Avivado por la noticia de la muerte de Salimshad, el fuego que llevaba ardiendo mucho tiempo en el interior de Lyim se intensificaba a medida que caían las leguas y se iba acercando a la gran Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. El último objetivo de su obsesión estaba poco menos que en sus manos. La pérdida de la fortaleza de Qindaras lo había obligado a una decisión arriesgada que estaba a punto de dar su fruto.
«¡Maldito Salimshad por su falta de cuidado!», pensó Lyim. La ignominiosa muerte del elfo era la única mancha en la, por otra parte, perfecta campaña.
A pesar de la enojosa desaparición de Salim, los acontecimientos al norte de Thorbardin se habían desarrollado a favor de los intereses de Lyim. Había previsto que la Asamblea lanzaría un ataque preventivo durante las semanas de marcha de su ejército; sólo se trataba de saber dónde. No le sorprendió encontrar al sobrino de Guerrand en el campo de batalla, en el Paso, dado que Bram era el único hechicero de Ansalon capaz de perturbar sus planes. De hecho, Lyim había confiado encontrar al mago en la batalla, puesto que ello implicaba que no se encontraría esperándolo en la Torre de la Alta Hechicería.
En el preciso momento en que Lyim reconoció que el ente terrenal, por su aspecto, era obra de Bram, supo que había llegado la hora de abandonar su ejército cualquiera que fuese la suerte que aguardara a sus hombres. De ahora en adelante no necesitaría a aquella pandilla de desorganizados, pero desde luego necesitaba que Bram no se interpusiera en su camino. Lyim confiaba que sus nabassu serían capaces de penetrar en cualquiera de las fortificaciones que los magos hubieran construido en Wayreth. Sin la magia de Bram para neutralizar los poderes sobrenaturales de las criaturas, ninguna tropa podría resistir su terrorífico asalto.
Ahora Bram se encontraba a más de treinta leguas de distancia, barriendo los restos del ejército que Lyim había abandonado a su suerte. A lomos de un nabassu volador, Lyim y Kirah, que seguía montada tras él, divisaron las torres de Wayreth.
En condiciones normales, tal como la Asamblea se enorgullecía de proclamar, Wayreth «sólo podía ser localizada por los que habían sido invitados a tratar de encontrarla». Antiguos encantamientos, que las persecuciones sufridas por los hechiceros antes del Cataclismo habían hecho imprescindibles, ocultaban el lugar a los ojos de cualquier curioso. Lyim sabía que esos encantamientos emergían de los muros mágicos del propio edificio, como todos los encantamientos de los hechiceros, y, por lo tanto, también sabía que se debilitarían a medida que Ventyr se acercara a la Torre.
El fin se acerca, Aniirin.
Lyim, para decirlo de forma suave, se sorprendió al oír la voz de Ventyr en su interior. Por aquel entonces, el guantelete raramente se comunicaba con él, a menos que el potentado iniciara la conversación.
No tardaremos en regresar triunfantes a casa, le contestó Lyim.
¿Regresar a casa para qué? —inquirió Ventyr—. El palacio está destruido y los ciudadanos han muerto. Qindaras ya no existe.
Lyim encontró molesta, para decirlo suavemente, aquella charla con Ventyr. Antes, jamás se había mostrado tan negativa.
Lo reconstruiremos, Ventyr. Limítate a hacer lo que se supone que tienes que hacer y tendrás todo el poder necesario para reconstruir el palacio.
Agitó la mano para dirigir la atención del nabassu hacia dos edificios negros que sobresalían por una abertura de la cubierta vegetal del gran bosque de Wayreth. Descendieron hacia allí, y el fuego interior de Lyim empezó a arder aún con mayor furia.
Mientras se acercaban, Lyim advirtió que era evidente que la Asamblea había previsto que atacarían las torres. Habían cortado los árboles próximos a ellas para que ninguna fuerza atacante dispusiera de su protección.
Habían excavado un amplio foso en el exterior de la muralla triangular que rodeaba las torres y habían utilizado la tierra extraída del foso para construir un terraplén detrás del mismo. En el terraplén, ante el foso, habían clavado los árboles talados a modo de gigantescos pinchos que obstaculizaran las cargas.
