Guerrand esperó a que la multitud se dispersara para cruzar el patio y seguir el camino que conducía a la entrada del palacio. A su derecha, la Avenida hacia la Iluminación se bifurcaba ante un busto de Aniirin I. El enguijarrado del suelo llegaba hasta el pie de una escalinata de mármol que subía hasta la encumbrada entrada del palacio.
La pátina que cubría la empinada escalinata hacía pensar que no se había usado desde hacía bastante tiempo. Guerrand levantó la vista y, bajo un arco, en lo alto de la escalera, vio una doble puerta de cobre de brillante color naranja. No había vigilancia, ni tampoco se veía ningún otro acceso. El mago subió por la alta escalinata a toda prisa.
El plan que habían ideado Bram y Guerrand era de una simplicidad absoluta. «Limítate a entrar —se dijo a sí mismo Rand—. Pide una audiencia con Lyim; Bram saldrá del espejo y…». Guerrand alargó la mano hacia adelante para abrir la puerta, pero esta no tenía pomo. Entonces golpeó sonoramente la fría plancha de cobre.
El mago había esperado sólo unos escasos momentos, cuando oyó un ruido de arañazos detrás de las puertas. Se produjo un ligero sonido metálico y una de las puertas rechinó al abrirse medio palmo.
Un sirviente de cierta edad estaba plantado frente a él con cara de pocos amigos.
—¿Sí, quién es?
Guerrand se aclaró la garganta.
—He venido a ver al poten…
—El discurso público del potentado se celebraba en el patio, pero ya ha terminado —gruñó el criado disponiéndose a cerrar la puerta en las narices de Guerrand—. Vete a casa.
—No lo entiendes —le apremió Guerrand metiendo una bota entre la puerta y el quicio de la misma—; soy un viejo amigo de Aniirin.
—El potentado no recibe a nadie cuya presencia no haya solicitado él previamente —puntualizó el sirviente, frunciendo el entrecejo y empujando con fuerza al ver el pie en el resquicio de la puerta.
Guerrand se inclinó hacia el interior.
—Dile tan sólo que Guerrand DiThon dice: «Nunca dar explicaciones, nunca justificarse» —le urgió—. Si, después de oírlo, Aniirin siguiera empeñado en no recibirme, no tienes por qué preocuparte. Pero no me gustaría encontrarme en tu lugar si el potentado se entera de que me has obligado a irme de forma extemporánea —añadió con mucha astucia. Después, el mago retiró el pie del resquicio de la puerta.
Mientras cerraba la puerta, el sirviente, con los labios fruncidos, analizaba la insólita petición. Guerrand oyó sus pasos que se alejaban, sin saber si su táctica había servido sólo para que el criado pudiera cerrar la puerta con más facilidad o bien si había conseguido que este transmitiera el mensaje. Esperó con creciente impaciencia y, cuando ya estaba a punto de resignarse a buscar otra artimaña, la puerta de bronce se abrió de nuevo, esta vez con más determinación.
La persona que le había abierto todavía parecía menos hospitalaria que el irritado sirviente. Guerrand reconoció al sacerdote elfo que había presentado a Lyim antes de su discurso. El elfo parecía más una sombra que un ser de carne y hueso; las oscuras y delicadas facciones élficas resaltaban bajo la versión negro azabache del turbante que Guerrand había visto con frecuencia en Qindaras. Una túnica negra, ceñida a la cintura aunque con vuelo a la altura de los pies, cubría su cuerpo de complexión delgada pero fuerte. Guerrand le sacaba una cabeza por lo menos, pero el mago no pudo evitar sentirse amenazado por la severa mirada de los oblicuos ojos del elfo.
—Ven conmigo. Aniirin te recibirá.
Cuando Guerrand cruzó el umbral tras el misterioso elfo, el corazón le martilleaba. A pesar de los nervios, se dio cuenta del contraste entre el interior y el exterior del palacio. Cada centímetro del suelo, de las paredes arqueadas y de los techos abovedados tenía incrustaciones que seguían intrincados y repetitivos dibujos. Treinta columnas culminadas por capiteles con volutas de cobre circundaban la entrada circular y estaban enlazadas entre sí mediante arcos esculpidos en bloques de mármol alternativamente blancos y negros. La luz se filtraba a través de enormes ventanales de cristales emplomados situados en lo más alto. Guerrand observó el texto mágico escrito bajo la cúpula. Reconoció el encantamiento protector y tomó nota de su presencia en el palacio.
