Lyim se sumergió con un agradecido suspiro entre las burbujas del baño de hierbas medicinales. A pesar de que suponía una cierta pérdida de libertad, el hecho de ser potentado era altamente recomendable. Además de que podía ordenar que torturasen a quien quisiera —mejor dicho, a quien no quisiera— con total impunidad, el cuarto de baño privado de palacio era una de las grandes ventajas del cargo. Unos sirvientes le habían revelado que el predecesor de Lyim sólo en raras ocasiones utilizaba aquel cuarto, lo cual era una prueba más de la idiocia de Aniirin III.
El cuarto de baño, completamente cerrado para conservar el vapor, no era muy grande. En medio de la pieza estaba la bañera, cuya forma era un perfecto cuadrado de una longitud equivalente a la de dos hombres. El suelo era más o menos de parecida extensión, aunque un poco sobrecargado de lozanas plantas tropicales colocadas en urnas de bronce. El primer potentado había elegido un dibujo grande, brillante y curvilíneo hecho con teselas de colores negro y crema.
El sudor empapaba la frente de Lyim mientras se relajaba en el agua, calentada por la caldera de la que se ocupaban unos criados en una habitación situada debajo de la bañera. Sentado en una esquina de la misma, Lyim tenía los brazos fuera del agua apoyados en el frío recubrimiento de mosaico. No se atrevía a correr el riesgo de que se le mojara el guantelete, ni se atrevía a quitárselo. Tampoco deseaba hacerlo.
Frente al potentado, una mujer de cabellera castaño rojiza yacía cómodamente de lado sobre el suelo y apoyaba la cabeza en un brazo doblado. Envolvía su grácil figura una gasa rubí, cuyo vivo color hacía pensar que habían triturado auténticas gemas para teñirla.
Aunque nunca había sido particularmente púdico, Lyim al principio se había sentido bastante desconcertado al vestirse y desnudarse ante una mujer que lo miraba con tanto descaro. Pero se fue acostumbrando, en especial al considerar que Ventyr no era un ser real. O por lo menos no era una mujer real. Le resultaba difícil recordarlo, ya que aparecía ante el hombre que llevara puesto el Guantelete de Ventyr con el aspecto de la mujer ideal que este se hubiera forjado. Lyim siempre había sentido una especial debilidad por las criadas de cabellera castaño rojiza. Además de sus atributos físicos, Ventyr cautivaba la mente del mago —e incluso el alma— mediante las más sutiles caricias de sus etéreos miembros. Satisfacía las necesidades de Lyim como ninguna mujer humana había conseguido hacerlo jamás, y eso teniendo en cuenta que él había pasado una buena parte de su juventud persiguiendo esa clase de satisfacciones.
Si quieres saber lo que pienso, te diré que te has vuelto demasiado dependiente de mi compañía desde que hiciste torturar a los emires hasta la muerte, comentó Ventyr, y su voz susurraba como el viento en el interior de la cabeza del hombre.
—No recuerdo haberte dicho que quisiera saber lo que pensabas —bromeó amistosamente Lyim chapoteando en el agua caliente con la mano izquierda para remojarse la parte no sumergida del pecho.
¿De dónde vas a sacar un sucesor? —lo apremió ella—. También has matado a todas las concubinas de Aniirin.
—Lo tengo muy presente —dijo Lyim. Tomó nota mentalmente de que tenía que liarse con alguna hembra de la ciudad de aspecto aceptable a la primera oportunidad que se le presentase, aunque sólo fuese para que Ventyr no estuviera tan segura de que dependía tanto de ella.
El potentado estiró la pierna y con el dedo gordo del pie giró el grifo para obtener más agua caliente. Oyó el silbido y las vibraciones de las tuberías e instantes después surgió agua humeante por la espita de cobre. Lyim la contempló lleno de satisfacción, aunque procuró mantener el pie lo bastante lejos para no quemarse con el agua. Pero su mirada satisfecha se transformó en otra de asombro cuando el blanco chorro adquirió un misterioso tono rosado que acabó por volverse rojo brillante. Lyim soltó un grito de aprensión, se inclinó hacia adelante, cerró el grifo y salió de un salto de la bañera para escapar del agua misteriosa.
Ventyr se incorporó y en su hermoso rostro aparecieron arrugas de preocupación.
