Capítulo 12

La muchedumbre de ciudadanos llevaba dos días reunida en el patio de un ala del palacio desde que la noticia de que el potentado se dirigiría a la población se había anunciado en todas las columnas y en todos los escaparates de las tiendas de Qindaras. Algunos habían acudido por curiosidad. La mayoría habían dejado sus casas muy temprano para conseguir un asiento en primera fila y poder ver al potentado, de quien eran fieles devotos pero a quien jamás habían visto.

—Sigo pensando que esto es una locura, amo —dijo Isk muy nervioso, mordiéndose la uña del pulgar. Lyim encontraba aquella costumbre particularmente irritante—. Sería demasiado fácil que cualquier asesino pudiera alcanzarte…

—¡Estoy en un balcón, muy por encima de ellos!

—¿Y no podría uno de ellos realizar un encantamiento?

—En primer lugar, hemos asesinado a todos los magos de Qindaras —le recordó Lyim, hablando despacio como si se dirigiera a un chiquillo—. En segundo lugar, si alguno consiguió escapar, yo llevo el guantelete. Eso me protegerá. Además, aumentaría aún más mi prestigio si sobreviviera a un atentado y destruyera un poco de magia ante los ojos de la multitud. Pensándolo bien, tendría que haber organizado algún simulacro de atentado.

Isk arqueó una ceja.

—La Asamblea de los Tres puede haberte preparado uno de verdad. Lo más razonable es pensar que no han abandonado su idea de matarte.

Lyim se encogió de hombros.

—No ha llegado ningún aviso de los guardianes de la puerta que informe sobre la llegada de forasteros. Además, estoy seguro de que vale la pena correr este pequeño riesgo. Después les recordaré todo lo que he hecho por ellos. Es decir —dijo sonriendo, con aires de superioridad—, todo lo que ha conseguido la devoción que les he inspirado por Misal-Lasim. Los ciudadanos de Qindaras harán cualquier cosa que les pida.

Nadie podía negar que Qindaras y sus ciudadanos habían experimentado impresionantes cambios durante los dos años del reinado de Aniirin IV. Los sacerdotes del potentado explicaban todos los días en el transcurso de las obligatorias plegarias de la tarde que el progreso de la ciudad era un don otorgado por Misal-Lasim, agradecido por el hecho de que Qindaras rechazara la magia. En primer lugar, el ambiente era más cálido, y no sólo en el interior del palacio; la nieve ya no se filtraba por las murallas de la ciudad. Aunque aquel era el último día del invierno, no hacía falta llevar capa: era una jornada cálida y soleada, como la mayoría. Únicamente por esa razón, eran pocos los ciudadanos que encontraban motivos para arriesgarse a cruzar las murallas e irse de Qindaras.

¿Y por qué iban a querer hacerlo? Prácticamente no se cometían delitos. Los negocios prosperaban en una ciudad desbordante de árboles lozanos y bañada por la cálida luz amarilla que proyectaban las quinientas treinta y cuatro cúpulas en forma de cebolla del palacio, cuyos acabados habían sido pulcramente restaurados.

En consecuencia, cada día se alzaban nuevos templos en honor de Misal-Lasim, lo cual generaba puestos de trabajo. Quienquiera que buscase un empleo podía encontrarlo sin moverse de la ciudad. Docenas de hombres capacitados recibían un salario por mantener Qindaras en buen estado, aunque ya no pareciera necesitar conservación alguna. Los que señalaban la estupidez de pagar a unos trabajadores para limpiar aceras que nunca se ensuciaban o para ir tras el ganado, cuyas deposiciones desaparecían de forma misteriosa, no volvían a ser vistos jamás. La mayoría consideraban que el silencio era un pequeño precio que se tenía que pagar por la nueva calidad de vida de Qindaras. Estaban lo bastante contentos con su nuevo bienestar como para arriesgarse a cuestionar el estatus divino de los sacerdotes y del potentado. Que aquel día hubiera salido tanta gente para ver a su gobernante era una buena prueba de ello.

Lyim contemplaba desde un elevado lugar a la muchedumbre, esperando con impaciencia que Salimshad enardeciera a las masas lo suficiente para que él pudiera empezar su primer discurso. Se tiró del cuello de la camisa, pues se sentía constreñido por el atuendo de ceremonia. En otros tiempos, Lyim se vestía todos los días de forma muy ostentosa. Ahora se preguntaba simplemente cómo pudo soportarlo.

