—¡Aquí estás! —exclamó Bram al ver a Dagamier—. Par-Salian me dijo que te encontraría aquí —añadió. Cruzó el umbral y entró en la pequeña torre que constituía el vértice occidental del triángulo equilátero que rodeaba el conjunto de edificios de la torre de Wayreth—. Siempre me he preguntado por qué los primeros hechiceros dieron a estos edificios el nombre de Torre de la Alta Hechicería, cuando, de hecho, aquí hay cinco torres por lo menos, sin mencionar las dos delanteras.
—Por tradición —gruñó la hechicera de túnica negra. Dagamier, con la pala que manejaba con una mano, iba metiendo arena húmeda en un saco de arpillera que mantenía abierto con la otra mano. Pero le resultaba bastante dificultoso introducir la pala por la estrecha boca del saco. Lanzó la herramienta a un lado emitiendo un soplido de descontento y se secó la frente llena de sudor y de granitos de arena con el dorso de su fina mano—. Estaba supervisando a los trabajadores que excavan las trincheras en la parte delantera, pero por lo que parece, los elfos que el Orador de los Soles nos había mandado de Qualinesti no estuvieron de acuerdo con mis directrices —explicó sin enfado.
Dagamier hablaba del reducido ejército de enanos y elfos qualinesti que se habían agrupado para contribuir a la defensa de la Torre de la Alta Hechicería. Durante varios días habían estado ocupados excavando estrechos canales, plantando afiladas estacas y levantando muros para proteger la torre de un asalto convencional, puesto que las defensas mágicas de la misma no funcionaban de forma adecuada por culpa del guantelete de Lyim. Espías al servicio de la Asamblea de los Tres situaban las fuerzas de Lyim a varios días de marcha al este de Thorbardin, de modo que los defensores de Wayreth trabajaban más de prisa que nunca en su empeño por fortificar la plaza.
—Creo que Par-Salian me asignó esta tarea para tenerme entretenida. Debo llenar tantos sacos de estos como pueda para que podamos dejarlos caer sobre los invasores desde las murallas de la torre —explicó. Su expresión reflejaba una mezcla de premura e irritación ante los resultados de su trabajo—. Me las he apañado para llenar exactamente dos sacos. A este ritmo será mejor confiar en que Lyim y sus tropas sean detenidas en Thorbardin.
—No podemos contar con ello —dijo Bram, aunque se había dado cuenta del absoluto cinismo de las palabras de Dagamier—. Deja que te ayude —añadió. Se le acercó rápidamente y levantó la pala—. Estoy acostumbrado a trabajar duro, o por lo menos lo estaba cuando tenía que arar los campos de Thonvil con mis propias manos.
Dagamier se agachó y mantuvo el saco abierto ante la cargada pala de Bram.
—Siempre había pensado que los lores tenían arrendatarios o por lo menos bueyes para esta clase de trabajos.
Bram soltó una carcajada al recordar la realidad de su pasado.
—Ahora los tengo, pero antes, cuando nos conocimos en el primer Bastión, no los tenía.
—Han cambiado muchas cosas desde entonces, ¿verdad? —comentó Dagamier.
Bram, pensativamente, asintió con la cabeza. Siguió dando paletadas mientras Dagamier ensacaba la arena, trabajando ambos en silencio durante cierto tiempo.
Durante las últimas semanas, en el intervalo de una a otra reunión con la Asamblea de los Tres, habían compartido muchos aspectos de sus vidas desde su primer encuentro en el Bastión. La mayor parte de lo que se decían brotaba espontáneamente de las conversaciones sobre sus diferentes disciplinas mágicas. Bram se dio cuenta, mientras trabajaban en silencio, que si bien ella conocía su vida en Thonvil, él no sabía nada de lo que fue de Dagamier antes de su primer trabajo como guardiana del Bastión.
—Encontré algunas cartas de Guerrand durante mi breve regreso al castillo de los DiThon —comentó Bram—. Entre ellas, había una que escribió desde el Bastión a un gnomo amigo suyo, aunque no creo que Rand llegara a enviarla. Hablaba de ti.
—¿Ah sí?
—Rand escribió que siempre andaba a la greña contigo y no estaba seguro de que una vida entera de estudio lo ayudase a comprenderte.
Dagamier alzó la vista desde la bolsa que sostenía; su expresión reflejaba una mezcla de diversión y enfado.
—¿De veras?
—Si te lo menciono es porque eso me ha dado mucho que pensar —dijo Bram precipitadamente—. No sé gran cosa de ti, excepto que, a diferencia de Rand, me siento muy a gusto contigo.
La mujer no quiso levantar la vista para mirarlo a los ojos, pero Bram pudo ver un ligero rubor en la piel de alabastro de sus mejillas.
—Bueno, ¿qué más quieres saber?
El joven interrumpió el trabajo y se inclinó sobre el mango de madera de la pala.
—No lo sé con exactitud. ¿De dónde eres? ¿Tienes parientes? ¿Qué te hace sentir feliz?
Dagamier abandonó su posición arrodillada para ponerse en pie, se limpió la arena de las rodillas y se dirigió a un banco cercano para sentarse.
—Estas preguntas son bastante fáciles de contestar —dijo. Dobló las manos sobre el regazo con un recato que contrastaba con el modo en que la túnica se le abría sensualmente a la altura de las rodillas—. No lo sé, no lo sé y la magia.
Poco faltó para que Bram soltara el mango de la pala.
—¿No sabes de dónde eres? ¿Cómo es posible?
—Esa es una extraña pregunta en alguien que acaba de descubrir su auténtico origen —comentó Dagamier sin ánimo de ofenderlo.
