Como en un sueño, Bram vio cómo la mano de Lyim enfundada en el guantelete salía disparada hacia el cielo salpicado de estrellas que se extendía sobre la ciudad. Observó que del brazo seccionado de Lyim manaba sangre a cada latido de su negro corazón. Para ser un bastardo, Lyim chillaba como una mujer.
Bram se acercó tambaleándose hasta la baranda de la galería y jadeó. Su tío ya se había estrellado contra el suelo. La multitud reunida se apelotonaba en torno al cuerpo inerte de Guerrand y obstaculizaba la visión de Bram. Cerró los ojos. Era absolutamente imposible que un hombre pudiera sobrevivir después de chocar desde tan alto contra el duro suelo enlosado.
El corazón de Bram se llenó de rabia. Giró sobre sus talones en busca del hombre responsable de tal desgracia, pero Lyim había desaparecido de la tribuna. Bram pasó precipitadamente entre las ondulantes cortinas. El dormitorio situado tras ellas estaba vacío y se veían pisadas ensangrentadas por todas partes. Lyim se había llevado a Kirah como rehén. Bram recordó los interminables pasillos y salas del palacio y se le encogió el corazón. Encontrarlos podría costarle varios días.
De repente le vino al pensamiento la imagen de Guerrand sobre el enlosado. Tal vez había algo que podía hacer por él. Lo menos que podía hacer era evitar que la multitud profanara el cuerpo de su tío.
Bram tiró de los cortinajes hacia abajo y rápidamente arrancó los lazos de decorativa cuerda. Anudó un extremo a la baranda, echó la cuerda al vacío y advirtió que llegaba a una distancia del suelo adecuada para saltar. La muchedumbre vio la cuerda y se acercó a ella.
Bram blandió el bastón y lo movió hacia uno y otro lado de la plaza. En el extremo del bastón se formó una bola de luz que salió disparada de la tribuna. Sobre la multitud, la luz se subdividió en docenas de lucecitas. Cada una de ellas persiguió a un curioso y lo rodeó con un fuego suave y brillante. Bram sabía que aquella sencilla luz feérica era inofensiva, pero que bastaría para dispersar a unos ciudadanos tan temerosos de la magia como los de Qindaras. Los que se encontraban más cerca de Guerrand huyeron dominados por el pánico. Bram saltó por encima de la barandilla y se deslizó por la cuerda hasta el patio.
Guerrand estaba tumbado de espaldas en medio de un rojo charco de sangre que se iba drenando a través de los diminutos intersticios de las losas. Tenía las dos piernas visiblemente torcidas y rotas, lo mismo que la espada.
Bram esperaba encontrar el guantelete en manos de su tío, pero las tenía completamente vacías. Varios trocitos de cristal se habían esparcido desde debajo de su enmarañada capa; algo que llevaba debía de haberse roto a causa del tremendo impacto.
—Juré quedarme hasta terminar el trabajo, contigo o sin ti, y eso es lo que intento hacer —dijo Bram en tono solemne con un nudo en la garganta. Alargó una temblorosa mano y delicadamente cerró los ojos de su tío por última vez.
«Tengo que encontrar el guantelete», se dijo a sí mismo. Tratando desesperadamente de poner en orden sus pensamientos, inspeccionó la zona cercana y no vio nada. Había pasado suficiente tiempo como para que algún curioso se hubiera apoderado del guantelete que contenía la mano cortada del potentado en su interior. Tal vez había rebotado más lejos de lo que Bram había calculado. O quizá se podía haber quedado bajo el cuerpo de Guerrand.
Se inclinó de nuevo y alargó la mano tratando de desplazar el cuerpo destrozado de su tío. De repente, bajo sus pies el suelo empezó a vibrar suavemente. Levantó la vista hacia el lugar por donde la gente había escapado del patio, pero los que aún permanecían en él, a una distancia prudencial, no parecían tener prisa por irse.
Aquello cambiaría drásticamente en un instante, pues la muchedumbre desaparecería como humo en un día ventoso.
