Te miro a ti —dijo él, sonriendo con evidente alegría—; vas hecha un desastre.
«Kirah y yo ni siquiera deberíamos ser amigos», pensó Guerrand. Sus diferencias no eran sólo una cuestión de aspecto: Guerrand era precavido, Kirah era la encarnación de la aventura; él era cuidadoso y organizado, ella parecía un vendaval andante y todo estaba desordenado a su alrededor; él era silencioso y reflexivo, ella, dogmática y de brusca franqueza.
—Siempre voy hecha un desastre —replicó agudamente—, pero, si hoy hay que echar la culpa a alguien, es a ti. He estado corriendo por todas partes buscándote. Te seguía la pista.
Guerrand soltó una risita.
—No era consciente de dejar pistas.
Kirah le dio un afectuoso golpe en el pecho.
—Para mí, sí; sabes que yo siempre te encontraré, Rand. Conozco tus escondites favoritos. Además, se lo pregunté a Zagarus.
—¡Hablaré con esa gaviota traidora! —rio Guerrand—. No pretendía esconderme; tan sólo no tenía prisa para volver a casa. En cualquier caso, ¿por qué me seguías?
—Cormac quiere verte. Encargó a varios criados que te buscaran. Creí conveniente avisarte de que ha perdido parte del buen humor del que todos habíamos disfrutado desde que vendió a Quinn a esa imbécil de dientes de conejo de Fuerte Loma.
—¿Cómo te has vuelto tan cínica, chiquilla? —inquirió, y le revolvió el pelo—. Cormac no lo vendió; escribió a Quinn, y él aceptó casarse con ella.
—Porque no la ha visto desde que le salió su segunda dentición. Te lo digo yo: si Quinn pudiera verle los colmillos… —la chiquilla se llevó la mano a la boca para demostrarlo— se quedaría en Solace o en Solamnia o en cualquier lugar donde ella no esté.
Guerrand ahogó una sonrisa.
—Eres muy cruel, Kirah. Sin duda no son tan grandes. Además, Ingrid Berwick me parece bastante agradable.
—Lo bastante agradable para ser tu cuñada, quieres decir. Por suerte para ti, Cormac y Rietta no te consideraron digno de la «princesa dentuda».
—No es una princesa.
Kirah se encogió de hombros.
—Se comporta como si lo fuera.
Guerrand suspiró.
—¿Qué quiere Cormac?
—¡Ah sí! —exclamó ella con un bufido—; a eso iba. Quiere hablarte acerca de lo mucho que tardas en completar tu adiestramiento de caballero.
—¿Otra vez?
—¿Creíste que iba a olvidar los diez años que pasaste como escudero?
Guerrand suspiró de nuevo y lanzó al mar una piedra pequeña.
—Esperaba que con las emociones del regreso y de la boda de Quinn, Cormac tendría otras cosas en la cabeza.
—Nunca le ha gustado tu interés por la magia y nunca permitirá que llegues a ser un auténtico mago —afirmó Kirah suavemente y en un tono inusualmente serio.
Guerrand se enojó.
—Ni siquiera sabe que aún quiero serlo. Sólo lo sabes tú, Kirah —dijo, y la miró intensamente, casi implorante—. Y debe seguir así.
Kirah asintió firmemente con su rubia cabeza.
—Tenemos que hacerlo, Rand. Tenemos que largarnos para que tú puedas convertirte en mago.
Guerrand se frotó la cara.
—Kirah, vas demasiado deprisa. Tus esperanzas son desmesuradas.
La chica cruzó los brazos.
—¿Qué va a cambiar si no esta situación paralizante entre tú y Cormac? ¿Acaso esperas que caiga muerto y puedas heredarlo todo?
—¡No! —exclamó Guerrand con vehemencia—. No, claro que no —añadió con mayor suavidad—. Además, yo no obtendría nada, ni tú tampoco. El castillo de los DiThon iría a manos de Bram. Es un buen muchacho, a pesar de su linaje. Se lo merece —explicó con voz distante. Sus proyectos iban mucho más allá de las tierras de la familia DiThon.