Lyim había consagrado una desmesurada cantidad de tiempo a preparar su vestimenta para aquella comparecencia pública. No había pensado tanto en su atuendo desde que era un aprendiz que atraía a las señoras. Era importante que tuviera el aspecto de un potentado, pero también era vital que nadie encontrara ningún parecido entre él y su predecesor.

Por eso, Lyim se había puesto un vestido que era sencillo pero regio. Abandonó la holgada camisa y los pantalones, que se habían convertido en su uniforme desde su llegada a Qindaras, y los reemplazó por un vestido largo; el atuendo era holgado, poco menos que hinchado en torno a las piernas, pero ajustado como un jubón en torno al pecho. Lyim juzgó que aquella vestimenta, aunque incómoda, era muy atractiva.

Impaciente por empezar, Lyim atisbó con ojos de miope por una rendija de la cortina de terciopelo azul que lo mantenía fuera de la vista de la muchedumbre. Suspiró profundamente y luego sonrió con gran satisfacción. El patio que se extendía bajo el amplio balcón estaba lleno hasta los topes, era un verdadero mar humano que se balanceaba suavemente. Tan sólo los ancianos y los imposibilitados se habían quedado en casa.

Lyim los necesitaba, a todos y a cada uno de ellos, para que se incorporaran al ejército que proyectaba movilizar. Después de dos años de espera en Qindaras, anhelaba ardientemente destruir la magia por completo. Desde hacía tiempo había estado ponderando la posibilidad de desplazar su objetivo más allá de Qindaras. Sin embargo, tomó la decisión de hacerlo inmediatamente después del incidente provocado por la aparición del nabassu en la habitación de las calderas. Ventyr le había contado que ella había eliminado casi toda la energía mágica a la que pudo acceder sin dificultad desde Qindaras.

Lyim sabía muchísimo más sobre el Guantelete de Ventyr que cuando se encontró por primera vez con ella. Ventyr le contó que ella funcionaba de forma muy parecida a como pastan los animales. Antes de que Lyim se hubiera puesto el guante, la mujer había absorbido la magia en cantidades inapreciablemente pequeñas en la vecindad de la mismísima Qindaras. La absorción era tan poco importante que los magos de la ciudad no llegaron a darse cuenta.

Aquello había cambiado por completo cuando Lyim se convirtió en potentado. El mago había aprendido en seguida que, al contrario de lo que había intuido a primera vista, el guantelete no absorbía su poder de los encantamientos en el momento en que estos se realizaban. Cuando los hechiceros realizaban encantamientos tomaban energía del exterior y la controlaban para conseguir el efecto deseado. El guantelete absorbía la mayor parte de su poder del manantial global de poder mágico al que accedían todos los hechiceros. Aunque se necesitaba bastante energía para mantener en funcionamiento el palacio, era muy poca comparada con la cantidad total disponible y, por consiguiente, nunca se había advertido la pérdida que sufría esta última.

Pero Lyim había utilizado el guantelete de forma deliberada con objeto de aumentar la energía demandada por ese artilugio. Esto había consumido el suministro de magia en el ámbito de acción del guantelete. Por eso Ventyr buscó nuevas fuentes en zonas cada vez más alejadas y concentró sus esfuerzos en los lugares ricos en energía mágica. Pero los más potentes suministradores de energía. —Palanthas, la Torre de la Alta Hechicería, el Bastión— se resistían a la influencia de Ventyr. Lyim quería que el guantelete no se limitara a perturbar el funcionamiento de esos suministradores, sino que ambicionaba que cesaran su actividad por completo.

Lyim se propuso movilizarse en seguida contra esos lugares, porque su informador de la torre le había contado que la Asamblea de los Tres estaba al corriente de su plan para destruir la magia. Por supuesto, no le asustaban sus represalias. Disponía del guantelete, y ellos no podían utilizar magia para destruirlo ni para destruir Qindaras. Pero podían reforzar sus fortalezas, lo cual les permitiría ofrecer mayor resistencia cuando Lyim enviara a sus seguidores para destruirlos.

Los planes de Lyim se sustentaban en gran medida en la lealtad de los ciudadanos para seguirlo, literalmente, hasta el fin del mundo. Por eso sentía la imperiosa necesidad de pronunciar un discurso que los hiciera caer de rodillas en señal de absoluta aquiescencia, y entonces pedirles a todos, hombres, mujeres y niños, que se dirigieran a las mesas, donde esperaban los sacerdotes del potentado pluma en mano, para que con sus firmas pusieran sus vidas al servicio de Lyim.