»En mi caso —continuó la maga—, la explicación es bastante simple: fui la única superviviente de un naufragio en el estrecho de Algoni, en las costas de Ergoth del Sur. Sencillamente, un día, en Pontigoth, la corriente arrastró hasta la orilla la tabla a la que me había agarrado. Por supuesto, yo no me acuerdo de todo eso, pues era una niña muy pequeña, pero me lo contó Lomas, el pescador que me encontró y que me acogió en su casa. El último de su familia murió de sífilis cuando yo estaba a punto de cumplir once años. Después de esa desgracia, viví en las calles, algo que no está tan mal en Pontigoth, un lugar bastante seguro para lo que suelen ser las ciudades portuarias. Encontré a un mago, me enamoré del Arte y, finalmente, me encaminé hasta aquí para pasar la Prueba. Fin de la historia. O principio de la misma, según prefieras.
—¿O sea que supones que tus padres se hundieron con el barco?
Cuando Dagamier asintió con la cabeza, Bram añadió:
—Entonces, no tienes ni idea de quiénes eran y ahora no tienes ninguna casa familiar adónde ir.
Dagamier expresó su despreocupación por tal detalle encogiéndose de hombros.
—A mí esas cosas nunca me han parecido importantes. En primer lugar tuve a la familia de Lomas, luego al mago por breve tiempo y después a Ladonna, que reconoció mi valía durante la Prueba y que desde entonces me ha protegido.
Bram la miró con ojos parcialmente cerrados.
—De una extraña manera, siempre me has hecho pensar en el aspecto que Ladonna pudo haber tenido cuando era joven.
Dagamier rio entre dientes.
—Esto no se lo digas a Ladonna. Hace lo indecible para que la gente crea que todavía es joven. Además, no es tan extraño que yo, de forma inconsciente, imite a mi protectora. Tú te pareces mucho a tu tío.
—Rand y yo éramos parientes —repuso Bram—, pero ya veo lo que quieres decir —añadió el joven. Miró con un renovado aprecio a la decidida mujer que se había hecho a sí misma—. Has tenido una vida dura, ¿no es cierto?
—¿Acaso no la han tenido así todos? —repuso ella—. Es un mundo duro —añadió Dagamier. Frunció el entrecejo para expresar la incomodidad que sentía porque la conversación había derivado hacia su persona—. Y todavía es más duro sin el empleo de la magia, una situación que podría llegar a eternizarse si no conseguimos llenar los sacos que nos faltan.
La mujer se volvió hacia el montón de arena y suspiró resignadamente mientras abría un saco.
—¿Por qué no dejas que realice un encantamiento para secar esta arena y conseguir que sea menos fatigosa de manejar con la pala? —sugirió el joven.
—Adelante.
Bram asió firmemente su bastón con una mano y se concentró en la arena. En vez del oscuro y húmedo montón, se imaginó un viento cálido que soplaba sobre la arena y que evaporaba la humedad. Mientras tenía lugar ese proceso mental, la arena fue adquiriendo un color más claro. Al poco rato, por la seca superficie rodaban granitos de arena.
Dagamier, encantada, le guiñó el ojo. Apartó la fina capa de arena seca y descubrió la masa oscura y húmeda que había debajo. La hechicera le apretó el hombro para animarlo.
Un fino vapor empezó a levantarse del montón de arena hasta que toda la pila quedó seca como el polvo.
Dagamier, llena de satisfacción, contempló el fruto de los esfuerzos de Bram.
—Par-Salian estará encantado —dijo la mujer—. Gracias.
—¿Por qué?
—Por haber vuelto a aportar magia a mi vida. Me he sentido tan desvalida sin ella…, esperando tan sólo cuál sería el próximo movimiento de Lyim.
Bram se ruborizó de contento.
—Ha sido un encantamiento menor, créeme.
Dagamier bajó la vista hacia la cálida mano morena que reposaba suavemente sobre su hombro.
—A mí me pareció sensacional.
La mano de Bram volvió a su costado.
—No tendremos que esperar mucho más —dijo rápidamente para disimular su confusión—. Hemos trabajado duro para estar preparados. Podemos impedir que Lyim se nos adelante.
—Sí, creo que sí —corroboró Dagamier, quien, con una expectante sonrisa, pareció desembarazarse de su habitual estado de ánimo pesimista—. Cuando has llegado a la torre delantera, has dicho: «Aquí estás» —le recordó ella—. ¿Has venido para ensacar arena o bien por alguna otra razón?
—¿Qué? Ah, sí —exclamó Bram. Tenía la mente y el corazón muy acelerados por lo que apenas podía pensar con sensatez—. Sí, vine para despedirme de ti antes de irme a Thorbardin.
La alarma ensombreció de nuevo el rostro de Dagamier.
—Pensaba que habías venido para quedarte con… los demás magos, por si Lyim consigue abrirse paso y se acerca a Wayreth.
—Esta mañana, la Asamblea de los Tres decidió enviarme a reforzar con mi magia las defensas del exterior de la ciudad de los enanos. —Sonrió apesadumbrado—. Lo que realmente quieren de mí, según creo, es que evite que los enanos de las montañas y de las colinas se peleen entre ellos, y que impida que el obstinado Mercadior trate de dominarlos por la fuerza a todos. En cualquier caso, puedo tomar la vía feérica y regresar aquí si se requiere mi presencia.
Dagamier se esforzó en suavizar su tono.
—Entonces, deberíamos decirnos «hasta luego» en lugar de «adiós».
—«Adiós» es más tradicional —dijo Bram sonriéndole cálidamente con la mirada. Al darse la vuelta para marcharse, alargó la mano y de forma impulsiva le acarició la mejilla. Con gran sorpresa, el joven vio cómo la mano de Dagamier se alzaba y retenía la suya unos instantes.
—Hasta luego —dijo la mujer con voz suave, soltando la mano de Bram con visible pesar.
—Desde luego —le respondió Bram con un nudo en la garganta—. ¡Me debes clases de magia y pienso cobrármelas!
Entre risas, Dagamier lo empujó sin miramientos hacia la puerta.
—Vete a salvar Thorbardin, así los demás podremos quedarnos aquí sin nada que hacer.
Bram dedicó una animosa sonrisa a la hechicera de túnica negra mientras cruzaba el umbral de la puerta.