Guerrand se pasó las manos por el cabello con gran agitación.
—Sinceramente, no sé qué estoy esperando que ocurra, Kirah. No hay muchas alternativas para el segundo hijo de una familia noble cuya fortuna declina. Sólo sé lo que no quiero: convertirme en guerrero.
—Bueno, será mejor que pienses en algo, porque Cormac se propone freírte a preguntas en cuanto vuelvas a casa.
—¿Por qué tengo que pensarlo ahora mismo?
—¿Por qué no? —preguntó ella a su vez—. Los acuerdos con Berwick ya están cerrados. Si consigue que acabes tu adiestramiento y que emprendas una especie de cruzada como Quinn, tendrá una boca menos que alimentar.
Las pálidas cejas de Kirah se arquearon cuando se le ocurrió una cosa:
—Francamente, por si te interesa saberlo, te diré que Rietta se acordó de ti. Sabes muy bien que la pequeña-señorita-mi-padre-era-un-Caballero-de-Solamnia jamás tolera a alguien feliz a su lado, y mucho menos a su marido. Y también sabes que a Rietta no le gustas.
—Gracias. Tú tampoco le gustas —dijo Guerrand resoplando.
—¡Bah! —exclamó Kirah echando la pálida cabeza hacia atrás y brincando descalza por la orilla—. Rietta me casaría mañana mismo si no tuviera miedo de que yo pudiera hacer algo para echar a perder la posibilidad de una buena boda para Honora. Creo que sospecha que soy quien le pone ranas en la cama.
—Tal vez no deberías reírte cada vez que Rietta lo menciona en la mesa —sugirió Guerrand. De repente percibió una brisa fría y húmeda con olor a lluvia, y miró hacia arriba—. El viento está cambiando —exclamó. Miró fijamente por encima del mar hacia el sur y frunció el entrecejo.
—El cielo se ha oscurecido; se está preparando una tormenta —vaticinó el alto y delgado joven dándose palmadas en los muslos—. Supongo que ha llegado el momento de encararse con el león.
—¿Qué vas a decirle?
Guerrand se encogió de hombros.
—Lo que siempre digo, que hago lo que puedo, pero que no aprendo esgrima y esas cosas tan aprisa como Quinn.
De repente, un rayo rasgó el cielo por el sur. Guerrand tardó tres segundos en oír el estruendo del trueno; entonces tomó a su hermana por el brazo, la atrajo hacia él y ambos bajaron hacia la playa arenosa.
—Vamos, Kirah; si nos damos prisa la lluvia no nos atrapará.
Cuando las primeras gotas de fría lluvia empezaron a caer, Guerrand y Kirah subían a todo correr la suave pendiente del último prado. Sin aliento y cogidos del brazo, cruzaron el rastrillo abierto de la muralla norte. Al pasar junto al edificio del guardia de la entrada, ambos saludaron con la cabeza al solitario vigilante, que llevaba un desgastado uniforme de gala. El viejo Wizler, con los ojos nublados por las cataratas, les dedicó una desdentada sonrisa y devolvió el saludo agitando la mano. Leal, aunque incompetente, Wizler servía a la familia DiThon desde antes de que naciera Guerrand. Durante el mandato de Cormac, el personal se había reducido a la mínima expresión. Dado que en Ergoth del Norte eran tiempos de relativa calma, no hacía mucha falta vigilar la entrada del castillo.
Inmediatamente después de pasar junto al puesto de Wizler, en la penumbra del templo dedicado al dios Habbakuk, Kirah se alejó de Guerrand como un pálido reflejo de luz.