El temblor continuó y aumentó, y las sacudidas de la tierra se hicieron evidentes. Bram se puso en pie de un salto y giró sobre sus talones con el tiempo justo de ver cómo dentados bloques de piedra se desprendían de los pisos superiores del palacio. Estaba demasiado perplejo para unirse a los escasos ciudadanos que quedaban en el patio y que habían empezado a gritar y a salir corriendo mientras el palacio empezaba a desplomarse sobre sí mismo.
La increíble escena le recordó a Bram la descripción que Guerrand le había hecho de la destrucción del Bastión. Su tío había descrito con vívidos detalles cómo se había vaporizado el mortero mágico que mantenía unida la gran nave y cómo se había transformado en algo parecido a vapores vivientes. Aquellas monstruosidades cruzaban velozmente el aire, chillaban y gemían, y atacaban a todo lo que encontraban por delante. En poco tiempo habían derrumbado el edificio sin dejar piedra sobre piedra.
¿Estaban los dioses de la magia destruyendo el palacio de Qindaras del mismo modo que habían derribado su propia fortaleza? ¿O acaso Lyim se había vuelto completamente loco y quería darse muerte a sí mismo llevándose con él todo lo que tuviera a su alcance, incluyendo a Kirah?
Entonces, Bram se acordó de una advertencia de Justarius: el palacio no sobreviviría si el guantelete salía del edificio sin el potentado. Guerrand había encontrado una manera de conseguir que ese hecho se produjera.
Si quería encontrar el guantelete, Bram tendría que darse prisa, antes de que el patio se viera cubierto por los cascotes. Las piedras caían peligrosamente cerca. Con un ojo puesto en el palacio que se hundía, Bram levantó a Guerrand por debajo de los hombros y buscó a tientas bajo su cuerpo. Bajo el cadáver del mago no había nada salvo su propia sangre.
Un pequeño y extraño penacho de humo púrpura que emergía lentamente de la capa de su tío llamó la atención de Bram. El joven observó que el humo salía cada vez más de prisa y que se iba acumulando sobre Guerrand.
El arremolinado humo tomó forma y se volvió sólido. Se había convertido en una criatura alada, mayor que Bram, de brazos macizos y brillantes ojos de color rojo. Tenía la piel oscura y rasposa, y sus manos eran grandes garras.
De entre los labios, gruesos y cortados, emergían los colmillos.
Aquel ser bajó la vista para examinar el cuerpo destrozado de Guerrand y gruñó. Luego dirigió los colorados ojos hacia Bram; la criatura lo levantó rápidamente en sus brazos calientes y rasposos. Cuando la repugnante bestia abrió del todo las alas y empezó a correr por el patio para alejarse del palacio que se desintegraba; Bram apenas pudo apañárselas para sujetar su bastón.
Bram se debatió contra el abrazo de aquel ser, pero su fuerza comparada con los macizos tendones del animal era como la de un chiquillo. La bestia corrió varios pasos y se impulsó hacia arriba con las alas abiertas. Ráfagas de aire provocadas por el batir de alas azotaron el rostro de Bram. El joven pegó patadas y puñetazos contra la impenetrable piel de la criatura hasta que le sangraron los nudillos. Forcejeó para asir el bastón y poder realizar un encantamiento, pero aquel ser pareció comprender la importancia del bastón y Bram no pudo impedir que le arrebatara su artilugio de madera. Luego, la criatura cerró el puño del tamaño de un melón, y con un pequeño golpe dejó inconsciente a su pasajero.
Bram se despertó convulsionado, dándose cuenta al instante de que ya no lo transportaban. Se sentó y miró en torno, sorprendido de reconocer lo que lo rodeaba. La criatura lo había depositado sin miramientos ante los topes de la puerta del Bastión. Bram no vio nada que delatara la presencia de la bestia alada en el panorama de pinos y magníficos acantilados rocosos cuya belleza quitaba el aliento. Era obvio que la criatura mágica había recorrido una gran distancia con su inconsciente pasajero porque alguien se lo había mandado.
El joven empezó a sospechar quién había sido el responsable de su prematura salida de Qindaras.
