Bram descubrió que algo iba mal en el momento en que abrió los ojos. O, por lo menos, que algo era diferente. Estaba acostado en una cama caliente vestido con ropas secas y lo último que recordaba era que estaba bañándose mientras bebía una botella de vino verde. Al evocar el sabor de la bebida, se estremeció, y eso provocó que le palpitara la cabeza. Alguien llamó a la puerta.
—Pasa.
Dagamier entró. Su rostro era una máscara impenetrable.
—Ya te has despertado —dijo la mujer—. Tenía miedo de que fueras a dormir hasta la llegada de la Asamblea de los Tres.
Con una mueca de dolor, Bram se llevó cautelosamente la mano a una palpitante sien.
—Lo… lo siento —murmuró—. Llevo mucho rato tratando de averiguar cómo he llegado a este lugar. A la cama, no al Bastión —añadió precipitadamente—. Estaba en el baño, y lo último que recuerdo es… —Se interrumpió ruborizándose intensamente.
—No te preocupes —dijo ella—. El sirviente te encontró dormido. Te sacó de la bañera y te llevó a la cama.
Las palabras de Dagamier lo reconfortaron, pero había algo en la forma en que sus ojos lo miraban que le hizo preguntarse si aquella mujer era capaz de leerle el pensamiento. O quizá el sirviente no estaba solo cuando lo llevó a la cama. Ambas posibilidades le hacían sentirse francamente incómodo. Se sentó y alisó las sábanas en torno a él mientras buscaba sus ropas.
—¿Es esto lo que buscas? —le preguntó ella mostrándole la camisa y los pantalones, recién lavados y pulcramente doblados.
Bram, cuyo rostro se iluminó con una breve sonrisa de embarazoso agradecimiento, los cogió. La hechicera de túnica negra le dio la espalda. El dobladillo de su túnica de seda rozó los pies desnudos del joven.
Bram, sin más dilación, se quitó por la cabeza la camisa de dormir que le habían prestado y se puso sus gastadas ropas.
—La pasada noche nos disponíamos a hablar de la reunión con la Asamblea. ¿Cuánto falta para su llegada?
La joven mujer se dio la vuelta, grácil y silenciosa como humo negro.
—Pueden llegar en cualquier momento. Par-Salian es de una puntualidad predecible. Justarius siempre llega un poco tarde y algo preocupado. A Ladonna, siempre que puede, le encanta hacer una entrada triunfal después de los otros dos.
—Tengo que regresar a Qindaras para encontrar a Kirah. Inmediatamente después de que haya terminado la reunión —dijo—. Lyim está tan desvalido como jamás hubiéramos podido imaginar. Su protector palacio está derruido, no tiene dónde ocultarse y perdió una mano y con ella el guantelete. Pensándolo bien, es posible que haya muerto desangrado. Como mínimo, sin la mano derecha no puede ponerse un guantelete para esa mano. Ya no puede utilizar a Ventyr para absorber magia.
—Yo no confiaría en nada de eso —dijo Dagamier suavemente—. Un mago tiene muchas maneras de injertar o regenerar una mano seccionada en menos de un día.
—Tal vez tengas razón, pero hay muchas posibilidades de que jamás vuelva a disponer del guantelete —dijo Bram—. Guerrand lo tenía en su poder mientras caía, y se perdió entre la multitud. ¿Por qué no sugerimos que la Asamblea envíe un ejército de magos o incluso de monstruos a Qindaras antes de que Lyim recupere la mano o localice el guantelete? Si actuamos con celeridad…
—Lo siento pero ya es demasiado tarde —dijo Dagamier severamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven.
—Tu noción del tiempo se desajustó cuando el sirviente alado te transportó hasta este lugar —le explicó ella—. Ha pasado más tiempo del que crees desde que Lyim perdió la mano: casi una semana.
—Eso no demuestra que haya tenido tiempo de recuperar el guantelete o de sanar su mano —dijo Bram, sin dar su brazo a torcer.
—No —asintió la mujer—. No obstante, esta mañana he tratado de realizar varios experimentos mágicos y no ha funcionado ninguno.
Bram la miró fijamente.
—De modo que después de todo lo que hemos hecho para detenerlo, Lyim sigue controlando la situación. La magia continúa afectada.
—Todos nos sentimos vulnerables mientras el guantelete esté en poder de Lyim —admitió Dagamier—. Hasta donde llegan mis recuerdos, el Arte ha sido siempre mi vida entera, mi único compañero. Y ahora no puedo ejercitarlo por miedo a fortalecer a alguien que se ha propuesto destruir lo que me sostiene —añadió, y miró a Bram con envidia—. Por lo menos tú aún puedes practicar tu particular magia. Me pregunto si nuestras dos disciplinas serán muy distintas —comentó.
—Observé a Guerrand durante mucho tiempo y advertí que entre su clase de magia y la mía hay más similitudes que diferencias. Mi tío y yo incluso habíamos hablado de este tema ante la chimenea algunos fríos días de invierno. Me había prometido enseñarme la magia de los hechiceros para ampliar mis conocimientos, pero nunca lo pusimos en práctica. Creíamos que teníamos mucho tiempo por delante…
—Ahora me gustaría tener tus habilidades mágicas —dijo Dagamier apasionadamente—. Por lo menos, sería más útil.
—Quizá, cuando hayamos acabado con Lyim —aventuró Bram—, podríamos compartir lo que sabemos de nuestras respectivas disciplinas.
Había formulado esa sugerencia también para convencerse y convencer a Dagamier de que llegaría un día en que aquella pesadilla habría terminado.
Dagamier sonrió.
—Espero que así sea —dijo. Pero otro pensamiento hizo que se pusiera visiblemente rígida—. Hasta entonces, tendremos que entendernos con la Asamblea de los Tres.