Elfos armados con arcos montaban guardia en el terraplén. Levantaron la vista en respuesta a los chillidos de los nabassu que se les abalanzaban desde lo alto y, con escasos segundos para reaccionar, la mayoría se agacharon para protegerse. Los más valerosos trataron de defenderse con espadas y flechas, pero murieron en el intento.
Lyim dio una vuelta a la torre observando la lucha desde arriba. Algo en el patio trasero le llamó la atención. Mientras su nabassu volvía a girar por detrás de las torres, lo vio de nuevo: un grupo de magos, agrupados al aire libre, que miraban desesperadamente hacia el ruido de la matanza que se producía extramuros, en el exterior del terraplén.
Lyim se quitó la tela con la que se había envuelto la cara para protegerse durante el vuelo de las frías ráfagas de viento. Se inclinó hacia atrás para hablar con Kirah.
—Vamos a bajar.
Una breve orden al nabassu hizo que la criatura se dirigiera hacia abajo. Lyim y Kirah se vieron desplazados sobre el lomo del monstruo y apretujados uno contra el otro. Poco después la criatura tocó el suelo y resbaló con sus patas provistas de garras sobre el liso enlosado del patio.
Un grupo formado por más de una docena de magos, que habían estado trabajando desesperadamente para transportar a la cripta situada bajo una torre de vigilancia los muy valiosos tomos sobre magia guardados en las torres, corrieron hacia la fortaleza tambaleándose sobre el enlosado. Lyim soltó una carcajada al ver cómo aquellos hombres y mujeres, otrora los más poderosos hechiceros del mundo, huían aterrorizados por su llegada. Un infortunado mago de túnica blanca quedó atrapado bajo la horrenda pata del nabassu. El monstruo, con un solo corte de su garra afilada como una cuchilla de afeitar, lo partió por la mitad. La brazada de pergaminos se fue tiñendo de rojo a medida que el flujo de sangre los iba empapando.
Lyim saltó del lomo del monstruo al enlosado y la criatura se volvió para perseguir a los otros hechiceros y acorralarlos contra el muro; pero una mujer de túnica negra se destacó con paso firme del grupo y el ser alado se detuvo. Lyim la miró divertido por su fútil bravura. Entonces la reconoció: era Dagamier, que había sido una de los defensores del Bastión hacía bastantes años, cuando Lyim había intentado utilizar esa fortaleza como trampolín de acceso a la Ciudadela Perdida. Creía que la joven había muerto tras haber sido atravesada a la altura de la cintura por el pincho de la cola de un naga.
—En otra ocasión ya fracasaste al intentar detenerme, Dagamier. ¿Crees que ahora tendrás más éxito sin la ayuda de tu preciosa magia? —dijo Lyim en tono desdeñoso y provocativo; pero la mujer, aparentemente imperturbable, siguió adelante dando la impresión de estar realizando un encantamiento. Con mucha tranquilidad, Lyim extendió hacia adelante la mano que llevaba el guantelete para captar cualquier energía mágica que la mujer hubiera podido conjurar.
De repente, la maga avanzó rápidamente y golpeó el antebrazo de Lyim con una daga escondida. Lyim sintió un intenso dolor, una quemazón horrible parecida a la del corte de la espada de Guerrand. Retrocedió unos pasos tambaleándose y vio que tenía la manga empapada de sangre. La mujer no había estado realizando encantamiento alguno, sino que simplemente había tratado de distraerlo hasta situarse lo bastante cerca de él como para utilizar el cuchillo.
—¡Atrápala! —aulló Lyim. El nabassu saltó con una rapidez inasequible a ningún humano. Sus curvados y babeantes dientes se hundieron en el hombro de Dagamier. Kirah, todavía atada a lomos de la fiera, gritó con todas sus fuerzas cuando la sangre de la hechicera le salpicó los brazos y las piernas.
Un repique de cascos sonó de forma parecida a como lo harían los martillos de los enanos golpeando las losas del patio. Lyim, que se olvidó de Dagamier, levantó bruscamente la cabeza. Por el diáfano aire empezaron a aparecer centauros. Con las manos sujetaban potentes arcos y, colgadas a la espalda, llevaban largas espadas.
¿De dónde vienen?, preguntó Lyim a Ventyr.
Han abierto un sendero que desde el reíno feérico los ha conducido directamente al patio de las torres. No consigo ver nada más.