Pero antes de que Lyim tuviera tiempo de preguntarle qué estaba sucediendo, Isk, que temporalmente había dejado de viajar por Ansalon para matar hechiceros, entró corriendo en el cuarto de baño sin preámbulos ni excusas. El hombre resbaló sobre las teselas del mosaico, húmedas por la condensación. La ondulada cabellera oscura le oscilaba a la altura de la mandíbula; estaba mojada y le chorreaba sobre la cara manchada de roja sangre brillante y de hollín. Tenía la manga de la camisa completamente desgarrada y en el brazo se veía una herida reciente y supurante.
—¡Potentado, tenemos… problemas abajo, en la sala de calderas! Ha muerto uno de los fogoneros y el otro ha venido corriendo a avisarme… —dijo. Los ojos de Isk advirtieron el agua ensangrentada de la bañera—. Deberías ponerte a salvo.
Lyim miró a Ventyr, a la que sólo él podía ver.
Tenemos visitantes, dijo la mujer en tono solemne.
—¿Asesinos? —preguntó Lyim en voz alta.
Peor, respondió ella.
—No lo creo… —dijo Isk, pensando que Lyim se había dirigido a él.
El potentado cogió la túnica.
—Llévame a la sala de calderas —le ordenó a Isk.
El hombre vaciló durante un breve instante, consciente de que era preferible no llevar la contraria al potentado. En cuanto salieron del cuarto de baño, el asesino condujo a Lyim por una disimulada y estrecha escalera de estuco.
Isk abrió una puerta de una patada y bajaron otros tres escalones en una casi completa oscuridad. Lyim nunca había estado en la habitación de las calderas, situada exactamente debajo del cuarto de baño. El vapor flotaba y se agitaba. Dieron unos pasos y Lyim vio un fuego de carbón al rojo vivo bajo un enorme recipiente de cobre con forma de alambique. Pegados al costado del recipiente, como si se tratara de un monstruoso tapón, estaban los huesos absolutamente descarnados de un hombre, presumiblemente el fogonero. La humedad residual de los huesos enrojecidos aún provocaba un susurrante vapor.
Por encima del siseo de la caldera se oía una respiración fatigada y angustiada y el inconfundible ruido que se produce al tragar cualquier líquido de forma precipitada. Lyim no era un hombre que se asustara con facilidad, pero la escena lo dejó helado.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —le preguntó a Isk.
El jefe de seguridad de Lyim temblaba ostensiblemente.
—Instantes antes de desmayarse a causa del brazo destrozado, el fogonero me describió un monstruo grotesco que surgió bruscamente de la pared situada detrás de la caldera. Dijo que aquel ser atacó con sus garras y apresó al otro fogonero. Arrojó la cabeza del pobre hombre a la caldera y luego procedió a devorar lo que quedaba de él.
—Naturalmente, no me lo creí —dijo Isk. Miró las piernas completamente devoradas y una mueca horrible le deformó la sucia cara—. Hasta que vi esto con mis propios ojos. Y entonces aquel ser se abalanzó sobre mí —añadió mostrando la herida del brazo.
—¿Qué clase de criatura es? —le preguntó Lyim.
Isk indicó a Lyim que mirara hacia la pared situada detrás de la caldera. El parpadeante color azul que cubría la pared resultaba inequívoco para alguien con la experiencia de Lyim. Era una puerta, un portal mágico hacia otra dimensión. Parpadeó y brilló con luz pálida mientras se formaba, como si el portal mágico fuera un ser vivo que todavía no hubiera alcanzado la madurez. Sus bordes latían con una luz del color del lapislázuli. En el centro se retorcía y se agitaba violentamente una figura oscura. De vez en cuando, se movía lo suficientemente despacio como para revelar unos ojos brillantes, unos colmillos relucientes y unos brazos largos provistos de poderosas garras. Cuando un pringoso talón emergió serpenteando del muro en dirección a ellos, Isk y Lyim retrocedieron precipitadamente.
Es un nabassu —respondió Ventyr a Lyim—. Monstruos del Nivel Abisal.
El mago miró con cara de sorpresa a la mujer neblinosa.
¿Qué sabes de esas bestias?, le preguntó mentalmente a la mujer en presencia de Isk.
He hablado de forma telepática con los de su especie —le contestó ella—. Se diría que la concentración de energía mágica almacenada en el palacio ha debilitado el muro existente entre el Plano Material Principal y su hogar en el Nivel Abisal. Los nabassu están tratando de emerger por él, pero todavía no se ha resquebrajado lo suficiente como para procurarles un fácil acceso.
Tu obligación es fortalecer y proteger el palacio —exclamó Lyim en tono acusatorio—. ¿No puedes detenerlos? —le preguntó. Recordó la garra que había destrozado la habitación de las calderas—. ¿O por lo menos parchear la parte resquebrajada?