Lyim sonrió, pletórico de confianza, cuando Salimshad lo llamó desde el otro lado de la lujosa cortina diciendo:

—¡Ante vosotros, el potentado Aniirin IV!

Dobló los dedos en el interior del guantelete y se tiró del puño de la manga, un habitual gesto preparatorio; luego entreabrió la lujosa cortina azul y salió a la tribuna.

—Pueblo de Qindaras, devotos seguidores de Misal-Lasim y leales súbditos: nuestra querida ciudad se encuentra en una encrucijada. Nunca, ni siquiera en las remotas épocas de mitos y leyendas, las fuerzas del cambio habían convergido de forma tan completa en el tiempo y en el espacio, ni se habían concentrado tan estrechamente en un pequeño grupo de personas.

»Esta convergencia no es algo puramente casual. No estamos aquí reunidos, en la más afortunada de las ciudades, debido al resultado de un destino azaroso. Muy al contrario, lo que nos ha reunido en este lugar es un destino guiado y modelado por una única y abrumadora fuerza. Esa fuerza es Misal-Lasim, cuya gracia brilla sobre nosotros como brilla el sol en Qindaras.

»El destino, guiado por la voluntad de Misal-Lasim, nos ha colocado en el punto más crucial de los anales de Ansalon. Tenemos la capacidad de cambiar el mundo para siempre Podemos quemar la corrupta estructura de la magia del mismo modo que Misal-Lasim quema a los débiles y a los innobles con los purificadores fuegos de la venganza. Su antorcha está en nuestras manos, y espera que con esta llama encendamos la yesca seca de la humanidad debilitada e insolente, esclavizada por la dependencia de la magia.

»Los que se encuentran prisioneros de la opresora garra del vicio de la magia no pueden liberarse por sí mismos. Están seducidos por sus místicas promesas, cautivados por su sedosa belleza. Pero esa belleza es pura ilusión y esas promesas son salmodias huecas y mentiras.

»Nosotros, en Qindaras, hemos rechazado todas las trampas y los empeños de la magia. Hemos depositado nuestra confianza en el poder de Misal-Lasim, y vemos cómo él recompensa nuestra fe. Nuestros graneros están llenos, nuestras calles son seguras. Estamos protegidos día y noche de las inclemencias del tiempo. Misal-Lasim nos ha enviado una señal. Nos ha llevado a esta situación que no tiene parangón. Gracias a él tenemos la fuerza, tenemos los medios, y tenemos un objetivo perfectamente marcado: ¡la destrucción de toda la magia!

La muchedumbre rugió para expresar su aprobación. Los labios de Lyim dibujaron una arrogante sonrisa. No tendría problemas para reclutar seguidores dispuestos a morir por su causa.

Dado que las protecciones del palacio habían impedido a Guerrand y a Bram entrar directamente en el edificio, la vía feérica los dejó fuera de la ciudad junto a un puente, a salvo de miradas fisgonas. El puente se extendía sobre un río de aguas marrones y turbias que arrastraba grandes bloques de hielo. Más de un palmo y medio de nieve mezclada con polvo gris blanqueaba el árido paisaje, aunque se había abierto un sendero desde donde se encontraban los ergothianos hasta el puente. El aire era frío, pero el sol de la tarde calentaba el rostro de Bram.

—El Torath —dijo en voz alta al recordar el nombre del río que había visto en el Bastión en un mapa hecho por los kenders y que Justarius había considerado fiable. Señaló un pequeño cubículo situado a la derecha del puente.

—Ahí está el primer puesto de control. En esa garita no nos obligarán a parar, pero tendremos que facilitar el nombre y el propósito de nuestra visita a Qindaras en el puesto situado al otro lado del puente.

—Recuerdo bien las instrucciones de Justarius —dijo Guerrand—. Ha llegado la hora, Bram.

El lord de Thonvil miró de reojo a su tío y vio en la palma de la mano el pequeño trozo de espejo que reflejaba la luz del sol. Hizo una mueca.

—Ya sé que tengo que meterme en el interior del espejo para evitar que un guardián me vea contigo, pero me molesta profundamente pensar que tendrás que apañártelas tú solo para acceder al palacio.

