Capítulo 15

Guerrand tenía los nervios a flor de piel. Temía encontrarse con algo horrible en cualquier momento. Lo esperaba detrás de todas y cada una de las esquinas que Bram y él doblaban en su sigiloso recorrido por el palacio de Lyim con objeto de hallar a Kirah. Guerrand llevaba al cinto la espada que había cogido del puesto de guardia, pero Bram sólo disponía de su bastón.

Guerrand no podía quitarse de la cabeza que la fuga de las mazmorras había resultado demasiado fácil. Había sido casi tan sencillo como si la celda no hubiera tenido la puerta cerrada ni hubiese dispuesto de guardianes en el exterior. Lyim no podía haberse vuelto tan increíblemente descuidado en tan corto espacio de tiempo.

¿Cómo era posible que en un palacio del tamaño del de Thonvil no se hubieran topado con centinelas ni con sirvientes?

Guerrand apenas podía pensar en las distintas posibilidades a causa del martilleo que sentía en la cabeza y que padecía desde que se había despertado en la celda. Aturdido por el dolor, sentía una extraña e inequívoca pulsión: una fuerza, mágica sin duda, lo estaba guiando por el palacio. El mago no se lo había comentado a Bram; era una sensación demasiado vaga para describirla, y no digamos para confiar en ella.

¡Cuánto habría deseado realizar un encantamiento para determinar si los estaban llevando a una trampa o bien si esa esotérica pulsión era tan sólo fruto de su imaginación! Después de todo, el palacio albergaba una ingente cantidad de magia. Tal vez sus sentidos se veían alterados por la presencia de tanta energía arcana. Por encima de todas estas consideraciones, seguía sintiendo el doloroso martilleo en la cabeza. Sus pensamientos se retorcían y formaban una maraña que era incapaz de desentrañar.

El mago y su sobrino llegaron a una segunda planta situada sobre los jardines colgantes. Durante unos instantes, Guerrand se sentó en un escalón. Chorros de sudor le bajaban de las sienes y se perdían en el pelo oscuro que le cubría la cara. No habían caminado ni mucho ni especialmente rápido, por lo que la fatiga del mago los sorprendió a los dos.

—¿Te encuentras bien? —le susurró Bram a su lado.

—Tengo un dolor de cabeza terrible —explicó Guerrand con voz ronca—. Sin duda a consecuencia del delicado trato de los guardianes.

Bram lo miró con cara de preocupación.

—Puedo darte una infusión de hierbas curativas o tratar de hacer un encantamiento para aliviarte el dolor.

Guerrand hizo una mueca de rechazo.

—Gracias, pero tengo la impresión de que nada puede ayudarme. —Se sostuvo cuidadosamente la cabeza entre las manos durante unos instantes, pero cuanto más rato permanecía sentado mayor era el dolor. Se sintió algo reconfortado al recordar el frasco que Dagamier le había preparado en el Bastión, puesto a buen recaudo debajo de la camisa, pero nada podía vencer su terrible jaqueca durante más de unos pocos segundos.

—Tal vez deberíamos buscar un lugar oculto para que pudieses descansar mientras sigo buscando a Kirah —dijo Bram encogiéndose de hombros y se agachó buscando un hueco.

—¡No! —protestó Guerrand—. ¡Tú no sabes adónde vas!

Bram, sorprendido, ladeó la cabeza.

—¿Y tú sí?

Apretándose las manos sobre las sienes, Guerrand le contó entonces que tenía la sensación de ser guiado a través del palacio.

—Me crees, ¿verdad?

Bram frunció el entrecejo al ver la ansiedad de su tío.

—Claro, Rand. He estado rondando por el mundo mágico lo suficiente como para creerme casi todo. Pero esto me pone nervioso. No puede derivarse nada bueno del hecho de hacer caso de esa… sensación. ¿Por qué no nos han perseguido después de habernos fugado de la mazmorra? ¿Por qué no hemos visto absolutamente a nadie desde entonces? ¿Por qué alguien tendría interés en guiarnos si no fuera para llevarnos a una trampa?

—Sí, claro, también yo me lo he preguntado. Pero ya estábamos metidos en una trampa —razonó Guerrand—. ¿Por qué alguien iba a facilitarnos escapar de una trampa para hacernos caer en otra? —se preguntó. Negó con la dolorida cabeza, pero dejó de hacerlo cuando el martilleo se convirtió en un rugido insoportable—. No, aquí está pasando alguna otra cosa.

—¿Quizá otro mago? —sugirió Bram.

—No veo cómo, si Lyim sigue llevando el guantelete —dijo Guerrand—. Pero no lo sabremos hasta que lleguemos al lugar al que me están guiando.

—¿Lo juzgas prudente? Tal vez deberíamos encontrar nuestro propio camino.

—No puedo elegir —dijo Guerrand con una mueca, y se puso en pie no sin gran esfuerzo—. He intentado obligarme a permanecer aquí sentado y a no hacer caso de esa sensación, pero el martilleo de mi cabeza no hace más que aumentar. Tengo miedo de que me estalle la cabeza si dejo de moverme.