—¿Así que ahora somos algo con lo que hay que entenderse? —dijo una voz desde la entrada; ambos jóvenes se sobresaltaron. La voz del que acababa de hablar era amistosa.
Bram divisó la cabellera blanca del Jefe del Cónclave por encima del hombro de Dagamier. Par-Salian entró sin llamar, arrastrando los pies, en la pequeña habitación.
Dagamier se dio la vuelta rápidamente.
—Claro que no, Par-Salian —dijo la mujer jadeando un poco pero sin disculparse—. ¿Nos esperan Justarius y Ladonna en el vestíbulo?
—No, unas inquietantes noticias que nos han transmitido nuestros espías destacados en Qindaras los han demorado. Yo me he adelantado para informaros.
Bram parecía nervioso y confuso.
—Puedo explicar…
—Ya estamos enterados de la muerte de Guerrand —lo interrumpió Par-Salian—, y del vuelo forzoso que te alejó de Qindaras. Desde luego, su pérdida nos ha entristecido muchísimo, pero Guerrand murió como deseaba: defendiendo el Arte. Ahora debemos prepararnos para afrontar las consecuencias de aquel desastre.
—¿Qué os han contado vuestros espías? —le preguntó ansiosamente Dagamier—. ¿Lyim ha recuperado la mano y el guantelete, tal como yo temía que ocurriese?
El rostro de Par-Salian expresaba más preocupación, cansancio y tristeza que nunca.
—Lo siento, pero ha sido aún peor: Lyim ha reunido un ejército de criaturas mágicas extremamente poderosas. Mientras estamos hablando, las está dirigiendo hacia Wayreth. Si consigue entrar en la Torre de la Alta Hechicería con el guantelete puesto…
No hacía falta acabar la frase.
—Por supuesto, habíamos previsto la posibilidad de que asaltaran la torre, pero confiábamos en eliminar a Lyim antes de que tal posibilidad llegara a ser una amenaza real. Me temo que si no recuperamos el guantelete la destrucción de su protector palacio no ha hecho más que precipitar lo inevitable.
—En tal caso, tendremos que detenerlo antes de que llegue a Wayreth —dijo Bram con una convicción que no sentía del todo.
—Eso es —dijo Par-Salian—. Ahora lo único que debemos hacer es pensar cómo conseguirlo.
Ni Bram ni Dagamier se tranquilizaron, pues advirtieron que incluso el mago más poderoso de Krynn parecía asustado.
Bram salió del camino feérico y entró en un recoleto rincón de su jardín de arbustos recortados artísticamente, en el castillo de los DiThon. El lord de Thonvil se estremeció bajo su fina camisa. Los días y las noches habían empezado a desdibujarse durante las aparentemente interminables reuniones con la Asamblea de los Tres en el aislamiento del Bastión. Los días y las semanas se confundían en su mente debido a la velocidad del viaje a través del camino feérico, por no mencionar el inesperado vuelo que lo alejó de Qindaras. Había perdido por completo la noción del tiempo, del espacio, y no se acordó de que por aquel entonces en Thonvil estarían en pleno invierno. Según los más cuidadosos cálculos de Bram, habían transcurrido menos de un par de semanas desde que, junto a Guerrand, había partido rumbo a la lejana ciudad de las Praderas de Arena. Habían sucedido muchas cosas. Una, muchísimo más trágica de lo que hubiera podido imaginar la última vez que había estado en aquel lugar.
Dada la gravedad de la situación, la Asamblea se había mostrado reacia a dejarlo marchar, aunque fuera por poco tiempo, pero Bram les dijo:
—Las circunstancias han dejado mis propiedades en manos de un gnomo.
Lo dejaron partir con la condición de que prometiera volver en el intervalo de un día.
Curiosamente, Bram esperaba ver pena en los ojos de la hechicera de la túnica negra cuando le anunció que se ausentaba temporalmente. Por el contrario, constató que ella lo animaba, y eso le resultó casi agradable. La mujer parecía muy distinta de lo que le había parecido en ocasión de su inesperado viaje al primer Bastión. Más elegante, más suave… Considerando los cambios que se habían producido desde su primer encuentro, Bram no pudo menos que preguntarse a sí mismo si ella había cambiado o bien era él el que ahora veía las cosas de distinto modo. Suponía que las dos cosas encerraban parte de verdad.
En poco menos de una semana, Bram había llegado a depender de los prácticos consejos de Dagamier. De una extraña manera, la mujer parecía llenar un diminuto rincón del vacío que su tío le había dejado.
En su fuero interno, Bram había temido regresar a Thonvil, un lugar repleto de recuerdos de su tío. En el Bastión, de vez en cuando había conseguido olvidar o, por lo menos, imaginarse durante unos instantes que Guerrand no se había ido para siempre. Bram murmuraba sus objetivos en voz alta como un mantra, para que los recuerdos no le evocaran unos tiempos que nunca podrían volver.
—Hazlo con calma. Llama a Maladorigar. Delega tus responsabilidades en Hingham y nómbralo regente. Luego, regresa al Bastión.
Decidido a no ver ni ser visto por nadie que pudiera preguntarle por Guerrand y por Kirah, Bram recurrió a una de las primeras habilidades tuatha que su madre le había enseñado. La utilizaba en raras ocasiones, pues el alto grado de concentración que requería le imposibilitaba la realización de otros encantamientos.
Los tuatha nunca se referían a aquella habilidad llamándola invisibilidad. Cuando estaban entre humanos, los tuatha raras veces se dejaban ver, lo normal era que permanecieran invisibles. Consideraban la invisibilidad algo así como amortajarse a sí mismos. Durante las primeras semanas junto a Prímula, esta se había esforzado en cruzar la tierra pantanosa, que constituía «el lado humano de Bram, terco y desarrollado en exceso», para cultivar las facultades tuatha que tenía latentes. La mujer le había prometido que algún día él podría ponerlas en práctica sin ni siquiera pensar; ese día sería un tuatha. En aquel momento Bram se había reído. No se trataba de que quisiera resistírsele de forma intencionada, sino que Prímula empleaba otro lenguaje; ni siquiera utilizaba los mismos símbolos.