Guerrand siguió al silencioso elfo por la entrada y pasó bajo un encumbrado arco. Inmediatamente después apareció un jardín colgante al aire libre, bordeado con galerías por todas partes. Su guía subió por una ornamentada escalera curvada que había a la izquierda. Guerrand se asomó al jardín por encima de la baranda; unos enormes ficus plantados en inmensas macetas se alzaban hacia el cielo hasta una altura de tres pisos.
—¿Qué dimensiones tiene el palacio del potentado?
El elfo no respondió, sino que siguió andando con la callada determinación del espectro hechizado que parecía ser. En cualquier caso, el hecho de que el elfo no considerara necesario efectuar las presentaciones que antes no se habían realizado, hizo sospechar a Guerrand que la extraña criatura ya sabía quién era él.
Atravesaron interminables pasillos y dormitorios, una biblioteca, un manantial natural utilizado como cuarto de baño, un gimnasio y un comedor que disponía de una pulida mesa increíblemente larga. Guerrand se preguntó si el palacio era en realidad un intrincado laberinto o si deliberadamente le estaban haciendo seguir una ruta difícil de recordar.
—Las órdenes de mi amo precisan que te conduzca por el itinerario más directo —explicó el elfo, como si pudiese leer la mente de Guerrand—. A veces los corredores son el camino más largo.
Cruzaron múltiples puertas y recorrieron, uno tras otro, salones vacíos y dormitorios desiertos. Una capa uniforme de polvo cubría los frontones de mármol. Había un millar de habitaciones jamás usadas.
Por fin llegaron al dormitorio más ornamentado de todos. Cortinajes de terciopelo azul ribeteados con borlas de satén dorado cubrían los arqueados ventanales de poco menos de dos pisos de altura. Una enorme cama con dosel, en la que se amontonaban varias colchas doradas de plumón, destacaba junto a una de las paredes. En un rincón, había una mesita de madera de palo de rosa, suficiente para que una persona pudiera comer en ella, con los restos de una cena ligera servida en fina porcelana. En la bandeja, todavía humeaba un cigarro a medio consumir.
En aquel momento, Guerrand comprendió que estaba cerca de Lyim. Percibía la presencia del renegado.
El elfo lo condujo a través de una pequeña puerta situada a la izquierda de la cama. La habitación que había al otro lado era larga y estrecha, con un techo abovedado de dos pisos de altura y provisto de cofres instalados en rebajes de los muros. Ambas paredes estaban flanqueadas por un conjunto de pedestales de mármol dispuestos a intervalos regulares en los que había bustos humanos a medio terminar y otras esculturas. Plantas verdes y lozanas daban a la habitación un aspecto de jardín tropical. Tras las esculturas situadas a lo largo de la pared de la derecha, una serie de ventanas permitían que la luz se expandiera en interrumpidos rayos hasta el centro de la sala.
Bañado por aquella luz había un hombre sentado en un taburete, de espaldas al elfo y al mago. El hombre estaba un poco inclinado hacia un lado. Con un cincel esculpía un busto colocado de forma que la luz del sol incidiera sobre él.
—Hola Rand —dijo el hombre del taburete. Levantó la mal afeitada cabeza volviéndola hacia Guerrand. Una sonrisa familiar mostró una dentadura todavía perfecta—. Debería preguntarte qué te ha traído por las Praderas de Arena, pero creo que los dos conocemos muy bien la respuesta.
Lyim se volvió otra vez hacia la escultura y le limpió el polvo y los trocitos de piedra.