—Buena suerte, Rand —susurró a su hermano. Guerrand conocía bien la afición de la chica a cruzar el castillo a través de la red de túneles y pasadizos secretos a cuyo descubrimiento había dedicado su joven vida. Que hubiera mostrado un buen número de ellos exclusivamente a su hermano era una clara muestra de confianza.
Deseando poder recorrer sigilosamente uno de aquellos túneles de piedra, oscuros, húmedos y de olor a rancio, Guerrand se dio coraje y cruzó a grandes zancadas el patio interior en dirección a la puerta labrada de la torre rectangular de cuatro plantas. En cuanto entró, sintió la vieja y familiar tensión en los músculos del cuello. En los oscuros confines de los muros de fría piedra, sus facultades menguaban. Una criada subía rauda, cargada con cubos, por la ancha escalera. Se deslizaba furtivamente a la débil luz de las antorchas, y se le iluminó el rostro al descubrir quién estaba allí.
—Hola, lord Guerrand. ¿Cómo os encontráis hoy?
La sonrisa del joven también era cálida.
—He tenido un día… interesante, Juel —respondió; fuera retumbó el trueno. Guerrand miró hacia la puerta de madera con aire pensativo—. Pero me temo que hay más nubes en mi futuro —añadió, dirigiendo la vista hacia el techo—. Mi hermano me está esperando.
Juel sacudió la cabeza. Conocía bien el carácter rígido de Cormac y era consciente del conflicto entre los dos hermanos. Pocos secretos podían preservarse de los criados. Echó una comprensiva mirada al hermano menor de su señor y siguió subiendo la escalera mientras la pesada carga que llevaba a la espalda se balanceaba graciosamente al ritmo de sus pasos.
Guerrand había subido dos peldaños de la escalera, cuando, desde atrás, una voz lo detuvo.
—¿Confraternizando de nuevo con los criados, tío Guerrand?
Los músculos del cuello se le tensaron aún más. Honora. La hija mayor de Cormac y Rietta, sólo tres años menor que él. Con la mano todavía apoyada en la pulida madera de la barandilla, se volvió para encararse con ella. «Dioses —pensó—, ¿cómo puede sonar de forma tan perversa la voz de una criatura tan angelical?». Incluso para la indulgente apreciación de Guerrand, su sobrina incorporaba los peores rasgos de sus padres en todos los aspectos salvo en el físico. ¿Quién podría sospechar que bajo aquella atractiva figura y aquel pelo azabache, que resplandecía incluso a la débil luz de las antorchas, latía el corazón de una víbora?
—Confundes la buena educación con la amistad, Honora —dijo él con calma—. Es comprensible, si se tiene en cuenta que ambos conceptos te resultan poco familiares.
Los ojos de gata, verdes y vivaces, se estrecharon.
—Has estado hablando otra vez con tu desaliñada hermana.
Guerrand resopló.
—Me encantaría quedarme aquí para intercambiar pullas, Honora, pero voy a dejar esta tarea a mi «desaliñada» hermana. A ella le divierte mucho más que a mí. Ahora tu padre me espera para discutir algo conmigo.
El joven se dio la vuelta y siguió subiendo por la escalera.
—Quieres decir que padre querrá pegarte otra bronca.
Guerrand se detuvo y su mano apretó la barandilla con más firmeza.
—Dime, Honora —replicó sin volverse—, ¿tu malevolencia surge de forma natural o es un síntoma de tu condición de solterona?
—¡No soy una solterona! —chilló. Guerrand sonrió en secreto ante el golpe que había propinado al orgullo de la chica—. Mi madre está buscándome el más ventajoso de los matrimonios con un Caballero de Solamnia. Ya ha encontrado pareja para Bram, pero no se conformará con casar a su hija con cualquiera de los arrogantes petimetres que a menudo en Ergoth pretenden patéticamente pasar por caballeros —dijo arqueando las cejas—. Categoría que, por cierto, tú no has podido conseguir después de intentarlo durante diez años.