El símil demostró ser totalmente adecuado. La magia innata de los tuatha no requería plegarias ni estudios, ni utilizaba símbolos físicos en absoluto. Emergía de imágenes mentales conjuradas de la naturaleza. Una vez Bram lo hubo comprendido realmente, sus estudios progresaron con gran rapidez, aunque había dedicado la mayor parte de sus dos años de ausencia al aprendizaje del control y del mantenimiento de la concentración, algo esencial para la magia de los tuatha.
Había muchas imágenes de la naturaleza que Bram podía haber utilizado para amortajarse a sí mismo, pero se concentró pensando en el viento, en que se convertía en la brisa ligera que le agitaba los cabellos de la nuca. Ese día necesitaba velocidad además de concentración. Sacudió los brazos e hizo vibrar los tensos músculos de los amplios hombros y del cuello hasta sentirse más ligero. Era una sensación parecida a la ingravidez de la levitación, pero a la vez era distinta; era una impresión indescriptible de… transparencia.
Cuando estuvo seguro de que era invisible como el viento, Bram entró en el castillo. Aflojó el paso al penetrar en la torre delantera y advertir a los centinelas uniformados que no había visto desde que se había convertido en lord DiThon. La alta y circular antesala y la escalera se veían animadas por la presencia de sirvientes y soldados. Sin flaquear ni un segundo para mantener la concentración, Bram subió rápidamente la curvada escalera, deslizándose entre el bullicio y los apretujados cuerpos. Su curiosidad no tardó en transformarse en preocupación. ¿Habría ocurrido algún desastre durante su ausencia? ¿Había alguien enfermo? Bram subió los escalones de dos en dos con objeto de llegar cuanto antes a su estudio, en donde podría poner sus pensamientos en orden y comunicarse con Maladorigar.
Bram cruzó la puerta literalmente como una ráfaga, pues en su vaporoso estado no le hizo falta abrirla. Lo que vio en el interior le hizo perder la concentración al instante. La sensación de opacidad se difundió por su cuerpo como una descarga de adrenalina.
El emperador Mercadior Redic V estaba sentado en el polvoriento escritorio que Bram había compartido con sus antecesores y se regalaba con una copa de vino dulce de color rubí. Una de las robustas y enjoyadas manos del emperador envolvía el delicado pie de la copa en forma de cuenco; la otra revolvía los cajones del escritorio de Bram.
Mercadior levantó la vista en el preciso instante en que Bram perdía la concentración y su cuerpo acababa de materializarse.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Bram, y después inclinó la cabeza ante su emperador al caer en la cuenta de que debía hacerlo.
—¡Eso digo yo! —exclamó el emperador arqueando irónicamente una ceja hacia el joven lord—. Me extraña que mis guardianes no hayan anunciado tu llegada, DiThon.
Bram esquivó la aguda observación.
—¿Qué ha movido al emperador de Ergoth del Norte a trasladarse al castillo de los DiThon? —le preguntó en el tono más festivo que su preocupación le permitía.
—La misteriosa desaparición de todos los DiThon —le respondió Mercadior discretamente—. Tu gnomo, ese hombrecito que habla muy rápido y cuyo nombre jamás recuerdo, me envió un preocupado mensaje en el que, en tu ausencia, me pedía consejo.
—¿Maladorigar se puso en contacto contigo? —le preguntó Bram, sorprendido por la imprudencia del gnomo.
—Tenía miedo de que todos los DiThon hubierais sido secuestrados… o algo peor.
—Siento decirte que ocurrió un poco de cada cosa —dijo Bram con contenida pena.
Mercadior observó el rostro grave y sombrío de Bram.
—¿Tu tío?
Las palabras con las que Bram explicó todo lo que pudo sobre la muerte accidental de Guerrand y el rapto de Kirah, pero sin desvelar los secretos de la Asamblea, captaron la atención de su interlocutor.
El pecho de Mercadior se alzó y se hundió con un silencioso suspiro, aunque no pareció excesivamente sorprendido.
—Esto empieza a confirmar muchas cosas que sospechaba pero que Astinus nunca me revelaría.
Todo el mundo había oído hablar del misterioso e impredecible sabio de Palanthas. Astinus registraba todo lo que se decía y hacía en Krynn en el preciso momento en que sucedía.
—¿Te dirigiste a Astinus para averiguar lo que nos había ocurrido?
—No —dijo Mercadior con un deje de impaciencia—. Yo no sabía nada de vuestra desaparición antes de ir a preguntar a Astinus qué sabía acerca de las dificultades con las que mis magos se estaban encontrando. Thalmus había interrogado a la Asamblea de los Tres al respecto, pero sus miembros mantuvieron, como de costumbre, la boca cerrada en esta materia.
—¿Qué te dijo Astinus exactamente? —preguntó Bram, moviéndose de un lado para otro con notoria incomodidad.
—Tan sólo que la fuente del flujo mágico era un artilugio que se encontraba en las Praderas de Arena. Dijo que la Asamblea de los Tres había enviado asesinos para liquidar al renegado que estaba en posesión del artilugio.
Bram se cuidó mucho de mostrar alguna reacción, consciente de que Mercadior lo estaba observando con suma atención.
—No empecé a relacionar los acontecimientos —prosiguió el emperador—, hasta que regresé a Gwynned y recibí la inquietante misiva de tu gnomo —añadió. Bram sintió el peso de la inteligente mirada de Mercadior—. Tú y tu tío erais los asesinos enviados por la Asamblea de los Tres, ¿no es cierto?
