Capítulo 10

—¡Vaya vista! ¿No es cierto? —comentó Bram a su tío.

—Imponente —asintió Guerrand distraídamente. El aire de la montaña era helado, por lo que el mago se apretó los cordones de la túnica roja y después se apoyó en la barandilla para sumergirse en el paisaje.

Guerrand estaba impresionado por la belleza del entorno. La habría disfrutado aún más, se dijo, si el aire hubiese sido un poco más denso para la respiración. Palanthas, donde había realizado su aprendizaje, estaba circundada de montañas, pero ahora, al compararlas con esos magníficos picos cubiertos de nieve, le parecían simples colinas. Acomodados entre las macizas cordilleras y ocultos por ellas, había valles de un verde lozano y ríos tan claros, fríos y azules como turquesas pulidas. En la medida en que Guerrand se sentía atraído por su Ergoth natal, podía comprender por qué la gente de las tierras altas se sentía tan vinculada a su país.

En medio de la soberbia belleza natural había algo realmente singular. En la montaña situada detrás de Guerrand y Bram se alzaba el conjunto más grande de espejos enteramente de cristal que Guerrand había visto en su vida. La belleza del paisaje montañoso se reflejaba en aquel bloque rectangular, pero el espejo no dejaba ver lo que se encontraba detrás de él.

Guerrand no estaba del todo concentrado en el panorama, ni siquiera en el misterioso lugar al que Justarius les había pedido que fueran.

—Comprendo por qué Justarius me llamó —dijo Guerrand—. De hecho, esperaba noticias de él, aunque estoy ansioso por saber la razón exacta —añadió, y se estremeció involuntariamente al recordar que había vuelto a tener el Sueño y que eso le había generado la premonición de que lo convocarían—. Pero ¿para qué te habrán llamado a ti las Órdenes de la Magia?

Bram sonrió débilmente.

—No voy a considerarlo una ofensa, dado que sé que no tenías intención de que sonara tan mal.

—No, claro que no —dijo Guerrand frunciendo el entrecejo—. Pero estoy un poco inquieto por averiguar qué quiere la Asamblea.

—En cualquier caso, ¿adónde nos ha teleportado Justarius? —preguntó Bram—. Esto no es Wayreth —dijo al comparar aquellas regiones llanas y boscosas con el paisaje montañoso—. Tal vez se trata de otra Torre de la Alta Hechicería.

Guerrand sacudió la cabeza.

—Por lo que yo sé, sólo se mantienen en pie dos de sus torres: Wayreth, que acabas de mencionar, y la torre de Palanthas —respondió el mago, y cerró los ojos al recordar aquel lugar negro y maldito, que había visitado muy a menudo en sus pesadillas.

Guerrand se sintió perturbado, abrió los ojos y contempló la actitud plácida de su sobrino. Lord DiThon permanecía impasible, protegido por su gruesa capa de lana marrón, sin hacer caso del aire gélido. Bram había cambiado muchísimo durante los dos años que había pasado con su madre y los tuatha dundarael. Guerrand notaba esos cambios día a día en pequeños gestos, en su sonrisa más sombría y menos frecuente. Guerrand advirtió que a algunos de los sirvientes del castillo de los DiThon esos cambios no les gustaban demasiado, pues interpretaban la nueva actitud de su lord como un mayor distanciamiento o incluso como una muestra de desdeño.

Era cierto que lord DiThon se había vuelto más sosegado y no hablaba tan a menudo con su gente. Prefería la soledad, cuidar los jardines o sentarse junto al mar en actitud contemplativa. Decía que meditaba sobre la diosa Chislev, encarnada en la naturaleza. Poseía una paz interior que su tío envidiaba, sobre todo en aquellos momentos.

Guerrand frunció de nuevo el entrecejo ante el espejo.

—¿Dónde está esa gente? —murmuró—. Aquí me estoy congelando.

En aquel preciso momento el mismísimo Jefe del Cónclave de Hechiceros cruzó una puerta oculta en el conjunto de espejos y avanzó hacia Bram y Guerrand, que se encontraban sobre las pulidas losas de la plataforma de observación. En primer lugar estrechó la mano de Guerrand y le dio una calurosa bienvenida.

Guerrand señaló a Bram con un gesto.

—¿Recuerdas a mi sobrino, Bram DiThon?

—Por supuesto —se apresuró a decir Par-Salian—. La primera vez que coincidimos fue un encuentro breve pero muy significativo. Os agradezco a ambos que hayáis reaccionado con presteza a la carta de Justarius.