Con gran irritación de Honora, Guerrand echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—Me sentiría ofendido si me importara tu opinión o si para mí tuviera importancia convertirme en caballero —respondió, y continuó subiendo por la escalera—. Te desearía un buen día, Honora, pero no creo que puedas conseguirlo aunque lo intentes.
Guerrand no hizo caso de la farfullada respuesta. Alcanzó el primer rellano y miró la segunda puerta de la derecha: el despacho de Cormac. Le pareció a la vez abrumadoramente cercana y a leguas de distancia. En aquel lugar no habían mantenido una conversación agradable desde que muriera su padre. Preparándose por última vez para el inevitable enfrentamiento, Guerrand avanzó dos pasos.
De repente, con gran sorpresa del joven, la puerta del despacho de Cormac se abrió de golpe. El brazo de Cormac apareció bruscamente en el umbral y sus dedos enjoyados lo señalaron.
—¡Vete! ¡Yo no trato con magos! —rugió con su voz de barítono.
Los ojos de Guerrand se abrieron desmesuradamente y de forma instintiva se arrimó a la pared cubierta por tapices. Al ver que el persistente forastero que había visto en el pueblo cruzaba tranquilamente el portal, Guerrand se quedó boquiabierto, absolutamente asombrado. ¡Guerrand nunca había sospechado que aquel hombre pudiera ser un mago! Al instante, los oscuros ojos del hombre se posaron en él, como si supiera de antemano que lo iba a encontrar allí.
Con gran alivio de Guerrand, el mago se limitó a inclinar la cabeza hacia él sin dar señal alguna de reconocerlo.
—Soy un excelente aliado, pero un enemigo terrible —dijo el mago con calma, dando la espalda a la puerta y a Cormac—. Estás cometiendo un grave error, DiThon.
—¡No tan grave como el tuyo!
Al observar los pies calzados con botas de Cormac asomando por la puerta, Guerrand se horrorizó al ver que Cormac quería añadir una agresión física a los insultos. Ya había levantado un pie para propinar una patada en el trasero del mago, cuando se retorció hacia un lado y falló el golpe por completo, desequilibrándose de tal modo que se estrelló contra el suelo.
Guerrand estaba a la vez impresionado y divertido. Rápidamente miró de nuevo al forastero. Tenía que tratarse de algún truco de magia, pero Guerrand estaba seguro de que el hombre no había hecho ningún gesto ni había susurrado nada. Jamás nadie había ridiculizado a Cormac, y mucho menos en su propia casa, sin lamentarlo.
—Puedes detestar la magia y desconfiar de ella, DiThon, pero cometes una equivocación aún mayor al subestimarla.
Aunque estaba delante de Cormac, miraba de forma directa y penetrante a los ojos de Guerrand.
—Nunca se sabe cuándo hay magia cerca.
Con el rostro enrojecido, Cormac se puso en pie precipitadamente.
—Tal vez no pueda controlar su vil presencia más allá de estos muros, pero en mi castillo no habrá ni magia ni gente con poderes mágicos.
Aunque había perdido un poco de altanería, no se había amedrentado.
—Por última vez, te ordeno que te vayas.
El mago inclinó la cabeza indicando que lo había comprendido. Pasó por delante de Guerrand sin mirarlo y bajó por la escalera; su capa se deslizaba suavemente sobre la fría piedra.
—Me voy porque así lo he decidido; tal vez no tardes en lamentar este día.
—¡Sólo lamento que mis sirvientes te hayan dejado entrar! —gritó Cormac en dirección a la figura que se alejaba. Pero el mago ya se había esfumado en la oscuridad al pie de la escalera.
Arrimado al muro, sin que Cormac lo viera, Guerrand retuvo el aliento mientras su hermano cerraba de un portazo. Esperó unos instantes para que Cormac se alejara de la puerta del despacho. Luego, con gran sigilo, pasó por delante de la puerta tratando de no ser oído, bajó al vestíbulo, se dirigió a sus habitaciones y se encerró en ellas sano y salvo.