De forma provisional —asintió Ventyr—. Pero la energía mágica que me has ordenado que almacene aquí tiene que gastarse o se desbordará de nuevo. Es tan sólo cuestión de tiempo: los nabassu y otros seres parecidos trataran de emerger por esa zona vulnerable del muro.
Limítate a hacer lo que haga falta para proteger el palacio y la energía almacenada, le ordenó el potentado.
Sin que fuera perceptible esfuerzo alguno por parte de Ventyr, la luz azulada se desvaneció. Los bordes del portal se contrajeron hasta reunirse en el centro del mismo y el portal desapareció.
Lyim ordenó a Isk que se ocupara de que se llevaran el cadáver y de que repararan la caldera. Mientras el asesino se alejaba por el corredor situado en el extremo superior de la angosta escalera para cumplir las órdenes dadas por el potentado, Lyim volvió a entrar en el cuarto de baño. En los nervios del cuello sentía la vieja tensión multiplicada por diez. Vio la bañera llena de una agua fría y roja, y, frunciendo el ceño, volvió a abrir la puerta bruscamente.
—¡Cuida de que también vacíen la bañera y la limpien a fondo! —exclamó en dirección al jefe de seguridad.
Volverán, susurró Ventyr a su lado.
Lyim se sobresaltó. Casi se había olvidado de su presencia.
—¿No puedes cerrarles el paso? —le preguntó en voz alta.
Te dije que no podré si vienen muchos más; y lo harán —puntualizó Ventyr reapareciendo al otro lado de la bañera—. Pero al igual que cualquier monstruo, los nabassu pueden controlarse mediante una magia potente.
—¿O con un potente artilugio?
Ventyr se limitó a sonreír.
Lyim, pensativo, se quitó la túnica y volvió a ponerse sus ropas.
—Tal vez un día, en un futuro no demasiado remoto, criaturas como estas llegarán a sernos útiles —reflexionó.
Bram estaba sentado ante el escritorio de su estudio mirando ociosamente el mortero de mármol y la mano de mortero que utilizaba para triturar hierbas. Parecía incapaz de concentrarse en algo más tiempo del que duraba un fugaz pensamiento, pues su mente saltaba en seguida a otra cosa.
El lord del castillo de los DiThon volvió bruscamente al presente.
«¿Qué me ocurre? —se preguntó a sí mismo—. No dispongo de tiempo para perderlo en ensoñaciones propias de escolares. Guerrand en cualquier momento me estará esperando en la galería con el equipaje preparado para ir a Qindaras, y yo aún no estoy listo. ¿Por qué no? ¿Qué es lo que me retiene?».
Varias veces había empezado a meditar para robustecer su mente, pero había permitido que las distracciones lo vencieran después del mantra inicial. Pensaba en el enfrentamiento que se avecinaba en lugar de prepararse para afrontarlo.
Las enseñanzas de Prímula le aconsejaban analizar la causa de su distracción y no limitarse a rechazarla, puesto que en tal caso volvería a distraerse. Su dispersión no derivaba del miedo. Cuando pensaba en lo que tendría que hacer, no sentía un nudo en la garganta ni tampoco se le aceleraba el pulso.
Jamás había matado a un hombre. ¿Era eso? Matar a otro ser viviente era contrario a la filosofía de los tuatha. En Thonvil, Bram había pasado años salvando cuántas vidas había podido. Ya antes de su estancia junto a su madre y su gente creía firmemente que la naturaleza era lo que debía determinar los ciclos del nacimiento, del crecimiento y de la muerte.
A pesar de ello, Bram tenía que admitir que no le planteaba ningún conflicto ético la perspectiva de matar a Lyim Rhistadt. En primer lugar, porque aquel hombre suponía una enorme amenaza para la magia y para el equilibrio entre el bien y el mal. En segundo lugar, porque había causado interminables sufrimientos a su familia, por no mencionar los que había ocasionado al pueblo de Thonvil.
En aquel momento, Bram reconoció la causa de su distracción. Tal vez no volvería a ver aquel lugar. Había aprendido muchas cosas de Prímula, pero nunca sería un nómada como ella. Su abuelo humano, Rejik, estaba muy metido dentro de él. El padre de Bram, Cormac, le había contado con frecuencia cuando era un niño que Rejik había presumido lleno de orgullo de la extensión de sus posesiones.