—Tuve el presentimiento de que iba a tener noticias suyas —admitió Guerrand.

Par-Salian ladeó la cabeza para expresar su sorpresa.

—¿Sabéis por qué os hemos convocado?

—No exactamente —dijo Guerrand—, pero Bram y yo sospechamos que tendrá alguna relación con las interferencias en la magia que hemos advertido.

Par-Salian frunció los labios mientras asentía con la cabeza.

—En breve se os contará absolutamente todo —dijo con su voz característica, suave pero nítida—. Disculpad el retraso; en el último minuto surgieron diversos temas que influirán en nuestras deliberaciones. Sin embargo, ahora estamos listos para atenderos.

Guerrand echó una última ojeada al paisaje.

—Me pregunto si todavía estamos en el Plano Material Principal. ¿Qué cordillera es esta, Par-Salian?

—La Khalkists —le explicó el anciano mago—; me sorprende que no lo sepas, Guerrand. ¿Acaso no tomaste parte en la construcción del segundo Bastión?

—No —dijo Guerrand—. Traspasé mi cargo de centinela a Dagamier y regresé a mi patria antes de que empezasen a construirlo.

El anciano agitó la mano distraídamente.

—Sí, desde luego, ahora lo recuerdo. Perdóname, mi concentración se ha dispersado mucho a causa de los últimos acontecimientos, y olvido cosas…

Con el entrecejo fruncido, Par-Salian se dirigió apresuradamente hacia el muro de espejos que reflejaba la cadena montañosa.

—A propósito, será mejor que os haga entrar, o Ladonna y Justarius me cortarán la cabeza por retrasar aún más las cosas. En recuerdo del primer viaje que hizo Bram para visitarnos, hemos preparado un banquete —añadió. Al ver cómo Bram se sonrojaba, el anciano mago sonrió, y el rostro se le arrugó en una expresión maliciosa.

Guerrand, perplejo, miraba a uno y a otro.

Con el rostro enrojecido, Bram sonrió y dijo:

—Cuando estuve en la Torre de Wayreth, durante mi periplo para encontrarte, llevaba tres días sin comer, por lo que hurté varias galletas del escritorio de Par-Salian.

—Fue culpa mía por no proporcionarle comida —reconoció Par-Salian—. Entrad, así no repetiré el mismo error.

A un gesto de Par-Salian, la puerta incorporada en los espejos volvió a abrirse. Al pasar al interior, Guerrand se encontró ante una enorme cámara de varias plantas de altura. El muro exterior estaba formado por el conjunto de espejos, que vistos desde dentro eran transparentes. La magnífica vista que Guerrand había disfrutado desde fuera también se veía desde la cámara, pero sin el viento helado que atravesaba las gruesas capas de abrigo. Un corredor suspendido subía suavemente en espiral hasta tres plataformas de observación desde las cuales, sospechó el mago, el panorama era aún mejor que desde la planta baja. No se veía ninguna estructura que sostuviera el corredor y las plataformas, y por consiguiente ambas parecían flotar en el aire.

Par-Salian los acompañó mientras cruzaban aquella sala hacia un largo pasadizo que parecía penetrar directamente en la montaña. El pasillo seguía en línea recta durante varias docenas de pasos y bajaba uniforme y suavemente sin atravesar ninguna puerta. Las paredes eran suaves y secas, aunque estaban excavadas en la roca.

—Los enanos nos ayudaron muchísimo en las excavaciones —les explicó Par-Salian—. Lo hubiéramos podido hacer más rápidamente con la magia, pero dudo que con igual calidad.

—Así que esto es el nuevo Bastión —dijo Guerrand suspirando, lleno de sorpresa y admiración—. La vista exterior es una sustancial mejora comparada con la negrura del nivel intermedio de sombra en el que se hallaba el primer Bastión. Tengo curiosidad por saber por qué en esta ocasión lo situasteis en el Plano Material Principal, pero tengo demasiadas ganas de ver el aspecto de todo lo demás.

—Pusimos el máximo empeño en corregir los errores, tanto en los objetivos como en el diseño, que cometimos con la primera y fatal experiencia —les explicó Par-Salian—. Pero voy a dejar que Dagamier os explique más cosas sobre el Bastión cuando os acompañe a visitarlo. Está comprensiblemente orgullosa de este lugar.

—¿Dagamier todavía está aquí?

La cabeza blanca de Par-Salian osciló.