Sin tomar precaución alguna, Guerrand avanzó tambaleándose por el corredor. En aquellos momentos estaba dispuesto a hacer poco menos que cualquier cosa con tal de librarse de la terrible jaqueca. De algún modo, al avanzar en determinadas direcciones parecía sentir un cierto alivio.

—Por aquí —murmuró Guerrand doblando una esquina. Un retazo de bruma se deslizó por el suelo junto a sus pies. El mago se detuvo y parpadeó, pero la bruma permanecía allí.

Se frotó los ojos y volvió a mirar. Entonces, dio un vacilante paso atrás. Advirtió que no se trataba de bruma, sino de una mujer pelirroja vestida con una gasa rosa pálido, de una clase muy parecida a la tela que tanto gustaba a Esme en Palanthas. La mujer tenía aspecto de nube, una rosada nube del atardecer, con brazos esbeltos y pálidos que se extendían como zarcillos neblinosos.

La mujer le sonrió. A Guerrand el corazón empezó a latirle con más fuerza y el martilleo en sus oídos disminuyó.

—¿Qué pasa? —le preguntó Bram desde atrás—. ¿Por qué te has parado?

—¿No la ves? —le preguntó Guerrand.

Los dos intrusos observaron el pasillo, pero sólo Guerrand jadeó desmayadamente.

—¿Adónde ha ido?

—¿Quién? No he visto a nadie.

—¡Pero tienes que haberla visto! ¡Estaba delante de mí! —exclamó Guerrand. Giró sobre sí mismo pero sólo pudo ver el pasillo vacío en ambas direcciones—. ¡Maldición!

—Quizá el dolor de cabeza te ha afectado la vista. A veces ocurre con las migrañas, ¿sabes? ¿Estás seguro de que no quieres probar un poco de mis hierbas?

—No, quiero encontrar a la mujer —rugió Guerrand con fiereza lanzándose a la carrera por el pasillo. Era un largo corredor que se abría por el lado derecho sobre los jardines colgantes durante la mitad de su recorrido. Por el lado izquierdo no había puerta alguna, únicamente una larga pared cubierta con tapices bellamente tejidos.

Guerrand creyó ver un destello de tul rosa en el extremo opuesto del pasillo.

—¡Ahí está! —gritó ansioso, más allá de toda razón, por hablar con la misteriosa mujer. Y echó a correr tras la figura envuelta en tela rosada.

—No veo absolutamente nada —protestó Bram detrás del mago—. No nos conviene precipitarnos, Rand.

—Tengo que seguirla —insistió Guerrand—. Quédate si quieres.

Ya no le dolía la cabeza, pero sus pensamientos se entrelazaban y se confundían a causa de la pulsión que sentía en el corazón. Atraído por los fugaces destellos de la gasa rosa de la mujer, Guerrand los siguió a través de habitaciones fastuosamente decoradas y comunicadas por pasillos. De alguna manera, tenía la impresión de que, si conseguía hablar con ella, todo lo que se había preguntado hasta aquel momento encontraría respuesta. Incluso el sentido del Sueño…

Guerrand dobló una esquina y se detuvo. Reconocía aquel pasillo: era el que había recorrido antes guiado por Salimshad, el elfo. La mujer estaba ante la puerta de la habitación de Lyim, entre dos centinelas armados que no parecían verlos a ninguno de los dos. A Guerrand no le sorprendió el hecho de que no los vieran, habida cuenta de las circunstancias mágicas que sin duda los habían llevado hasta allí.

Bram resbaló tras su tío al dar la vuelta y vio a los guardias en posición vigilante, con las piernas extendidas y los brazos a la espalda.

—¡Gran Chislev!

Pero los centinelas no parecían verlos ni oírlos.

La mujer, que estaba a menos de un brazo de distancia de Guerrand, hizo un gesto con la mano para que el mago se le acercara mientras ella abría la puerta poco a poco y entraba en la habitación. Guerrand estaba tan ansioso por seguirla que no vaciló en pasar ante los guardias y dirigirse hacia la habitación.

—¡Por favor, Rand, espera! —exclamó en voz baja Bram.

—He esperado desde mi Prueba en la Torre —le respondió Guerrand. Sabía que sus palabras sólo servirían para confundir a Bram, pero no tenía tiempo para explicarse con mayor claridad. En cualquier caso, Bram pareció comprender o por lo menos ser consciente de la firme determinación de Guerrand, y soltó la mano de su tío.

El mago se había preparado durante meses para los acontecimientos que, según le aseguraba su intuición, iban a producirse de inmediato; por eso estaba extrañamente tranquilo cuando dio unos hipnotizados pasos y cruzó la puerta detrás de la mujer. No obstante, su serenidad no duró mucho. Nada habría bastado para prepararlo para lo que vio al otro lado de la puerta.