Como la mayoría de los aposentos de la torre habitados por la familia, la habitación de Guerrand era pequeña y sencilla. Una cama de madera con varios colchones de pluma era el mueble principal. Dos amplias arcas le servían para guardar la ropa y otras pertenencias y podían, en caso necesario, utilizarse como asientos. Sobre una mesa pequeña adosada a la pared había una jofaina y una jarra de agua fresca. De las paredes colgaban telas y cortinajes decorados para dar un poco de calor y amortiguar las corrientes de aire. Durante el día, un delgado flujo de luz se filtraba por la estrecha ventana que daba al exterior. De noche, las velas y una chimenea proporcionaban la única iluminación.
A pesar de estar cerca del despacho de Cormac, allí Guerrand se sentía seguro. Generalmente nadie lo molestaba en aquella habitación. Dentro de los muros del castillo era el mejor lugar para descansar. Había caminado mucho aquella mañana y le dolían las piernas. Guerrand se dejó caer en la cama y cerró los ojos.
La lluvia seguía cayendo mansamente y la luz en el exterior de la ventana casi había desaparecido del todo, cuando Guerrand se despertó al oír el ruido que alguien hacía al manosear el pestillo de su puerta. Ya estaba completamente despierto cuando esta se abrió hacia adentro con brusquedad y Cormac apareció en el umbral. Se inclinó a un lado y a otro escrutando la habitación hasta que distinguió a Guerrand.
—Ven a mi despacho; te he estado buscando toda la tarde.
El corazón de Guerrand dio un vuelco. Era evidente que Cormac había estado bebiendo desde el encuentro con el mago forastero. Guerrand conocía los síntomas demasiado bien. Era un mal momento para hablar con él sobre cualquier cosa.
—¿De veras? —preguntó de forma evasiva—. Si me has estado buscando, quiero decir.
—¿Acaso Pytr o Horat no te lo han dicho?
—No —respondió, y era bien cierto.
—¡Les voy a oscurecer la piel a ese par de gandules!
Cormac se esforzaba visiblemente para conservar el hilo de sus pensamientos.
—Eso ahora no importa. Ya te he encontrado. Venga, vamos.
Con pasos pesados bajó de nuevo al vestíbulo seguido a regañadientes por Guerrand.
El despacho de Cormac estaba desordenado y lleno de humo. Libros viejos y nuevos se apilaban apoyados en las paredes desde el suelo hasta el techo. Guerrand reconoció muchos lomos descoloridos, ya que la mayoría eran libros que había leído de niño. Todo lo que sabía del mundo lo había aprendido de aquellos tomos. Ahora estaban polvorientos pues nadie los utilizaba; ni Cormac los leía ni dejaba que nadie lo hiciera. Nadie estaba autorizado a entrar en el despacho si no lo acompañaba el propio Cormac, y Guerrand nunca tuvo ganas de hojearlos en presencia de su hermano.
A pesar de los libros, la habitación pertenecía claramente a Cormac. Había escudos, armas y piezas de armaduras apoyados en las paredes o arrinconados en las esquinas. Por una pila de leña cerca de la chimenea se arrastraban varias arañas. Guerrand sabía que las migas de pan del suelo habrían atraído a los ratones si no se las hubieran comido los perros de Cormac.
—Siéntate.
Era más una orden que una invitación. Guerrand se sentó en un destartalado taburete junto a la fría chimenea. Contempló a su hermano mayor, que se movía dificultosamente por el estrecho espacio que quedaba entre el adornado escritorio y la silla de respaldo alto.