La suposición de Bram se vio confirmada cuando la gran y reflectante puerta se abrió a su espalda. Apareció primero una pierna cubierta por una túnica de seda roja y luego la mujer.
—Hola Bram —dijo con calma Dagamier.
—¿Hola? —repitió el joven; la cabeza le palpitaba—. ¿Qué estoy haciendo aquí, Dagamier? ¡Aquella criatura se me llevó antes de que pudiera matar a Lyim!
—¿Lyim no ha muerto? —preguntó sobresaltada.
—No —respondió con voz áspera—; ¡pero Guerrand sí! —añadió.
Dagamier no pareció sorprenderse por la revelación de Bram. El joven le explicó lo que había ocurrido cuando, en el patio situado junto al palacio de Lyim, fue secuestrado por la criatura alada.
La hechicera se puso los esbeltos dedos sobre los labios y volvió la cabeza brevemente.
—Guerrand debe de haberse caído sobre el frasco que le preparé —murmuró la mujer.
—¿Qué frasco? —preguntó Bram. Entonces se acordó de los cristalitos que había visto sobre las losas junto al cuerpo de Guerrand.
Dagamier reflexionó para poner en claro sus ideas.
—Guerrand me habló en privado, después de que aceptarais la petición de la Asamblea e inmediatamente antes de vuestra partida. Me preguntó si podía encontrar algún modo de sacarte sano y salvo de Qindaras, algo que él pudiera activar si consideraba llegado el momento oportuno. Le sugerí un frasco de cristal sellado con plomo y con una criatura en su interior a la que se habrían dado instrucciones de que te condujera hasta aquí: una misión parecida a la de las palomas mensajeras.
—¡Pero allí también estaba Kirah! —exclamó Bram—. Se metió en el espejo antes de que saliéramos de Thonvil. Aquella condenada criatura me atrapó antes de que pudiera encontrar a mi tía y ahora está en poder de Lyim.
Dagamier pareció ofendida.
—Cuando preparé el frasco no tenía modo alguno de prever la presencia no deseada de tu tía.
—Pero ¿por qué aceptaste crear semejante artilugio si sabías que yo había jurado quedarme hasta que hubiera terminado el trabajo?
—Me lo pidió Guerrand —dijo ella sin fingir—. Él sabía que yo era muy eficiente conjurando monstruos. Tu tío me dijo que no lo activaría hasta que Lyim hubiese muerto. No pensó que se pudiera romper el frasco antes de tiempo al caer sobre él.
—¡Tampoco pensó que iba a morir!
—Pues sí, lo pensó —le explicó en tono severo—. ¿Tan poco conocías a tu tío que no te diste cuenta del fatalismo que lo impulsó a aceptar la misión? Estoy convencida de que desde el día que recibió la invitación para venir al Bastión, Guerrand creyó que no tardaría en encontrar la muerte.
—Pero ¿por qué?
Los rígidos hombros de Dagamier se alzaron un poco.
—Simplemente, lo sabía. No comprendo exactamente cómo, no me lo confió. Esa era una de las razones por las que estaba tan en contra de que lo acompañaras. No quería que impidieras lo que él consideraba un deber suyo. Su destino, si quieres llamarlo así. En cualquier caso, eso es lo que creo.
Bram volvió la cabeza para reflexionar. Al evocar los hechos, recordó frases, miradas preocupadas, intentos de convencerlo de que se pusiera a salvo antes que él.
—No he tenido la oportunidad de vengar a Guerrand, ni siquiera de darle una sepultura digna —dijo para sus adentros en un susurro fatigado y melancólico—. Todavía debe de estar en aquel patio cubierto de toneladas de cascotes.
—¿Estabas enterado del Sueño? —le preguntó ella—. El que repetía el salto de Rannoch desde la Torre de la Alta Hechicería en Palanthas.
—¡Claro! —repuso Bram—. Guerrand era más que mi tío y mi mentor: era mi amigo más íntimo.
Dagamier reflexionó antes de responder.