Guerrand entró en la habitación de Lyim en pos de la mujer neblinosa. La vio en el extremo opuesto de una cama enorme provista de dosel. En la cama, con el cabello alborotado, estaba Lyim, de espaldas a Guerrand. Era evidente que el potentado no había advertido la presencia del mago mientras rodaba hacia donde se hallaba la neblinosa mujer. Lyim tenía la espalda desnuda pero seguía llevando el trabajado guantelete, circunstancia que a Guerrand hubiera podido pasarle por alto de no ser por una cosa: mientras el mago estaba mirando, la mujer se fundió en una espiral de bruma de color rojo brillante, permaneció suspendida sobre Lyim unos breves instantes y el torbellino rosado se introdujo como algodón hilado en el guante mágico de la mano derecha de Lyim.

Guerrand oyó la voz de Lyim que decía:

—Así que has vuelto, Ventyr. ¿Te has ido a pasear por el palacio mientras me concedía una pequeña distracción?

Guerrand apenas había tenido tiempo de establecer la relación entre la mujer neblinosa y el guantelete de Lyim, cuando algo se movió bajo las sábanas en el centro de la gigantesca cama. Poco faltó para que el mago retrocediera, confuso por haberse introducido en el lugar donde Lyim llevaba a sus numerosas conquistas femeninas, cuando oyó que una voz preguntaba con soñolienta familiaridad:

—¿Con quién estás hablando, Lyim?

Kirah se incorporó bajo el peso de gruesas colchas de damasco dorado. Volvió la cabeza en busca de Lyim y se quedó sin aliento al ver a su hermano boquiabierto junto a la puerta. El placer había coloreado la habitual palidez del rostro de la mujer, pero la inesperada aparición de Guerrand hizo que volviera a perder el color por completo. Se cubrió púdicamente con la colcha haciendo caer sobre la alfombrilla la camisa que había dejado sobre la cama.

—¿Qué ocurre, querida? ¿Un guardián intruso? —le preguntó Lyim. Miró tranquilamente por encima del hombro y se puso en pie de un salto, sin preocuparse por su desnudez—. ¡Oh, ya veo! Sólo se trata de un hermano ultrajado —añadió. Entonces, Bram irrumpió jadeando en la habitación detrás del mago—. Y de su sobrino. Pues muy bien.

Guerrand tembló con silenciosa rabia y el rostro se le congestionó visiblemente. No podía pronunciar palabra.

—Ya veo que estás preparado para entablar una justiciera batalla —dijo Lyim señalando las armas que Guerrand llevaba al cinto—. Contamos con todos los personajes de un melodrama, ¿no crees? La ingenua virtuosa, el villano impenitente, la airada familia. Algo que hubieras podido ver en el barrio de los teatros de Qindaras, si yo todavía permitiese representaciones de esa clase.

—¡Cierra el pico y vístete, bastardo! —ladró Guerrand recuperando por fin el habla para expresar su cólera.

Los ojos de Lyim se estrecharon y emitieron el típico centelleo, que Guerrand conocía muy bien, de cuando se divertía manipulando a los demás. Algo en las palabras de Lyim, su cabeza rapada y su actitud hicieron que Guerrand se acordara de Belize bajo los pilares del Acantilado de Piedra con tanta intensidad que llegó a sentir el azote de un viento frío en el rostro.

—No dejes que tu enfado te haga perder de vista el objetivo —le susurró Bram al oído.

—No hace más que fortalecer mi determinación —gruñó Guerrand en voz baja—. Limítate a preocuparte de cumplir con tu deber.

—Hubiera preferido que esta situación se hubiera producido más tarde —dijo Lyim poniéndose sus abandonados pantalones sin la menor muestra de embarazo. Se puso la camisa pasándosela por encima de la cabeza—. Me gustaría saber cómo habéis conseguido encontrar tan rápidamente el camino para volver a este lugar —añadió. Sus palabras parecían intrascendentes, pero el tono sugería que algunos sirvientes iban a pagar el craso error que les había facilitado la libertad. Especialmente en aquel momento.

Lyim caminó despacio en torno a la cama, recogió la camisa que Kirah había tirado al suelo y se la lanzó descuidadamente a la pálida mujer.

—Tal vez deberías vestirte, querida.

Kirah, bajo la protección de las colchas, se puso los pantalones y la camisa como pudo.

—¡Primero la plaga y ahora esto! ¡Sedujiste a Kirah para castigarme de nuevo! —rugió Guerrand.

Lyim se sentó en la cama al lado de Kirah, y le ató las cintas del cuello de la camisa.

—Te aseguro que jamás he seducido a una mujer para castigar a nadie salvo a mí mismo, pues eso siempre conlleva de forma inevitable inconvenientes y enmarañadas situaciones —dijo, y suspiró como si aquello fuera una necesaria y pesada carga que tuviera que llevar—. Sin embargo, infravaloras los encantos de tu hermana, Rand.

—¡Oh, malditos seáis los dos! —chilló Kirah—. ¿Por qué has tenido que irrumpir aquí, precisamente ahora? ¡Habríais podido poneros a salvo! Me prometió que os dejaría marchar a los dos después de… —dijo, pero su voz se desvaneció a causa de la confusión que sentía por haber revelado más de lo que se había propuesto.