—Con franqueza, tu mensaje no me ha sorprendido. Estos últimos tiempos he pensado mucho en ti —añadió. Recolocó el cincel y lo golpeó con un mazo de madera de cabeza cuadrada, lo cual hizo saltar pedacitos de mármol. Guerrand se fijó en la mano que sostenía el mazo; llevaba un adornado guante de plata, marfil y jade: el guantelete. Era una pieza tan magníficamente elaborada que habría sido un tesoro aunque no hubiera gozado de propiedades mágicas.
Guerrand dio un paso hacia las ventanas para dirigirse a Lyim directamente. El elfo que lo había acompañado agarró la cinta de la mochila del mago.
—Coge la bolsa, Salimshad, si Isk insiste en que debes hacerlo por razones de seguridad —dijo Lyim—. Pero Guerrand DiThon no puede hacerme daño. Su magia no sirve para nada mientras yo lleve puesto el guantelete. Y lo he visto pelear cuerpo a cuerpo —añadió Lyim. Apartó el cincel del busto mientras reía entre dientes y los hombros se le movían bajo la sencilla túnica marrón—. De hecho, nos puedes dejar solos, Salim; estoy perfectamente a salvo.
Guerrand sintió el frío cristal del espejo que se había atado al puño derecho. Se descolgó la mochila de la espalda y se la entregó al elfo. Salimshad la cogió y lo miró fija y fríamente: era obvio que no tenía ganas de irse. Al fin, abandonó la habitación como una sombra brumosa.
Guerrand se puso a andar tranquilamente entre los pedestales.
—¿Acaso la escultura llena el vacío del Arte que no vas a practicar más, según dices?
Lyim levantó la vista. Al cabo de un momento asintió con la cabeza, mostrando su perfil a Guerrand.
—Nunca lo había considerado desde esa perspectiva, pero sí, debe de ser así. La magia me hizo sentir poderoso. Es decir, lo hizo hasta que descubrí que la magia ciega al mago y lo persuade de que controla el Arte, cuando en realidad es exactamente al revés.
»Pero el mármol no engaña —continuó—. Empiezo con un bloque en bruto, y sólo se modifica por la acción de mi cincel. ¿Lo ves? —añadió, y desprendió un trocito de mármol del bloque que tenía delante para demostrárselo—. Yo controlo el mármol. Puedo modelarlo según mi propia visión.
Guerrand pasó un dedo por la nariz aquilina, de perfecta suavidad, de una obra situada dos pedestales más allá de donde trabajaba Lyim.
—He observado que parece que a la mayoría de los bustos les falten facciones —comentó. El busto que el mago estaba tocando había sido esculpido con un solo ojo. La escultura que estaba a su lado sólo tenía media cara—. ¿No están acabadas, verdad?
Lyim volvió a reír entre dientes: un ruido seco sonó en el fondo de su garganta.
—Son trabajos inacabados, y así seguirán hasta el día de mi muerte. Ninguno de ellos estará terminado hasta ese preciso momento.
»Mi más fecunda fuente de inspiración la hallo en la gente que he conocido —prosiguió Lyim en tono informal—. Ese busto, por ejemplo —dijo señalando con un gesto de la cabeza el que Guerrand seguía tocando—, correspondía a un hombre llamado Mavrus, el sirviente en quien más confiaba mi predecesor. Aunque podía ver con los dos ojos, estaba realmente ciego ante los errores de su amo y, por consiguiente, ante mis razones. Esa miopía, ocasionó, en primer lugar, la muerte de su amo en un callejón, como si fuera un vulgar vagabundo, y después su propia muerte. Curiosamente, Mavrus murió a causa de un cuchillo que le clavaron en el ojo izquierdo.
—¡Qué coincidencia! —murmuró Guerrand apartando la mano de la escultura.
—Esta está acabada —puntualizó Lyim, y dejó caer el cincel y el mazo al suelo. Se levantó del taburete y se puso de espaldas a la ventana para examinar su última obra—. Creo que vas a encontrarla particularmente interesante. Ven, échale un vistazo, Rand.
Lyim se cruzó de brazos y, pensativamente, apoyó la barbilla en el hueco de la mano.
El mago, con cierta cautela, se acercó a Lyim, desconfiando de su buen humor. La parte frontal del busto apareció ante su vista. Guerrand aspiró profundamente. El mármol había sido modelado de tal forma que el parecido con el joven que había sido Guerrand era poco menos que perfecto, excepto por un detalle.