—Tenías razón al recomendárnosla, Guerrand. Es una excelente alta defensora.

—¿No era la sombría y taciturna hechicera de los Túnicas Negras? —susurró Bram para que sólo lo oyera su tío.

Distraído, Guerrand asintió vagamente con la cabeza; sus pensamientos se dirigían hacia el pasado. No había detectado ningún reproche hacia él en las amables palabras que Par-Salian había dedicado a Dagamier pero, con todo, sentía la comezón de los celos. Consideró que había ejercido el cargo de Alto Defensor de forma deficiente. ¿Quién no lo consideraría así en su lugar? El primer fallo había sido no neutralizar el truco de Lyim Rhistadt para entrar en la fortaleza. Peor aún: Lyim había conseguido llegar a las puertas de la Ciudadela Perdida, una posibilidad que Guerrand había jurado por su vida evitar. El viaje de Lyim a la Ciudadela había ocasionado que los dioses destruyeran el primer Bastión. Todo eso había sucedido mientras Guerrand vigilaba, lo cual lo convertía en responsable. Consideraba su época de Alto Defensor como una mancha ignominiosa en su historial.

—No permitas que las lamentaciones por el primer Bastión te perturben, Guerrand —le dijo Par-Salian, como si le hubiera leído el pensamiento—. Todos lamentamos su pérdida. No fuiste la primera persona ni la última en ser engañada por Lyim Rhistadt —añadió en un tono muy significativo—. Por otra parte, aquellos trágicos acontecimientos nos permitieron descubrir los fallos de lógica inherentes a la construcción del primer Bastión.

—Por esa razón estaré eternamente agradecida —dijo una profunda voz con un ligero acento.

Guerrand se dio la vuelta.

—¡Dagamier! —gritó, y se dirigió hacia ella para estrecharle la mano calurosamente—. El cargo de Alto Defensor es evidente que te va como anillo al dedo —dijo mientras la observaba con obvia expresión aprobatoria. Su lacia cabellera negra aún le llegaba hasta los hombros y contrastaba ostensiblemente con la marmórea palidez de su piel. Llevaba la misma ajustada túnica negra de seda de siempre. Y sin embargo, algo había cambiado en ella. Guerrand concentró su mirada en los ojos de la joven, y en ellos encontró la respuesta.

Dagamier siempre había aparecido ante los ojos de Guerrand como aquejada de una tristeza cínica, como si hubiera sido testigo de más experiencias de las convenientes para su edad. Pero la Dagamier que estaba de pie ante él era cinco años mayor y en sus ojos se adivinaba una decidida madurez. No podía decirse que fuera cálida —eso era algo que nunca se encontraría en la naturaleza de la hechicera negra—, pero era evidente que se alegraba de ver a Guerrand. Y se acordaba de Bram.

—Apenas has cambiado, Guerrand —le dijo. Volvió la vista hacia Bram—. Pero tu sobrino ha sufrido una verdadera metamorfosis. Ahora veo que es cierto que posee facultades mágicas parecidas a las de los druidas. Aplaudo la mejora.

—Las noticias vuelan —comentó Bram en tono irónico.

—Así ocurre en el mundo mágico —asintió Dagamier—. Por tanto, debes de haber supuesto por qué razón te pidieron que acompañaras a tu tío hasta aquí.

Los dos DiThon se miraron el uno al otro, llenos de perplejidad.

—Todavía estamos esperando una respuesta a esa cuestión.

A Par-Salian se le ensombreció el rostro.

—Ahora, Dagamier, te has excedido y los has confundido. Vayamos al comedor antes de que las cosas todavía se líen más.

—Sí, Par-Salian —suspiró la mujer—. La visita tendrá que esperar hasta que termine la conferencia. Los otros centinelas tienen tareas pendientes y no tomarán parte en las conversaciones, pero Ezius, de los Túnicas Blancas, estará particularmente contento de verte, Guerrand —añadió Dagamier.

Agarró del brazo con blancas y pálidas manos a los dos visitantes y les ofreció una cálida sonrisa mientras los conducía al comedor.

Aparentemente, en el nuevo Bastión habían cambiado muchas cosas.

Siguieron internándose en la montaña, cruzaron un umbral majestuosamente esculpido y penetraron en una vasta habitación de techo alto. Ante una gran mesa estaban sentados, esperándolos, Justarius y Ladonna. Ambos permanecieron sentados: Justarius a causa de su pierna mala y Ladonna porque no iba con su carácter levantarse ante la llegada de nadie.