—¿Eso te dijo, Kirah? —gruñó Guerrand—. ¡También te dijo que te ofrecía el antídoto contra la plaga! ¿Cómo pudiste creértelo otra vez?

Se produjo un breve y embarazoso silencio, después del cual Guerrand soltó una sonora carcajada al darse cuenta de que él era el mayor estúpido de todos. Kirah había acudido junto a Lyim de buen grado, aunque ella no quisiera admitirlo ni siquiera ante sí misma. Quiso creerse las mentiras de Lyim y también había deseado estar donde estaba desde el preciso momento en que lo había conocido y había quedado atrapada por sus encantos.

Guerrand no sabía con quién estaba más enfurecido. La mano voló a la espada que llevaba al cinto, y vio que Lyim cogía el brazo de su hermana.

La amenaza era obvia. ¿Dónde estaba Bram con sus encantamientos? Mientras Guerrand trataba desesperadamente de encontrar en su cabeza alguna alternativa, un flujo de bruma rosada salió del guantelete de Lyim formando un remolino que se transformó de nuevo en la inimaginable belleza que había guiado a Guerrand por las distintas salas. La mirada del mago, llena de sospechas, pasó de ella al potentado, sorprendido de que este pareciera incapaz de verla. Unas palabras, más punzantes que espada alguna, fluyeron a la mente de Guerrand.

Se las apañó para moderar su rabia con objeto de hablar en tono inesperadamente calmado.

—Las circunstancias han cambiado.

—¿Por qué? —inquirió Lyim, deseoso como siempre de jugar al gato y al ratón por lo menos durante un rato.

—Tu guantelete me ha guiado hasta aquí. Ella nos protegió para que ni centinelas ni sirvientes nos detuvieran durante el largo recorrido. Ni siquiera esos dos que están al otro lado de la puerta de esta sala se han dado cuenta de nada, y así siguen. Es probable que ni siquiera te oigan.

Los ojos de Lyim se estrecharon y acabó por perder la calma.

—¡Guardias! —aulló. Al ver que la puerta permanecía cerrada, se dispuso a echarla abajo.

Pero Guerrand y Bram se pusieron frente a él para impedirle el paso.

—Ella impide que te oigan, y tú lo sabes —dijo Guerrand en un tono preñado de intención—. Ahora estás a nuestra merced, Lyim.

Sin dejar de mostrar su desdén, Lyim volvió a agarrar el brazo de Kirah.

—No del todo —puntualizó, echando un duro vistazo a Bram—. Si realizas un encantamiento, ella lo sufrirá conmigo.

Guerrand se encogió de hombros con fingida indiferencia sintiendo que una indudable fuente de poder fluía por su interior.

—Ninguno de nosotros, ni Kirah, ni Bram ni yo, es tan importante como el hecho de impedir que destruyas la magia. Bram y yo lo juramos antes de salir; Kirah tendrá que padecer las consecuencias de su impulsiva conducta —explicó. Guerrand hablaba por cuenta propia, pero sabía que Bram vacilaba. El lord de Thonvil sencillamente no era capaz de realizar un encantamiento que pudiese dañar a Kirah. Por lo menos, de momento no.

—Te conozco, Rand —dijo Lyim suavemente—. No podrías quedarte como si nada si a ella le ocurriera algo.

—He llegado a aceptar el hecho de que Kirah ha elegido bando, y no precisamente el mío.

—¡Eso no es verdad, Rand! —gritó Kirah—. ¡Yo…!

—¡Cierra el pico! —estalló Lyim apretándole la mano sobre la boca. Por encima de los dedos, los ojos de Kirah se abrieron desmesuradamente a causa del horror al constatar aquella faceta de Lyim. Se debatió para liberarse, pero sólo consiguió que él la sujetara con más fuerza. Kirah, desafiante, luchó hasta que se le acabaron las fuerzas y se derrumbó impotente sobre el costado del hombre.

—Lo que dices del guantelete es mentira —dijo Lyim a Guerrand en tono desafiante, sin acordarse de Kirah—. Es una pura suposición basada en lo que sabes sobre estos artilugios.

—Dime —prosiguió Guerrand—, la primera vez que realizó magia sobre ti, ¿sentiste unas palpitaciones tan dolorosas en la cabeza que apenas podías pensar?

El sutil y cauteloso movimiento de los ojos de Lyim permitió deducir a Guerrand que su observación había dado en el blanco. Su suposición de que la mujer neblinosa era una manifestación del guantelete era acertada.

Mátalo —dijo una voz, tan musical como un viento cálido, en el interior de su cabeza. Guerrand miró a la mujer neblinosa. Sus labios no se movían para hablar, pero sonreían de una forma seductora—. Para eso has venido hasta aquí. No lo puedes atacar directamente mientras lleve puesto el guantelete, pero he conseguido que para ti sea vulnerable. ¡Hazlo en seguida!

Pero ¿por qué te has vuelto contra él?, preguntó Guerrand a la voz interior.

