—¡Maldito sea este lugar! —exclamó el hombre en voz baja para sí mismo. Nieve polvo mezclada con partículas de tierra chocaba contra sus musculosos muslos y hacía que el esfuerzo de seguir adelante fuese más que duro. No podía asegurar si seguía nevando o bien si era el viento el que levantaba la nieve ya caída. El frío le mordía las piernas y el rostro. Se le había formado hielo en el levantado cuello de piel de cordero de la capa, de modo que tenía que estirar su propio cuello para evitar los desgarrones de las heladas agujas. Trataba de ceñirse la parte baja de la capa ribeteada de piel en un gesto inútil, puesto que el viento se la volvía a abrir cuando se hundía otra vez en la nieve al dar el siguiente paso.
De todos modos, Isk seguía avanzando. En esa época del año habría preferido un trabajo más hacia el norte, pero no había sido capaz de rechazar la increíble cantidad de dinero que le ofrecían por este.
En aquellos momentos Isk comprendía por qué estaba tan bien pagado. Había oído que el tiempo era malo en las Praderas de Arena, pero no había esperado encontrarse con ventiscas poco menos que polares. El asesino tenía miedo de no encontrar la ciudad, aunque estaba siguiendo la ribera oeste del río, en la cual se hallaba Qindaras. La mala visibilidad lo obligaba a seguir las heladas y turbulentas aguas del Torath más por el ruido que hacían que porque las viera. ¿Cuán grande podía ser Qindaras, perdida allí, en medio de ninguna parte?
Era extraño, pensó Isk, que al margen de cuán civilizada se considere a sí misma una región, un hombre de su profesión siempre encuentre trabajo. La muerte era el argumento último, y él había sido el instrumento de la muerte para más gente de la que podía recordar. «Las personas sin civilizar se encargan personalmente ellas de matar; las civilizadas, me lo encargan a mí», se dijo Isk.
Los magos que lo contrataron para esta misión sin duda se consideraban a sí mismos muy civilizados. En cualquier caso, con este tiempo infernal, hubieran podido utilizar algún truco de magia para acercarlo un poco a la misteriosa ciudad. Se podría considerar afortunado si conseguía llegar allí sin haberse congelado antes. El viejo hechicero de cabellos blancos le había explicado que no se atrevía a utilizar magia cerca de Qindaras por miedo a que pudiera ser detectada o incluso absorbida. Creían que el gobernante de la ciudad disponía de un artefacto que consumía energía mágica, aunque no se cansaba de proclamar que él mismo no volvería a utilizar la magia jamás.
De la magia, Isk sólo sabía que nunca le había impedido realizar su trabajo. Al igual que la mayoría de las personas decentes, desconfiaba de ella. Isk había perseguido hombres por continentes enteros sólo con su propio sentido común y su astucia. Tres leguas no le habían parecido una larga caminata cuando todavía estaba en una cálida villa de Palanthas.
Los hechiceros evidentemente habían olvidado algunos detalles.
No podía decir que hubiesen mentido. De hecho, habían sido brutalmente sinceros respecto a los dos asesinos que habían enviado para matar al hombre que ahora era el potentado de Qindaras. Aunque ambos eran magos, habían sufrido unas muertes famosas por lo horribles que habían sido. Este hecho le importunaba menos que la intensa y furiosa tormenta de nieve.
¡Maldita sea. No había previsto ropa para una tempestad tan terrible! A Isk no le gustaba que algo lo pillara desprevenido. Lo demostraba de forma letal en su trabajo. ¿Qué más habría olvidado en este asunto concreto?
A través de la impenetrable blancura, Isk percibió que el río giraba ligeramente hacia el este, el principio de la bifurcación entre cuyos dos brazos se levantaba Qindaras. Los magos le habían dicho que buscara un puente sobre el brazo del este. Isk en aquel momento pensó que era una indicación algo estúpida, pues apenas veía a un paso de distancia.
Una figura oscura apareció en la impenetrable y omnipresente blancura. Mientras Isk avanzaba hacia ella, la figura poco a poco fue adquiriendo la forma curvada de un ancho puente, cuyo ojo era lo bastante alto para dejar pasar embarcaciones. Aunque se quedó sorprendido, Isk, que era un hombre supersticioso, consideró que aquella milagrosa aparición del puente significaba que su suerte iba a cambiar.