Un viento frío levantó los bordes de la capa de Bram y se coló por debajo de ella hasta ponerle la carne de gallina. Sin embargo, el tiempo no le preocupaba; el viento que le estremecía el cuerpo soplaba del este y transportaba los ruidos de un ejército en marcha. Todavía eran débiles, tan sólo lejanos rumores y golpeteos que de forma sucesiva se disipaban hasta desaparecer y luego reaparecían, aunque para captarlos había que escuchar con gran atención.
Varios exploradores de los enanos que habían sido apostados en el lejano este ya habían proporcionado sus informes. Cuando Bram llegó desde Wayreth y se unió a las fuerzas allí reunidas, al principio le sorprendió ver que utilizaban enanos en puestos avanzados. Con sus piernas cortas, ¿cómo podían transportar un mensaje al ejército principal con la velocidad suficiente para que la información siguiera siendo útil? Pero su gran resistencia los capacitaba para correr poco menos que todo el día sin detenerse a descansar. De hecho, aquella misma mañana, Bram vio llegar a dos enanos que habían estado corriendo desde la tarde anterior tras espiar la vanguardia del ejército de Lyim, que seguía avanzando, y todavía fueron capaces de ofrecer un preciso relato de lo que habían visto. Bram empezaba a creer en las asombrosas leyendas sobre la resistencia de los enanos que circulaban en forma de cuentos increíbles por Ergoth del Norte.
Los enanos exploradores comunicaron que las fuerzas provenientes de Qindaras habían marchado en dirección norte a partir de las Praderas de Arena y que luego habían seguido las colinas a lo largo de la costa suroeste del Nuevo Mar. Allí, el ejército tomó el camino principal de Casacolina, que conduce directamente a las montañas y a las fértiles tierras del oeste. Y a Wayreth.
Si alguien había albergado esperanzas en otro sentido, ahora ya no cabía la menor duda de que el objetivo de Lyim era la Torre de la Alta Hechicería. Thorbardin no representaba ninguna amenaza ni tenía el menor interés para un antiguo mago que se había propuesto destruir la magia. La torre situada más allá de la ciudad de los enanos era el único objetivo lógico, dado que contenía la mayor concentración de energía mágica y de conocimientos emplazados fuera de la mismísima Ciudadela Perdida. Si destruían la torre, la causa de la magia resultaría irreparablemente dañada.
Una accidentada barrera obstaculizaba el avance de Lyim: la cordillera de las Montañas Kharolis. En las inmediaciones del asentamiento de los enanos de Casacolina, unas veinte leguas al norte de Thorbardin, había una abertura en la parte nordeste de las Montañas Kharolis conocida con el nombre de «el Paso». No se trataba de un verdadero paso, sino de una brecha en las montañas, como si una mano gigantesca hubiera excavado un valle de un lado a otro de la cordillera. El Paso era el único lugar por el que un ejército podía cruzar la cadena montañosa. Comunicaba las marismas del extremo sur de las Llanuras de Dergoth con la costa oeste del Nuevo Mar. El Paso medía menos de una legua de anchura, pero un ejército no podía pedir una vía mejor para cruzar las montañas. Si el ejército de Lyim conseguía pasar por allí, sería imposible detenerlo.
Las fuerzas decididas a detener el avance de Lyim incluían los trescientos caballeros de Mercadior y una hueste de enanos que constaba de poco menos de quinientos, entre enanos de la colina y hylar de la montaña, enemistados entre sí. Los enanos habían aparcado sus rencillas, por lo menos de forma temporal, para presentar batalla a la legión de Lyim.
Por el lejano oeste, Bram apenas distinguía el redondo contorno del Monte de la Calavera. Había oído las leyendas de la antigua construcción de los magos. Originalmente conocidas como Zhaman, las agujas de la fortaleza mágica se habían alzado sobre las Llanuras de Dergoth, pero una explosión provocada por el famoso mago Fistandantilus durante las guerras de Dwarfgate, había ocasionado el derrumbe del edificio ocasionando el deplorable montón de escombros que ahora se veía. La misteriosa forma de cráneo seguía levantándose, solitaria, y destacaba sobre la desolada planicie de la Marisma, una enorme extensión de enmarañada y maloliente tierra pantanosa.
Bram recorrió con la mirada la pared rocosa de la montaña que formaba el flanco sur del Paso. Centenares de robustos enanos hylar provenientes de Thorbardin no tardarían en ocultarse entre aquellas rocas, listos para desencadenar una avalancha sobre el desprevenido ejército que se acercaba. Un destacamento de parecido contingente sería dispuesto de forma similar en el flanco norte.
—Recordad a vuestros lugartenientes que esperen a que el ejército esté a medio camino antes de desencadenar el desprendimiento de rocas —explicó Thane Hothjor, el jefe del contingente del interior de Thorbardin. Era alto para ser un enano, tan sólo una cabeza más bajo que Bram, y de complexión muy robusta. La gran y ennegrecida hacha que Hothjor balanceaba con tanta facilidad como si fuera un palo pesaba probablemente la mitad que él, pensaba Bram sin dar crédito a sus ojos.
Hothjor se dirigía al representante de Casacolina, un enano cuadrado que nunca sonreía llamado Tybalt Fireforge, que era el jefe de las fuerzas del orden de la Villa. Incluso en aquel momento llevaba uniforme de policía: peto y hombreras protectoras de piel reluciente, endurecida con aceite hirviendo y teñida de azul; debajo, camisa gris hasta las rodillas, piernas envueltas en tela gris y botas de cuero de suela gruesa. El resto de las fuerzas neidar, que esperaban en la colina, no iban tan esmeradamente vestidas; la mayoría eran granjeros, buenos trabajadores de poderosos músculos que llevaban armaduras que no eran de su medida pero que no por ello eran menos efectivas. Casacolina tenía un alcalde, un holden, pero se rumoreaba que estaba demasiado bien instalado en una cálida casa de campo como para tomar parte en la lucha. Además, no le habría llegado a la suela del zapato al vitriólico Fireforge.
—No te preocupes por cómo mis hombres cumplirán mis órdenes, hylar —le espetó Tybalt Pireforge—; limítate a evitar que tus zapadores huyan como cobardes cuando vean al enemigo.