Guerrand se rio entre dientes.

—Me he visto en peores apuros, créeme. Si la información de Justarius es correcta, no tardaré mucho en reunirme con Lyim, ya sea por mis propios medios o bien porque sus guardianes lo alertarán de la presencia de un mago. Recuerda sobre todo que debes permanecer quieto en el espejo hasta oír la señal que ensayamos. Si transcurre una cantidad desmesurada de tiempo, asume que he fracasado; en tal caso, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Imaginarme un espejo del castillo de los DiThon —dijo Bram, repitiendo el resto de las instrucciones de Guerrand. Bram miró con firmeza a su tío—. Ya sabes que no estoy dispuesto a abandonarte.

—Lo siento pero no tendrás más remedio que hacerlo, Bram —le contestó Guerrand con toda solemnidad—. No has visto ningún espejo en Qindaras para podértelo imaginar y pasar a través de él, y no podrías emerger del espejo si mi voz no te llamara. Si finalmente no regresaras al castillo de los DiThon o a algún otro cristal reflectante que recuerdes, te quedarías atrapado en el mundo del espejo.

Bram desplazó la carga de sus hombros.

—¿Has considerado que antes de que consigas ver al potentado podrían confiscarte las pertenencias?

—No pienso llevar el espejo en la mochila —lo tranquilizó Guerrand—. Nadie lo encontrará —añadió el mago mirando con ojos medio cerrados hacia el oeste, donde el sol estaba ya muy bajo—. Penetra en el espejo, Bram, antes de que alguien cruce el puente y nos vea juntos.

Tendió las manos hacia Bram, las dejó caer y, entonces, cambió otra vez de opinión y abrazó brevemente a su sobrino.

—Adiós.

Perplejo, Bram agarró a su tío por los codos y lo miró a la cara.

—Buena suerte, sí, Rand, pero adiós no.

—Sí, claro —asintió Guerrand con prisas—. Pero tengo ganas de liquidar este asunto de una vez.

Bram dio una última palmada a la espalda de su tío.

—Antes de que termine la semana estaremos zampándonos un gallo lira en el castillo de los DiThon.

—Esto me recuerda —dijo Guerrand chasqueando los dedos— que no tengo que olvidarme de proporcionarte tus raciones de comida.

—Puedo aligerarlas si es preciso —tranquilizó Bram a su tío, aludiendo con un guiño a sus conocimientos mágicos. Dicho esto, dirigió la cabeza hacia el espejo que su tío tenía en la palma de la mano, sin acabar de creer que pudiera meterse en un lugar tan minúsculo. Pero de forma inmediata notó un tirón en la cabeza y en los hombros y sintió que los pies perdían el contacto con el suelo, aunque no tenía la más mínima impresión de estar cayendo.

Preocupado como estaba, ni siquiera oyó que su tío le decía otra vez:

—¡Que te vaya bien, Bram!

«Estoy dentro; hasta ahora todo va bien —pensó Bram—. El guantelete de Lyim no parece haber afectado al espejo». Se tambaleó un poco entre la desorientadora niebla. En torno había un mundo completamente gris. Era imposible apreciar las distancias. En el paisaje no había nada que destacara. El suelo era llano y suave, prácticamente invisible, del mismo color que el resto.

Bram se quedó a unos pasos del lugar por el que había entrado en el mundo del espejo, con los brazos cruzados despreocupadamente, y de forma alternativa iba apoyando el peso en una u otra pierna. Se sintió estúpido cuando se acordó de que su tío le había dicho que podían pasar días antes de que oyera su llamada desde el palacio.

Bram se dejó caer en el suelo cerca del gran montón de ramitas que habían constituido el nido de Zagarus, la gaviota amiga de Guerrand. Cruzó las piernas, cerró los ojos y se puso a meditar.

Estaba a mitad de un mantra cuando un ruido, intangible como la niebla, lo puso en estado de alerta. Bram abrió un ojo y miró en torno. Se mantuvo muy quieto.

Pasos livianos, irregulares.

Bram abrió los ojos por completo. Guerrand no había mencionado que alguien más pudiera meterse en el mundo mágico del espejo. Agarró una gruesa rama que sobresalía del nido de Zagarus.

Una brumosa figura se movió entre la niebla.

Bram se incorporó hasta quedarse agachado.

