A salvo en su dormitorio, Lyim relajó un tanto la fuerza con que sujetaba a Kirah y la obligó a encararse con él. La joven se retorció y se debatió para liberarse, pero dejó de hacerlo al darse cuenta de que Lyim estaba disfrutando con sus infructuosos esfuerzos.
Kirah miró con odio la cara de satisfacción del potentado. No se parecía en absoluto al frívolo joven que había conocido en una cueva de la ventosa costa del Estrecho de Ergoth. Curiosamente, no iba vestido de un modo demasiado distinto —camisa informal, pantalones y botas ligeras—, aunque Guerrand en una ocasión le había contado que a Lyim le gustaba vestir con elegancia.
Antaño, abundantes mechones de cabello ondulaban sobre los anchos hombros de Lyim como un río de hielo negro. En tiempos había tenido un aspecto muy atractivo, pero ahora hacía pensar más bien en un simple pirata con barba de tres días. Pero por encima de todo, Lyim transmitía sensación de poder… y de peligro.
La mujer miró fijamente y sin miedo sus ojos oscuros y penetrantes.
—Creo que deseo tu muerte más que Guerrand y Bram.
Lyim echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante tan osadas palabras.
—¿Incluso más que la Asamblea de los Tres?
—No los conozco de nada —dijo Kirah con fiereza—, pero estoy segura de que no pueden odiarte más que yo.
—Creo que «miedo» es la palabra que mejor describe lo que en la actualidad sienten hacia mí —precisó Lyim despreocupadamente.
Kirah enderezó los hombros en actitud desafiante.
—Yo no te tengo miedo.
Lyim le dirigió una significativa mirada.
—Tú nunca tienes miedo —dijo. La soltó bruscamente y se dirigió a una pequeña mesa sobre la que reposaban los restos de su cena.
Kirah observó cómo Lyim cogía una jarra, vacilaba unos instantes y finalmente la dejaba otra vez sobre la mesa. Luego se dirigió a la puerta del extremo opuesto, la abrió y habló con alguien que estaba al otro lado. Momentos después, una botella de líquido ámbar cruzaba la puerta. Lyim dio un buen trago mientras se acercaba a una alta y arqueada ventana. Apartó la cortina azul provista de un fleco con borlas doradas y se quedó mirando fijamente al exterior.
Kirah se quedó absolutamente inmóvil, pero estiró el cuello para examinar la puerta que había detrás de ella preguntándose si estaría cerrada. El portal no estaba lejos; de hecho, estaba más cerca de ella que de Lyim.
—Vas a encontrar guardianes detrás de ambas puertas —le dijo el potentado, que seguía mirando por la ventana.
La mujer le lanzó una cautelosa mirada.
—Creía que ya no utilizabas magia.
—No lo hago —respondió él—. No hace falta ser un hechicero para suponer que sólo estás pensando en fugarte —añadió Lyim. Bebió un trago lento y prolongado de la botella y se secó la boca con la manga de la camisa—. Es en lo que yo pensaría.
—Esa es la diferencia entre tú y yo —dijo Kirah despectivamente—. En realidad, estaba pensando en cómo podría liberar a Guerrand y a Bram —mintió la mujer.
El potentado se encogió de hombros.
—En tal caso, no eres tan inteligente como yo había supuesto.
—¿Por qué? —le preguntó ella—. ¿Tal vez porque me preocupo más por la salvación de los demás que por la mía?
—Hace muchos años aprendí que la única persona con la que puedes contar es contigo mismo —dijo él, con la mirada vagando todavía por el exterior—. Cualquier hipotética prueba de lo contrario es simplemente una ilusión pasajera.
Kirah no pudo evitar un inesperado estremecimiento de piedad hacia el hombre al que tanto había admirado. Era evidente que la horrible mutación de su mano había convertido su entusiasmo vital en amargo cinismo. Pero se guardó de decírselo, consciente de que si lo hacía no haría más que encolerizarlo.
En cambio, le preguntó:
—¿Qué piensas hacer con nosotros tres?
Lyim dejó al fin de mirar por la ventana.
—Esta pregunta requiere tres respuestas muy distintas —explicó. Se dirigió hacia la mesa y sirvió dos copas del licor ámbar—. No me place hablar del destino de Guerrand y del de Bram en presencia de una hermosa mujer —comentó el potentado ofreciéndole una de las copas.