El rostro de Thane Hothjor se volvió de color púrpura.
—Mira, tú…
—Señores —interrumpió Bram poniendo sendas manos sobre los anchos hombros de los dos enanos—, comprendo que vuestro pueblo tiene una historia llena de amarguras, pero…
—¿Llamas «amarguras» a la Gran Traición? —aulló el joven Fireforge—. ¡Por las Barbas de Reorx! Su gente cerró las puertas de Thorbardin a mis ancestros durante el Cataclismo. ¡Dejó que los enanos de la colina se murieran de hambre, que sufrieran toda la fuerza del castigo de los dioses!
—No obstante. —Bram lo volvió a cortar antes de que Hothjor descargara toda su furia para defender a su pueblo—, tenéis que dejar vuestras diferencias a un lado para superar esta nueva amenaza. Por favor, guardad vuestra cólera para el enemigo.
—Nosotros sólo estamos de acuerdo en colaborar en la salvación de Casacolina —gruñó Fireforge.
—Y los hylar hemos venido de Thorbardin únicamente para luchar a cambio de recuperar el Guantelete de Ventyr, que nunca hubiera debido salir de nuestras arcas —proclamó Hothjor.
Fireforge arqueó una acusadora ceja.
—Alguien menos caritativo podría sugerir que la responsabilidad de toda esta crisis podría estar en las feas manos de los hylar.
—¡Ocurrió hace siglos!
—Mis queridos enanos —interrumpió el emperador Mercardior, golpeando con impaciencia los guanteletes de combate contra la palma de la mano—, todos tendremos la culpa de la destrucción de la magia si no nos ponemos a revisar nuestros planes de defensa. ¿Hothjor? —añadió el emperador, e hizo una malhumorada señal con la mano hacia el Thane hylar para que continuara.
Dedicando a Fireforge una desdeñosa sonrisa de superioridad, los ojos de Hothjor se estrecharon hasta formar dos rendijas centelleantes en su rostro barbudo y cruzado por cicatrices.
—El Paso es demasiado ancho para infligirles daños de consideración con una avalancha —resumió con su voz atronadora—. A menos que el ejército esté mucho más abiertamente desplegado de lo que suponemos. No nos proponemos aplastarlos con las rocas. Queremos provocarles pánico para separar la cola de la columna de la vanguardia. Una vez el ejército esté dividido, los enanos de la colina y los caballeros de Mercadior apostados en la llanura cargarán contra los que corran hacia el oeste. Nuestra misión, llegados a este punto, será bajar al fondo del Paso para impedir que las dos mitades del ejército se reunifiquen; así podremos destruir primero una parte y después la otra.
Hothjor se pasó los dedos por la larga barba.
—Tendremos que hacer frente a un enemigo mucho más numeroso que nosotros, aun en el caso de enfrentarnos a la mitad del ejército invasor. Y es de esperar que, una vez el curso de la batalla resulte evidente, una parte de los atrapados al oeste de nuestra posición se darán la vuelta y tratarán de abrirse paso hacia nosotros. Cuando eso suceda, nos veremos atrapados en medio de un ejército que será superior al nuestro en una proporción de ocho a uno. Pero todos y cada uno de los hylar se mantendrán en su puesto sin flaquear y seremos el yunque contra el cual el martillo de Mercadior masacrará a los invasores. ¡Será un día especialmente glorioso!
Dicho esto, los oficiales hylar allí reunidos golpearon sus hachas y martillos contra los escudos y patearon con sus gruesas botas, una molesta costumbre que Bram había visto practicar tanto a los neidar como a los hylar. Estos, con pesadas armaduras, largas barbas y trenzas, y empuñando armas grabadas con runas, tenían un intimidante aspecto. Sus vítores provocaron tal estruendo que Bram temió que se desencadenase la cuidadosamente planeada avalancha. Pero ante un gesto de Hothjor con el hacha, los hylar se callaron al instante. Una dura mirada del hosco Fireforge acalló también a los oficiales neidar de Casacolina.
Hothjor ladró una sola orden:
—¡En marcha!
Los hylar se dieron la vuelta y desaparecieron entre las rocas con tanta agilidad como las cabras montesas. Bram se quedó contemplando lleno de asombro cómo las ondulantes plumas de sus yelmos oscilaban por encima de las rocas erosionadas hasta que desaparecían.
Mercadior se volvió hacia Bram.
»Por supuesto, tú eres el elemento crucial, Bram. Nuestra emboscada está prevista no sólo para destruir al enemigo sino para proporcionarte la ocasión de atacar a Lyim con tu magia tuatha. Con un poco de suerte, todavía no conoce nuestras fuerzas, por lo tanto no espera encontrarte aquí —explicó Mercadior. Luego bajó la voz, aunque, en cualquier caso, Hothjor y Fireforge hablaban con sus lugartenientes y ya no le escuchaban—. Me sentiría más tranquilo si desempeñaras tu misión bajo la protección de mis caballeros.
—Con el debido respeto, señor —repuso Bram, tan diplomáticamente como le fue posible—, necesitaré la ventaja que me proporcione estar en la ladera de la montaña. Tal vez no podría divisar a Lyim desde abajo, desde la llanura donde estarán tus jinetes.
—No me gusta —dijo Mercadior frunciendo el entrecejo—; pero yo no tengo tu perspectiva mágica. Muy bien, DiThon, en este punto voy a confiar en tu criterio. Pero recuerda que estás aquí sólo para enfrentarte directamente a Rhistadt. De su ejército ya se ocuparán los guerreros.
El emperador frunció los labios y miró con los ojos medio cerrados hacia el este, como si pensara ver al ejército de Lyim avanzando hacia ellos.
—También yo voy a reunirme con mis tropas —le comunicó Mercadior, atrayendo de nuevo de forma intencionada a Fireforge y a Hothjor a la conversación.