La boca no estaba esculpida.
—La imagen que mejor recuerdo de ti corresponde a cuando estuvimos juntos en Palanthas —le explicó, como si la edad de Guerrand fuera la característica más importante del busto. Pasó el enguantado dedo índice por los mechones marmóreos de Guerrand, por la sien, por la mejilla izquierda y luego se detuvo—. Tal vez has advertido que le falta la boca —le comentó sin esperar respuesta—. Así es como te veo con el ojo de mi mente, Rand.
»Seguramente, ya te habrás dado cuenta del simbolismo —continuó Lyim—. Tú has permanecido en silencio ante muchas y cruciales coyunturas. ¿Hace falta que te las recite? —inquirió, y extendió los dedos de la mano enguantada para contar las ocasiones a medida que las fuera mencionando—. Aceptaste permanecer en Palanthas mientras yo resolvía los problemas en Thonvil…
—¡Porque tú insististe en que así fuera!
—En cualquier caso, la decisión fue tuya —repuso Lyim suavemente—. Miraste en silencio mi mano mutada. Cuando pudiste enmendar las cosas en el Bastión y lo único que necesitabas hacer era abrir la boca y decir «sí» a mi petición, te negaste a hacerlo. ¡Silencio una vez más, Rand!
—No habría guardado silencio si hubiera sospechado que te ibas a convertir en la serpiente que has llegado a ser —le esperó Guerrand.
Lyim levantó la vista lleno de sorpresa.
—¡Tú enojado conmigo! ¡Vaya cambio en nuestra relación! ¿No es cierto, Rand? —exclamó Lyim. Se desabrochó el polvoriento delantal que llevaba y se lo pasó por encima de la cabeza—. La cólera es una emoción que raras veces siento la necesidad de permitirme en estos días. Supongo que tengo que estarte agradecido por todo esto —añadió con un gesto de la mano enguantada—. Agradecido a ti y a este guantelete.
Guerrand de repente fue consciente de lo que le había llevado allí y de cómo pasaba el tiempo. Pero no pudo evitar una dura réplica:
—Profesas un odio tan grande hacia la magia que quisieras verla destruida, pero debes tu lujosa existencia en este lugar a la magia que tu guantelete absorbe y redirige. ¿No es un tanto hipócrita, incluso para ti?
—Tal como has comentado muy adecuadamente: «Nunca dar explicaciones, nunca justificarse». Quisiera añadir que sólo un diamante es capaz de cortar otro diamante. Sinceramente, que la magia se destruya a sí misma lo veo como algo deliciosamente irónico. O como la guinda de un pastel ya de por sí bastante dulce, si prefieres. Estoy faltando a mis principios al contarte estas cosas —añadió Lyim, y sus ojos centellearon con malicioso humor—. Lo hago sólo en honor a nuestra antigua amistad.
—Nunca fuimos amigos —le respondió Guerrand, aunque ya sabía que el comentario de Lyim era una burla.
—No —asintió Lyim—, sólo tengo una amiga y la llevo en la mano —le explicó alzando el guantelete hacia la luz—. ¿No te he hablado de Ventyr? Ella es la única que dice la verdad.
—Eso te dice la verdad —repitió Guerrand, con ironía, y su mirada asombrada pasó del rostro de Lyim al guantelete—. Por tu formación de mago debes saber el poder que los artilugios mágicos tienen sobre la mente, Lyim.
—¿Es preocupación lo que percibo en tu voz? —se burló Lyim—. Ahórrate la compasión para quien la necesite. Controlo el guantelete porque soy el único, en calidad de potentado, que puede llevarlo. Incluso la Asamblea de los Tres siente temor ante mi poder.
—Si es cierto que lo controlas —atacó Guerrand—, quítate el guantelete. Demuestra que no te está robando tu libre albedrío.
Una chispa iluminó los ojos de Lyim indicando que se despertaba en él su viejo espíritu competitivo. Luego agitó el dedo hacia Guerrand.
—Buena maniobra. Casi.