Kirah se sintió confusa bajo su mirada, pero se obligó a dar un paso al frente y a coger la copa, evitando cuidadosamente el contacto con la mano de Lyim. Aceptó la bebida para que él no advirtiera la confusión que experimentaba, aunque se temía que a Lyim no se le escapaba nada. El licor era fuerte y notó cómo le ardía la garganta. No obstante, le proporcionó un calor interno que le templó los nervios.
—¿Acaso los potentados no tienen habitaciones llenas de concubinas que los esperan para brindarles sus encantos? —le preguntó sin ambages.
—Las tenía, sí —asintió—, pero no me interesan mujeres que yo no he elegido. Las esposas de Aniirin III fueron… liberadas de sus obligaciones cuando fui nombrado potentado.
La mirada de Lyim se paseó por la sutil camisa de la mujer y, por fin, se detuvo en su cara.
—Has cambiado, Kirah. Has crecido. Y estás mucho más guapa —dijo.
Levantó la mano izquierda para, casi con ternura, apartar una fina mecha de cabellos rubios del rostro de la mujer.
Kirah retrocedió.
—El haber tenido los miembros convertidos en serpientes da una nueva perspectiva —le espetó con amargura—. ¡Yo confiaba en ti y te admiraba y tú trataste de matarme!
—Nadie mejor que yo conoce esa dolorosa experiencia —dijo Lyim con expresión sombría—. No olvides que Belize era mi maestro. Por su culpa mi brazo derecho se transformó en una serpiente durante poco menos de una década. Me cambió la vida de forma irrevocable.
»Te lo creas o no —prosiguió suavemente—, me alegro mucho de ver que sigues viva. Siempre lamenté haberte contagiado la enfermedad —confesó en voz baja—. Te viste atrapada en la lucha que me enfrentó a tu hermano. ¿Acaso no es un raro capricho del destino que todavía sigas atrapada en ella?
Sin esperar respuesta, Lyim se puso en pie y empezó a pasear de un lado para otro.
—Antes me preguntaste qué pensaba hacer con Guerrand y Bram —empezó a decir, pero se detuvo ante ella con los brazos cruzados, dejando que la mano enguantada se mostrara ostensiblemente—. Creo que he encontrado una solución que nos va a beneficiar a todos.
Kirah se inclinó hacia adelante llena de impaciencia.
—¿De veras?
—Quédate conmigo.
—No sabía que tuviera posibilidad de elegir —dijo en tono burlón.
Lyim pasó al ataque.
—Todo en la vida consiste en elegir —le esperó—. Creo que en una ocasión tuve que corregir a tu hermano sobre este punto.
Lyim trató de forma ostensible de suavizar el tono.
—Corrígeme si me equivoco —continuó—, pero de la reacción de Guerrand deduje que no estaba al corriente de tu venida. ¿Por qué decidiste venir a Qindaras, Kirah? —le preguntó, observando atentamente su reacción.
—Para matarte, naturalmente —le aseguró Kirah en tono cordial.
—¿Tan poca fe tenías en la capacidad de Bram y de Guerrand para hacerlo?
—¡No, por supuesto que no! —le espetó—. Sólo que yo…
—Tú querías volver a verme —dijo él terminando la frase.
Los ojos de la mujer echaban chispas.
—¡Quería verte muerto, eso es todo!
A pesar de las ásperas palabras y de su firmísima determinación, Kirah se sentía atraída por aquel renovado juego del gato y el ratón. Tal constatación la encolerizó tanto como el hecho de que Lyim, lleno de arrogancia, se hubiera dado cuenta antes.
—¿Qué puedo elegir? —le preguntó con escepticismo.
—Puedo mandar que acuda a mi cama cualquier mujer de Qindaras —empezó a decir Lyim.
—¿Estás fanfarroneando?
Lyim, divertido, dio un chasquido con los labios.
—Sólo constato algo perfectamente factible, pero tengo poco interés en llevarlo a la práctica. Ahora mismo, tú eres la única mujer en Qindaras que no vendría conmigo simplemente por ser quien soy. Lo encuentro muy… excitante.
—¡Pero te acabo de decir que te odio, que te deseo la muerte!
Sonriente, él no hizo caso de aquellas palabras.
—Y yo te digo que no te creo. Me gustan los desafíos. Además, te encuentro mucho más interesante como arpía que como la adorable hermanita que conocí.
La mujer lo miró con los ojos medio cerrados, llena de incredulidad.