El plan de ataque lo había desarrollado el emperador Mercadior. Los contingentes de enanos habían mostrado su acuerdo sobre todo porque mantenía sus respectivas fuerzas separadas por completo; ni los hylar ni los neidar habrían aceptado luchar codo con codo. Con el macizo yelmo sujeto bajo el brazo izquierdo, el emperador de Ergoth del Norte extendió la mano derecha, primero en dirección a Hothjor y luego hacia Fireforge.
—Espero que nos volvamos a ver después de la batalla —les deseó estrechando las robustas manos de los enanos. Los guerreros parecían compartir un vínculo más estrecho de lo esperable dada su breve relación.
Bram se sobresaltó un poco cuando, a continuación, Mercadior le dedicó la misma salutación guerrera. Luego, el emperador se dio la vuelta y bajó como pudo por la pronunciada pendiente hasta el lugar en el que aguardaba su caballo de guerra junto a varios de sus caballeros. Mercadior montó y cabalgó hacia el oeste; finalmente desapareció en la larga y ancha depresión que cobijaba a los caballeros ergothianos y a los enanos de la colina. Desde lo alto de las rocas, Bram veía las puntas de las lanzas y las plumas de los yelmos repartidas de forma irregular, pero sabía que, gracias al terreno ondulado, estaban absolutamente fuera de la vista de quienquiera que avanzase por el Paso.
Bram se dio cuenta de que ya había llegado el momento de invocar la habilidad más utilizada por los tuatha, algo que podía hacer en virtud de su naturaleza medio tuatha. Al cabo de unos momentos de concentración en los que se imaginó a sí mismo como si fuera el viento, se «amortajó» haciéndose invisible.
Acto seguido, empezó una serie de complicados gestos y entonaciones que, en su momento, harían que el cielo gris del campo de batalla se convirtiera en un inmenso caldero oscuro y tempestuoso. Bram no tenía intención de provocar la lluvia —por lo menos todavía no—, pero manipular nubes tormentosas con la magia tuatha podía resultar mucho más eficiente. El encantamiento tardó un cierto tiempo en completarse, y aún costaría un poco más conseguir que las nubes de tormenta cubrieran el cielo.
Cuando Bram terminó el hechizo, el ruido de las huestes que se aproximaban ya era perfectamente distinguible; nadie podía negarlo. Con el corazón acelerado, Bram exploró el horizonte por el este. El terreno descendía de forma gradual con abundantes repliegues y elevaciones. Poco después, divisó diminutas manchas negras que aparecían y desaparecían entre las crestas. Al principio eran escasas y supuso que se trataba de exploradores avanzados. Pero al cabo de poco se convirtieron en incontables puntos que parecían fluir como un río por las pequeñas laderas. Las manchas se fueron haciendo mayores y más definidas, y Bram no tardó en distinguir individuos en medio de la masa.
El pánico empezó a hacer mella en su ánimo. Los exploradores estaban muy por delante del cuerpo principal, y avistarían a los guerreros ergothianos y a los enanos de las colinas antes de que pudieran prepararles la trampa. En cuanto los exploradores advirtieran el peligro, sus gritos alertarían al resto del ejército de Lyim. No sólo fracasaría la emboscada, sino que todo el contingente estaría en grave peligro.
Bram retuvo el aliento mientras los exploradores continuaban adelante. Cuando calculó que debían de estar aproximadamente sobre el ejército de Mercadior, los vio descender por una poco menos que imperceptible depresión del terreno. En un abrir y cerrar de ojos, más de la mitad de ellos cayeron al suelo. Los cuadrillos disparados por las pesadas y potentes ballestas de los enanos de Casacolina, que se habían escondido entre la hierba alta, los habían atravesado. En cuestión de momentos, los sobrevivientes se vieron superados por otros enanos que parecían salidos del interior de la tierra. Bram apenas podía dar crédito a sus ojos al ver la rapidez y el sigilo con que los enanos realizaban su trabajo. Alguien —tal vez Mercadior— había previsto la necesidad de neutralizar a los exploradores que iban muy por delante del grueso del ejército.
En aquel momento la primera línea del cuerpo principal estaba entrando en el Paso. Convencidos de que si hubiera habido algún peligro sus exploradores los habrían alertado, la columna marchaba despreocupada. Avanzaban formando una extensa y desorganizada muchedumbre. Muchos llevaban las lanzas y alabardas apoyadas sobre el hombro, otros las asían de la parte superior y arrastraban por el suelo el extremo de los mangos. Algunos se protegían con armaduras, pero la mayoría no. A los lados de los soldados provistos de armas había incontables carros, carretas, caballos, asnos, magníficos carruajes, incluso mujeres y niños que marchaban con la multitud.
Bram escudriñó el campo en pos de alguna señal que indicara la presencia de Lyim. Había confiado en que el potentado sería fácil de divisar.
«Quizá Lyim va montado en uno de esos carruajes cerrados —pensó Bram—. ¿Va Kirah con él? ¿O mi tía se ha quedado en Qindaras?».
Sus pensamientos se vieron interrumpidos de forma brusca por el ruido de una roca que habían empujado desde la ladera de la montaña y que se precipitaba hacia el fondo del desfiladero. El ataque había empezado. El aire se vio invadido por el ruido de las rocas al quebrarse. Centenares de hylar cargaban su peso sobre grandes palancas hincadas bajo rocas estratégicas en la ladera del Paso. El ruido se convirtió en estruendo, y luego en un tremebundo rugido. Rocas de todos tamaños, desde piedras como puños hasta bloques grandes como casas, rodaban y se desplomaban pendiente abajo. La ladera de la montaña, que momentos antes estaba sumida en un apacible silencio, se transformó en un violento torrente de rocas, árboles y tierra. Bram sentía temblar la montaña bajo sus pies.
Por debajo de donde se encontraba, los hylar ya habían dejado a un lado las palancas y habían tomado las armas: los macizos martillos, hachas, mazas y picos, y las pesadas espadas preferidas por los de su raza. Al igual que los mismísimos enanos, muchas de esas armas tenían una edad de varios siglos. Pero Bram sabía que incluso esas armas anteriores al Cataclismo estaban afiladas como cuchillas de afeitar y eran tan resistentes como aquellas montañas.