—¡Vaya! Aquí tenemos al mismísimo Par-Salian, con quien yo debería ser más tolerante, ¿no es cierto, Guerrand DiThon? —preguntó la mujer, recordándole una vez más al mago de Thonvil que aquellos poderosos hechiceros leían el pensamiento con la misma facilidad con que la gente normal lee libros.

Guerrand inclinó la cabeza en señal de respeto hacia la Señora de los Túnicas Negras.

—Me alegro de verte, Ladonna —dijo con calma, tomándose su amable reprimenda con toda tranquilidad. La mujer no había cambiado en absoluto desde la última vez que la había visto. Los cabellos negros de Ladonna seguían como antes, recogidos en una intrincada trenza que oscilaba en torno a su bien formada cabeza.

Guerrand dedicó una afectuosa sonrisa a Justarius, su antiguo preceptor. La barba salpicada de blanco del experto mago había crecido excesivamente y reposaba en su sempiterna gorguera blanca, pero la túnica roja de lino estaba tan limpia y bien planchada como siempre.

Guerrand le tendió la mano.

—Me alegro de verte con tan buen aspecto, Justarius.

El Maestro de los Túnicas Rojas frunció el entrecejo con expresión incrédula, pero sus ojos oscuros chispearon de alegría.

—No tan bueno con esta pelambrera que se me vuelve gris tan de prisa. Supongo que podría modificarla con magia, como hacen algunos, para disimular la edad —dijo con una maliciosa mirada a Ladonna—. Pero ¿por qué debería molestarme en tratar de ocultar mi edad si sé perfectamente los años que tengo?

—Desde luego, ¿de qué te serviría? —le espetó la hechicera de cabellera color ala de cuervo, cuyo aspecto siempre había desafiado el paso del tiempo—. Seguirías siendo tan feo como un oso lechuza.

—Denbigh, el oso lechuza que se ocupa de mi casa, constituiría una excepción a la regla —comentó Justarius riendo alegremente.

Guerrand no había visto nunca a los miembros de la Asamblea bromear entre ellos con tan buen humor. En el pasado, sus diferentes maneras de pensar los habían puesto a menudo en situaciones conflictivas, pero aquel inesperado sentido de la camaradería elevó sensiblemente el ánimo de Guerrand y le hizo pensar que tal vez la razón por la que los habían convocado no era tan grave como había temido.

Tan serias reflexiones se vieron interrumpidas por la llegada de los sirvientes con bandejas de comida. Guerrand observaba el entorno mientras comía un faisán exquisitamente preparado. A diferencia del castillo de los DiThon, en el comedor no habían encendido antorchas. Por el contrario, la habitación estaba bañada por la luz natural que entraba por un largo e imponente ventanal que ofrecía una magnífica panorámica de las Montañas Khalkist.

—¿Cómo es posible que veamos este panorama? —preguntó Guerrand—. A menos que mis suposiciones sean erróneas, nos habéis conducido hacia el interior de la montaña, no hacia otro promontorio.

—Gracias a la magia, claro —dijo Justarius—. ¿Has estado tanto tiempo fuera de mi tutela que ya has olvidado que con el Arte todo es posible?

—Desde luego que no —dijo Guerrand un poco a la defensiva.

—Dime lo que ves cuando miras alrededor de esta habitación —le pidió Justarius.

Guerrand se quedó asombrado ante la pregunta, pero su aprendizaje con Justarius le había enseñado a contestar todas las preguntas que le formulaba el maestro por raras que fuesen. Por consiguiente, describió la habitación, el alto ventanal con vistas a la montaña y tres paredes excavadas en la roca.

—Muy interesante —ponderó Justarius—. Me recuerda el peristilo al aire libre de mi villa de Palanthas.

Guerrand recordó la serenidad de aquel lozano jardín, en el centro del cual había un estanque con peces de colores.

—A mí esta sala me parece totalmente cerrada —intervino Ladonna, mordisqueando un hueso de pollo—, y sólo está iluminada por las relajantes llamas amarillas de las antorchas.

Guerrand echó un vistazo al ventanal por el que entraba la luz solar.

—Yo veo la Sala de Audiencias de la Torre de la Alta Hechicería, en Wayreth —añadió Par-Salian, y observó la reacción de Guerrand ante sus palabras.

—Por si no te lo habías imaginado —dijo Dagamier—, la magia imbuida en este Bastión lo hace aparecer agradable y cómodo a todos los que entran en él.