—Creo que no confías en nadie salvo en ti mismo.
—No confundas nunca deseo con confianza, Kirah —la advirtió—. Puede ser una equivocación fatal.
Casi lo había sido para ella, admitió la mujer, al recordar que sus sentimientos por Lyim la habían hecho beber de forma imprudente el veneno que él le había ofrecido diciéndole que se trataba de una medicina.
Aquel recuerdo avivó su furia.
—Sabes que sólo estaría de acuerdo en quedarme a cambio de salvar las vidas de Bram y de Guerrand. ¡Y lo que tú me propones no es una alternativa, es pura extorsión! ¿Por qué esto es más excitante para ti que ordenar a una mujer de Qindaras que… —empezó a decir, y su mente vaciló tratando de encontrar las palabras—… se una a ti?
Lyim, al oírla, soltó una carcajada.
—Porque tú, querida, a diferencia de ellas, puedes elegir. O vienes a mí por tu propia voluntad, o bien dejas a Br… —empezó a decir, pero se detuvo. Sonrió, y astutamente no pronunció la amenaza. Bueno, casi—. Tenemos unos excelentes torturadores en Qindaras.
La mujer abrió los ojos desmesuradamente.
Antes de que Kirah pudiera moverse, Lyim la estrechó en un prolongado abrazo.
—Soy un hombre práctico y con mucha menos vanidad que antes. Sin embargo, todavía me queda la suficiente para saber que no me desprecias tanto como aparentas.
La mente y el corazón de Kirah se aceleraron, se rebelaron. No tenía sentido negarse a sí misma que su capacidad de razonar se alteraba cuando pensaba en algo relativo a Lyim. No tenía ningún motivo para creer que decía la verdad cuando prometía liberar a Guerrand y a Bram; en el pasado había dicho más mentiras que verdades. Sí, estaba segura de que no era la vanidad lo que le hacía creer que él también tenía una cierta debilidad por ella. Quizá, con el tiempo, conseguiría persuadir a Lyim de que los dejara marchar a todos.
—Me quedaré —dijo con voz temblorosa.
Los labios de Lyim dibujaron un cálido sendero por debajo de la sien izquierda de la mujer.
—Puedo ser muy generoso, Kirah. Y muy vengativo. Es algo que tienes que tener muy presente si aceptas mi oferta con la intención de traicionarme.
—¿Hasta cuándo tengo que quedarme?
Lyim se encogió de hombros.
—Hasta que deje de divertirnos.
Los brazos de Lyim estrecharon a Kirah. La mujer no podía engañarse con la idea de que toleraba las efusiones de Lyim sólo para salvar a Guerrand y a Bram. Aquello era algo en lo que había soñado en sus días más tiernos, cuando el pueblo la consideraba una loca porque miraba fijamente el horizonte marino esperando el regreso de su amado. Kirah no confiaba en Lyim, ni sabía adónde podía conducirla aquella locura, pero no le preocupaba llevar una vida marcada por actos imprudentes.
Salvaba las vidas de Guerrand y Bram. A Kirah simplemente no le interesaba pensar en nada que no fuera eso.
Bram estaba de un humor de perros, demasiado enfurecido para meditar y calmar su espíritu. No tenía ni idea de cómo escapar de la celda, por no hablar de retomar el plan de matar a Lyim. Y además estaba la cuestión de salvar a Kirah…
Una cosa estaba clara. Bram no resolvería ninguno de sus problemas hasta que dominara su cólera. Decidió cerrar los ojos y repetir muy despacio las palabras del relajante mantra. La tensión de los músculos menguó poco a poco y el martilleo en las sienes disminuyó. Cuando volvió a abrir los ojos tenía las ideas más claras.
La celda en la que Guerrand y él habían sido encerrados estaba limpia y olía bien para lo que solían ser las mazmorras. Había taburetes acolchados, dos pequeñas camas de cuerda, una palangana de agua fresca e incluso pan y queso. Bram no les hizo caso a pesar del hambre canina que tenía.
Los guardias le habían quitado el bastón, el instrumento que Bram utilizaba para desencadenar su magia. Sin él no podía realizar encantamientos, despertar mágicamente a Guerrand ni tampoco curarle la hinchazón de la cabeza que lo había dejado inconsciente. También se habían llevado la mochila de Bram, por consiguiente no disponía de hierbas curativas ni de sales aromáticas.