Los hylar, aullando «¡Thorbardin!», su grito de guerra, se lanzaron ladera abajo, ahora convertida en un terreno arrasado y cubierto sólo de tierra suelta. Por el fondo del desfiladero, la enorme masa de rocas y de tierra seguía avanzando bajo el empuje de la tremenda inercia. La turbamulta se atropellaba en el Paso. Los que se encontraban en los flancos del ejército de Qindaras corrían aterrorizados hacia el centro para escapar de la avalancha. El ejército de Qindaras había sido aplastado por el centro y parecía un enorme reloj de arena puesto de lado.
Pero mientras el desprendimiento de rocas iba llegando a su fin, una segunda oleada de terror surgió bruscamente del arremolinado polvo y penetró entre la compactada masa de gente de Qindaras. La nueva fuerza de enanos se lanzó por el removido y resquebrajado terreno con tanta facilidad como si fuera un campo arado. Bram casi pudo oír el crujido que produjo la avanzadilla del embravecido grupo al chocar contra los arracimados y asombrados enemigos.
El gutural y estruendoso grito de guerra de los enanos se mezclaba con los chillidos de los agonizantes y con los alaridos de los hombres. El incesante ruido metálico del entrechocar de los aceros destacaba por encima de los demás sonidos. Desde la posición de Bram, muy elevada respecto al campo de batalla, no se podían diferenciar los ruidos. Sólo se apreciaba un constante rugido, como una cascada de acero. El joven advirtió que los enanos de ambos lados del Paso conseguían avanzar con facilidad a través de las filas de la milicia de Lyim, dominada por el pánico. No parecían más obstaculizados por la resistencia armada de sus enemigos que por los cuerpos caídos, abatidos como centeno pisoteado. Les iba a costar poco a los dos grupos de enanos encontrarse en el medio. En aquel momento, lo único que tenían que hacer era mantener sus posiciones hasta que el ejército de Lyim fuera vencido.
Lejos del paralizante apretujamiento de cuerpos en la parte más estrecha del Paso, los oficiales de Lyim estaban organizando las tropas y preparando el inevitable contraataque. El plan de Mercadior estaba desarrollándose de maravilla. Los humanos parecían no considerar la posibilidad de un ataque desde ninguna otra dirección.
Bram trató de encontrar alguna señal de la presencia de Lyim Rhistadt o de las letales criaturas de otros niveles que habían mencionado los espías de la Asamblea de los Tres. No vio ninguna de las dos cosas, pero se tranquilizó al comprobar que el cielo, oscuro y melancólico, había respondido a sus conjuros.
Mercadior cargó: sus caballeros salieron desde el otro lado del Paso en tres largas hileras continuas. Formaban cintas de color, pues cada uno de los caballeros llevaba la cimera de su familia y su caballo iba engualdrapado con los mismos colores. Las lanzas, adornadas con ondulantes banderolas, apuntaban al cielo.
Los enanos de Casacolina marchaban a pie, flanqueando a los caballeros ergothianos. A su lado parecían deslucidos con sus colores terrosos y simples, pero avanzaban con sus terribles ballestas cargadas y no quedaba ninguna duda de su mortífero propósito.
Los caballeros y los enanos siguieron adelante unos cuarenta pasos como un solo hombre y entonces se detuvieron. En aquel momento las fuerzas de Qindaras ya se habían dado cuenta de su presencia y, alarmados, retrocedían y chocaban con la masa de gente situada en el Paso. Militares enemigos de cierto rango trataban de reunir tantos lanceros como podían para formar apresuradamente una línea de contención frente a la caballería. En su empeño por detenerlos y hacerlos formar en prietas filas, empujaban, propinaban patadas e incluso llegaban a amenazar con las armas a los soldados dominados por el pánico que emprendían la huida. Únicamente un firme y fuerte muro de puntas de lanza tendría alguna posibilidad de resistir la carga de los guerreros protegidos con armaduras que se les venían encima. Bram observaba lleno de ansiedad pensando que, si Mercadior no ordenaba la carga en seguida, se perdería aquella excelente oportunidad.
Los enanos levantaron las ballestas y dispararon. Bram estimó que la distancia no era mayor de ciento veinte pasos. A esa distancia y con el amasijo de cuerpos que tenían delante, los enanos apenas podían fallar un solo blanco. Cuando la primera fila de humanos se desplomó como una ringlera de trigo cortado por la base con una guadaña, Bram se estremeció ligeramente. La segunda fila de enanos tomó el lugar de la primera y disparó otra lluvia de cuadrillos con parecidos resultados.
Era evidente que el miedo hacía mella en la tropa de Qindaras. Lanceros agonizantes y heridos caían sobre los hombres situados detrás de ellos, les impedían manejar libremente las armas y los agarraban implorando ayuda. En la delgada línea se abrían algunas brechas. Muchos soldados miraban por encima del hombro mientras los oficiales les ordenaban a gritos que se mantuvieran en sus puestos.
Los enanos dejaron las ballestas y empuñaron sus pesadas armas de corto alcance. Mercadior, en el centro de la fila delantera de caballeros, se distinguía con facilidad por el blasón imperial de su camisa. A un gesto de su lanza, las filas de atacantes empezaron a trotar hacia adelante. Las lanzas apuntaron al frente. Entonces, los impresionantes caballos se lanzaron a la carga, y a su paso saltaban terrones de tierra y se levantaban nubes de polvo.
En vez de enfrentarse a los asaltantes, los soldados de Qindaras abandonaron las armas y huyeron. Los indisciplinados ciudadanos de Qindaras, que tanto entusiasmo habían mostrado para masacrar a un aterrorizado grupo de milicianos rurales en las llanuras, no estaban preparados para resistir con firmeza el ataque de una atronadora línea de jinetes protegidos con armaduras. Los que podrían haber sobrevivido haciéndose a un lado para eludir el ataque enemigo, se dieron la vuelta y trataron de escapar. Pero no había ningún lugar al que ir entre el apretujado amasijo al oeste del Paso, ni modo alguno de correr más que un caballo, ni lugar donde esconderse.