Porque percibo un gran poder mágico en ti, más que en él —prosiguió la voz interior. La cabeza pelirroja se volvió hacia Lyim, que estaba sentado observando el ensimismamiento de Guerrand con cauteloso asombro—. Tú no sientes odio hacia la magia, tan sólo… premura. Mátalo y conviértete en potentado —lo apremió de nuevo cuando vio que el mago vacilaba—. Tócame y lo comprenderás todo.

La mujer no esperó la respuesta y deslizó los dedos en la mano del hombre. Guerrand trató de apartarla, pero… no sintió nada. Sólo tocó aire con la mano y, sin embargo, era como si tuviera todo el cuerpo envuelto por las suaves yemas de los dedos de la mujer. Era consciente de que estaba bajo un hechizo, pero no podía detenerlo. Según lo prometido, todas las cuestiones que se había planteado parecían resueltas gracias a una nueva y firme confianza en sí mismo. Se sentía renovado y lleno de energía al mismo tiempo.

De repente, la mujer apartó de Guerrand su vaporosa mano. El mago jadeó como si le hubieran quitado todo el aire de los pulmones de golpe.

Cayó de rodillas esforzándose por respirar.

Bram acudió a su lado al instante y tiró de él para ayudarlo a levantarse.

—¡Rand! ¿Qué te ocurre?

—Has visto a Ventyr —farfulló Lyim en tono acusatorio y con la vista clavada en el rostro de Guerrand.

—Lyim —confesó de repente Guerrand con ojos sinceros—, es tal como me temía. ¡El guantelete tiene una garra sobre ti, pero no al revés! Te controla del mismo modo que la magia lo ha hecho siempre, pero con la diferencia de que no lo puedes ver.

Lyim soltó una carcajada.

—¡Qué estúpido eres, Rand! Siempre en busca del lado bueno de la gente. Pues bien, hay gente que no tiene ningún lado bueno. Me siento orgulloso de formar parte de este último grupo.

»Juré destruir la magia hace mucho tiempo —prosiguió con amargura—, muchos años antes de tener la oportunidad que Ventyr me ofreció. Estoy utilizándola para acercarme a mi objetivo.

—El guantelete es un artilugio mágico, un ente capaz de percibir sensaciones —dijo Guerrand—. No te pertenece. No puede ser de nadie.

—No, pero mientras sea potentado soy yo quién lo controla.

—En tal caso, ¿por qué no puedes impedir que Ventyr se me aparezca?

—Porque todo lo que siempre he querido o tenido —dijo Lyim con ojos ardientes— acaba desviándose hacia ti —añadió. Alzó el guante con reverencia y sus gemas atraparon y reflejaron la luz de la lámpara—. ¡Pero acabaré con vosotros dos antes de dejar que me quitéis esto!

Enseñando los dientes como un perro enfurecido, Lyim soltó la muñeca de Kirah y saltó hacia Guerrand. La curvada espada rasgó el aire, pero Lyim la desvió con el guantelete de la mano derecha. Cuando el acero chocó contra el guante mágico saltaron abundantes chispas. Guerrand tajó con la terrible ferocidad de su odio por Lyim, pero cada ataque se veía neutralizado por el puño o por la palma impenetrables. Lyim esquivaba los golpes sin esfuerzo, al margen de la fuerza con la que Guerrand los propinaba. No cesaba de reír, y cuánto mayor era la cólera de Guerrand, más ruidosos eran los aullidos de Lyim.

Pero Lyim dejó de reír cuando advirtió que Bram estaba agachado junto a la puerta. Para concentrarse, el hechicero había cerrado los ojos, con la mano izquierda sujetaba el esculpido bastón y en la derecha tenía una rosa roja aplastada. El potentado miró furioso en torno, buscando algo. Fijó la vista en la mesa redonda. La agarró con una mano en cada lado y la levantó bruscamente, con lo cual los platos sucios que había sobre ella cayeron al suelo. La alzó por encima de la cabeza y arrojó el pesado mueble contra el hechicero situado al otro lado de la habitación.

—Bram —gritó Guerrand al ver que la pesada mesa volaba hacia su desprevenido sobrino.

Bram entreabrió los ojos y vio la mesa que se le venía encima, pero no pareció preocuparse. Cuando la tuvo al alcance de la mano, la golpeó en pleno vuelo. Como si el mueble hubiese chocado contra un muro, cayó al suelo sin causar daño alguno a Bram, que cerró los ojos y volvió a preparar su encantamiento.

Aliviado, Guerrand observó de nuevo a su enemigo en el preciso momento en que Lyim cogía un atizador cubierto de hollín de la chimenea y se lo lanzaba como si fuera una jabalina. Guerrand se apartó de un salto, pero el sucio proyectil le alcanzó el muslo derecho. Al principio el mago no sintió nada, excepto incredulidad al ver el afilado y negro atizador clavado en mitad de la pierna.

No obstante, el dolor llegó inmediatamente.

Guerrand dio un chillido y, mientras se desplomaba, agarró el mango del atizador. Sólo de forma vaga se dio cuenta de que Lyim corría precipitadamente hacia la puerta y entraba en el estudio.