Fueran los que fuesen los problemas que podría tener con la Asamblea, Bram sabía que no podía mentir abiertamente a su emperador.
—Sí —admitió con un trémulo susurro.
—Ya lo sabía, pero no podía comprender por qué. Ignoraba que tú y tu tío fuerais asesinos.
—Esto es en parte el motivo de nuestro fracaso —confesó—. La Asamblea se lo pidió a Guerrand porque había sido amigo del mago renegado que controla el artilugio.
Mercadior movió poco a poco la cabeza para asentir.
—Eso explica la participación de Guerrand, pero ¿y la tuya? ¿Por qué quisieron mandar a un granjero a luchar contra un malvado maníaco en posesión de un poderoso artilugio?
—Porque tengo facultades mágicas que no se ven afectadas por el poder del artilugio —dijo por fin Bram—. Lo supe inmediatamente después de la muerte de mi padre, después de tu primera visita a este lugar.
El emperador bebió un sorbo de vino de la copa y examinó a Bram pensativamente.
—¿Qué piensa hacer ahora la Asamblea de los Tres para detener la amenaza?
—Se han enterado, mediante espías y vigilantes, de que el renegado encabeza un gran ejército de ciudadanos que atraviesa las llanuras. Creen que se dirige hacia la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, en donde su capacidad para absorber magia sería poco menos que imparable. La Asamblea se está preparando para tenderle una emboscada lejos de Wayreth, en el exterior de la fortaleza que los enanos poseen en Thorbardin y que se encuentra en el camino que Lyim tomará para ir directamente hacia la Torre. Los enanos de las colinas que ocupan las tierras extramuros se han mostrado de acuerdo para unirse a la lucha. Los enanos del noble Hylar, que residen en Thorbardin, también se han comprometido y han dado su palabra de que recuperarán el peligroso artilugio creado por sus ancestros y que alguien, estúpidamente, se llevó. Par-Salian incluso ha conseguido contar con la ayuda de los elfos qualinesti, cuyos bosques rodean la torre de Wayreth. Yo he aceptado utilizar mi magia en la emboscada.
—¡Pues cuenta conmigo y con doscientos de mis mejores caballeros! —anunció Mercadior lleno de bravura, como si la batalla no fuera más peligrosa que jugar a las damas. Observó los ojos abiertos de Bram, inevitablemente asombrados—. Tengo tanto interés como cualquiera en la buena marcha de la magia, DiThon —le explicó razonablemente—. Tal vez más.
»Además —añadió el emperador sin avergonzarse—, pelear codo con codo con los qualinesti no me perjudicará en mi propósito de firmar un tratado con Solostaran, el Orador de los Soles. ¡Fíjate bien, DiThon, en una sola batalla podemos conseguir lo que me ha costado años de esfuerzos diplomáticos! Una vez firmado el tratado, nadie podrá dudar que Ergoth del Norte de nuevo habrá desbordado a Ergoth del Sur tanto económica como militarmente —prosiguió el emperador, que parecía más que contento ante la perspectiva de conseguir un objetivo largo tiempo anhelado—. ¡Serán trescientos caballeros!
Bram estaba abrumado ante el inesperado giro de los acontecimientos.
—Tendré que hablar con la Asamblea, claro, pero estoy seguro de que tu ayuda será bien recibida.
La aparición de trescientos caballeros armados sería un buen golpe.
—Entonces, date prisa —le sugirió Mercadior, pensando ya en el futuro—. Me costará casi dos semanas llevar tan vasto contingente a Thorbardin, aun en el caso de que requise todos los barcos de Anton Berwick para la causa. Pero estoy convencido de lograrlo.
Bram se puso en pie.
—Sólo me resta hablar con Maladorigar y nombrar un regente en mi ausencia.
—No te preocupes por eso —le dijo Mercadior conduciendo a Bram hacia la puerta—. Dejaré aquí a uno o dos de mis mejores lugartenientes para que ayuden al gnomo a gestionar tu hacienda. Limítate a volver al lugar del que has venido y pon las cosas en claro con esos magos. Yo me ocuparé de reunir mis fuerzas a la espera de tu carta. ¡Nosotros tal vez no podamos utilizar magia contra ese Lyim, pero algunos buenos caballeros de Ergoth del Norte pueden perfectamente abrirle el cráneo a mazazos!
Bram se mantuvo en sus trece, a pesar del optimismo mostrado por Mercadior con relación a sus efectivos.
—Tengo que prevenirte, señor, que esta batalla será probablemente la más sangrienta que habrás presenciado en tu vida. Además de su ejército, Lyim también tiene algunas increíbles criaturas bajo su control y, al parecer, las utiliza como guardaespaldas. Algunos refugiados las han descrito como perversas y terroríficas. Creemos que son de otro nivel… y poco menos que indestructibles.
Pero Mercadior no se arredró. Levantó el puño hacia el cielo.
—¡Ya veremos hasta qué punto son indestructibles ante la espada de Ergoth del Norte!
—Cuidado por donde pisas, señor.
Lyim no hizo caso del aviso del soldado. Vio con sus propios ojos que una maraña de cadáveres yacía en el suelo.
—¿Intentaron defender esto? —preguntó con desdeño mientras pasaba la mano por encima del bajo muro de piedra que corría a lo largo de la calle.
Isk, que llevaba una ensangrentada cota de malla, dio una patada a una lanza rota.
—Creo que ni siquiera trataron de detenernos. Estos hombres sólo se proponían retrasarnos para que los demás tuvieran tiempo de retirarse a la casa solariega.
Lyim se propuso examinar los cuerpos de forma más detenida, y para ello, con los ojos medio cerrados, trató de ver a través de la humareda. Se dio cuenta de las reveladoras señales de una resistencia suicida: racimos de cuerpos en el lugar en que pequeños grupos de defensores habían luchado codo a codo hasta verse desbordados. Defensores y atacantes caídos en un único montón, a veces todavía agarrándose con los brazos unos a otros.