En vez de quitarse el guantelete, Lyim se lo encajó aún más en la mano.
—¿Cómo iba a quitármelo con todos los asesinos que me envía la Asamblea? —inquirió mirando lleno de malicia al mago—. Tú no eres un asesino, ¿verdad, Rand?
Lyim resopló.
—No, tú eres demasiado bueno para serlo. De hecho, siempre me extrañó que hubieses escogido vestir túnicas rojas. Te sientan mucho mejor las blancas, aunque sin duda me doy cuenta de las razones que te hicieron encontrar más atractivo a Justarius que al viejo palo andante de Par-Salian —añadió Lyim. Encorvó la espalda y miró con ojos medio cerrados, tratando de imitar al maestro de la Orden Blanca. Pero al ver que Guerrand no reaccionaba en absoluto, desistió de la comedia, visiblemente enojado—. Tú no eres un asesino, Rand.
Guerrand reconoció que la afirmación de Lyim era correcta. En cuestión de segundos, Lyim se libraría de él. Guerrand simuló rascarse el antebrazo derecho para soltar la cuerda que mantenía atado el espejo. El cristal se deslizó rápidamente hacia el puño de la manga y el mago lo atrapó con la mano medio cerrada. Estaba seguro de que el corazón le latía con tanta fuerza que Lyim podía verlo moverse bajo la camisa.
Guerrand poco a poco dio la vuelta a la mano. La luz del sol se reflejó en el espejo que sostenía su temblorosa palma.
Lyim, receloso, miró con los párpados medio cerrados. La luz le dio directamente en los ojos y lo deslumbró.
Guerrand repitió la frase que él y Bram habían acordado que conduciría al sobrino hasta donde se encontrara el tío a través de una abertura en el neblinoso mundo especular.
—Te he traído un mensaje de la Asamblea.
Los nervios hicieron que a Guerrand el corazón le diera un vuelco. Su mirada pasó del espejo al rostro cada vez más sombrío de Lyim, y de nuevo al espejo. Al fin, advirtió que el espejo se agitaba un poco en su mano y lo dejó en el suelo. La cabeza de Bram, seguida de los hombros, asomó por el espejo y luego emergió el resto del cuerpo. Sujetaba en el aire su bastón de madera esculpida y, rápidamente, giró sobre sí mismo para orientarse en la nueva ubicación.
—¿Quién eres tú…? —empezó a decir Lyim, pero fue cortado en seco por el puñetazo que Guerrand le asestó en la boca y en la nariz. Lyim cayó de rodillas con las manos en la cara ensangrentada.
Bram realizó el primer encantamiento antes de que Lyim pudiera recuperarse. No hubo gesticulaciones ni palabras de arcanos que desvelaran la intención de Bram, tal como ocurre cuando un hechicero opera con materiales mágicos. Pero Guerrand lo sabía, había reconocido el sutil desplazamiento y la posición del bastón de Bram.
Con un sonido parecido al de una corriente de agua, un conjunto de teselas situadas en el suelo, junto a las paredes del estudio, se elevaron del suelo en una extensión de por lo menos doce pasos en ambas direcciones a partir de donde estaba Bram. Dos hileras más cortaron la larga sala desde la puerta situada en un extremo hasta la del extremo opuesto. En cuestión de segundos, el maltrecho suelo se cubrió de parras retorcidas, duras, leñosas y espinosas. Treparon por las paredes, se fueron entrelazando hasta formar en las ventanas celosías tachonadas de agujas y levantaron dos muros a ambos lados de la sala. Los muros eran tan gruesos que los extremos de la sala ya no eran visibles. En breves instantes, los tres hombres quedaron aprisionados por las retorcidas ramas; si se movían, las largas y curvadas espinas amenazaban con desgarrarles el cuerpo.
La expresión de Lyim delataba que no sabía explicarse lo que estaba ocurriendo. Guerrand advirtió que su sobrino estaba examinando el entorno sin perder detalle de las verdes plantas, las teselas del suelo y las esculturas de mármol.