Cormac era un hombre muy alto, el más alto que Guerrand había conocido. Su otrora delgada figura ahora estaba más que llena; de hecho, estaba gordo. Curiosamente, sus brazos y piernas eran poco menos que escuálidos, como cuatro palillos clavados en una gran patata. Sus descoloridas ropas estaban pasadas de moda unos diez años y se le habían quedado visiblemente pequeñas. Nunca se preocupó mucho de su aspecto. Muchas de las ataduras que debían sujetarle los calzones al jubón pendían sueltas de sus caderas, y no permitía que nadie lo molestara ni para atárselas ni para quitárselas del todo. La esposa de Cormac procuraba que la ropa de su marido estuviera limpia, pero nadie parecía ser capaz de quitar las manchas que lentamente se iban acumulando en la parte delantera de las camisas y los jubones.
La causa de su ensanchada cintura y de su nariz rosácea y llena de venas era lo que Cormac estaba realizando en aquel momento: vertía el líquido ámbar de una botella de brandy que tenía en la mano en una copa de cristal tallada en forma de pera. Agitó el contenido una vez, luego otra, mirándolo fijamente, después se lo echó de un trago al fondo de la garganta y exhaló un satisfecho y relajante suspiro. A continuación se dignó mirar por vez primera a su joven hermano.
—Necesitamos hablar del tiempo intolerablemente largo que te tomas para terminar tu formación —dijo. Después de examinar la botella de brandy, que estaba vacía casi en sus dos terceras partes, se sirvió otra copa y se volvió para mirar por la muy rara y costosa ventana de cristal situada a la derecha del escritorio.
Por encima del hombro de Cormac, Guerrand también podía mirar por la ventana. La vista hacia el este, donde la tierra se juntaba con el mar, era magnífica: el oscuro, tormentoso y agitado mar a la derecha; el suave y ondulado páramo a la izquierda. El crepúsculo y unas nubes de lluvia tendían una cortina gris de un lado a otro del estrecho. Se sentía agradablemente sorprendido ante la actitud de su hermano, más razonable de lo que se había temido.
De repente, algo del panorama pareció hacerlo explotar. Se dio la vuelta y dejó ruidosamente la copa sobre el escritorio; su expresión se volvió tan tempestuosa como el cielo que tenía delante.
—¡Maldita sea, Guerrand, no me lo puedo permitir! He tenido que vender valiosas tierras de los DiThon, mi herencia, para pagar tus indecisiones.
«Para pagar tu afición a la bebida y lo mal que gestionas los negocios», pensó Guerrand, pero se mordió la lengua. Dada la corta herencia que le había correspondido, estaba a merced de Cormac en todos los aspectos imaginables.
—Bueno, pues deja de costear mi adiestramiento —sugirió el hermano menor con serenidad—. Que fuera un caballero es lo que tú ambicionabas para mí, no lo que yo quería ser.
Cormac pegó un bufido.
—¿Acaso debo dejarte sin formación? Mi sentido de la caridad y del honor familiar me obligaría igualmente a tener que hacerme cargo de ti. Ese rasgo perezoso tuyo debe de tener su origen en la sangre descolorida de tu madre.
Guerrand se dio cuenta de que su hermano era incapaz de fijar la mirada: la bebida le afectaba los sentidos.
—¿Por qué no te lo has tomado del mismo modo que Quinn? —farfulló Cormac—. ¡Es un año más joven que tú y ya tiene una vocación que le permite mantenerse a sí mismo! Aún más, su boda devolverá a la familia DiThon lo que es legítimamente nuestro: el Acantilado de Piedra.
En aquel momento Guerrand descubrió por qué Cormac había explotado hacía unos instantes: había aparecido ante sus ojos el promontorio que dominaba la bahía, la tierra que tanto ansiaba. El Acantilado de Piedra sería suyo otra vez dentro de un mes como parte de la dote acordada entre Cormac y Berwick. Quinn se lo había procurado; en cambio Guerrand le costaba dinero.
Guerrand no se amilanó.
—Tal como antes te he dicho, yo no soy Quinn. El adiestramiento me resulta difícil, pues mis intereses no son los mismos que los suyos.