—Creo que Guerrand estaba un tanto obsesionado por los matices menos importantes que diferencian las filosofías de las Órdenes, por lo menos en la medida en que dichas diferencias le afectaban. Vivía acosado por el miedo de que algún día se sintiera impulsado a unirse a los Túnicas Negras.
Las palabras de Dagamier eran menos que halagadoras, pero Bram no se sintió ofendido. En el tono de la mujer no había condena, tan sólo una estoica observación.
—Lamenta su pérdida si lo deseas, Bram, pero también consuélate pensando que Guerrand al fin superó sus temores.
Bram asintió con un afectuoso gesto de la cabeza, cerró los ojos e invocó el poder de Chislev para que le calmara el dolor del corazón. Antes de su adiestramiento con Prímula ya era consciente del ciclo natural de la vida: nacimiento, crecimiento, muerte e, incluso, reencarnación. Pero jamás lo había impresionado tanto la muerte. Ni siquiera la de Nahamkin, su buen amigo. Ni la de Cormac, su mismísimo padre, cuya pira había encendido para enviar su espíritu hacia el cielo. En ese momento todo aquello parecía muy lejano.
Bram levantó la vista hacia Dagamier y en su rostro apareció la sombra de una sonrisa.
—Tal vez Guerrand se reencarnará en una gaviota. Le gustaría, me parece —dijo el joven. Dagamier le devolvió una franca y amable sonrisa y, en la fría brisa, el pálido rostro de la mujer se transformó.
»¿Siempre eres tan perspicaz, Dagamier? —le preguntó de forma inesperada Bram—. A partir de las descripciones que Guerrand hacía de tu persona, no me lo habría imaginado.
Dagamier enarcó una ceja, confusa ante la metedura de pata, pero Bram advirtió que no se sentía realmente ofendida.
—Guerrand y yo tuvimos una relación… interesante —murmuró pensativamente—. Raras veces estábamos de acuerdo, pero siempre lo respeté. Bueno —añadió, y matizó lo dicho con una memorable sonrisa afectada—, por lo menos, al cabo de cierto tiempo.
—Sé que él sentía lo mismo —dijo Bram solemnemente.
Se produjo un embarazoso silencio.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —le preguntó Dagamier al cabo de un rato.
El rostro de Bram adquirió un aspecto muy firme.
—Regresar a Qindaras, para matar a Lyim y rescatar a Kirah.
Dagamier se dirigió a la barandilla que corría a lo largo de la parte superior del talud de pronunciada pendiente situado ante el Bastión, juntó las manos ante ella con un recato que desafiaba la sensualidad de su atuendo.
El viento levantó el faldón de su túnica negra y descubrió brevemente unas piernas bien formadas y blancas como la leche.
—¿Cuánto tiempo hace que no has dormido o comido?
El joven se pasó una mano por la enmarañada cabellera.
—Demasiado, estoy seguro. Curiosamente no tengo hambre, pero supongo que comer me ayudaría a pensar con mayor claridad.
—Exactamente —dijo la mujer, y husmeó el aire con humorístico desdén—. Un baño probablemente tampoco te haría ningún daño. Vamos —añadió. Y dirigiéndose a la puerta que conducía al Bastión, penetró en la zona de observación seguida por el joven.
En el interior, explicó a Bram cómo llegar a una pequeña pero cómoda habitación de invitados.
—Haré que te lleven agua y otros productos para el baño a tu habitación, junto con una bandeja y vino. Dile a tu sirviente que me avise cuando estés listo para volver a hablar conmigo. Tenemos que decidir nuestra estrategia contra Lyim antes de que lleguen los miembros de la Asamblea de los Tres.
—¿Ya están en camino? —preguntó Bram, muy preocupado por tener que informarles que todo había salido mal.
Dagamier asintió con la cabeza. Su mirada era poco menos que de simpatía.
—Ladonna envió una carta. Tenemos tiempo para prepararnos hasta mañana por la mañana.