Los ojos de Guerrand echaron un breve vistazo por detrás de Lyim, hacia un lugar en el que enormes enredaderas plantadas en macetas, derribadas por la convulsión del suelo, extendían sus gruesos zarcillos verdes hacia el potentado. Las frondosas parras se volvían más gruesas y adquirían una textura flexible y se dirigían furiosamente hacia Lyim con la velocidad de serpientes sobrenaturales.
—¡Aquí la magia no puede surtir efecto! —rugió Lyim.
El potentado se lanzó contra Bram amenazándolo con el guantelete extendido. Guerrand dio un salto para interponerse entre ambos, pero su acción resultó innecesaria. Las parras que se retorcían por el suelo habían atrapado el tobillo de Lyim en el instante en que trataba de saltar, y bruscamente le hicieron perder el equilibrio y caer de bruces al suelo. Lyim se dio un duro golpe contra la piedra, pero permaneció imperturbable. Se dio rápidamente la vuelta y dirigió la mano del guantelete hacia las plantas como si quisiera apuñalarlas. Las gruesas parras, sin titubeo alguno, se abalanzaron hacia adelante y se arrollaron en torno a los hombros de Lyim con objeto de aprisionarle los brazos a los lados. El potentado se debatió ferozmente contra ellas rodando de un lado para otro, pero con escaso éxito. Cada parra que conseguía rechazar era sustituida por otras dos que le estrechaban los miembros.
—¡Ventyr! —gritó misteriosamente. Ladeó la cabeza como para escuchar mejor. De pronto abrió los ojos desmesuradamente y miró a Bram con la expresión de quien acaba de comprenderlo todo.
—¡Tú no eres un mago!
La cólera, primero hacia los intrusos y luego hacia sí mismo por haber infravalorado a Guerrand y sobrestimado al guantelete, pareció otorgarle la fuerza de muchos hombres. Desgarró las parras que lo inmovilizaban como un animal. El guantelete se liberó de puñados de retorcidas ramas y destrozó las plantas atacantes sin dar tiempo a que otras pudieran reemplazarlas.
En cuestión de segundos, Lyim quedaría libre.
—¡Guardias! —chilló Lyim de nuevo. Arrojó un puñado de ramas aplastadas contra la pared espinosa que cubría la habitación y maldijo en voz alta.
Guerrand miró desesperadamente hacia las puertas.
—¡Date prisa y acaba lo que has empezado! —dijo con voz ronca a su sobrino. Aquello se había convertido en una carrera contra el tiempo. Guerrand sabía que ellos llevaban ventaja, pero si los primeros hechizos expiraban o si Lyim conseguía librarse de las ataduras vegetales antes de que Bram pudiera realizar otro encantamiento, el signo de la lucha cambiaría por completo. Ya se oía el estruendo de los golpes cortantes contra los muros espinosos que los guardias asestaban desde el otro lado.
Entonces el mago vio el mazo y el cincel del escultor caídos en el suelo, cerca de donde yacía el espejo. Recogió el mazo bruscamente con el propósito de asestar un golpe mortal a Lyim antes de que consiguiera ponerse en pie.
—¡Retrocede, Rand! —le gritó Bram hablando por vez primera desde que había salido del espejo—. ¡O quedarás atrapado en el encantamiento!
Guerrand retrocedió de un salto hasta una distancia prudencial. Mientras lo hacía, por el rabillo del ojo derecho vio algo que se movía. Creyendo que alguien había conseguido cortar la maraña vegetal, Guerrand, con el mazo levantado por encima de la cabeza, se dio la vuelta para encararse con el intruso.
Y tropezó con algo que estaba en el suelo, algo que antes no estaba allí.
Vestida con un pantalón de hombre y una camisa, Kirah DiThon estaba en cuclillas junto al espejo mágico de Guerrand. Tenía la mirada fija en Lyim, el cual seguía cortando ramas.
—Por todos los demonios, ¿qué estás haciendo aquí? —inquirió Guerrand mientras se ponía en pie.
Bram, desconcentrado al oír la voz de Guerrand, levantó la vista. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Kirah en el suelo.
—¡Me prometiste que permanecerías en el interior del espejo! —exclamó enfurecido.