De forma inmediata, los centauros abrieron fuego con largas y coloreadas flechas contra los nabassu, que volaban en círculo sobre ellos y bajaban en picado para atacarlos. En Thorbardin, el grueso y pétreo pellejo de los nabassu había hecho rebotar los cuadrillos disparados por las ballestas de los enanos, pero las incisivas flechas de los centauros conseguían atravesarlo. Los nabassu chillaban llenos de rabia cada vez que los proyectiles les perforaban las alas y les penetraban en la carne. Varios se desplomaron al suelo aleteando violentamente, demasiado malheridos para volar pero todavía fuertes para morir.
Lyim volvió junto al nabassu que utilizaba de montura, pero el monstruo ya había emprendido el vuelo y huía cielo arriba para escapar de la lluvia de flechas letales llevando a Kirah en el lomo. Cuando por poco lo alcanzó uno de los proyectiles, Lyim se dio cuenta de que había llegado el momento de dejar la lucha en manos de las criaturas del Abismo.
Se ajustó aún más el guantelete, se dio la vuelta y se dirigió velozmente hacia la torre situada más al sur. El camino que le permitiría alcanzar su objetivo estaba despejado.
Bram cruzó a toda velocidad el portal de la vía feérica y entró directamente en el patio situado frente a la Torre de la Alta Hechicería. Tras él, aparecieron Mercadior y treinta de los más expertos caballeros del emperador, a pie y encabezados ni más ni menos que por el mismísimo rey Weador.
El rey había sido testigo de la batalla librada en Thorbardin y había presenciado la repentina marcha de Lyim. También intuyó hacia dónde se dirigía el renegado volando a toda prisa. Preocupado por el futuro de todas las magias, Weador había acudido a Thorbardin. Bram ya se estaba preparando para irse a la torre. Aunque los tuatha no podían directamente tomar parte en peleas, Weador propuso conducir a Mercadior y a sus guerreros humanos a través del reino feérico y de ese modo sorprender a Lyim en Wayreth. Mercadior, contento por la oportunidad de satisfacer su curiosidad, se mostró al instante de acuerdo en participar de este modo en la batalla.
Bram observó que los caballeros, después del viaje por el reino feérico, miraban en derredor con expresión de absoluta perplejidad, pero que se sobreponían al verse inmersos en el fragor del combate. Los guerreros de Ergoth del Norte cruzaron el patio a toda velocidad y se encaramaron a la barrera de sacos de arena erigida a lo largo de la muralla exterior de la torre. Allí se unieron a los qualinesti, que se habían dispuesto en diversos grupos de arqueros. En torno a cada uno de los grupos había otro anillo formado por elfos, que con sus relucientes espadas tajaban contra cualquier monstruo que osara acercárseles demasiado.
Por encima, las horrendas bestias volaban en círculo y bajaban en picado sin dejar de proferir sus horribles chillidos. Weador las contempló durante unos instantes y luego miró a Bram.
—Ahora comprendo por qué en el Paso el curso de la batalla casi se nos puso en contra. Esos monstruos son nabassu, voraces y pérfidas bestias del Abismo. Suben a tu mundo en raras ocasiones, pero siempre para matar.
Otra voz familiar sobresaltó a Bram.
—Una vez más, me veo obligado a salvarte, estúpido humano. En esta ocasión he tenido que acudir acompañado de un centenar de mis amigos para sacarte del apuro, pero sin duda Habakkuk recompensará mi sacrificio.
Bram giró sobre sus talones y se encontró ante un centauro.
—¡Aurestes! —exclamó lleno de sorpresa, pero también de contento, al ver al irascible centauro que lo había guiado hasta el reino de Prímula. Por desgracia, no había tiempo para cortesías.
»Dime, ¿hasta qué punto están agobiados los defensores?
—La batalla hace tan poco tiempo que ha empezado —explicó Aurestes mientras propinaba una patada en el suelo—, que aún hay más miedo que auténticos daños. He visto a dos magos en el patio trasero: uno asesinado y otro malherido.
—¿Quiénes son? —le preguntó Bram, y en seguida advirtió que el centauro no conocía a nadie en Wayreth—. ¿Podrías describírmelos?
El centauro, pensativo, contrajo el rostro.
—El muerto llevaba una túnica blanca.