Fatigado y triste, Bram se alejó lenta y pesadamente dispuesto a seguir las instrucciones de Dagamier. El recuerdo de la muerte de Guerrand le produjo una nueva y persistente sensación de pánico. Cuando por fin el sirviente terminó de llenar la bañera y lo dejó solo, Bram se puso a meditar, algo que siempre le había ido bien para calmarle los nervios. Pero aquel día, dos invocaciones del mantra no le aportaron el alivio que una de ellas le aportaba un día normal.
Bram se quitó la ropa y puso la bandeja de la comida a un lado de la bañera; luego, se sumergió en el agua caliente y espumosa. Se sirvió un vaso de vino verde ergothiano y echó un trago. Recordaba lleno de pesadumbre lo sucedido en el patio del palacio con todo lujo de detalles. Tendría que reunir todo su coraje para hablar con la Asamblea de los Tres.
Pero el agua caliente y el vino fresco en el estómago vacío empezaron a proporcionarle la relajación que el mantra no le había aportado. Bram levantó la botella de vino y se sorprendió al ver que se la había bebido toda. El agua de la bañera de cobre estaba fría como una piedra. Había perdido por completo la noción del tiempo. En algún lugar del Bastión la hechicera de túnica negra debía de estar esperando ansiosamente su llamada.
Dagamier había sido asombrosamente amable, se dijo Bram para sus adentros de la apasionada manera que el vino propicia. Y su mirada no era tan dura como recordaba. Inesperados pensamientos sobre la mujer fluyeron por su brumosa cabeza. Bram buscó con ojos fatigados y medio cerrados la campana que había dejado el sirviente. La divisó, por fin, junto a su brazo derecho y alargó la mano para cogerla. Tuvo el tiempo justo de hacerla sonar de cualquier manera y, acto seguido, perdió el mundo de vista.
El exhausto y embriagado lord DiThon se había desmayado en el baño.
Lyim estaba pesadamente tumbado en un diván de la habitación situada en la parte posterior del templo de Misal-Lasim. Apenas se había movido de allí durante los últimos días. Tenía envuelto en un paño limpio el brazo derecho mutilado. Se sentía como si hubiera retrocedido más de cinco años, cuando tenía una cabeza de serpiente en el lugar de la mano. Dejando aparte el dolor inicial de la transformación, la mano serpiente le había ocasionado más inconvenientes que sufrimiento. Pero esta última herida, sin embargo, lo seguía martirizando. Lyim estaba débil por haber perdido mucha sangre.
Pero había perdido muchísimas más cosas durante los días que siguieron al derrumbamiento del palacio, del que Salimshad lo había ayudado a escapar.
Lyim oyó a los fieles en el templo, y sin necesidad de mirar supo que el número de asistentes había menguado considerablemente. En aquel preciso momento, Salimshad apartó las cortinas del portal arqueado que separaba la habitación del templo propiamente dicho. Se alzó la máscara del cóndor y la luz de la antorcha iluminó las gotas de sudor que se deslizaban por los delicados rasgos del elfo.
—¿Oíste lo que se preguntaban tus seguidores, amo? —preguntó en voz baja Salim. De la expresión del potentado dedujo que no—. La destrucción del palacio y la pérdida de tu mano que presenciaron con sus propios ojos, ha ocasionado que muchos perdieran la fe en nuestra causa. Tienes que hacer algo de forma inmediata, a menos que te propongas abandonar tu objetivo de abolir la magia. ¡Debes volver a encender el fuego en sus corazones, amo, y exigirles lealtad, o estará todo perdido!
—Tienen suerte, pues lo único que han perdido es la fe —dijo Lyim en tono apagado.
—¡Pero tú puedes recuperarlo todo! —protestó Salimshad—. Rebusqué por todas las ruinas del patio hasta encontrar el guantelete. Puedes utilizarlo para la reconstrucción, si así lo deseas.
Lyim dejó de compadecerse de sí mismo y, lleno de rabia, exclamó:
—¿No lo entiendes? ¡Estoy otra vez sin mano!
Y agitó el muñón, cuyo vendaje todavía mostraba manchas de sangre.