—¡Esa era mi intención, pero las paredes internas se desplazaron, me oprimieron y me escupieron al exterior! —gritó la mujer.
—¡Retrocede, Kirah! —aulló Bram viendo que en aquel momento ella estaba situada prácticamente en línea recta entre él y Lyim—. No puedo realizar el encantamiento si tú estás tan cerca de él.
—Demasiado tarde —dijo Lyim con los labios cubiertos de sangre. Con un brusco gesto se desprendió de las últimas ramas y se puso en pie de un salto. Kirah chilló y lo golpeó, pero no era rival para la fuerza y la rapidez de Lyim, que pasó los brazos en torno a la mujer antes de que Guerrand pudiera alcanzarla. Lyim agarró el cuerpo ligero de Kirah, que no cesaba de contorsionarse, a modo de escudo y saltó hacia un lado por detrás de una hilera de esculturas.
—Las cosas ciertamente han dado un interesante giro —dijo el potentado jadeando un poco.
—Suéltala y entiéndetelas con nosotros —dijo Guerrand suavemente, moviendo la cabeza hacia su hermana.
Estrechando a Kirah con firmeza desde atrás, Lyim soltó una carcajada que resonó entre el cuello y el hombro de la mujer.
—Tal vez parezca enojada, pero por la forma en que se aprieta contra mí no creo que la señora tenga intención de marcharse —dijo con perversa sonrisa.
—Cógeme a mí y suéltala a ella —sugirió Guerrand.
Lyim rechazó la propuesta dando una fuerte sacudida a su rehén. Negó con la cabeza con fingida tristeza.
—Pobre Guerrand. Realmente no lo entiendes, ¿verdad? No sólo no serías tan divertido como Kirah, sino que además ya te tengo bien cogido. Ya os tengo a todos —dijo. Con un gesto brusco de la cabeza señaló hacia el extremo de la habitación situado detrás de Guerrand y Bram.
Los dos miembros de la familia DiThon miraron hacia atrás llenos de angustia. Los guardianes, provistos de hachas y picas, habían conseguido cortar y destrozar buena parte del muro espinoso. Restos de las sobrenaturales plantas yacían en el suelo. Los guardias conseguirían entrar en cuestión de segundos.
Kirah emitía pequeños chillidos. Los dos hombres se dieron la vuelta pero ya no la vieron en el lugar donde estaba con Lyim hacía un instante.
—¡Allí! —gritó Bram señalando una sombra oscura en el suelo del estudio.
Guerrand advirtió que una escultura había sido desplazada hacia un lado y que se podía ver un pasadizo vertical descendente que permitía salir de la cerrada sala.
Los guardianes se abrieron paso a través de los restos del muro espinoso. Tres airados y sudorosos hombres provistos de hachas saltaron por la abertura, seguidos por Salimshad, el elfo de la túnica oscura, por dos guardias más empuñando sendas lanzas y por el hombre al que Guerrand había encontrado en la puerta de cobre. Al otro lado del muro espinoso se oían gritos y pisadas de más gente que acudía corriendo a la sala.
—¡Métete en el espejo! —ordenó Guerrand a Bram recordándole la forma que habían planeado para escapar. Una vez dentro, podrían saltar a otro espejo situado en el palacio o bien en Thonvil. Bram puso un pie en el trozo de cristal esperando deslizarse en su interior. Pero su bota se posó en la dura superficie del espejo y allí se quedó. Miró a su tío con expresión desvalida.
Los soldados se abalanzaron sobre Bram en primer lugar y lo derribaron. Le inmovilizaron los brazos antes de que tuviera tiempo de realizar otro encantamiento.
Guerrand se puso de rodillas e inclinó la cabeza en un gesto de brillante rendición. Mientras los guardias se precipitaban hacia él, disimuladamente trató de encontrar el trozo de espejo, esperando poder esconderlo en la manga sin ser visto. Pero una bota le aplastó las costillas y lo tumbó de espaldas. Levantó el brazo para protegerse la cara de un segundo golpe, pero una bota claveteada pudo con su desesperada defensa y lo pateó dejándolo inconsciente.