Bram exhaló un suspiro de alivio.
—El otro era una mujer joven, una intrépida Túnica Negra que hizo frente al jefe de los enemigos. Lo hirió con una daga antes que la montura del líder rival la derribara.
Bram se quedó sin aliento y se puso furioso. No tuvo que pensar, no tuvo que esperar, simplemente lo supo. Sólo Dagamier podía haber sido capaz de encararse a Lyim armada con un simple cuchillo. Por lo menos aún había esperanzas pues la mujer todavía estaba viva.
La apremiante voz de Aurestes lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Bram! Me temo que he visto entrar en la torre al hombre que resultó herido por la maga. Yo iba tras él cuando llegaste.
Los ojos de Bram se abrieron desmesuradamente.
—¿Un hombre con la cabeza rapada? ¿Llevaba un extraño guantelete?
—Sí, era calvo —dijo el centauro después de pensarlo unos instantes—. No recuerdo si llevaba un guantelete o no. Tenía el brazo ensangrentado a causa del ataque de la mujer.
Sin más palabras, Bram se precipitó hacia la torre delantera. Se inclinó para coger la espada de un elfo asesinado y se la sujetó al cinto. Se detuvo en el interior durante unos instantes para reflexionar y escuchar. ¿Adónde habría ido Lyim? No necesitó mucho tiempo para considerarlo, pues precisamente en aquel momento una feérica luz azul cruzó la entrada de la Sala de los Magos. Con ojos medio cerrados para protegerse del resplandor, entró corriendo en la cámara.
A pesar de la luz, no tuvo problema alguno para advertir la presencia de Lyim en lo alto del estrado, en el que las sillas vacías de la Asamblea de los Tres estaban situadas a un nivel superior al de las de los otros dieciocho magos.
El cuerpo de Lyim, que mantenía el guantelete en alto, se convulsionaba como si lo atravesaran potentes descargas eléctricas, y una lluvia de chispas cayó sobre las frías sombras que bordeaban la habitación circular. Estaba ante Bram pero no veía nada. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la espalda muy arqueada; daba la impresión de estar aprisionado por un invisible puño monstruoso. Lyim ya no se encontraba de pie sobre el estrado, sino suspendido de alguna manera sobre él, a una mano de altura, y giraba lentamente en el crepitante aire racheado. Las ropas de Lyim se agitaban violentamente en torno a su cuerpo, pero Bram no notaba la menor brisa.
Y, entretanto, descargas de energía de brillantes tonos púrpura surgían de los muros y del aire y penetraban en el guantelete manchado de sangre de la mano derecha de Lyim. La torre se comportaba como un conductor de todas las energías mágicas que quedaban en el mundo y las dirigía directamente hacia el hombre que quería destruirlas por completo.
Los dedos de Bram se apretaron en torno al bastón que utilizaba para realizar encantamientos. Se sentía como una pajita de sorber a través de la cual fluía la magia, un tubo idóneo para el efecto que esperaba conseguir.
Cerró los ojos y, cuando de repente la energía emergió, lo cual era una señal de que ya había concentrado bastante como para ejecutar el hechizo, osciló ligeramente.
Un sobresaltado grito familiar le hizo perder la concentración. Los ojos de Bram se abrieron desmesuradamente y, llenos de horror, se clavaron en la extremadamente delgada figura de su tía que cruzaba la puerta a toda prisa. Sin advertir la presencia de Bram, Kirah se precipitó hacia el cuerpo cargado de electricidad de Lyim: un halo de energía pareció formarse en torno a ella a medida que se le acercaba.
—¡Kirah, no! —gritó Bram— ¡Por todos los dioses, no te interpongas de nuevo entre nosotros! ¡No vacilaré por segunda vez!
Pero o bien era demasiado tarde para que Kirah refrenara su impulso o bien no le interesaba intentarlo. Se tambaleó hacia adelante como un fantasma y abrió los brazos dispuesta a estrechar a su amante.
La energía que fluía por el interior de Lyim emergió por los brazos de Kirah hasta saturarla. Como no contaba con la protección del guantelete, la mujer quedó expuesta a todo el poder de aquella energía. Durante un momento, un destello de luz cegó a Bram; luego, vio cómo Kirah se desplomaba hacia atrás sobre el duro suelo. Lyim parecía no darse cuenta de lo que había ocurrido.