—Me falta la mano derecha: no puedo ponerme el guantelete —siguió diciendo—. Aunque consiguiera olvidar que Ventyr me traicionó por Guerrand.
—Ya no puede volver a hacerlo.
Lyim sonrió, pero con muy poca convicción.
—Gracias por encontrar el único punto de luz en medio de este completo desastre, Salim. Guerrand ya no puede robarme lo que me pertenece. Desde esa perspectiva, quizá vale la pena haber perdido la mano a cambio de su muerte.
—Ya recuperaste la mano una vez, en circunstancias mucho más arduas —dijo Salim.
—Me estás diciendo que utilice mis facultades mágicas —lo reprendió Lyim.
Salim se encogió de hombros.
—Como tú mismo has dicho: «Sólo un diamante puede cortar otro diamante». Si no haces nada y te quedas sentado en esta habitación trasera del templo hasta que te mueras, habrás dado la victoria a aquellos que trataron de destruirte. Sería como si hubieras caído tú desde la tribuna en lugar del mago que enviaron para matarte.
Lyim hizo una pausa para reflexionar.
—Dime otra vez por qué crees que el sobrino de Guerrand no puede ya representar una amenaza para mí en la ciudad.
Salimshad asintió con la cabeza.
—Cuando estaba buscando el guantelete y tu mano por el patio, vi que una criatura alada de aspecto intimidante se lo llevaba. No sé de dónde salió ni por qué, pero Bram se debatía para librarse de ella. Dudo mucho de que haya sobrevivido al secuestro de que fue objeto.
Salim se quitó la máscara y la puso en un estante.
—¿Y qué pasa con su parienta? —preguntó con cautela—. ¿Estás seguro de que puedes confiar en ella?
—¿En Kirah? —dijo Lyim, y resopló encogiendo ligera y bruscamente los hombros—. Me conoces lo suficiente para no hacerme semejante pregunta, Salim. Yo no confío en nadie. Además, si ella se proponía matarme, pudo hacerlo mientras estábamos placenteramente abrazados.
—¿No te culpa por la muerte de su hermano?
—Creo que Kirah está todavía profundamente trastornada. Pero le he recordado que yo quería salvar a Guerrand y que él declinó mi ofrecimiento. Kirah no puede negarlo; estaba allí y lo vio.
El elfo observó las sombras con ojos medio cerrados.
—¿Dónde está ahora la mujer?
—Se ha ido al mercado a comprar comida.
—¿La dejas andar por ahí porque ya no puedes torturar a su hermano haciendo que la vea junto a ti? Cualquiera de los novicios se sentiría honrado por traerte comida.
Lyim se encogió de hombros desdeñosamente.
—Kirah me sirve de muchas maneras. Ahora que no puedo contar con Ventyr me resulta muy útil. No queda nadie más dispuesto a ocuparse de mí, dado que todos los sirvientes que no murieron cuando se derrumbó el palacio han huido. No tengo poder para hacerlos regresar y, con toda seguridad, jamás volveré a tenerlo.
Salimshad lo miró de forma interrogativa.
—¿O sea que te das por vencido?
Lyim dirigió una mirada hostil al elfo, enfurecido por su tono.
—Sería preciso un milagro para convencer a los ciudadanos de Qindaras de que estoy tocado por la gracia de los dioses después de que han sido testigos de mi vulnerabilidad en la tribuna, por no mencionar la destrucción del palacio. Un condenado milagro…
De repente, los oscuros ojos de Lyim se entreabrieron y brillaron con una luz nueva, maligna.
—Creo que ya sé dónde puedo encontrar ese milagro.
Se puso en pie se dirigió corriendo hacia la puerta; la agudeza mental y la energía le llegaban a raudales.
—Reúnete conmigo en el palacio con un destacamento de cincuenta excavadores. Necesito recuperar ciertas cosas de los almacenes. Y preocúpate de que alguien pegue carteles informativos y avise a los sacerdotes de que anuncien otra asamblea en las ruinas del patio del palacio cuando el sol esté alto. Sí —dijo—, esto me dará el tiempo suficiente.