Bram no sentía en absoluto la vanidad que aquellas propiedades habían hecho experimentar a su abuelo, pero sí se sentía muy orgulloso de lo que él mismo había logrado. Las cosas eran muy distintas en la región de Thonvil de lo que habían sido en tiempos de su padre.
Ni siquiera Cormac habría reconocido su propio estudio. De regreso de su estancia en el reino de los tuatha, Bram había tratado de conseguir para él la galería soleada y provista de múltiples ventanas que daba al mar. Pero Guerrand ya se había fijado en ella y había insistido en que el lord de la hacienda debía ocupar el estudio de la segunda planta, como siempre. Bram había asentido de mala gana, pero había jurado realizar algunos cambios.
Aquellos cambios incluyeron quitar los escritorios y la librería, pesados muebles de madera que oscurecían y llenaban en exceso la habitación. Además, había hecho ampliar las estrechas ventanas, por lo que gozaba de una exhaustiva panorámica de los campos situados entre el castillo y el pueblo, así como de suficiente luz para nutrir las parras y otras plantas con las que llenó la sala. Confiaba en el aroma de las plantas para despertar sus sentidos cada mañana del mismo modo que otra gente utiliza achicoria o cerveza. Aquellos días vagaba por el jardín de plantas medicinales en busca de soledad, no en busca de ingredientes para encantamientos, ya que la mayoría de ellos los cultivaba en vasijas de arcilla en los alféizares de las ventanas. El antiguo estudio de Cormac era ahora un lugar alegre calentado por los rayos del sol.
El amor que Bram sentía por Thonvil no tenía nada que ver con el poder o con el cargo de lord. Era el único lugar en el que se sentía enteramente en paz con las dos facetas de su herencia biológica. Con Prímula siempre se había sentido tremendamente consciente de su mitad humana. Ella jamás le había criticado esa actitud, ni siquiera durante las primeras veces que el joven intentó realizar titubeantes encantamientos. Pero Bram nunca podría olvidar del todo que aquella mujer había abandonado el territorio del rey Weador para distanciarse de los humanos.
No obstante, allí, en la intimidad de su despacho, se sentía libre para encontrar su camino, en tanto que humano con facultades de tuatha. Fuera del abrigo de aquella habitación, las Ordenes de la Magia habían puesto en él no pocas esperanzas. Bram se vio obligado a admitir que el miedo tenía parte de culpa en las distracciones que experimentaba en aquellos momentos. No tenía miedo de Lyim, ni siquiera de la muerte, pero sí de fracasar. No podía consentir que eso sucediera.
Bram recordó el plan que él y Guerrand habían previsto y preparó las provisiones necesarias. La Asamblea de los Tres les había informado de que en Qindaras dispondrían de muy poco tiempo, puesto que las defensas de Lyim detectarían la presencia de un mago de forma poco menos que inmediata. Unos espías les habían comunicado, antes de desaparecer de modo misterioso, que los magos eran asesinados en seguida, sin la posibilidad de defenderse en un juicio. Aquello implicaba que, ante todo, Guerrand tenía que conseguir una cita cara a cara con Lyim y confiar en que la curiosidad del antiguo mago de los Túnicas Rojas sería lo bastante intensa como para que aceptara reunirse con su viejo amigo. Ni Bram ni su tío tenían la menor duda de que, una vez satisfecha su curiosidad, Lyim ordenaría la muerte de Guerrand. Tendrían, por espacio de breves segundos, una única posibilidad de éxito: matar ellos antes a Lyim.
En aquel preciso momento, una imagen apareció en la ventana ante Bram, como si estuviera reflejada en el cristal. Se trataba del rostro de Guerrand, surcado de arrugas de reocupación, que se dirigía a Bram con una cavernosa recreación de la voz del mago.
—Esperaba que ya estarías aquí. ¿Tienes algún problema?
—Lo siento —dijo Bram de forma apresurada y llenando, mientras hablaba, un fardo de piel de ternera—. Me he entretenido meditando más tiempo del que me había propuesto.
—Termina lo que tengas que hacer —dijo Guerrand—, pero hazlo tan rápido como puedas.
—Sí, Rand —asintió Bram poniendo una daga larga en el montón de cosas que necesitaba llevarse—. Me reuniré contigo en la galería tan pronto como me haya despedido de Kirah y… bueno, sólo de Kirah —añadió. Bram había pensado detenerse en la habitación de Rietta, pero cambió de idea. Ella no sabía nada de Prímula, aunque las cosas no habían sido las mismas para ambos desde que Bram había vuelto del reino de Weador.