Lyim, inmóvil, contemplaba la escena. Se volvió hacia Isk.
—Enseñame la casa solariega.
El asesino señaló calle abajo, hacia el centro de la ciudad. Mientras bajaban por la amplia avenida se vislumbraban figuras que se movían en medio del humo: gente de Qindaras que saqueaban cualquier cosa que hubiera quedado en los devastados edificios. Se oía el ruido de las puertas al romperse y de los muebles destrozados, y los gritos de los ciudadanos fugitivos que habían sido descubiertos en sus escondrijos.
La ciudad había tenido la mala fortuna de encontrarse en la ruta escogida por Lyim, al pie de la ladera este de las Montañas Kharolis. Detrás de su ejército se extendían las llanas, frías y aparentemente interminables Praderas de Arena. Delante, la tierra se levantaba formando la impresionante cadena montañosa que se extendía de un lado a otro del continente, desde el Nuevo Mar en el norte hasta la bahía de la Montaña de Hielo en el sur. Para cruzar de oeste a este era necesario recorrer más de treinta leguas a lo largo de una serie de elevadas y abruptas sierras montañosas.
Aquel país era la patria de los enanos de las montañas y las colinas, que vivían bajo tierra en la enorme fortaleza subterránea de Thorbardin o bien en innumerables pueblos diseminados por valles ocultos no reflejados en los mapas.
Las Montañas Kharolis constituían una infranqueable barrera para cualquier ejército, excepto por un paso. Lyim se propuso avanzar directamente y cruzar por aquel desfiladero, porque al otro lado se hallaba el gran bosque de los elfos qualinesti… y la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth.
Ciudades como aquella proporcionaban a las fuerzas de Lyim la muy necesitada experiencia en ataques. Su ejército, que había empezado no siendo más que una turbamulta de civiles, ahora era por lo menos una turbamulta excitada por los triunfos. Docenas de pueblos y asentamientos similares que encontraron a su paso habían sido reducidos a escombros. Cada batalla convencía más y más a los ciudadanos de Qindaras de que eran invencibles y también de la honorabilidad de la causa de Lyim. En todo caso, habida cuenta de las saqueadas tierras que habían dejado atrás, desprovistas de forraje y de lugares donde refugiarse, al ejército no le quedaba más remedio que seguir hacia adelante.
Las reflexiones de Lyim se vieron cortadas en seco cuando Isk y él se acercaron a una impresionante construcción que dominaba el centro de la ciudad. Los gruesos muros estaban construidos con piedra y mortero firmemente compactado, y las pesadas puertas de madera estaban reforzadas con hierro. El edificio no era un castillo, pero era obvio que lo habían construido con propósitos claramente defensivos. Frente a atacantes normales habría constituido un reducto seguro.
Lyim trepó por la pared de piedra y examinó una brecha que había sido abierta. El boquete era más alto que él y un poco más estrecho que la envergadura de sus brazos completamente extendidos. Habían arrancado del muro enormes bloques de piedra y los habían esparcido hasta unos cuarenta pasos de distancia. En torno a los bordes del boquete, claramente visibles, aparecían unas profundas rayas paralelas: señales de zarpazos. Lyim pasó el dedo por uno de los surcos y se quedó maravillado una vez más al constatar la fuerza necesaria para dejar aquellas marcas.
Isk miraba a su amo mientras este examinaba la brecha.
—La mayor parte de la gente ha superado el miedo que sentía por los nabassu. Hacer que encabecen el ataque crea una tremenda confianza.
—No quiero que de ahora en adelante los nabassu ocupen la vanguardia del ejército —ordenó Lyim—. Se mantendrán atrás, como una sorprendente reserva —añadió mientras avanzaba hacia la penumbra que reinaba al otro lado del perforado muro de piedra.
Isk siguió los pasos de Lyim, pero la atención del potentado se concentraba en el interior. Ajustó la vista a la escasa luz y poco a poco fue descubriendo nuevos detalles del edificio. Se encontraban en una gran sala de alto techo abovedado. La mayor parte del edificio parecía estar constituida por una sala enorme, un rasgo característico de la arquitectura de la región. Las ventanas, muy altas respecto al suelo, eran demasiado pequeñas. Todavía estaban completamente cerradas para hacer frente al ataque. Lyim hizo una señal hacia arriba a Isk, el cual a su vez gritó una orden a un grupo de soldados. Instantes después, las contraventanas se abrieron de golpe y los rayos de luz penetraron en el interior, formando haces grises en el aire lleno de humo.
La luz permitió ver que el suelo de piedra de la habitación estaba cubierto de sangre. Salpicaduras y manchas indicaban los lugares donde habían caído los heridos, los charcos sugerían que allí había yacido un cuerpo sin vida, y alargados y estrechos regueros eran el rastro dejado por los cadáveres que habían sido arrastrados hasta los montones que atiborraban las esquinas. Hombres y mujeres, niños y mayores, todos estaban apilados de cualquier manera contra las frías paredes. La mayoría eran humanos, aunque también se podían ver muchos enanos.
—Debía de haber centenares aquí dentro —comentó Isk.
Lyim no respondió de forma inmediata. Inspeccionó el lugar unos momentos y luego volvió la cabeza hacia Isk.
—Continúa explorando la ciudad. Tenemos que poner patas arriba todas las bodegas y todos los pajares. Mata a quienquiera que encuentres. No quiero prisioneros.
»Y si ves a Salimshad, dile que quiero su informe en mi tienda de inmediato.
Isk asintió con la cabeza.
—Me ocuparé de todo, señor.