Bram casi envidiaba a Rand porque no se daba cuenta de nada. A regañadientes, se dirigió hacia una de las camas de cuerda y sacudió suavemente a su tío por el hombro.
—Rand —le dijo—, ¿me oyes? Tienes que despertarte.
Guerrand farfulló, movió la cabeza de un lado para otro, pero no abrió los ojos. Bram le dio cachetes bastante fuertes en las mejillas. Guerrand, completamente aturdido, golpeó las manos de Bram para apartarlas de sí, hasta que por fin abrió los ojos. Clavó la vista en Bram, lleno de perplejidad.
—¿Dónde estamos? —preguntó el mago parpadeando.
—En las mazmorras.
Guerrand se apoyó en los codos para incorporarse, pero se tumbó de nuevo, pues la cabeza empezó a darle vueltas. Hizo una mueca de dolor y, con cuidado, se pasó un dedo por la hinchazón.
—Uno de ellos me aporreó, ¿no es cierto?
Bram asintió con un gesto. No le contó a su tío cuántos fieles guardianes de Lyim lo habían pateado mientras arrastraban su cuerpo inconsciente por las salas y lo empujaban escalera abajo hacia las mazmorras. Guerrand no tardaría en descubrir lo ocurrido cuando intentara moverse.
—Por favor, dime que sólo fue una horrible pesadilla y que Kirah no emergió realmente del espejo —imploró haciendo de nuevo una mueca a causa del dolor que le producía el simple hecho de hablar.
—Me gustaría podértelo decir —dijo Bram con suavidad—. Me la encontré en el mundo del espejo poco después de que me metiera en él, junto a las puertas. No tenía manera de avisarte, pero ella prometió no moverse de allí. Luego me contó que las paredes del mundo especular se fueron cerrando sobre ella y que se vio obligada a salir.
Guerrand asintió con la cabeza.
—No estaba seguro del efecto que el guantelete de Lyim tendría sobre el espejo —explicó, y abrió los ojos desmesuradamente—. ¿Por qué no le mandaste que visualizara un espejo del castillo de los DiThon y que volviera allí directamente a través del mundo especular?
Bram frunció el entrecejo.
—Lo intenté. ¿Has conseguido alguna vez que Kirah hiciera algo que tú le pedías si ella no quería hacerlo?
—No, supongo que no —admitió Rand exhalando un resignado suspiro—. Bueno, ¿cuál es nuestra situación?
—Estamos en las mazmorras del palacio —repitió Bram—. Nos han quitado nuestras pertenencias, incluido mi bastón.
—¿Y el espejo? Estaba intentando cogerlo…
—La última vez que lo vi —dijo Bram—, estaba en el suelo del despacho. Me imagino que también debe de estar en poder de Lyim.
—¡Maldita sea! —juró Guerrand en voz baja—. Supongo que es lo más probable. Por lo menos, Lyim no nos ha ejecutado de forma sumaria. En cualquier caso, podemos consideramos afortunados por seguir con vida.
Bram aspiró profundamente.
—Tiene a Kirah en su poder, en algún lado.
Al oírlo, Guerrand se enderezó bruscamente en la silla, olvidándose del dolor de cabeza.
—¿Estás seguro?
Bram frunció los labios.
—A menos que también ella haya quedado inconsciente, estoy prácticamente seguro de que no está aquí abajo, en otra celda. He estado gritando por una rendija de la puerta. Me ha contestado un viejo prisionero llamado Yarlsruh, pero no Kirah. Es posible que haya escapado, pero…
—Lo dudo —dijo Guerrand con expresión colérica—. Con toda probabilidad la retiene para asegurarse de que le proporcionaremos información sobre la Asamblea de los Tres. Kirah, por lo menos durante un cierto tiempo, es probable que esté bien.
Bram no pudo evitar la sensación de que el tono de voz de su tío no expresaba tanta confianza como sus palabras.
—Y ¿ahora, qué hacemos?
—Recuperar tu bastón, desde luego.
—No hay problema —dijo Bram irónicamente—. Me limitaré a pedírselo a ese simpático guardián que te machacó los sesos y te dejó inconsciente.
Guerrand lo miró enojado.
—Espera un poco. Déjame pensar, ¿quieres? —dijo mientras se sujetaba de nuevo la cabeza.
—Tal vez te sentirás mejor si comes algo —le sugirió Bram—. Yo me estoy muriendo de hambre —añadió. Examinó las provisiones colocadas sobre la mesa que había junto a la cama de Guerrand y retiró la mano.