La imagen de Guerrand se desvaneció y Bram terminó de reunir las pocas cosas que pensaba que iban a serle útiles; después ató el fardo y se lo echó a la espalda.
Se detuvo un instante para pasar el dedo por la verde hoja de una planta aromática. Mañana, el gnomo Maladorigar se encargaría de cuidar las plantas hasta que Bram regresara. Quedarían en buenas aunque excitables manos.
Con ese pensamiento, Bram salió en busca de Kirah.
Poco después, Bram, con la confusión reflejada en el rostro, llegó al luminoso y soleado vestíbulo principal. Descargó el fardo en la atiborrada mesa de Guerrand, ante la que el mago estaba sentado escribiendo una carta.
—Por fin has llegado; que los dioses sean loados —murmuró su tío. Sacudió la arena secante de la carta y luego la dobló cuidadosamente en tres pliegues—. Bueno, pongámonos en marcha —anunció con energía levantándose de la silla.
Bram apenas le oyó.
—¿Sabes dónde está Kirah? —le preguntó en tono preocupado frotándose el mentón—. La he buscado por todas partes: en su habitación, en el despacho, en la cocina. Nadie la ha visto en toda la mañana.
Mientras se dirigía a la pared del fondo y elegía una larga espada de doble filo del conjunto de armas allí dispuestas, Guerrand se encogió de hombros. Parecía que habían transcurrido siglos desde que había practicado con aquella hoja para tratar de convertirse en caballero. Pero si su magia no le funcionaba bien en Qindaras, tal vez la espada sí lo haría.
—Kirah raras veces sigue un plan predecible —dijo ciñéndose la espada—. Puede estar en la aldea, en los secaderos vigilando la cosecha, hablando con uno de los aparceros, sentada en la cueva junto a la orilla… Ayer por la noche me despedí de ella, y ya fue bastante difícil.
Bram negó con la cabeza.
—Me dio mucha pena tener que explicarle la razón de nuestra ausencia, cuando le pedimos que asumiera de nuevo mis responsabilidades.
—Intenté evitar los detalles, en particular los relativos a Lyim —suspiró Guerrand—, pero ya conoces a tu tía; nunca está satisfecha hasta que consigue averiguar absolutamente toda la verdad. Siempre me descubre cuando miento.
Guerrand se ajustó el cinto de la espada meticulosamente, como si le molestara el peso.
—Estaba muy disgustada por no poder ayudarnos a acabar con Lyim —le recordó—. No me di cuenta de hasta qué punto lo sigue odiando por haberla engañado durante la plaga de la medusa.
—Tal vez todavía está algo decepcionada porque yo voy contigo y ella no —dijo Bram—. Para mí fue un gran alivio cuando reconoció al fin la necesidad de quedarse aquí para mantener las cosas en buen funcionamiento hasta que volvamos de Qindaras.
—Vamos a viajar a través de una vía feérica, por lo tanto estaremos de vuelta en cuestión de días —le aseguró Guerrand—. Kirah ha madurado mucho desde que padeció la epidemia; ya no es tan terca como antes. Sabe muy bien lo que se hace con la hacienda, si es esto lo que te preocupa.
Bram negó con la cabeza lentamente.
—Simplemente, me sentiría mejor si antes de marcharme pudiera hablar con ella.
Resignado, Bram se encogió de hombros y se echó a la espalda la mochila con las hierbas y otras provisiones, a la vez que arqueaba una ceja en dirección a su tío.
—¿Listo?
Guerrand alargó la mano hacia la correa de su bolsa de piel, atiborrada al máximo de su capacidad.
—Sólo me falta coger el espejo que me dio Belize y ya lo tendremos todo listo.
—Por todos los dioses, no te lo olvides —dijo Bram—. Sin él tendríamos escasas esperanzas de derrotar a Lyim.
Guerrand, con mucho cuidado, introdujo el reluciente y valioso trozo de cristal mágico, del tamaño de una mano, en una bolsita de terciopelo azul para que estuviera más protegido.
—¡Si Belize hubiera podido saber lo útil que este trozo de espejo me ha sido a lo largo de los años…!
—No podía predecirlo —dijo Bram encogiéndose de hombros—, ya que suponía que morirías poco después de que te lo diera.
Guerrand hizo una pausa y sus ojos oscuros se perdieron una vez más en la distancia.
—El maestro de Lyim supuso en múltiples ocasiones que yo iba a morir.
—Igual que Lyim —insistió Bram—; pero los desafiaste con no poca fortuna.