Sin aflojar la carga, los caballeros chocaron contra los humanos dominados por el pánico. Los atravesaban con las lanzas, los herían con las espadas, los aplastaban con las mazas; con cada golpe derribaban un enemigo. Los temibles caballos de guerra pateaban y pisoteaban por doquier. Dondequiera que irrumpiera un jinete, el ejército de Lyim parecía fundirse. Por donde pasaba un jinete, el suelo quedaba sembrado de cuerpos y teñido de rojo.
Unos pocos soldados de Qindaras trataron de sobrepasar la línea de caballeros y huir hacia el oeste o trepar por las laderas. Los enanos de la colina dieron buena cuenta de ellos: o los abatieron a tiros de ballesta o los acorralaron y les obligaron a elegir entre rendirse o morir.
No obstante, Lyim seguía sin aparecer.
Contemplando desde lo alto el desarrollo de la batalla, Bram apenas podía creer que las cosas fueran tan bien. Los enanos y caballeros, muy inferiores en número a sus enemigos, los estaban masacrando. Los humanos situados al oeste del Paso estaban poco menos que indefensos. Sólo daban la impresión de ser capaces de resistir los ubicados al este, donde se estaba preparando un contraataque coordinado contra los enanos de Hothjor.
Pero Bram no sentía la emoción de la victoria. Era demasiado consciente de que la principal razón por la que se libraba aquella batalla había sido matar a Lyim. Aun en el caso de que el ejército de Qindaras fuera destruido por completo, poco se habría conseguido si Lyim lograba escapar con el guantelete. Por eso Bram seguía escrutando sin descanso el llano al este del Paso en busca de alguna señal de la presencia del antiguo mago.
Un extraño ruido proveniente del extremo oeste del campo de batalla atrajo su atención. Un penetrante chillido, muy agudo y disonante, atravesó el tumulto de la batalla y pareció desgarrar las terminaciones nerviosas del oído de Bram. El corazón le dio un vuelco cuando miró hacia el oeste. Unas figuras oscuras de alas correosas cruzaron el cielo. Había varias docenas volando en una masa poco compacta. Eran de un tamaño mucho mayor al de un hombre. Los miembros tenían un aspecto escuálido y esquelético y terminaban en enormes manos y pies provistos de garras largas y afiladas. Incluso de lejos se distinguían perfectamente los grandes colmillos que emergían de sus oscuras bocas. Los ojos les ardían como brasas.
Bram había oído hablar de las terribles y enormes criaturas que estaban bajo el mando de Lyim. Pero los informes preliminares no decían nada de que volaran. Ese hecho crucial podía cambiar el signo de la batalla o, por lo menos, afectar la viabilidad del plan de Hothjor.
Los enanos se apresuraron a coger las ballestas aunque demasiado tarde pues, por parejas y tríos, las monstruosas criaturas revolotearon y se abalanzaron sobre los caballeros de Mercadior. Repugnantes y prensiles garras laceraron a los desprevenidos guerreros. Arrancaban armaduras, yelmos, cabezas y miembros. Caballos con las caras rajadas, ciegos por la sangre y el terror, tropezaban y caían al suelo. Los chillidos de los monstruos sedientos de sangre se alzaron por encima del fragor de la batalla.
Bram adivinó por el estruendo que el curso de la batalla estaba cambiando, que aquellas bestias voladoras llegadas del exterior de Krynn estaban realizando una matanza entre sus amigos y aliados con la misma facilidad con la que poco antes los caballeros y los enanos habían dado buena cuenta de los soldados de Qindaras.
La súbita aparición de los monstruos voladores hizo que Bram se alegrara mucho de haber conjurado las nubes de tormenta antes del inicio de la batalla. Sacó un pellizco de polvo de la túnica y se lo echó en la palma de la mano izquierda. Alzó la mano abierta, sopló el polvo e hizo un barrido con el puño de su bastón de un lado a otro de la nubecilla. El polvo se esparció, pero de nuevo se arremolinó y ascendió en espiral formando una fina hélice. Mientras el remolino subía, el viento arreció en torno a Bram y sopló ladera abajo; adquirió más intensidad mientras iba descendiendo y empezó a levantar tierra y ramitas con una fuerza considerable. No tardó en barrer todo el Paso de parte a parte, y finalmente llegó a ser tan violento que nada ni nadie podía volar en su interior.
Mientras el viento seguía arreciando, las criaturas atacaron la posición de Bram en la ladera. El joven sabía que no lo podían ver, puesto que estaba oculto de forma mágica. Con todo, cuando se le acercaron y descubrió al hombre cuya codicia y ambición habían ocasionado aquel desastre, el corazón le dio un vuelco. Agazapado sobre el lomo de una de las enormes criaturas voladoras parecidas a gárgolas estaba Lyim Rhistadt. Dagamier tenía razón: la mano derecha de Lyim había sido curada de forma mágica; el reluciente guantelete era fácilmente visible, pues sujetaba el horrible cuello de la criatura. Bram distinguió un brillo bestial en los ojos del potentado.
Antes de que Bram pudiera realizar un encantamiento, la montura de Lyim cambió bruscamente de dirección y avanzó contra el viento. El ejecutor del hechizo divisó algo que había temido y ansiado ver al mismo tiempo: Kirah montaba detrás de Lyim y con los brazos ceñía estrechamente la cintura del hombre; miedo y emoción se mezclaban en aquellos ojos que Bram conocía tan bien. El joven no podía asegurar si su impredecible tía era una cautiva o simplemente estaba cautivada por la fuerza de la personalidad de Lyim. En cualquier caso, no podía dejar que la presencia de la mujer alterara sus planes ni el esperado resultado.