—Ya lo entiendo —dijo Bram asintiendo pensativamente con la cabeza—. Si alguien quiere sol y espacios abiertos, tiene de esta sala una visión diferente de la que tiene quien prefiere lugares recogidos y oscuros.

—Exactamente —corroboró Justarius.

—Ya puedes imaginarte cuánto más cómodo resulta para los centinelas que el entorno de nuestro Bastión, Guerrand —dijo Dagamier—. Ezius y yo todavía seguimos aquí. El sexto centinela, un Túnica Roja llamado Feldner, te reemplazó hace cinco años y no ha dado muestras de cansancio. Aquí nos sentimos mucho menos aislados y, en realidad, podemos salir del Bastión durante cortos períodos, otra de las múltiples razones por las que la Asamblea decidió mantenerlo en el Plano Material Principal.

—De hecho —la interrumpió Justarius—, aquella decisión tuvo que ver con el distinto objetivo que se asignó al segundo Bastión. El primero constituía una barrera que bloqueaba físicamente la vía de acceso entre el Plano Material Principal y la Ciudadela Perdida. No obstante, descubrimos que las defensas eran susceptibles de verse desbordadas por un ataque masivo, o incluso de ser esquivadas por completo —añadió Justarius, y bebió un largo y contemplativo trago de su bebida—. Tal como descubrió Lyim Rhistadt.

Guerrand advirtió que Justarius no hacía el menor caso de la abundante comida y que se limitaba a beber su habitual limonada. Aquello siempre había sido una pista segura de que el portavoz de los Túnicas Rojas estaba distraído y preocupado por algo a pesar de su actitud de calma aparente.

—Ahora el Bastión funciona más como un sistema de detección precoz —dijo Dagamier continuando la explicación donde Justarius la había dejado—. Los defensores controlamos la actividad mágica mediante encantamientos. Ya no somos luchadores solitarios, como los soldados de las fronteras, sino más bien exploradores. Cuando detectamos disrupciones en el cosmos mágico, en alguna parte de Ansalon o cerca de la Ciudadela Perdida, avisamos a la Asamblea.

—En este caso, supongo que habréis experimentado la disrupción mágica que Guerrand ha sufrido en Thonvil —dijo Bram.

En el rostro de Par-Salian se pintó una expresión severa.

—Todos y cada uno de nosotros hemos sido testigos de esporádicos drenajes de nuestras capacidades mágicas.

—Incluso el rey Weador lo ha sufrido en su reino feérico —dijo Bram.

—Hemos tenido noticias de Weador —asintió el jefe de la Asamblea—. Y de Lorac, el lord elfo silvanesti. Y del jefe del clan de los enanos daewar, de Thorbardin. Incluso Solostaran, de los qualinesti, ha expresado su temor de que ese drenaje de magia se extienda por su reino. Fue su carta lo que me retrasó cuando me disponía a acudir a nuestra cita de hoy.

Guerrand miró a Dagamier.

—¿Has conseguido identificar la causa de la disrupción?

La mujer asintió con la cabeza.

Pero fue Justarius quien respondió con gran solemnidad.

—Lyim Rhistadt.

—¿Está vivo? —farfulló Guerrand.

—Está vivo y aparentemente se encuentra en plena forma en las Praderas de Arena —le informó Justarius.

—Allí es donde creció —murmuró Guerrand. Se volvió hacia Par-Salian con la incredulidad reflejada en el rostro—. ¡Pero en el cónclave en el que presenté mi renuncia al cargo dijiste que, si Lyim vivía, sería tratado igual que cualquier mago renegado! Supuse que había encontrado la muerte durante la destrucción del Basrión, o bien… —empezó a decir Guerrand, pero se le desvaneció la voz.

—He perdido la cuenta del número de asesinos que la Asamblea ha enviado tras Lyim —le aseguró Ladonna—. Tres, uno de cada Orden, salieron inmediatamente después de que Par-Salian pronunciara aquellas palabras.

—¿Y ninguno de ellos fue capaz de acabar con él? —preguntó Guerrand con expresión incrédula.

—Soy consciente de que suena muy poco probable que alguien consiga eludir a una serie de asesinos durante tanto tiempo —dijo Par-Salian—, pero no se trata de algo tan directo y sencillo como matar a un vulgar mago renegado. Lyim no es un hombre normal.

Par-Salian apartó su bandeja.