Su convicción se robusteció cuando un hombre cubierto con sombrero de piel asomó la cabeza desde un pequeño puesto de guardia. Con evidente desagrado ante la tormenta, el vigilante se limitó a indicar con la mano a Isk que podía pasar.
Un poco más animado, el asesino se dispuso a cruzar el puente. La nieve del suelo había sido hollada recientemente por las ruedas de un carro. Las aguas del Torath rugían bajo el arco.
En su punto medio, el puente se inclinaba hacia abajo. Isk distinguió las puertas cerradas de la ciudad que se extendía ante él. También vio otro puesto de guardia, construido en el interior de un encumbrado muro que se prolongaba hasta perderse en la nevada oscuridad, a su derecha. Los magos le habían contado que Qindaras estaba rodeada por gruesas e imponentes murallas. El temporal parecía menos fuerte. Aunque el viento seguía aullando, la nevada era cada vez menos intensa a medida que se acercaba al segundo puesto de guardia.
En esa ocasión, sin embargo, el asesino no fue invitado a seguir. Un robusto soldado, con las cejas y el bigote cubiertos de nieve, salió del puesto de guardia y se situó entre Isk y las puertas cerradas. El soldado se echó hacia atrás el ala del sombrero de piel para escrutar a aquel forastero tan impropiamente vestido.
—Bienvenido a Qindaras —dijo el hombre mirando su nariz gruesa y colorada—. ¿De dónde vienes a pie, tan mal abrigado y con esta ventisca?
Los magos por lo menos le habían preparado para responder parcialmente a esta pregunta.
—Estaba siguiendo el curso del Torath desde Shrentak en dirección a Tarsis con objeto de comprar para mi lord algunos de los preciados caballos de guerra de la ciudad —explicó Isk—. Mi pobre montura murió no hace mucho. Había oído decir que aquí el tiempo era impredecible, pero confieso que no consideré la posibilidad de un temporal cuando salí de casa hace unos días —añadió Isk, y pateó el suelo con los pies helados—. Por fortuna, me he tropezado con el puente, de lo contrario tal vez hubiese corrido la misma suerte que mi caballo. ¿Cómo dices que se llama esta ciudad?
—Has llegado a Qindaras —le informó el guardia—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí?
Isk se sobresaltó.
—No había planeado quedarme en esta ciudad en absoluto, por consiguiente no te puedo contestar. Estaré el tiempo suficiente para adquirir una nueva montura, descansar del duro viaje y comprar provisiones —explicó. Las cejas de Isk se enarcaron evidenciando su enfado—. He viajado por todas partes por cuenta de mi lord, pero jamás un guardia me ha formulado semejante pregunta.
El guardia se encogió de hombros.
—Nos exigen que preguntemos para actualizar el censo.
Agachó la cabeza bajo la protección del puesto de guardia para grabar algo en una tablita de arcilla.
El guardia se volvió de nuevo hacia Isk.
—¿Pretendes introducir armas en Qindaras?
El guardia podía ver claramente la cimitarra que Isk llevaba atada a la espalda, por lo que el asesino no tuvo más alternativa que asentir.
Frunciendo el entrecejo, el guardián hizo otra señal en la tablita.
—Los visitantes deben dejar las armas en la puerta. Se te devolverán cuando te vayas de Qindaras.
—¡Nunca había oído nada parecido! —exclamó el asesino—. ¿La cumplen muchos esta regla?
—O entregan las armas —dijo el guardia encogiéndose de hombros— o no se les permite la entrada en la ciudad. Hace tan sólo tres años, Qindaras era la ciudad más peligrosa de las Praderas de Arena —explicó—. ¡Incluso nuestro propio gobernante, el mismísimo potentado Aniirin III, fue asesinado en la calle! Ese crimen provocó que el primer acto oficial de Aniirin IV fuera aprobar una ley que exigiera a todos los ciudadanos la entrega de todas las armas que tuvieran en su poder. Además, ningún visitante podría entrar con armas en Qindaras. Algunos ciudadanos al principio se opusieron, pero ahora los delitos prácticamente han desaparecido. Ya no necesitamos policías.
—¿Qué ocurre si descubren que un ciudadano tiene una arma?
—Es condenado a muerte.
Isk expresó su impresión con un silbido.
—¡Una pena severa, sin duda!
—Funciona —dijo el guardia mientras se quitaba la nieve que se le había acumulado sobre los brazos.