»¿Crees que estarán envenenadas?
Guerrand negó con la cabeza cuidadosamente.
—Leíste demasiadas novelas de capa y espada de Rejik antes de que Cormac las quemara. Si Lyim hubiera querido matarnos no habría recurrido al veneno, ¿no crees? Ya nos tiene encerrados.
—Supongo —murmuró Bram, sintiéndose idiota. Al recordar aquellas historias tan queridas se le ocurrió una idea.
—Qué te parece si fingieras que aún estás inconsciente y yo llamara a los guardianes para que comprobaran tu estado, y…
—Y entonces los derribáramos a golpes —siguió Guerrand—. Está muy visto. De hecho, es el truco más viejo del mundo, pero supongo que puede funcionar —añadió frotándose los doloridos músculos—. Tendremos que resultar muy convincentes porque no dispondremos de una segunda oportunidad para engañarlos. Tendrás que machacarles los sesos tú solo, desde atrás, pues yo estaré tumbado en el suelo. ¿Crees que podrás hacerlo?
Los ojos de Bram brillaron expresando buen humor.
—Creo que aún me acuerdo de cuando me adiestraba para convertirme en caballero, hace poco menos de veinte años.
—No es exactamente la clase de garantías que esperaba —suspiró Guerrand—, pero tendrán que bastar. Tal vez algún truco ayude.
Guerrand dio un bocado de pan y queso, lo masticó concienzudamente y escupió la pasta en la mano.
—Esto debería convencerlos de que estoy enfermo —dijo mientras se esparcía la pastosa mezcla por los labios y por el mentón y echaba el resto sobre el colchón, al lado de donde pensaba reposar la cabeza.
Bram se dirigió a la puerta mientras Guerrand se tumbaba en la cama.
Echó un último vistazo por encima del hombro y se puso a gritar.
—¡Guardia! ¡Necesito ayuda! ¡Por favor! ¡Creo que mi tío está muy mal!
Al fuerte ruido de alguien moviéndose en el vestíbulo siguió ruido de pasos y de entrechocar de metales. Luego una voz exclamó:
—Pues claro que tu tío está muy mal. Está ahí tumbado, ¿no? Si se encontrara bien no estaría así. Ahora cierra el pico y pórtate bien, o te daré una buena paliza.
Bram golpeó la puerta.
—¡Espera! No lo entiendes. Le habéis golpeado en la cabeza y ahora está vomitando. Creo que está realmente grave.
El guardián soltó una divertida carcajada.
—Bueno, mañana, cuando lo atemos a una mesa en la sala de abajo, le haremos olvidar que tuvo el estómago revuelto.
Bram echó un vistazo a su tío, que a su vez le dirigió una enérgica mirada con el puño apretado. El joven regresó a la puerta y adoptó el tono de voz más conminatorio que pudo, el que utilizaba con los individuos que se negaban a colaborar.
—Escúchame, pedazo de animal. Aquí hay un hombre que es de suma importancia para alguien a quien llamáis potentado. Por culpa de vuestro cruel trato, tal vez esté agonizando. Si Aniirin baja para interrogarlo, como sin duda hará, y lo encuentra muerto o en un estado que le impida hablar, ¿sobre quién crees que descargará su ira? ¿En otro valioso prisionero como yo o en un insignificante matón susceptible de ser reemplazado con suma facilidad? Si mi tío está tan malherido como supongo, no te queda mucho tiempo para analizar la cuestión.
En la sala se produjo un incómodo silencio. Luego, tal como Bram había esperado, oyó que levantaban la barra que bloqueaba la puerta. La voz del guardián, un poco vacilante, le advirtió:
—Vamos a entrar. Apártate de la puerta, ¿me oyes?
Bram obedeció al instante y retrocedió hasta la cama vacía, una posición desde la que con facilidad podía alcanzar la palangana y la jarra de agua.
Guerrand guiñó el ojo a su sobrino, cerró los ojos y, cuando la puerta rechinó al abrirse, empezó a emitir débiles gemidos. El corpulento guardián asomó la cabeza por el resquicio de la puerta y, antes de examinar a Guerrand, comprobó si Bram se había apartado lo suficiente. Su mirada se posó durante unos instantes en los restos de comida masticada, en la sien herida y en la ropa desgarrada.