—Los tres primeros asesinos no tenían ninguna pista para iniciar la búsqueda. Ni siquiera estaban seguros de que Lyim estuviera aún vivo. Uno de ellos fue abatido en el transcurso de una pelea callejera mientras perseguía una falsa pista en Neraka. Otro tuvo la mala fortuna de ahogarse en un naufragio en el Nuevo Mar. Pero el tercero al fin localizó a Lyim en Qindaras, la ciudad más importante de las Praderas de Arena.

—Era el asesino de los Túnicas Negras —puntualizó Ladonna con orgullo—. Informó a la Asamblea de sus descubrimientos y estaba a punto de conseguir su objetivo cuando Lyim lo desenmascaró.

—¿Y qué sucedió?

—Pues sucedió —prosiguió la mujer— que Lyim le dio al Túnica Negra dos mensajes para nosotros. El primero decía que había renunciado a sus facultades mágicas y que ya no practicaba el Arte, por lo que deberíamos reconsiderar la necesidad de matarlo como a un renegado. Por supuesto, él sabía perfectamente que no podíamos reconsiderar nada. El segundo mensaje pedía que comprobáramos en los archivos de las Órdenes la existencia de un pacto firmado unos trescientos años antes entre el potentado de Qindaras y los hechiceros que entonces formaban la Asamblea de los Tres.

—Aunque sorprendidos por el curso que tomaban los acontecimientos —dijo Par-Salian retomando la narración—, hicimos lo que nos sugería. Descubrimos que el potentado de Qindaras, un poderoso hechicero, había conseguido apoderarse de un guantelete mágico mediante un acuerdo comercial con el clan de los enanos de Thorbardin. Los enanos, al parecer, habían olvidado que el guantelete confeccionado por sus ancestros tenía el mágico poder de absorber energía mágica en su seno.

—Las Órdenes no podían menos que sentirse muy preocupadas por la existencia de un artefacto tan poderoso que parecía estar en oposición directa con el Arte —observó Guerrand—. Pero el potentado era un hechicero, y como tal estaba sujeto a las reglas de las Órdenes. ¿Por qué no le exigieron que se desprendiera del artilugio?

—Estoy seguro de que lo intentaron —dijo Justarius—, pero considera la época en que esto ocurría. Fue inmediatamente después del Cataclismo, cuando la magia era temida y odiada. Un hechicero y su guantelete probablemente parecían algo de poca monta comparados con la lucha entre la Asamblea y el Príncipe de los Sacerdotes. Además, la simple posesión de tan poderoso objeto hacía que el potentado fuera inmune a casi todo lo que las Órdenes urdieran contra él. Ocupada con el Príncipe de los Sacerdotes y confusa a causa del guantelete, la Asamblea de los Tres firmó un acuerdo con el potentado Aniirin I: la Asamblea no interferiría en los asuntos internos de Qindaras o de sus ciudadanos si el potentado juraba no utilizar jamás los poderes del guantelete fuera de la ciudad. Desde entonces, otros dos potentados se han sucedido en el cargo, pero el acuerdo nunca se ha roto.

Bram se acarició el mentón con los dedos.

—Lyim no es un hombre común y corriente. De algún modo, descubrió el único lugar en Krynn en el que la Asamblea no puede atacarlo sin vulnerar un pacto centenario.

—¿Así que lo dejaréis libre? —preguntó Guerrand.

—Claro que no —dijo Par-Salian frunciendo el entrecejo—. Ordenamos al asesino que lo vigilara de cerca y esperara a que pusiera los pies fuera de la ciudad. Pero en cinco años jamás lo hizo. El asesino decía que Lyim jamás realizaba encantamientos y que, además, hablaba públicamente contra la magia. En cualquier caso, aunque nunca hicimos nada contra Lyim, ese asesino desapareció de forma misteriosa, tal como les ha ocurrido a los incontables observadores que hemos enviado para saber lo que sucedía en aquel lugar.

Bram sacudió la cabeza.

—No estoy seguro de comprender adónde quieres ir a parar. ¿Qué está haciendo Lyim en la ciudad si no utiliza magia?, y ¿qué relación tiene con el guantelete mágico de los potentados?

—Según nuestros espías, Lyim ha conseguido hacerse con el poder político —explicó Par-Salian—. Llamó la atención del potentado durante un atentado, sospechosamente oportuno, contra el gobernante, que como recompensa lo nombró legatario suyo. No mucho después, el mismísimo potentado fue asesinado en muy sospechosas circunstancias y Lyim ascendió al trono.