Bram alzó el bastón ante sus ojos con renovada determinación y encauzó el poder de Chislev a través de su báculo.
El cuerpo de Lyim sufrió unos espasmos, como si hubiera recibido varios golpes físicos. Pero el potentado de Qindaras no era consciente de nada salvo de lo que estaba ocurriendo en su retorcida mente. Bram se concentró en la naturaleza básica de la madera, en la fuerza del roble y del vallenwood. En su mente, carne y sangre se fundieron con la esencia del corazón de ambos árboles. Al otro lado de la habitación, donde una luz vibrante bailaba en torno a la figura de Lyim, que tenía el aspecto de un águila con las alas abiertas, el cuerpo del mago estaba cambiando. Las piernas se le unieron formando una masa sólida que se enraizó en el suelo. Tortuosas descargas de luz danzaban por las puntas de los dedos de Lyim mientras los brazos se le volvían rígidos, la carne se le convertía en corteza y las ropas se le transformaban en hojas y ramas.
Después, la exhibición de luz cesó. El guantelete, ricamente adornado con láminas entrelazadas de marfil, jade y plata, se desprendió del árbol como guante vulgar y cayó al frío suelo de piedra de la sala de audiencias.
Bram apenas lo vio caer pues corría hacia Kirah.
La mujer estaba tumbada y su cuerpo formaba una masa confusa junto al muro. Tenía la carne hinchada y llena de moretones y los ojos hinchados, casi cerrados. Bram levantó a su tía, la recostó en su regazo y le acunó la pálida cabeza.
—Sólo tienes que descansar, Kirah, yo te curaré —le dijo, procurando que su voz sonara más tranquilizadora que desesperada.
La mujer agitó un poquito la pálida cabeza.
—No.
—¡Si no lo hago te morirás!
Kirah se las apañó para sonreír débilmente.
—Hace tiempo que estoy muerta, o por lo menos lo está mi corazón. No puedo imaginarme que la muerte de verdad sea peor.
—No te vayas, Kirah —le rogó Bram—. Ya he perdido a demasiadas personas.
Kirah dirigió su fatigada vista hacia donde Lyim se había convertido en árbol.
—Después de haber estado con él, no podría volver a encararme con la realidad de antes.
—¡Pero Lyim no ha muerto! —exclamó Bram—. Sólo lo he reducido a la forma de árbol, así podrá ser juzgado por sus delitos ante el Cónclave.
—Lo encontrarán culpable y lo matarán —consiguió decir, aunque su voz era cada vez más débil—. Y eso es lo que deben hacer.
Bram no pudo negar que aquel era el destino más probable de Lyim. Pese a todo, tenía que intentarlo.
—¡Aún no ha llegado tu hora, Kirah! ¡Puedes decidir quedarte!
Kirah sonrió, y los labios le temblaron ligeramente.
—Ya tomé una decisión hace mucho tiempo.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, se le cerraron los ojos y su afilado rostro adquirió la más plácida expresión que Bram le había visto.
Al observar la silenciosa y pálida faz de Kirah, vio a la chiquilla que había crecido junto a él, pues se llevaban muy pocos años. Recordó que en otra ocasión ya la había visto cerca de la muerte. En un destello revivió la angustiosa lucha que Guerrand y él habían librado para salvar a Kirah de la plaga de la medusa. Entonces Lyim había tratado de matarla, pero esta vez, cuando todo estaba a favor para que la mujer estuviera a salvo, Lyim se había salido con la suya.
En el preciso momento en que creía que la pena iba a atenazarlo, una mano amable se le posó en el hombro. Bram fue recuperando el aliento en grandes y temblorosos jadeos, y la tensión le hizo sentir dolor en el pecho y los hombros. Sobresaltado, giró sobre sí mismo y vio a Par-Salian.
—Se acabó, Bram —dijo con suavidad el hechicero de cabellera blanca. Se detuvo para recoger el Guantelete de Ventyr, lo levantó a la luz de una antorcha y añadió—: ¡Tantas vidas perdidas a causa de un guante adornado!
Par-Salian suspiró.
—Por lo menos la magia está de nuevo a salvo, gracias a tus esfuerzos.
—¡Tal vez la magia esté segura, pero eso no me sirve de consuelo!