Satisfecho, Lyim avanzó a grandes zancadas hacia la puerta delantera. Varios soldados se apresuraron a adelantarse, levantaron la barra, que aún estaba en el sitio en el que la habían puesto los defensores, y abrieron la puerta a su potentado. Lyim se detuvo y observó la parte exterior de la puerta. Tenía varias zonas chamuscadas por los impactos de las flechas incendiarias que le habían disparado, pero realmente el fuego no había prendido en la madera.
Todos los astiles de las flechas habían ardido por completo, pero las puntas permanecían clavadas en la puerta. Lyim alargó la mano derecha, en la que llevaba el guantelete, y agarró el borde de una de las puntas que apenas sobresalía de la superficie. La cogió entre los dedos pulgar e índice y la desclavó. Cualquier persona normal con herramientas de herrero habría tenido que esforzarse para conseguirlo, pero para él, gracias a la fuerza del guantelete, había sido fácil.
Lo ves, Ventyr, qué sencillo resulta trabajar juntos —pensó Lyim—. De hecho, nada ha cambiado; hemos perdido el palacio pero hemos ganado nuestra libertad.
Le respondió la voz sensual de Ventyr, fríamente, como si le hablara desde un lugar remoto.
Jamás he deseado ser libre. Ya te lo he dicho, mientras seas el potentado de Qindaras, debo servirte y te serviré.
Pues tal como te he dicho —dijo Lyim sonriendo—, sirvienta mía, si alguna vez vuelves a traicionarme como intentaste hacer con Guerrand, te arrojaré al más caliente infierno volcánico de Neraka. Todavía me sigues siendo útil, pero te advierto que no toleraré traiciones de ningún sirviente.
No hubo respuesta. A Lyim le parecía que la fuerza de voluntad de Ventyr se había debilitado considerablemente desde la destrucción del palacio. Se comportaba poco menos que como un ser humano que ha sufrido una tremenda impresión. El guantelete era ahora reservado cuando antes era vibrante; apagado y apático cuando antes era inteligente e imaginativo. El potentado se dio cuenta de que en Qindaras había llegado a considerar que Ventyr era un ente completamente libre. Ahora comprendía lo muy vinculado al palacio que estaba el guantelete. Sin aquel centro y canal para la energía absorbida, Ventyr parecía encontrarse poco menos que sin objetivo. La mayor parte de sus esfuerzos iban encaminados a controlar a los nabassu. Lyim no estaba seguro de si la actual actitud de Ventyr hacia él era la consecuencia de una rabieta por la destrucción del palacio o bien fruto de un auténtico debilitamiento. No le preocupaba, siempre y cuando ella hiciera lo que él le mandara y absorbiera la energía de la torre cuando él entrara en el interior de la misma.
Estando ya tan cerca de su objetivo y, por otra parte, teniendo a Kirah para distraerse, sólo le importaba que su poder continuara incólume.
Lyim regresó a su campamento situado en el exterior de la ciudad para celebrar una victoria más y aguardar la llegada de Salimshad.
Kirah estaba en la tienda de Lyim encorvada sobre el brasero. Trataba con todas sus fuerzas de no oír los atormentados gemidos de los que agonizaban en el exterior, pero era del todo imposible. Hijos que llamaban a sus madres, maridos que llamaban a sus mujeres. Los aullidos y ladridos de los perros de la ciudad se veían interrumpidos a la mitad; la mujer sabía por qué: podía ver sus cabezas cortadas por las tropas de Lyim por pura diversión.
La puerta de la tienda se abrió violentamente hacia atrás con un fuerte crujido. Kirah, cuyos nervios estaban tan tensos como cuerdas de laúd, se apartó de un salto del brasero ante el inesperado estrépito. Lyim entró de forma brusca por la soleada abertura; tenía la cara ensangrentada y con cortes poco profundos, pero sonreía abiertamente. La puerta se cerró tras él interrumpiendo el torrente de luz.
—Cayeron como bolos —dijo lleno de contento, aunque jadeaba un poco. Lyim empujó con el pie un taburete para colocarlo junto al brasero, se instaló en él y suspiró satisfecho—. Tendré que esperar el informe de Salimshad, pero parece que hemos perdido menos de cuarenta hombres —añadió Lyim. Se desabrochó el pesado peto y lo dejó caer al suelo; luego se desató la camisa acolchada que llevaba bajo la armadura. Con actitud expectante, extendió una pierna hacia Kirah.
La mujer se arrodilló ante él y tiró de la bota de un pie, y luego hizo lo mismo con la otra.
—Me alegro de que no te hayan herido —dijo—. Por lo menos, no de gravedad. Deja que te limpie estas heridas —le propuso, mientras, con ternura, levantaba una fina mano hacia la cara del hombre.
Lyim le apartó la mano para inclinarse aún más sobre el brasero.
—Sólo son rasguños —le dijo, y sonrió burlonamente, casi con expresión desdeñosa—. Tu preocupación me impresiona.
La mujer se había acostumbrado a la necesidad que el potentado tenía de mostrarse cínico con ella. Su relación era como la del gato y el ratón. No obstante, Kirah lo miró con expresión de extrañeza.
—Sabes que estoy preocupada, Lyim. Desde el principio no quise que emprendieras esta campaña —dijo. Se arrodilló ante él y le estrechó la mano izquierda, la que no llevaba el guantelete, entre sus manos mucho más pequeñas—. Todavía no es demasiado tarde, ¿sabes? Regresemos a Qindaras y empecemos a reconstruir —le imploró—. Ahora mismo. Vayámonos ya.
Lyim retiró la mano con brusquedad y se levantó apoyando los brazos en las caderas.
—¿Por qué debería abandonar la batalla si estoy muy cerca de conseguir mi objetivo? ¡Estoy ganando! —exclamó. Señaló hacia la puerta de la tienda—. Acabo de devastar un pueblo entero y he perdido menos de cuarenta hombres.