Bram se arrodilló en el suelo removido por la avalancha y asió el bastón con una mano. Con los dedos de la otra escarbó en el suelo y estrujó un puñado de tierra. Bram inclinó la cabeza, pronunció apresuradamente el elemental encantamiento y salmodió una y otra vez el mantra que su madre le había enseñado sin dejar en ningún momento de dibujar con los dedos en el suelo. Realizaba nuevos dibujos sobre los anteriores, pero su vida era efímera, pues no tardaban en ser reemplazados por otros. Bram, al poco rato, se vio rodeado de complejos sigilos que cubrían el suelo desde el dobladillo de su túnica marrón hasta dónde le alcanzaban las manos. Los sigilos empezaron a moverse por sí mismos tras el dedo trazador y fluyeron conjuntamente dando lugar a dibujos todavía más complicados y a intrincados nudos.
Poco a poco la ladera situada por debajo de Bram se hinchó y se levantó formando una pequeña colina. A su alrededor aparecieron varias grietas. La ladera se levantó de nuevo una vez más al cabo de unos instantes; luego, súbitamente, el terreno estalló provocando una lluvia de tierra y rocas. En parte constituido por rocas y en parte por tierra y arcilla, el pequeño promontorio se alzó por encima de Bram hasta una altura que doblaba la del joven.
Ante la última orden del lord, los hundidos y atónitos ojos del ente terrestre se abrieron y lo miraron. Bram sólo tuvo que pronunciar una orden y el ente le obedeció y se lanzó al ataque. Bajó como una ola por la ladera de la montaña absorbiendo todo lo que encontraba a su paso y dejando tras él una estela ondulada de tierra. El ente se detuvo violentamente en el lugar donde los caballeros libraban una valerosa batalla contra los monstruos alados. Plenamente conscientes del peligro, los guerreros montados se defendían y manejaban con bravura espadas y escudos. Los enanos disparaban con las ballestas una lluvia uniforme de cuadrillos, aunque sus disparos, normalmente letales, surtían poco efecto en los temibles monstruos. Las fieras se cernían y descendían sobre sus presas, que intentaban mantenerse fuera de su alcance, aunque de vez en cuando alcanzaban a un caballero o a un enano.
El ente se situó en medio de los caballeros. Cuando una de las criaturas voladoras descendió hasta posar sus garras en el pequeño promontorio, el ente levantó un enorme miembro de tierra. La criatura de Lyim chocó con el ente y después se vio envuelta por él. Era evidente que el ser alado se debatía y luchaba con el sofocante montículo, pero no podía escapar de aquella prisión. La lucha cesó de forma brusca y la gran zarpa se abrió y soltó el cuerpo inerme de la fiera.
Cuando otros dos monstruos alados de Lyim osaron aproximarse demasiado al ente de Bram y fueron masacrados hasta verse convertidos en pulpa, las demás criaturas decidieron volar a mayor altura, trazando círculos y estudiando atentamente al nuevo oponente. Mantenerse en el aire implicaba un notable esfuerzo, puesto que el viento de Bram las azotaba con dureza.
La mirada de Bram, sin embargo, estaba clavada en Lyim, montado junto a Kirah a lomos de la fiera voladora. El potentado gritaba órdenes a los monstruos, que se estaban reorganizando para un renovado ataque. Lyim parecía exultante por la victoria. La aparición de los seres monstruosos había cambiado el curso de la batalla en gran medida. Dado que los caballeros tenían que limitarse a defenderse de los ataques que recibían desde el aire y que los cuadrillos de los neidar eran disparados hacia el cielo, el ejército de Lyim renovaba los ataques por tierra con gran vigor. Habían abierto una brecha en la parte central de los hylar, que aunque no era lo bastante grande como para que las tropas de refuerzo pudieran pasar a través de ella, seguiría ensanchándose a menos que los caballeros regresaran al campo de batalla.
El viento y la tempestad habían por fin alcanzado su máxima intensidad. Bram trepó a lo alto de una roca que había resistido la avalancha. Asió el bastón con ambas manos y lo lanzó hacia el cielo como si quisiera perforar las nubes. Cuando volvió a atraparlo mientras descendía bruscamente, desde la violenta tormenta la descarga de un rayo trazó un arco que paralizó a una de las criaturas voladoras. Un chillido hendió el aire por encima del fragor de la batalla y del rugir del viento. El monstruo quedó destrozado, y humeante e inerme cayó al suelo.
Bram se sujetó con fuerza a la roca. El viento amenazaba con derribarlo con la misma seguridad con que había azotado a los seres voladores. Asiéndose firmemente, alzó el bastón y se dispuso a provocar la descarga de otro rayo.
En el cielo, Lyim hizo girar a su monstruo volador para alejarse de la batalla. Antes de que Bram pudiera lanzar una segunda descarga, todas las criaturas, una tras otra, dieron media vuelta y huyeron del campo de batalla. En cuestión de segundos, no eran más que manchitas que se iban desvaneciendo en el agitado cielo negro azulado.
Los asombrados combatientes de ambos bandos cesaron temporalmente de pelear: todas las miradas estaban clavadas en los monstruos que huían. ¿Tal vez se retiraban para reagruparse y atacar de nuevo? Un grito se alzó de entre los hylar, que aprovecharon la distracción para dominar de nuevo la parte más estrecha del campo de batalla. Gritando el nombre de Mercadior, los caballeros volvieron a la carga contra la agitada turba de Qindaras. Los invasores parecían desanimados ante la huida de sus paladines. Por primera vez desde que el combate había empezado, grupos enteros se retiraban por propia iniciativa y emprendían la huida hacia el este. Muchos de los que estaban atrapados al oeste del Paso, al contemplar el violento ataque combinado de los caballeros de Mercadior y del ente de Bram, rindieron las armas e imploraron clemencia.
Desde su elevado puesto de observación, Bram negaba con la cabeza. ¿Cómo era posible que Lyim hubiera dado la vuelta a lo que parecía un desastre hasta convertirlo en una situación victoriosa y luego, abandonara tan bruscamente la lucha y dejara a su ejército abocado a una completa destrucción? Todos los bastardos eran más o menos cobardes, pero ¿estaba tan asustado Lyim como para huir cuando iba ganando?
Bram observó cómo la última de las criaturas desaparecía en el cielo del oeste, y de repente comprendió la respuesta. Se le heló el corazón.
Aquella veintena de monstruos volaban a toda velocidad hacia la confiada Wayreth.