La figura continuó acercándose; se fue haciendo más grande.

Bram arrancó la rama del nido y la blandió como un palo por encima de la cabeza, con todos los músculos en tensión.

—¿Hay alguien ahí? —susurró—. ¡No te acerques más!

—¡Espera! ¡No me hagas daño! —chilló una voz. Algo ligero pero sólido golpeó el pecho de Bram antes de que el joven pudiera verlo con claridad. Unos brazos trataron de enlazarlo por el cuello. Bram agarró los escuálidos miembros y empujó a aquel ser para quitárselo de encima.

—¡Kirah!

La mujer se apartó con una expresión confusa y avergonzada en el rostro. Iba vestida como un hombre, pero esa indumentaria no era inhabitual en ella.

Bram cruzó los brazos y adoptó una actitud airada.

—¿Quién se ha quedado al cuidado de mis posesiones? —le preguntó.

—Maladorigar, por supuesto —dijo ella—. No te preocupes, es muy capaz, y la gente se ha habituado a su rara forma de hablar —añadió Kirah.

Trató brevemente de desarmarlo con una sonrisa, pero desistió y se encogió de hombros al ver que sus esfuerzos chocaban con la fría mirada de su sobrino.

—Estamos en Qindaras, ¿verdad? —le preguntó sin rodeos—. Por eso estás aquí dentro conmigo.

—No —dijo Bram frunciendo el entrecejo—; estoy aquí contigo única y exclusivamente porque no hiciste caso alguno de lo que Guerrand y yo te pedimos, por no hablar de lo que te pidió la Asamblea de los Tres.

—No me dejasteis ninguna alternativa —se limitó a decir la mujer—. La pasada noche, después de mi discusión con Guerrand, oí a escondidas que planeabais utilizar el espejo. Esta mañana he ido a la galería para intentar persuadirlo una vez más, pero no estaba allí. ¿Acaso es culpa mía que dejara el espejo sobre la mesa, en un lugar perfectamente visible?

—Por todos los dioses, Kirah —jadeó Bram pasándose una mano por los cabellos—; Guerrand te estrangularía con sus propias manos si supiera que lo has desobedecido.

Kirah se hizo un ovillo, como si quisiera hacerse invisible.

—Admito que fui muy impulsiva al deslizarme en el interior del espejo —concedió la mujer, tan a punto de pedir disculpas como ella podía estarlo—. ¡Pero no podía resignarme a permanecer en el castillo de los DiThon bordando, como se supone que debe hacer una buena ama de casa, mientras tú y Guerrand arriesgabais vuestras vidas para acabar con Lyim!

—Esa no es la razón por la que te metiste en el espejo —repuso Bram en tono uniforme.

—Por lo menos es media razón —repuso Kirah de mal humor—. No puedo creer que precisamente tú cuestiones lo que me mueve a actuar. Eras el único que se ocupó de mi cuando mis miembros se convirtieron en serpientes por culpa de Lyim —añadió, y se inclinó un poco hacia él—. Tú viste lo que le hizo a tu amigo Nahamkin.

Bram cerró los ojos ante el recuerdo de la terrible muerte de su amigo.

—No pongo en cuestión tus razones para odiar a Lyim —dijo—, pero esto no es un cuento de aventuras románticas, Kirah. Ya sé que empezó pareciéndolo cuando tú y Lyim engañasteis a Berwick haciéndole creer que tú eras su hija Ingrid; te lo he oído contar muchas veces. Pero esto no tiene nada que ver. Lyim está intentando, hasta el momento con éxito, destruir la magia. Incluso la Asamblea de los Tres teme su poder.

Kirah enderezó sus estrechos hombros.

—Yo no le tengo miedo —dijo con bravura.

—Eso es precisamente lo que me preocupa —observó Bram—; deberías tenérselo. No es el hombre que crees conocer. Ni siquiera llega al nivel de sensatez que tenía cuando propagó la epidemia en Thonvil.

—Sin embargo —dijo Kirah alzando la barbilla con obstinación—, sé que soy capaz de distraerlo, y así tú y Guerrand tendréis la oportunidad de matarlo.

El cabello oscuro de Bram ondeó de un lado para otro a causa del contundente movimiento de negación de su cabeza.

—Esto no va a suceder, Kirah, por lo tanto abandona esa idea ahora mismo. Aunque yo estuviera lo bastante loco como para permitir que colaboraras, Guerrand jamás estaría de acuerdo.