—Estás realizando auténticas carnicerías en pueblos desprevenidos habitados por granjeros y mercaderes —afirmó Kirah mirándolo deliberadamente a los oscuros ojos—. La Asamblea de los Tres no tratará de detenerte con un puñado de asustados milicianos de las aldeas. Te van a desafiar con un verdadero ejército mucho antes de que lleguemos a la Torre de la Alta Hechicería, y toda tu gente morirá para nada.
Lyim echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—¿La Asamblea? ¡No serían capaces de detener una estampida de conejos! ¡Tengo de nuevo a Ventyr bajo control y cuento con los nabassu! No pueden detenerme. Ya no.
—Además, cuentan con Bram.
Lyim resopló.
—Su magia tiene poco efecto sobre mí. Lo que causó la destrucción del palacio fue el suicidio de Guerrand.
A Kirah le dio un vuelco el corazón al recordarlo.
—¡Eso es precisamente lo que me importa! ¡Ya he perdido a Rand! ¿También debo perderte a ti y a Bram?
Lyim le dirigió una implacable mirada.
—Él es quien te preocupa. No tienes miedo por mí, sino por tu sobrino.
—Tengo miedo por ambos. Por los dos —insistió sacudiendo la cabeza.
—Tomaste una decisión en Qindaras, Kirah —dijo Lyim encogiéndose de hombros—. Y otro tanto hizo Bram. Desgraciadamente para él, eligió el bando de los perdedores. Tú fuiste mucho más perspicaz.
Kirah ladeó la cabeza y escuchó los gemidos de los que agonizaban en el exterior.
—¿De veras? —preguntó de forma impulsiva, sabedora de que se exponía a la ira de Lyim—. Me resulta difícil considerar vencedores a quienes matan hombres, mujeres y niños inocentes.
—¡Cierra el pico! —estalló Lyim levantando el puño y amenazando con golpearla. Kirah se mantuvo erguida, en actitud desafiante. El hombre bajó la mano poco a poco y en su rostro se dibujó la confusa sonrisa que últimamente mostraba con frecuencia.
»Había olvidado lo hipócrita que puedes llegar a ser —dijo el potentado—. Eres lo bastante osada para gozar calentándome la cama, pero los ruidos de unos pocos agonizantes te remuerden la conciencia. Me decepcionas, Kirah; antes eras más enérgica y decidida.
Los ojos de Kirah se estrecharon con ira.
—Admito que te quiero —dijo ella, y la espalda se le puso rígida—, pero me horripila lo que haces.
—¿Qué es lo que dicen los poetas? —reflexionó Lyim. Chasqueó los dedos como si la respuesta se le acabara de ocurrir—. Ámame, ama mis defectos —dijo, y se encogió de hombros de nuevo—. En cualquier caso, tomaste una decisión, querida. Ahora es demasiado tarde para volver atrás.
Kirah lo miró con hostilidad aunque se acobardó.
—Mi conciencia me remuerde a cada momento.
Lyim la cogió del brazo y la atrajo hacia sí.
—A cada momento, excepto los que pasas así —replicó Lyim. Le pasó la mano por la pálida cabellera y le echó la cabeza hacia atrás para besarla.
Kirah se resistió a que la distrajera y lo empujó por el pecho con todas sus fuerzas.
—¿Por qué no puedes contentarte con ser el hombre más poderoso de las Praderas de Arena?
—¿Crees que lo que pretendo es contentarme? —inquirió Lyim con manifiesta incredulidad—. Las Órdenes de la Magia y todos sus increíbles dogmas casi me arruinaron la vida. Si no hubiera sido más inteligente que ellos, ahora estaría muerto o algo peor. No puedo dejar esta afrenta sin venganza.
»Te estás volviendo cada vez más pesada, Kirah —añadió con amargura, y la apartó de sí—. Llegué a este lugar para compartir mi victoria contigo, pero lo único que estás haciendo es aguarme la fiesta —agregó mientras le dirigía una dura mirada. Advirtió una botella de vino sobre una mesita que había junto al brasero, la cogió, le quitó el tapón y la olió. Satisfecho, bebió un buen trago de líquido rosado y se instaló de nuevo en el pequeño asiento junto al brasero.
»No importa —refunfuñó—, Salimshad lo celebrará conmigo. Por cierto, ¿dónde se habrá metido? A estas alturas ya debería haberme dado el parte.
Kirah permanecía sentada en silencio, consciente de que ya había sobrepasado los límites de la prudencia.
La puerta de la tienda se abrió de nuevo y tanto Lyim como Kirah se sobresaltaron.
—¿Qué demo…? —empezó a decir Lyim, y giró los hombros en dirección a la puerta.
»Me alegro de que seas tú, Salim —gruñó protegiéndose la vista de la luz solar que se filtraba del exterior—. Espero que tengas preparadas dos buenas excusas: una para justificar tu importante retraso y otra para explicar por qué no has llamado antes de entrar.
—Por favor, perdona a este humilde servidor por no llamar, señor —dijo una voz trémula que no resultó en absoluto familiar ni a Kirah ni a Lyim—. Maese Isk me ordenó que viniera para comunicarte un mensaje urgente, y yo…
—Veamos de qué se trata —dijo Lyim apresuradamente, procurando que las manos le sirvieran de pantalla para los ojos—. ¡Maldita sea, apártate de esa luz cegadora para que pueda verte!
El mensajero se dio prisa en cumplir la orden del potentado. Tenía la cara bañada en sudor y la ropa salpicada de barro. Ya lejos de la luz, Lyim vio que apenas era mayor que un muchacho.
—¡Dame el mensaje!
—¡Salimshad ha muerto, señor!
El muchacho pronunció estas palabras precipitadamente y luego retrocedió con la cabeza gacha.