—¡Si piensas formarte yendo a Gwynned para estudiar de nuevo alguna maldita magia, tienes que saber que no quiero ni oír hablar de ello!
Era evidente que ambos estaban pensando en el visitante que acababa de tener Cormac. Este prosiguió:
—¡No estoy dispuesto a tener en mi casa a uno de esos furtivos conocedores de brujerías; y encima de mi familia, aunque sólo seamos medio hermanos!
—Lo has dejado suficientemente claro, Cormac. Nunca pretendí sugerirlo —dijo Guerrand; juntó los dedos en su regazo y los dobló—. Si lo que quieres es oír mi promesa de trabajar más duro en mi adiestramiento, cuenta con ello; no puedo decirte más.
Luego levantó la vista por encima de Cormac y miró a través de la ventana; distraídamente advirtió tres lejanos puntos oscuros, que podían ser jinetes aproximándose en la penumbra. Siempre llegaban mercaderes de Thonvil para vender alguna cosa a su señor.
«Qué raro —pensó Guerrand—, que vengan por el este si la ciudad está hacia el noroeste».
—Supongo que crees que estoy a tu merced, ya que no puedo obligarte a aprender más rápido —gruñó Cormac. Guerrand ahogó una risita ante la ironía de que Cormac se sintiera a su merced. Era muy propio de él hacerse la víctima.
Guerrand se sintió un tanto aliviado cuando un golpe en la puerta interrumpió la autocompasión de Cormac. El grueso hombretón cruzó la sala pavoneándose con impaciencia y abrió la puerta bruscamente. En el pasillo había un grupo de cinco personas: dos criados de la familia con antorchas, dos hombres armados empapados por la lluvia y un heraldo con los colores de Quinn también calado hasta los huesos. El corazón de Guerrand dio un salto al verlo, pues advirtió que aquello significaba que Quinn estaba en el castillo.
Los hombres del pasillo miraron fijamente a Cormac unos instantes, hasta que este sacó a uno de los criados de su mutismo con una pregunta:
—Bueno, ¿qué pasa?
—Señor —respondió uno de los criados—, estos hombres han traído a lord Quinn.
«Está aquí», pensó Guerrand. Con todo, los criados parecían muy inquietos y, atemorizados, seguían con la vista fija en Cormac. Los otros hombres parecían incómodos en sus ropas mojadas.
Sin hacer caso del embarazo de los mensajeros, el rostro de Cormac se iluminó como el de un chiquillo el día de su cumpleaños.
—¡Ya era hora! —atronó—. ¿Dónde está mi gran y conquistador paladín? ¿Secándose el cabello? ¡Id a buscarlo y decidle que venga! Quiero verlo ahora mismo.
Los hombres se miraron con expresión nerviosa. Los criados con las antorchas parecían a punto de darse la vuelta para irse. Después de un incómodo silencio que se prolongó durante varios instantes, el heraldo avanzó y dijo:
—Lord Quinn ha muerto.
—¿Muerto? —rugió Cormac. Se dirigió amenazadoramente hacia el grupo de sirvientes con los puños cerrados—. Si se trata de una broma estúpida de alguien, le voy a romper la cabezota. ¿Dónde está mi hermano?
Guerrand no oyó la respuesta a la desesperada pregunta, si es que la hubo. Dirigió la vista a través de la ventana, hacia la oscura noche sin estrellas que la lluvia rasgaba con su repicar. Durante la conversación el despacho se había oscurecido mucho y ningún criado había aparecido para encender alguna luz. Sintió la boca seca y, de repente, las manos y los pies se le paralizaron por el frío.
Le pareció que una nube siniestra cubría todo el castillo. Emergía de su corazón y luego pendía, húmeda y desgarrada, de todas las habitaciones, pasillos y edificios. Guerrand estaba seguro de que aquella penumbra no desaparecería jamás, que la lluvia no dejaría nunca de caer y que el sol no volvería a brillar sobre el castillo de los DiThon.