—¡Rand! —gritó Kirah acudiendo a su lado apresuradamente. Le tocó la herida con la mano, y la pálida palma de la mujer se tiñó de rojo con la sangre de su hermano.

—¿Quieres que te lo desclave? —le preguntó con ojos llorosos.

Guerrand no le contestó. Si se arrancaba el arma, temía que el dolor y la pérdida de sangre lo dejarían inconsciente. Pero no había elección. El mago se mordió el labio y, al desclavarse la barra metálica, emitió un gruñido de dolor. Sin mediar palabra, alargó la mano y arrancó un trozo del dobladillo de la camisa de Kirah. Apretujó la tela para formar una bola que le cupiera en la palma de la mano. Preparado para soportar más dolor aún, se dispuso a introducir la bola de tela en el desgarrado agujero; entonces Bram lo agarró de la muñeca y tiró de ella hacia atrás. El joven examinó la herida unos instantes y le puso las manos encima.

—No tengo tiempo para curártela del todo, y, aun así, lo que voy a hacerte me costará algunos segundos —dijo.

Guerrand se esforzó por ponerse en pie, pero se vio frenado por una demoledora mirada de Bram. El mago protestó:

—No tenemos tiempo. ¡Lyim se nos escapa!

Mientras le respondía, Bram notaba el calor de la herida y el efecto balsámico de sus manos en ella.

—He preparado algo para mantener a Lyim ocupado. Tendrá más distracciones de las que podrá atender.

De forma gradual, el desgarrón de la pierna de Guerrand se fue cerrando y el dolor disminuyó. Cuando Bram retiró las manos, apareció una cicatriz rosada de bordes irregulares. La herida todavía estaba hinchada y rodeada de un círculo morado, pero se había cerrado. Guerrand comprobó que podía ponerse en pie y caminar sin dificultad, aunque no sin dolor. Blandiendo la espada, el mago asintió con la cabeza y se lanzó a la carrera en pos de Lyim por la puerta del estudio.

Cuando Guerrand entró en la habitación, Lyim lo atacó al instante. Con el guantelete, Lyim golpeaba la espada de Guerrand para apartarla a un lado sin dejar que el afilado borde desbordara su defensa. Cuando el puño chocaba contra la pared hacía saltar teselas y yeso como si de un pico se tratara. Y Guerrand se encontró con la espalda pegada a la pared, esquivando y golpeando para evitar los temibles zarpazos.

Con la velocidad del rayo, la mano de Lyim aplastó a Guerrand contra el muro. La mano que llevaba el guantelete le sujetó la tráquea y se la estrujó. A punto de ahogarse, consiguió agarrar la mano de Lyim y trató de pegarle salvajemente en la cabeza. Guerrand sintió la nuez presionando la piel del cuello. Los pulmones le ardían y todo le daba vueltas. Con fría objetividad se dio cuenta de que se estaba asfixiando.

¡Este no era el final que había imaginado para su misión!, protestó una voz en el interior de su cabeza. Propulsó de nuevo el puño, un golpe circular que por poco alcanzó la cabeza de su enemigo. Lyim le estrujó la garganta con más fuerza, pero Guerrand había llegado demasiado lejos para que le importara. Mientras se desvanecía la luz, se extrañó de que su último pensamiento fuese preguntarse qué se estaba moviendo detrás de Lyim.

La bestial opresión cesó tan de repente que Guerrand cayó al suelo con las manos sobre la maltrecha tráquea. Tosió repetidamente hasta que por fin pudo tragar de nuevo. Jadeando y con lágrimas en los ojos, su primer pensamiento fue localizar a Lyim. Pero el potentado había desaparecido.

Guerrand volvió la cabeza de forma brusca al oír los angustiados chillidos de Lyim que llegaban desde el dormitorio. El mago se arrastró hasta la puerta y vio a Lyim: una borrosa figura de color marrón grisáceo que cruzaba la habitación a todo correr, seguida por una nube negra.

—¡Abejas! —exclamó Guerrand con voz áspera. Bram estaba agachado junto a la puerta y en su rostro se dibujaba una sonrisa triunfal, mientras un enloquecido Lyim se movía bruscamente con objeto de librarse del enjambre de abejas, avispas y avispones conjurados por la magia de Bram.

—Lleva cierto tiempo reunir un enjambre lo suficientemente grande —explicó Bram—. Lo incordiarán sin piedad, y cuando consiga dispersarlas, es muy probable que esté fuera de combate.

Con ciega furia, Lyim golpeaba y pegaba manotazos a los aguijoneadores insectos. A cada manotazo se cargaba varios, pero los había a centenares y con una sola idea: picar a Lyim hasta matarlo. El potentado se aplastaba contra las paredes, rodaba por el suelo, pero todo era en vano. En sus gritos no se podía distinguir el dolor de la rabia.

Los ojos de Guerrand exploraron el suelo en busca de la espada. La descubrió junto a la cama, en el lugar donde Lyim la había arrojado con el guantelete. Avanzó un paso y poco faltó para que el vértigo lo hiciera caer.