—Has perdido mucho… —empezó a decir Par-Salian mirándolo con expresión grave.
—¿Mucho? —repitió Bram de forma sombría—. ¡Me siento como si lo hubiera perdido todo! ¡Primero Guerrand, ahora Kirah!
—La magia requiere este grado de compromiso a aquellos que la practican. Guerrand lo sabía y lo aceptó.
Bram frunció el entrecejo.
—Empiezo a pensar que fue el más afortunado. Habría preferido que se me hubiera llevado con él. Hasta tal punto estaba deseando abandonar.
Par-Salian frunció los labios.
—Al parecer los dioses te necesitan todavía en este mundo. Me atrevería a decir que porque te favorecieron más que a la mayoría de los mortales —sugirió, y dio unos amables golpecitos en el pecho y en la sien del joven.
La cólera de Bram fue disminuyendo progresivamente hasta devenir una helada aceptación.
—Pero ¿por qué Kirah? No se había comprometido para nada con la magia.
—No, pero tu tía tenía el particular compromiso con Lyim de que no tendría nada que ver con la magia. La devoción a una causa o a una persona… —empezó a decir Par-Salian encogiéndose de hombros desvalidamente— tienen una intensidad parecida.
»A propósito —continuó en un tono más alegre—, Dagamier ha preguntado por ti. La llevamos a mi estudio después de que la hirieran en el patio. Justarius se ocupa de ella.
Bram recuperó el ánimo de forma visible.
—¿Eso quiere decir que vivirá?
Par-Salian le dedicó una amable sonrisa.
—Ladonna está convencida de que Dagamier es demasiado obstinada para morirse.
—¿Puedo ir a verla?
Alguien se aclaró la garganta detrás de Bram y del venerable mago. Al darse la vuelta, Bram vio al rey Weador.
—Mercadior me encargó que descubriera la causa de la precipitada huida de los nabassu. Han escapado en todas direcciones, de forma brusca y sin ninguna explicación, casi como si alguien los persiguiera —dijo Weador. Echó un vistazo a la figura de Lyim convertido en árbol y luego al reluciente guantelete que Par-Salian sostenía en la mano, y asintió moviendo la cabeza con expresión sombría—. Creí detectar una diferencia en la materia mágica.
—¿Se han ido? —repitió Bram en tono apagado, pero ya había comprendido por qué los nabassu habían desaparecido. Lyim había sacado aquellas criaturas del Abismo, y su muerte las había liberado de su servidumbre. Las había emancipado a todas.
Bram suspiró y levantó la vista hacia Par-Salian.
—Hemos acabado, ¿no es cierto? Por fin nos hemos librado de Lyim Rhistadt.
El portavoz de las Órdenes de la Magia advirtió la chispa de la esperanza en el dolorido corazón de Bram y le sonrió lleno de agradecimiento.
—Nos hemos librado de su amenaza, Bram —afirmó Par-Salian mirando con admiración el retorcido tronco que resultaba totalmente incongruente en la chamuscada cámara de la Asamblea—. Todavía deberemos ocuparnos de ese hombre, pero eso será a su debido tiempo.
»De momento, Justarius y Ladonna están organizando la vuelta a la normalidad de la torre. Mientras estamos conversando están trasladando libros de encantamientos y utensilios desde sus escondrijos a los lugares que ocupaban en bibliotecas y laboratorios. Antes de que se reúnan con nosotros, Bram, quisiera hablarte de algo que no me he podido quitar de la cabeza desde que llegaste de Qindaras.
El tono del mago de túnica blanca preocupó a Bram.
—¿De qué se trata, Par-Salian? ¿Alguna otra cosa va mal?
—No, Bram. No obstante, me he estado preguntando si has pensado lo que vas a hacer en el futuro.
—No he tenido mucho tiempo para pensarlo —respondió Bram parpadeando—, pero supongo que regresaré a Thonvil después de visitar a Dagamier. ¿Por qué?
—Has defendido la magia como si hubieras sido uno de los guardianes del Bastión. Creo que fue Dagamier la que puso de relieve que tú, de hecho, fuiste su séptimo centinela —explicó el venerable mago, poco menos que ruborizándose—. ¿Qué te parecería vincularte a las Órdenes mediante tu palabra y con la realización de un aprendizaje de magia?