Lyim movió la cabeza de forma brusca, como si hubiera oído mal. Kirah vio cómo la luz de la comprensión alboreaba poco a poco en sus ojos. Se quedó muy quieto.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Estaba vigilando la ejecución de los prisioneros, tal como le ordenaste —explicó el muchacho—; al parecer, uno de ellos tenía un cuchillo escondido y…
—¿Me estás diciendo que fue poco precavido? —inquirió Lyim. Tenía la felina tensión de un tigre que acecha a una presa. Kirah reconoció esa actitud y tuvo miedo por el muchacho.
La boca del chico se abrió y se cerró sin pronunciar palabra.
—Eso no lo sé, señor —dijo al fin—; sólo sé lo que me contaron.
Los ojos de Lyim se clavaron, sin ver nada, en los del muchacho.
—¿Y quién te lo ha contado? —inquirió. La mano del guantelete se aferró a la botella hasta romperla.
«¡Vete! —gritó Kirah, para sus adentros, al tembloroso chico—. ¡Corre mientras todavía puedas!».
Ya era demasiado tarde.
La mano del guantelete de Lyim se lanzó hacia adelante como una serpiente y se cerró sobre la garganta del muchacho. Lo levantó del suelo mientras el chico pateaba desvalidamente.
—¡Lyim, suéltalo! —gritó Kirah tratando desesperadamente de interrumpir el ataque de cólera del potentado—. ¡El chico no ha matado a Salim, sólo te ha traído el mensaje!
Después de un último y desesperado gorgoteo, el muchacho dejó de debatirse y la muerte le cerró los ojos. Lentamente, los dedos de los pies se le fueron doblando como pétalos mustios.
Lyim, agarrando aún por la garganta el cuerpo sin vida del chico, salió atropelladamente de la tienda.
—¡Isk! —gritó enfurecido.
Kirah observó a través de la puerta abierta cómo se iban retirando los soldados situados cerca de la tienda. Estaban acostumbrados a escenas de horror y brutalidad, pero temían muchísimo la cólera de su potentado.
El asesino, con expresión severa, se apresuró a reunirse con Lyim corriendo entre los cadáveres.
—La próxima vez dame personalmente el mensaje.
Al ver la traquea destrozada del muchacho, Isk debió de pensar que al mandar al chico había tomado la decisión más acertada.
—Siento lo… —empezó a decir.
Lyim interrumpió las palabras del asesino, tanto si eran de condolencia como de disculpa.
—Ahora eres el segundo en la línea de mando.
Isk apenas reprimió una sonrisa.
—Sí, señor… —empezó a decir, pero de nuevo Lyim lo interrumpió con brusquedad.
—Vamos a continuar de inmediato. La Asamblea de los Tres a estas alturas debe de saber ya que nos estamos acercando. Sin ninguna duda nos han preparado algún tipo de emboscada en algún punto del camino entre este lugar y Wayreth. Ha llegado la hora de que sepan realmente contra quién están luchando. Reúne las tropas y prepáralo todo para marchar en seguida.
—Pero señor —dijo Isk de forma vacilante—, las tropas han peleado desde el amanecer; los soldados están cansados…
—¡Tienen suerte de no estar muertos! —le espetó Lyim—. ¡Eso es lo que le ocurrirá al que no esté listo para proseguir cuando el sol esté en lo alto!
Lyim giró sobre sus talones y miró a Kirah, cuyo pálido rostro asomaba por la puerta de la tienda.
—Y tú, querida mía, harías bien en encontrarle gusto a esta batalla: a partir de ahora, cabalgarás detrás de mí.
Dicho esto, Lyim dejó caer al chico sin ningún miramiento y pasó por encima del cuerpo sin vida para dirigirse al lugar donde estaban los nabassu con objeto de hacer que se prepararan para el viaje.
Antes de regresar al Bastión y de los preparativos de la guerra, Bram se detuvo en el soleado estudio de su tío, en la galería. En su mente se agolparon muchos recuerdos de Guerrand, evocados por el familiar aroma embriagador de las hierbas que el mago coleccionaba para los encantamientos.
Bram se dirigió a la parte de atrás del escritorio, que había sido pulcramente limpiado por vez primera antes de su partida hacia Qindaras, y se acomodó en la silla de Rand. Permaneció en silencio e inmóvil durante un buen rato, apoyando pensativamente la barbilla en las manos. Cuando estuvo listo, tiró del cajón en el que Rand había guardado una carta sellada con cera el día de su marcha.
«Lee esto si me ocurre algo y no regreso», le había dicho Rand.
Bram pasó un dedo por encima de su nombre escrito en el sobre. Le dio la vuelta rápidamente, rompió el precinto de cera con la uña del pulgar y extrajo el pergamino doblado.
Bram, mi más querido amigo:
Ahora se me ocurre, mientras escribo esto, que eres mi amigo más querido. Tengo la impresión de que las últimas palabras que te dirigiré deberían estar llenas de inspiración. No obstante, el único pensamiento que me viene a la cabeza es algo que te dije una vez en la escalera de la fortaleza cuando me disponía en secreto a seguir mi Sueño: «Recuerda que siempre tienes que obrar de acuerdo con lo que tu corazón te diga que es justo».
Me viene ahora a la mente, creo, porque es un buen consejo. Si estás leyendo esto, quiere decir que yo lo he seguido. Desde el día que regresaste del reino de Prímula, yo sabía que me faltaba poco para descubrir la interpretación del Sueño. Después de muchos años de conjeturas, la acepto de buen grado, cualesquiera que sean las consecuencias. Después de todo, prometí consagrarme al Arte.
Procura ser honrado, Bram. Y recuerda: un hombre que no tiene nada por lo que valga la pena morir aún tiene menos motivos para seguir viviendo.
Tu amigo RAND