—¿Qué pasará si la gente no acude?
En el rostro de Lyim se dibujó una expresión hostil.
—¡No todo el mundo se ha vuelto contra mí tan rápidamente. Aparecerán muchos movidos por la curiosidad, el resto oirán hablar del milagro que Misal-Lasim me concederá mañana, cuando el sol esté alto!
Por tercera vez en una semana los ciudadanos de Qindaras se reunieron en el patio del ruinoso palacio del potentado. Repicaron las campanas por toda la ciudad para anunciar la concentración en la que escucharían las palabras de su potentado. Los sacerdotes habían instado a los fieles durante el culto diario a que acudieran a la cita.
Kirah se estremecía bajo la capa que le habían prestado. Tras la destrucción del palacio, el invierno había vuelto a Qindaras con más crudeza de lo esperado. La mujer estaba aguardando entre los fieles, y con tanta desesperanza como ellos, que el potentado se dirigiera a su pueblo. Aunque Lyim le había dejado claro que quería tenerla cerca, Kirah había logrado escabullirse con bastante facilidad. Desde que Lyim había dado la orden de congregar a los ciudadanos, Salimshad había estado ocupado con los preparativos y con las plegarias en los templos.
Kirah también había estado ocupada. Tenía que descubrir si Bram estaba a salvo. Alguien tenía que haberlo visto en la ciudad. Kirah estaba decidida a seguir buscándolo en secreto hasta encontrarlo. Su visita a los puestos del mercado del día anterior le había dado una oportunidad. Después de coger unas pocas manzanas, pasó el resto de su tiempo tratando de encontrar a alguien que supiera algo de la desaparición de Bram. Nadie de los que interrogó recordaba muchos detalles del caos que aquella noche se apoderó del patio. Pero había escuchado a escondidas que el elfo de Lyim decía haber visto cómo un monstruo mágico y repugnante se llevaba a Bram. No obstante, Kirah no dio crédito alguno a aquellas palabras, pues Bram no utilizaría nunca su propia magia para huir de algo.
Kirah no estaba tan segura de ella misma. Todo había resultado muy enmarañado desde que se había visto obligada a salir del espejo en el taller de escultura de Lyim. Guerrand se había enfadado muchísimo. Ella no tuvo ocasión de explicarse y ahora él estaba muerto. Kirah cerró los ojos y se los restregó. No podía pensar en aquello. Le producía demasiado dolor considerar que había conseguido por fin ganar a una persona querida al precio de perder a otra.
Kirah abrió de nuevo los ojos, decidida a concentrarse en lo más inmediato. Leales o estúpidos, era evidente que los ciudadanos se habían dedicado al saqueo, puesto que incluso habían arrancado las partes metálicas de los restos de las quinientas treinta y cuatro cúpulas, pese al escaso valor que podían tener. Kirah no podía imaginar nada más desolado que aquellos montones de cascotes: ladrillos hechos añicos, vigas rotas que sobresalían como enormes costillas, puertas tambaleantes cuyas bisagras gemían bajo el viento frío.
Las campanas habían cesado de repicar, pero su eco persistió durante largos instantes sobre Qindaras. Cuando por fin se disipó, el potentado trepó como un vulgar deshollinador hasta el punto más alto de las ruinas que podía alcanzar un hombre con una sola mano. Incluso desde aquella distancia, Kirah vio con claridad que el muñón del brazo derecho seguía envuelto en un paño.
Kirah advirtió con ojos de amante que Lyim parecía exhausto. La mujer sabía que aquel hombre era una alma que estaba terminando su largo viaje hacia la locura. Ella no podía detenerlo de ningún modo, y tampoco podía reprimir el deseo de estar a su lado.
—¡Ciudadanos de Qindaras! —gritó Lyim apañándoselas para acallar los murmullos y gritos de la muchedumbre—. Hoy nos hallamos rodeados de ruinas, algo que debe recordarnos nuestras transgresiones. Me he pasado los dos días que han transcurrido desde la destrucción del palacio ayunando y rezando a Misal-Lasim. ¡Me ha revelado que nuestra falta de fe ha causado el derrumbe de este edificio de varios siglos de antigüedad como si lo hubiéramos derribado con nuestras propias manos!