—¡Por todos los dioses, en qué lío nos hemos metido! —murmuró abriendo la puerta de par en par—. Vigila al otro —advirtió a su compañero. Bram se sorprendió momentáneamente al darse cuenta de que el ayudante del carcelero era un muchacho, probablemente quinceañero, que parecía más asustado que el propio Bram a pesar de la lanza que empuñaba.
Mientras el guardián se arrodillaba para examinar a Guerrand, Bram agarró la jarra llena de agua, la levantó con toda la violencia de la que fue capaz y propinó un golpe directo en la parte superior de la cabeza del guardián, que se derrumbó sin ni siquiera un gemido en medio del agua derramada y de los trozos de loza esparcidos por el suelo. Guerrand se movió bruscamente hacia adelante, cogió la lanza con ambas manos y la hizo girar para que el muchacho la soltara. El chico retrocedió con los ojos desorbitados y sollozando al rincón opuesto de la celda.
Bram cogió la pesada palangana y miró al asustado muchacho, pero Guerrand le dijo que la soltara.
—Podemos amordazarlo y atarlo. No hace falta machacarle la cabeza, sólo obligarlo a quedarse quieto, como me hubiera gustado que hicieran conmigo.
Inmediatamente, Bram se puso manos a la obra: utilizó cuerdas que arrancó del marco de la cama y embutió un buen trozo de sábana en la enorme boca del guardián.
Entretanto, el muchacho accedió a poner los brazos, delgados como pajas, pegados a los costados.
—Con nosotros vino una mujer joven —dijo Guerrand mientras anudaba las cuerdas al marco de la cama—. ¿Sabes si la bajaron aquí?
El muchacho negó con la cabeza y luego susurró:
—No, aquí no ha bajado ninguna mujer.
Mientras Guerrand preparaba la mordaza, el chico volvió a hablar:
—Por favor, señores, si no fuera mucho pedir, ¿podríais pegarme de la misma manera que habéis hecho con Murtzy? Los soldados me machacarán sin compasión si no me ven ningún golpe en la cabeza.
Guerrand cogió la palangana y se la dio a Bram.
—Hazlo bien a la primera —le advirtió. Se oyó un ruido sordo y el cuerpo atado del muchacho se desplomó.
Una vez fuera de la celda, no tardaron en localizar sus pertenencias junto a la mesa de los guardianes. Los dedos de Bram pasaron a lo largo del meticulosamente grabado bastón y se demoraron en la gema sin pulir que estaba incrustada en la parte superior. No se había dado cuenta de hasta qué punto había llegado a depender mentalmente del bastón que había convertido en foco de toda su magia. Sin él se había sentido vulnerable, a pesar de lo relativamente fácil que les había resultado escapar.
—Al fin los hados parecen estar de nuestra parte —comentó Bram—. El viejo truco nos salió de maravilla.
—Tal vez demasiado de maravilla —matizó Guerrand.
Bram se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente se me ha ocurrido —dijo Guerrand con aspecto pensativo— que es muy raro que Lyim haya asignado a este par de guardianes inútiles para vigilarnos.
—¿Sospechas que lo ha arreglado para que hayamos podido fugarnos? —preguntó Bram—. Pero ¿por qué?
—Porque le gusta jugar. Porque encuentra más interesante darnos ciertas esperanzas y luego aplastarnos como ratones corriendo por los pasadizos de su palacio —explicó Guerrand encogiéndose de hombros—. No me pidas que trate de pensar tal como Lyim lo hace.
—Quizá estás sobrestimando hasta qué punto nos considera una amenaza —puntualizó Bram.
—No lo creo. De ahora en adelante no podemos dejarnos engañar por las apariencias.
Bram pasó los dedos en torno al bastón y se dirigió a la escalera.
—Espera un segundo —dijo su tío, deteniéndolo.
Bram se dio la vuelta algo angustiado.
—¿Qué pasa? Tenemos que irnos antes de que bajen otros guardias o soldados a inspeccionar la zona.
Guerrand se aclaró la garganta, algo confuso.
—Recuerda que Lyim es impredecible —dijo—, y no debes sorprenderte ocurra lo que ocurra ni por cualquier cosa que yo haga. Tienes que estar preparado para abandonarme si fuera preciso.
Bram miró a su tío de una forma rara.
—Ya hemos hablado de eso. Esperemos que no necesite tomar esa decisión —dijo encaminándose hacia la escalera iluminada por antorchas.
Bram no vio la severa expresión de su tío, que lo seguía escalera arriba.