—Hasta ahora —asintió Guerrand con gran determinación.
—No tienes reservas de ningún tipo respecto de nuestro plan, ¿verdad? Estás convencido de que resultará, ¿no es así?
—No, si no nos vamos de una vez —exclamó Guerrand pasando las voluminosas mangas acampanadas de la túnica de lana gris por debajo de las correas de la mochila.
Bram frunció el entrecejo y miró fijamente a su tío.
—¿Estás seguro de que el espejo mágico no se verá afectado por el guantelete de Lyim?
—No estoy seguro de nada —admitió Guerrand—. No creo que el espejo resulte afectado, y Justarius tampoco lo cree, porque el espejo ni acumula ni dispersa energía. Se carga con energía interna o bien la absorbe de la esotérica dimensión que bordea constantemente y al interior de la cual se abre. A menos que el efecto del guantelete sea mucho más pernicioso a corta distancia, espero que el espejo se comporte exactamente como siempre lo ha hecho.
Guerrand se ajustó la mochila entre los dos omoplatos para sentirse más cómodo.
—Ya casi estoy listo —anunció—. ¿Dónde nos uniremos a la vía feérica?
—En el jardín de las plantas medicinales —repuso Bram. Se volvió hacia la puerta y puso una mano en el pomo.
Guerrand se aclaró la garganta.
—Espera un momento, Bram.
—¿Qué pasa?
Guerrand tenía en la mano un largo rectángulo de cera para sellar. Acercó un extremo del mismo a un candelabro encendido. Cuando la cera estuvo lo suficientemente blanda, hizo caer pequeñas gotas, amarillas como la mantequilla, sobre el cierre de la carta que estaba escribiendo cuando Bram había llegado. Luego selló la carta apretando la parte superior de su anillo sobre la cera fundida, y dejó grabado en ella el perfil de una gaviota en pleno vuelo.
Bram reconoció la silueta de Zagarus, que Guerrand había encargado en honor de su amigo. La astuta ave marina había muerto cuando trataba de salvar a Guerrand de los envenenados golpes de un naga en el transcurso de la destrucción del primer Bastión. Uno más de la creciente lista de crímenes causados por Lyim Rhistadt.
Guerrand dio la vuelta a la carta y garabateó el nombre de Bram en ella.
El mago tendió la carta a su sobrino.
—Deberás leerla si me ocurre algo en Qindaras —le dijo con gran calma.
Bram se molestó.
—Pues no tendré que leerla nunca. A ti no va a ocurrirte nada que no me ocurra también a mí.
—Espero que no —susurró Guerrand en un tono apenas consolador, y metió la carta en un angosto cajón situado bajo la mesa—. En cualquier caso, ya sabes dónde está.
Luego apagó la vela y se quedó mirando el hilillo de humo gris que se alzó por el soleado despacho. Después, sus ojos se posaron en el mar que se extendía ante él, y permaneció con una mano posada sobre el lomo de un polvoriento libro de encantamientos.
—Vamos —dijo de repente.
Bram abrió la puerta y los dos salieron a la galería. No se cruzaron con nadie, ni siquiera con un sirviente, mientras recorrían los fríos y silenciosos corredores y bajaban la escalera recién barrida. Un empedrado rellano de superficie irregular conducía a la puerta nordeste y al jardín de plantas medicinales situado más allá.
Bram pasó entre dos enormes arbustos de romero. Los había podado hacía años para darles la forma de grandes cabezas de caballo y desde entonces conservaban perfectamente aquel aspecto. Maladorigar había recortado los aromáticos arbustos durante los dos años que Bram había estado con Prímula. Bram contempló la vasta extensión de sus posesiones, los campos madurados a finales del otoño, cosechados poco antes de su regreso. Una vez más abandonaba todo aquello demasiado pronto.
—Cógeme la mano —dijo súbitamente Bram tendiendo la mano derecha a Guerrand. No necesitaba ninguna moneda para cruzar el reino de los tuatha como la primera vez, pues ahora sabía que era uno de ellos. Sin embargo, su tío era un caso distinto.
—No te sueltes bajo ningún concepto —le advirtió Bram—. Sin mí no estás protegido en el reino feérico.
Guerrand sonrió con ironía.
—En este sentido, la vía feérica no es muy distinta del lugar al que nos dirigimos.
—Qindaras —dijo Bram, y de este modo, simplemente invocando el nombre en voz alta, abrió el camino feérico.
Los asesinos de Thonvil habían iniciado su camino.