Kirah entrelazó los dedos ante ella y miró alrededor con ojos exageradamente abiertos y expresión inocente.

—Aquí, no veo cómo Guerrand podría impedírmelo.

Bram no dijo nada, pues no quería admitir que ella estaba en lo cierto. No obstante, tenía que reconocer que dentro del espejo tenía pocas alternativas. No se atrevía a utilizar ningún encantamiento para enviar lejos a su tía o para mantenerla encerrada en el interior del espejo, por miedo a que la magia pudiera ser advertida de algún modo por Lyim o por su guantelete. Kirah podía regresar al castillo de los DiThon mediante el espejo pero no había modo alguno de obligarla a que visualizara mentalmente un espejo del castillo y viajara hasta él sana y salva. Sabía que ni siquiera valía la pena planteárselo. Y, lo que era aún peor, Bram no tenía manera de ponerse en contacto con Guerrand para comunicarle la presencia de Kirah.

—Guerrand tal vez no podría detenerte, pero yo sí —dijo con firmeza el joven—. Te ataré aquí mismo si es preciso, para que estés a salvo.

—No te atreverás.

Bram la miró amenazadoramente con ojos medio cerrados.

—No me pongas a prueba en esta ocasión, Kirah. Es de vital importancia, tanto para tu seguridad como para el éxito de lo que Rand y yo estamos tratando de hacer, que te quedes aquí. Nuestro plan, sencillamente, no permite la menor modificación. Te haré un encantamiento si es necesario.

Kirah levantó la vista para mirar a Bram, cuyos ojos acerados la observaban desafiantes, y aguantó la mirada un buen rato. Entonces tembló ligeramente y al final fue la primera en desviar la vista; suspiró y abandonó la lucha.

—De acuerdo, tú ganas —murmuró—; seré una buena chica.

Bram echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.

—Creo que es un poco tarde para confiar en que un día llegues a serlo, Kirah DiThon.

El plan era sencillo: entrar en el palacio tan rápida e inadvertidamente como fuera posible y, utilizando su propio nombre, pedir una audiencia con Lyim. Era posible, suponía Guerrand, que Lyim mandase que lo mataran inmediatamente, pues los informadores de Justarius le habían comunicado que tal era el procedimiento habitual que se seguía con los magos en Qindaras. Pero confiaba en la curiosidad de Lyim.

Después de que Bram se metiera en el espejo, Guerrand se apresuró a dirigirse hacia el puente, en donde el primer guardián se limitó a saludarlo sacando la mano de la pequeña garita. La manga del vigilante se cubrió en seguida de polvo y de nieve. Guerrand se llevó la mano al sombrero y siguió avanzando por el puente.

En el segundo puesto no tuvo tanta suerte, pero estaba preparado. Dijo llamarse Enoch y añadió que era soplador de vidrio. Explicó que no pensaba estar en Qindaras más de un par de semanas con objeto de estudiar la técnica de los sopladores de vidrio locales. En su aspecto nada podía hacer pensar que mintiera. Llevaba camisa y pantalones bajo una túnica de color apagado y no llevaba ningún artilugio mágico. El más bien gordo vigilante, vestido con el uniforme de ceremonia, tomó algunas notas en un libro de registro y dejó pasar a Guerrand.

—Perdóname señor —dijo Guerrand antes de irse—, ¿podrías decirme por dónde se va al palacio? Siempre he querido admirar su belleza con mis propios ojos. Sería una pena que ahora desaprovechara la oportunidad, después de tan largo viaje.

El viejo guardián le respondió sin levantar la vista.

—Todos los caminos conducen al palacio, pero el más directo es la Avenida hacia la Iluminación. Es todo recto a través del bazar. No tiene pérdida.

El guardián levantó la vista.

—Sin embargo, tal vez no sea un buen momento para contemplarlo, puesto que todos los ciudadanos de Qindaras, excepto yo —añadió con una punta de amargura—, se han congregado en el patio del palacio para escuchar la declaración pública del potentado Aniirin IV —explicó el vigilante, que soltó un escupitajo y prosiguió:

»Mi mala suerte ha hecho que me toque estar de guardia mientras nuestro gran líder hace su primera aparición en público.

—¿Quieres decir que nadie en Qindaras ha visto antes a Ly… Aniirin? —preguntó Guerrand, vacilante y lleno de asombro.