Recordó el ejercicio de las teselas de los días de su aprendizaje con Justarius y se concentró olvidando el dolor, con objeto de recuperar la espada. Cojeó hacia donde estaba el arma hasta que la tuvo de nuevo en su poder. Luego la levantó con la intención de atacar a Lyim.

Bram se dirigió hacia su tío y tocó la espada. Una resplandeciente llamarada roja, tan caliente que provocó un hormigueo en el rostro de Guerrand, se propagó desde el dedo de Bram y recorrió velozmente la curvada hoja. La llama se arremolinó y siseó a lo largo de toda la espada y obligó a Guerrand a extender el arma hacia adelante.

Bram puso su mano sobre la que Guerrand tenía en la empuñadura de la espada.

—Húndela en el pecho de Lyim —le dijo solemnemente.

El potentado, con el rostro marcado por un centenar de aguijones y verdugones, aullaba como un animal salvaje. Pegando manotazos se dirigía a una de las entradas arqueadas cubiertas de terciopelo azul que, pensaba Guerrand, conducía a una tribuna parecida a la que Lyim había utilizado para dirigirse a los ciudadanos de Qindaras. Guerrand y su sobrino se miraron y luego se lanzaron contra Lyim. El mago cargó contra la gruesa cortina de terciopelo con la espada firmemente agarrada, dispuesto a atacar a todo lo que se le pusiera por delante. En el exterior, el viento soplaba con tanta violencia que poco faltó para que derribara a Guerrand. Con un gesto rápido se asió a las cortinas mientras el viento le secaba los ojos y lo hacía parpadear un instante. Las llamas de la espada oscilaron bruscamente a causa del vendaval pero siguieron ardiendo.

Lyim y Guerrand quedaron cara a cara, uno a cada extremo de la amplia tribuna. El potentado se sujetó a la baranda con la mano sin guante para mantener el equilibrio. Tenía la cara roja e hinchada debido a las picaduras de los insectos. Le ondeaba la camisa como una vela blanca ante un fondo de arremolinadas nubes negras de tormenta. El potentado levantó la mano en la que llevaba el guantelete por encima de la cabeza, como si amenazara al mismísimo cielo.

Guerrand, en un destello, advirtió lo que realmente Lyim había hecho: las aguijoneadoras abejas se habían ido, arrastradas por el viento que Lyim había conjurado con el guantelete.

Guerrand empuñó la espada y la sensación de solidez del arma le dio seguridad. Sobreponiéndose al dolor que sentía en la garganta y sin dar tiempo a que le dominaran sus temores, cargó contra Lyim.

Pero mientras avanzaba, Lyim dio un salto y atrapó la llameante espada con la mano enguantada. Se oyó un ruido silbante seguido de olor a quemado, pero Lyim no soltó su presa. Tirando con fuerza, arrastró a Guerrand hacia adelante y le hizo perder el equilibrio; entonces, el potentado soltó la espada. El mago chocó contra la baranda que bordeaba la tribuna y la inercia lo impulsó por encima de ella. Con la mano izquierda se asió a la barandilla, pero la derecha no dejó de empuñar la espada.

Lyim, lleno de crueldad, observó a Guerrand durante unos instantes: era evidente que disfrutaba viendo los apuros de su enemigo, que movía las piernas y se debatía como podía para sujetarse mejor a la baranda. El mago reprimió un grito, pero su agarre se debilitaba. No podría resistir mucho más. Se asía con gran tenacidad, negándose a ceder pese a que los dedos le ardían a medida que la carne se le iba desgarrando de los músculos.

Lyim propulsó la mano del guantelete hacia adelante y agarró la muñeca izquierda de Guerrand. Para obligarlo a soltarse de la barandilla, se la apretaba con una fuerza insoportable, tan insoportable como la perversidad de su sonrisa. Y con la sonrisa todavía dibujada en sus labios, extendió el brazo hacia fuera y mantuvo a Guerrand suspendido en el aire, sobre el borde de la tribuna.

El mago se sintió curiosamente ingrávido y se atrevió a echar un vistazo por encima del hombro. Estaba suspendido a una altura de por lo menos tres pisos sobre el patio enlosado desde el que los súbditos de Lyim habían escuchado su discurso. Algunos atemorizados ciudadanos de Qindaras empezaron a congregarse y a mirar asombrados hacia arriba.

Aquella vista no le resultaba del todo nueva, advirtió Guerrand sin experimentar miedo ni sorpresa. Había presenciado una escena similar en la oscuridad del Sueño, cuando los ciudadanos de Palanthas contemplaban cómo un mago sacrificaba su vida por el Arte.

—Vosotros dos quedaos donde estáis o suelto a vuestro querido Rand —exclamó Lyim por encima del vendaval que todavía soplaba con violencia.

Pero Guerrand descubrió que, detrás de Lyim, Bram ya estaba preparando otro encantamiento. De antemano habían convenido que si podían apañárselas para hacer salir a Lyim al exterior, Bram realizaría uno de sus hechizos más potentes. Según la descripción de Bram, la tribuna y todo cuanto hubiere en ella quedaría incinerado. Hasta aquel momento, Guerrand había dudado de que Bram se atreviera a realizarlo. Era obvio que Guerrand no podía escapar de aquella situación, pero era consciente de la angustia que Bram sentiría por ser el instrumento de la muerte de su tío.