Mientras hacía una pausa para que la gente asimilara sus palabras, el viento azotó sus holgadas vestiduras.
—De entre todos los pueblos del mundo, fuimos los elegidos por Misal-Lasim para cumplir una misión. ¡Pero nos volvimos perezosos, excesivamente confiados ante la evidente predisposición de Misal-Lasim para el progreso de Qindaras, y hemos fracasado! Misal-Lasim ha destruido el palacio y ha invocado el mal tiempo para hacernos ver el error de nuestra pecaminosa conducta.
»¡Pero no todo son malas noticias! Misal-Lasim nos ha otorgado una segunda oportunidad, un nuevo pacto. Tenemos que reafirmar nuestro compromiso con la destrucción de la magia, tal como hicimos muchos de nosotros hace unos días en este mismísimo palacio. ¡Con este fin, marcharemos hacia el mayor depósito de magia del mundo, la Torre de la Alta Hechicería! Si luchamos unidos, podemos destruirla. ¡Una vez más, la bendición de Misal-Lasim estará con nosotros!
La llamada a las armas del potentado fue recibida con una mezcla de aplausos por parte de los que nunca habían perdido la fe y de abucheos por parte de quienes la habían perdido.
Desde algún lugar de la muchedumbre un hombre gritó:
—¿Cómo podemos saber que esta iniciativa cuenta con la bendición de Misal-Lasim? ¡Nuestros hogares no han sido destruidos, sólo el tuyo!
Sin embargo, guardianes apostados entre la multitud oyeron al hombre que había tomado la palabra y avanzaron hacia él, alzando grandes hachas, para castigar su insolencia.
—¡Dejadlo hablar! —ordenó Lyim. Los guardias bajaron las armas, pero permanecieron junto al hombre. Lyim le pidió que repitiera su pregunta, y el interpelado, muy nervioso, le obedeció.
Lyim reflexionó sólo unos pocos instantes.
—También yo me he preguntado cosas parecidas. Pero tengo fe. Suficiente fe para probar el poder del dios al que servimos. ¡Prestad atención!
Lyim cerró los ojos durante largos momentos para concentrarse; luego levantó el muñón de su brazo derecho.
—¡Deseo la curación de mi mano para poder servir mejor a la voluntad de Misal-Lasim!
Con la mano izquierda Lyim desgarró las vendas. El dolor le contrajo el rostro y se agarró la muñeca con la mano izquierda. Del muñón brotó sangre fresca, pero en seguida cesó de manar. La piel de la muñeca, reseca y llena de costras, empezó a extenderse. Aparecieron y crecieron incipientes huesos de dedos, luego rudimentarios músculos rojos y venas desprotegidas se enroscaron sobre los huesos y acabaron, finalmente, por formar una mano. El dolor que reflejaba el rostro de Lyim disminuía a medida que la carne iba cubriendo los nuevos huesos. Con los dientes apretados, Lyim dobló los dedos recién nacidos, cerró el puño y lo mantuvo en alto.
La muchedumbre permanecía en silencio; pero lentamente la gente empezó a salmodiar. El cántico era algo que envolvía, que arrastraba, y al poco rato el patio entero vibró. En el cada vez más concurrido patio no había nadie con los ojos secos.
—¡Aniirin! ¡Aniirin! ¡Aniirin!
Kirah, aunque tenía los ojos húmedos igual que todo el mundo, había visto bastante magia como para advertir que se trataba de un encantamiento de hechicero. Pero los buenos ciudadanos de Qindaras estaban seguros de haber sido testigos de un milagro. Tal vez era cierto, pensó Kirah. Lyim les había hecho recobrar la fe en un abrir y cerrar de ojos; incluso podría marchar hacia el Abismo para propiciar la consecución de su objetivo de destruir el Arte: después de aquella exhibición, era evidente que los ciudadanos de Qindaras lo seguirían.