El guardián lo examinó con gran atención.

—Algunos lo han visto. Tiene criados y personal a su servicio —puntualizó. Miró con ojos escrutadores a través del umbral—. Eres tremendamente curioso para ser un soplador de vidrio.

Guerrand levantó las manos adoptando una expresión inocente.

—Pura curiosidad, te lo aseguro —dijo, y agachó la cabeza para ocultar sus rasgos al vigilante—. Bueno, tengo que irme; gracias por tus consejos.

Guerrand cruzó lleno de determinación las amplias puertas y bajó por la Avenida hacia la Iluminación. Lo primero que le llamó la atención fue la mejora del tiempo: en el interior de las murallas hacía bastante calor como para llevar sólo camisa y pantalones. Lo que Guerrand pensó en segundo lugar fue que Qindaras parecía sobrenaturalmente limpio. No se veía basura en las calles. Las avenidas más transitadas disponían de pasos elevados para evitar que los peatones tropezaran con las incomodidades que pudieran encontrar en la calzada, aunque no las había.

El guardián tenía razón: prácticamente todo el mundo en la ciudad había acudido al palacio. Guerrand pasó ante puestos de mercado vacíos que normalmente hubieran estado repletos de gente y que aquel día estaban sumidos en un misterioso silencio. Vio menos de una docena de personas en otros tantos edificios.

Al doblar una curva poco cerrada de la Avenida hacia la Iluminación, el palacio apareció exactamente frente a él. El inmenso edificio relucía de un modo que a Guerrand le recordó al instante la breve imagen que había visto de la Ciudadela Perdida, no por el diseño, sino porque ambas fortalezas brillaban con un aura visible de energía mágica. Si se consideraba la mucha energía que Lyim había robado de la estructura mágica, en aquel momento el palacio de Qindaras aún tenía mucho en común con la mayor parte de los lugares mágicos.

Guerrand cruzó una maciza puerta que se abría en la muralla del palacio. Inmediatamente se topó con un rebaño humano que atiborraba un patio interior varias veces mayor que el campo, situado extramuros del castillo de los DiThon, en el que se hacían los desfiles. Por doquier se veía gente apretujada de todas las edades y razas, hombres y mujeres, muchos millares según estimó Guerrand, tal vez decenas de millares. No estaba seguro de cuántos habitantes tenía Qindaras, porque ningún miembro de la Asamblea se había molestado en decírselo.

El mago empezó a abrirse paso sin contemplaciones, pegando codazos a la multitud. Poco después le llegó una voz de alguien que hablaba desde un lugar elevado. Mientras Guerrand se abría paso a empujones, levantaba no pocas protestas y maldiciones entre la gente. Al fin pudo entender lo que la voz estaba diciendo e incluso ver la austera decoración de la tribuna. El orador parecía ser un elfo, un cargo religioso de algún tipo a juzgar por su indumentaria. Luego, Guerrand oyó que presentaba al potentado Aniirin IV. El mago de Thonvil se enderezó para ver lo mejor posible.

Al principio, Guerrand ni siquiera estaba seguro de que aquel hombre del balcón fuera Lyim. Su aspecto había cambiado muchísimo. La cabeza tapada y el austero atuendo eran muy distintos del atractivo aprendiz y del mago soberbiamente seguro de sí mismo que Guerrand había conocido. Pero cuando le oyó hablar, no le cupo la menor duda de que se trataba de su antiguo amigo convertido luego en enemigo. A aquella distancia apenas podía distinguir el magnífico guantelete que el orador llevaba en la mano derecha y que, de vez en cuando, reflejaba la luz del sol cuando Lyim agitaba la mano o la levantaba con el puño cerrado.

Lyim no habló mucho rato, pero sus palabras hicieron sentir a Guerrand un escalofrío, como si unos dedos fríos hubieran jugueteado en su nuca. La muchedumbre también parecía conmovida, pero de una manera muy distinta. Los aplausos continuaron sin interrupción cuando el potentado se retiró tras la amplia cortina azul. Luego, los ciudadanos se dirigieron como mansas ovejas hacia las mesas en las que los sacerdotes los esperaban para, enrolarlos en el ejército de Lyim.

Guerrand apretó afectuosamente el espejo contra su palpitante pecho para tranquilizarse y continuó abriéndose paso a empujones entre la multitud, que se desplazaba lentamente de un lado para otro.