Guerrand emitió un agudo silbido.

—¿Ninguno de los servidores del anterior potentado cuestionó lo sucedido?

—La primera medida que tomó fue asesinar a todos los leales seguidores de Aniirin III. Concubinas, sirvientes, hechiceros, astrólogos e incluso pasteleros y artistas fueron eliminados de un plumazo.

—Y con todo, seguía sin hacer nada que constituyera una vulneración del pacto —dijo Bram empezando a comprender el problema.

—No obstante, podríamos haber encontrado una manera de obviar aquel acuerdo, salvo por una cosa —dijo Par-Salian. Se limpió los labios con una servilleta blanca de lino, se apartó de la mesa para levantarse y se puso a andar de un lado para otro—. Ahora Lyim lleva el guantelete que absorbe magia. Asesinos de las Órdenes de la Magia no pueden en modo alguno atacarlo con la magia de estas. Y lo que es peor, parece que de alguna manera ha reclutado para su causa al facineroso asesino que le enviamos. En estos momentos está aniquilando magos en Ansalon.

—En calidad de potentado, Lyim es el hombre más poderoso de las Praderas de Arena —comentó Guerrand—. ¿Qué más quiere?

—Se propone destruir la magia —pronunció Par-Salian sin más preámbulos—. Y con el guantelete es perfectamente capaz de conseguirlo. Cuando Dagamier se puso en contacto con nosotros, nos dimos cuenta de lo lejos que había llegado la influencia de Lyim.

Dagamier bebió un trago de vino verde espumoso.

—El guantelete de Lyim absorbe tanta energía de la estructura mágica del Bastión, y también de la Torre de la Alta Hechicería en Wayreth, que cada vez resulta más difícil defenderlo —explicó la mujer—. Si rompe el pacto y emprende su cruzada más allá de Qindaras, podría atacar las torres directamente.

—Podría darse el caso de que Lyim ya hubiera vulnerado el acuerdo —sugirió Guerrand—. ¿Por qué la Asamblea de los Tres no ha unido sus facultades para derrotar a Lyim y apropiarse o destruir el guantelete?

—Lo hemos considerado, por supuesto —dijo con paciencia Par-Salian.

—Pero ¿acaso vuestra magia no se vería también absorbida por el guantelete de Lyim? —preguntó Bram.

—Exactamente —exclamó el Jefe del Cónclave—. Pero también esto es más complicado de lo que parece a primera vista. Lyim ha conseguido atraerse un grupo de fieles seguidores entre los ciudadanos de Qindaras. El poder que tiene sobre esos devotos suyos sólo puede compararse con el del último Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Nuestro problema no es muy distinto del que tuvo que afrontar la Asamblea que firmó el pacto con el primer potentado de Qindaras. La mayoría de los ciudadanos de Ansalon aún desconfían de la magia. No mejoraría su percepción respecto al Arte si la asamblea de mandatarios de la magia matara abiertamente al adorado salvador de Qindaras, un hombre que precisamente ha atraído a sus seguidores con la promesa de acabar con la magia.

—No —dijo Par-Salian sacudiendo su blanca cabeza—. La caída de Lyim debe producirse con muchísima discreción.

—Y esta es la razón por la cual tú y Bram estáis aquí —dijo sin rodeos Justarius—. La Asamblea cree que tú, Guerrand, eres la única persona capaz de distraer a Lyim lo suficiente como para poder derrotarlo.

—Fuimos amigos hace mucho tiempo —asintió Guerrand—, pero ahora Lyim me odia.

—El odio distrae tanto como el amor —observó Ladonna—. Hasta ahora, nuestros asesinos sólo han provocado situaciones equivocas o han sido reclutados por el bando de Lyim, lo cual es algo que sabemos seguro que no os sucedería a vosotros.

—No consigo imaginar qué circunstancias podrían llevarme a ver las cosas tal como ahora las ve Lyim —murmuró Guerrand, más bien para sus adentros.

—Así que queréis que mi tío vaya a Qindaras y mate a su antiguo amigo —dijo Bram.

—Esa es una posibilidad —explicó Justarius—, y probablemente la mejor. Si no conseguimos acabar con Lyim, robarle el guantelete impediría que siguiera absorbiendo más y más energía mágica. Sospechamos que el hecho de llevarse el guantelete del palacio bastaría para destruir el propio palacio o el guantelete, o tal vez sería el fin de ambos.