—¡Hazlo, Bram! —gritó Guerrand con voz áspera por encima del borde.

Se acordó con gran alivio del frasco que Dagamier le había preparado a petición suya que escondía en el interior de la camisa desde que había salido de su estudio de Thonvil. En aquel momento, sólo esperaba que el frasco resistiera lo suficiente como para llevar a cabo su propósito.

El viento cesó de forma brusca.

—Suelta la espada, Rand, y yo tiraré de ti —le propuso Lyim en tono frío, incluso hipócritamente persuasivo. No obstante, apostado junto a los cortinajes de la entrada, seguía dando la espalda a Bram.

Antes de que Guerrand tuviera tiempo de responder se oyó un grito de Kirah. La mujer había cogido el bastón de Bram y forcejeaba para que su sobrino lo soltara.

—¡También matarás a Guerrand!

—¿A cuál de los dos quieres realmente salvar? —inquirió Bram, con un violento tirón liberó el bastón de las manos de Kirah y luego la sujetó pegándole los brazos a los costados. Trató de retenerla, pero la mujer consiguió liberarse y cayó rodando por el suelo cerca de la barandilla de la tribuna. Guerrand advirtió la expresión del rostro de Bram y se dio cuenta de que el encantamiento se había frustrado irremediablemente, que era imposible realizarlo.

Kirah levantó la vista hacia el rostro pétreo del potentado.

—Por favor, Lyim. Prometiste dejarlos libres. Lo que ha sucedido no tiene por qué cambiar las cosas. ¡Me quedaré tanto tiempo como quieras a condición de que cumplas tu palabra y los dejes marchar!

Lyim no respondió y se limitó a examinar el adornado guantelete que llevaba puesto con una extraña mezcla de disgusto y deseo. Guerrand sabía que todo había cambiado. Lyim había sido traicionado en lo más profundo de su ser por Ventyr. Guerrand observó la multitud que se había congregado abajo. No había vuelta atrás para ninguno de ellos.

El silencio de Lyim hizo que el rostro de Kirah, pálido surcado de lágrimas, se volviera hacia la barandilla.

—Por favor, Guerrand, haz todo lo que te pida. ¿Realmente merece la pena que sacrifiques la vida por esto?

A través de una nebulosa de dolor y confusión, Guerrand se dio cuenta de que detener a Lyim merecía el sacrificio de su vida.

Todavía no es demasiado tarde para que nosotros dos nos aprovechemos de esta desafortunada situación —dijo la suave voz de Ventyr—. Acepta sus condiciones y tendrás otra oportunidad de matarlo. Yo te ayudaré.

Esas palabras le resultaron muy familiares al mago.

¿A qué precio?, preguntó Guerrand a la voz que hablaba en su interior.

Sólo te pediré que recuerdes la ayuda que te habré prestado para conseguir tu objetivo.

Guerrand sintió un raro destello de claridad cristalina al descubrir en qué lugar había oído antes aquellas palabras. El mago casi podía percibir el calor de la huella del pulgar de Nuitari sobre el dobladillo de su camisa. Si escuchaba al guantelete y mataba a Lyim para convertirse en potentado, estaría devolviendo el favor que le había hecho Nuitari mediante el incremento de la influencia del mal en Krynn. Eso querría decir que la profecía del Sueño se habría hecho realidad… y que él habría dado el paso final hacia la maldad.

Por fin Guerrand comprendía el significado del Sueño.

—¡No tienes otra alternativa si quieres seguir con vida! —gritó Kirah.

Guerrand miró directamente a los ojos de Lyim y dijo:

—En esta vida todo se reduce a elegir.

Dicho esto, Guerrand conjuró la energía que nacía de la rectitud de su propósito y propinó un tajo hacia arriba con la espada de hoja llameante.

Cortó limpiamente la muñeca de Lyim por encima del guantelete. El potentado aulló de rabia y dolor, pero Guerrand se había ido muy lejos y ya no podía oírlo. Al instante el mago se volvió grávido de nuevo. Caía verticalmente sin soltar la mano de Lyim enfundada en el guantelete.

Durante la breve caída hacia el suelo enlosado, Guerrand se sintió más libre que nunca desde su juventud, antes de la magia, antes del Sueño, desde que Nuitari lo había marcado con la huella del pulgar. Hoy había resuelto todas las cuestiones y había neutralizado a todos los enemigos. Finalmente había comprendido la mentalidad de Rannoch, el mago que se había arrojado desde la Torre de la Alta Hechicería por amor al Arte de la Magia.

Si se consideraba globalmente, y para decirlo al modo de los bárbaros, era un buen día para morir.

Los horrorizados ciudadanos de Qindaras que fueron testigos de la mortal caída de Guerrand se quedaron indudablemente perplejos al ver la sonrisa que le iluminó el rostro hasta el final.