Bram se asustó aún más.
—¿Contigo?
—No me he hecho cargo de ningún estudiante desde hace muchas décadas —confesó Par-Salian—, pero no he encontrado jamás a nadie con tantas aptitudes, ni siquiera Guerrand. En sentido absolutamente literal, llevas la magia en las venas. Estas últimas semanas te he observado mientras estabas con Dagamier. Estarías preparado para la Prueba en un tiempo récord, estoy seguro. Las Órdenes podrían utilizar un mago tan importante como tú llegarás a ser, alguien que tendría autoridad tanto en el ámbito de la magia de los hechiceros como en el de los tuatha.
Aunque asombrado, Bram se sentía indudablemente halagado. E interesado. Pero en aquel momento todavía no podía aceptar.
—Ante todo, tengo que enterrar a mi tía —le dijo a Par-Salian.
La blanca cabeza de Par-Salian se inclinó respetuosamente.
—Por supuesto. Hay muchos muertos que enterrar y muchos heridos que curar.
El experto hechicero se volvió hacia Lyim convertido en árbol, movió la mano de un lado a otro del mismo y después la cerró en un puño. El árbol, con sus múltiples zarcillos y ramas colgantes tembló ligeramente y luego desapareció de la vista: había migrado a un lugar seguro sólo conocido por Par-Salian.
El mago se miró la mano brevemente y se dirigió de nuevo a Bram.
—Después de mucho tiempo, de nuevo podemos estar tranquilos. Gracias.
El maestro de la Orden Blanca se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta que conducía a la torre delantera.
—Por lo que respecta a la otra cuestión, ya sabes dónde me puedes encontrar cuando estés listo, Bram. Wayreth siempre tendrá las puertas abiertas para ti.
—Gracias —dijo Bram con sincero afecto—. Si la Asamblea no me necesita para nada más, voy a encargarme de los preparativos para el traslado de Kirah a Thonvil. Habría preferido contar con el efecto balsámico de viajar cruzando el país, pero me temo que yo solo no podría conseguirlo. Tendré que llevármela por la vía feérica.
—Que los dioses te sean propicios —dijo el mago levantando una mano llena de venas azuladas en señal de despedida.
Bram miró a Kirah. En aquel momento, se sentía más en paz con la paz de ella.
—Emprende tú tu viaje terapéutico y deja que nosotros transportemos a tu tía en tu lugar por la vía feérica —le susurró Weador en voz tan baja que el joven no se asustó, pese a que se había olvidado de que el rey tuatha seguía en la sala—. Sabes que ella estará tan segura con Cynarabajo y los demás como si estuviera en las manos de la mismísima Chislev.
Bram quedó impresionado por el ofrecimiento.
—Ya nos has ayudado muchísimo, rey Weador.
El tuatha sonrió irónicamente.
—Recuerda que los tuatha nos beneficiamos de la energía positiva de los humanos. Incluso de la de los medio humanos —explicó. De repente se puso serio—. Me gustaría que estudiaras con Par-Salian, Bram. Creo que es tu destino.
El rey, acertadamente, interpretó el pensativo silencio de Bram como una aceptación. A pesar de su estatus regio y de su pequeña estatura, Weador tomó en brazos la ligera figura de Kirah con la ternura de un padre.
Tras una animosa inclinación de cabeza, el rey de los tuatha y su silenciosa carga desaparecieron de la vista.
Bram pensó que el hecho de ver a Dagamier le tonificaría el ánimo. Recogió su querido bastón y salió de la Sala de los Magos. Cruzó la puerta de la torre delantera y vio que los magos ya estaban utilizando medios mágicos para quitar los cuerpos y las estacas defensivas y para rellenar los fosos. Un trabajo que había costado semanas realizar a mano sería mágicamente deshecho en menos de un día. Mercadior y sus caballeros y Aurestes y sus centauros al parecer ya se habían ido, y era muy poco probable que volvieran alguna vez. A Bram le hubiera gustado poder darles las gracias, o por lo menos despedirse de ellos…
Bram sabía que, cuando saliera de la torre después de ver a Dagamier, no se iría para siempre. La primavera en los paramos de Ergoth del Norte le curaría el espíritu. El tiempo le curaría el corazón.
Y entonces regresaría y dejaría que la magia le llenara el alma.