—¡Qué maravilloso sería separarlos! —exclamó Guerrand con no poco sarcasmo—. Si no consigo acercarme a él para matarlo, no veo en absoluto cómo podría quitarle el guantelete.

Bram se inclinó hacia adelante.

—Y yo estoy impaciente por saber cómo encajo en este esquema.

—¿Permitís que yo lo explique? —preguntó Dagamier a la Asamblea. Par-Salian asintió con la cabeza.

»Es por tus nuevas facultades mágicas —añadió la mujer rápidamente—. Cuando un mago realiza un encantamiento, las palabras, los gestos y los ingredientes del hechizo sirven para dirigir y concentrar energía mágica del ambiente con el fin de obtener un determinado efecto. El guantelete de Lyim absorbe energía mágica. Los fallos en la realización de encantamientos que hemos experimentado se deben a la falta de energía en el ambiente. Es como si bajáramos al interior de un pozo un cubo de buena calidad y perfectamente estanco: si en el fondo no hubiera agua, el cubo subiría vacío.

—Estoy seguro de que sabes que la magia de los tuatha no proviene del mismo origen que la nuestra —intervino Par-Salian—. En efecto, los tuatha disponen de su propio pozo, y está acorazado de tal forma que ni los humanos ni los elfos pueden utilizarlo; y, por tanto, está protegido frente al tipo de absorción que efectúa el guantelete. El rey Weador cree que el guantelete absorbe únicamente la magia derivada de las lunas.

Bram movió lentamente la cabeza indicando que lo había comprendido.

—La magia de los tuatha brota de la tierra y de Chislev, no de las lunas.

—En tal caso —dijo Guerrand sorprendido—, ¿por qué no le pides al rey Weador que encabece un ejército de tuatha contra Lyim?

—Creo que yo puedo contestar a esta pregunta —dijo Bram con suavidad—. No está en la naturaleza de los tuatha alterar de forma tan drástica lo que existe. Ellos… bueno, nosotros sólo embellecemos lo que ya existe. Acuérdate, Rand, de cuando Weador explicó que el bienestar de los tuatha proviene de la energía positiva y de las buenas obras. Si los súbditos de Weador se vieran obligados a atacar la ciudad de Lyim, literalmente morirían.

Los tres miembros de la Asamblea inclinaron las cabezas para expresar su acuerdo.

—Confiamos que la mitad humana de Bram le ahorre ese destino —dijo Par-Salian.

—De acuerdo, pero no os dais cuenta —protestó Guerrand— de que queréis que Bram arriesgue la vida realizando encantamientos que yo no puedo hacer para que gracias a ellos se preserve una clase de magia que él jamás podrá utilizar.

Par-Salian, algo confuso, se aclaró la garganta.

—La muerte de la magia afectaría a todos los habitantes del mundo de una forma que ahora ni siquiera podemos imaginar, Guerrand —le recordó el mago amablemente—. La magia representa un papel global en el mantenimiento del equilibrio entre el bien y el mal.

Bram se volvió hacia su tío, sorprendido por sus objeciones.

—¿Por qué consideras que tú puedes arriesgar la vida en Qindaras y, en cambio, te muestras reacio a que yo lo haga?

Guerrand ya se había preparado para aquella tarea antes de saber de qué se trataba exactamente. Había consagrado su vida al Arte. Además, desde que había realizado la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, había estado esperando descubrir el significado del Sueño. Pero el caso de su sobrino era diferente.

—Tus facultades son algo nuevo para ti, Bram —le dijo Guerrand, frunciendo el entrecejo visiblemente preocupado—. ¿Estás seguro de que estás preparado para esto?

Bram parecía imperturbable.

—¿Acaso tú estabas preparado cuando te enfrentaste al experto mago Belize en el Acantilado de Piedra e impediste que entrara en la Ciudadela Perdida?

—Bram, conozco muy bien a Lyim —dijo Guerrand—. En más de una ocasión poco faltó para que me matara, y ha sobrevivido a situaciones tan críticas que hubieran acabado con una docena de hombres menos dotados que él.

Bram se mantuvo firme.

—Nadie dice que sea un trabajo fácil. Pero parece que nosotros dos somos la mejor y última esperanza.

Guerrand vio la determinación que reflejaban los ojos de su sobrino y se tranquilizó. Le apretó el hombro para darle ánimo.

—Juntos podemos derrotar a Lyim —aseguró Guerrand—. Del mismo modo que vencimos los pronósticos y conseguimos que Thonvil resucitara.