Por un momento Isk consideró la posibilidad de matar al guardia, su forma habitual de proceder con lacayos demasiado cumplidores. Pero una cimitarra era un arma difícil de ocultar; la descubrirían en seguida y sería debidamente castigado. Resignado a desprenderse de ella, se la descolgó del hombro. Sus dedos se demoraron sobre su adorada arma. Desde que la había comprado, durante su primera misión como profesional, le había prestado un gran servicio. Isk era consciente de que no volvería a verla, puesto que su trabajo en la ciudad exigiría una rápida salida. Sin embargo, no tenía otra alternativa que entregarla, en particular si quería evitar que lo registraran, una operación que descubriría la docena de armas que llevaba escondidas entre las distintas capas de su atuendo.
—Cuídala bien hasta que vuelva a por ella —dijo Isk con forzada alegría mientras entregaba la cimitarra al guardia.
Asintiendo con aire ausente, el vigilante cogió el arma, la puso en el suelo del puesto de guardia e hizo una marca en su registro.
—¿Esto es todo? —le preguntó sin levantar la vista.
—Un hombre que viaja para comprar caballos no espera tener muchos problemas.
—Pues sólo tienes que darme tu nombre para que puedas recuperar la cimitarra antes de irte —murmuró el guardia.
—Tels Maviston, de Shrentak —dijo Isk, encantado de utilizar su alias favorito.
El guardia levantó la barra de madera y empezó a empujar para abrir la puerta.
—Disfruta de tu estancia en nuestra bonita ciudad, Tels Maviston.
Protestando para sus adentros ante el calificativo «bonita» que el vigilante dedicó a Qindaras, Isk cruzó la puerta a grandes zancadas.
Y se llevó una enorme sorpresa.
En un abrir y cerrar de ojos el temporal cesó. Al otro lado de las puertas era como si una cúpula se hubiera posado sobre Qindaras y la hubiese aislado del resto de las Praderas de Arena. Allí no había nieve, ni soplaba el viento, ni el aire era helado. De hecho, la temperatura era poco menos que templada. Isk no sabía cómo explicárselo, pero cuando el hielo del cuello de piel de cordero de su capa empezó a fundirse y a gotearle por debajo de la camisa, no pudo cerrar los ojos a la evidencia.
El asesino se inclinó y se sacudió los restos de hielo antes de que le empaparan la ropa. Luego contempló maravillado el paisaje que lo rodeaba. Calles limpias, sin rastro alguno de nieve, partían de la puerta en cuatro direcciones. La gente y los animales se desplazaban al ritmo habitual, sin hacer caso de la tormenta que aullaba a pocos pasos de distancia. Isk levantó la vista y miró por encima de las puertas: la nieve se arremolinaba y se enfurecía, pero se detenía ante la muralla, como si una barrera impenetrable rodeara la ciudad. Se trataba de la más útil de las magias, se dijo Isk para sus adentros. Pero aún había otras cosas más destacables que la ausencia de nieve. Isk vio gente que andaba de un lado para otro vestida con ropa ligera, de primavera, por lo que se quitó la capa impregnada de nieve y la sacudió vigorosamente; y al hacerlo salpicó con trocitos de hielo y de nieve a varias mujeres que andaban por allí. Y en los puestos de los mercaderes, Isk vio fruta, hortalizas y pescado frescos. Era evidente que había en Qindaras mucho más de lo que le habían contado.
Isk bajó por la avenida embellecida con tres hileras de árboles aún algo confuso, asimilando las imágenes y los sonidos de la bulliciosa pero pulcra ciudad. Le parecía un milagro encontrarse en tan hermoso oasis después de haber cruzado las leguas de tierras devastadas que constituían las Praderas de Arena.
El aspecto de la gente que se cruzaba con Isk no se diferenciaba del de la gente de cualquier otra parte, salvo por las características túnicas holgadas que llevaban, que era el vestido típico local. Sonreían y charlaban libremente entre ellos, pero el forastero observó una actitud vigilante que parecía fuera de lugar en aquel entorno. Después de caminar a lo largo de unos cuantos edificios, Isk consideró que lo que al principio había tomado por limpieza urbana casi podía catalogarse de esterilización.
Con todo, el lugar ofrecía un innegable atractivo. El calor, la luz, la mismísima frescura del entorno hacían que la ciudad pareciera un jardín.
Por eso Isk se quedó perplejo cuando, al doblar una esquina y tomar una calle transversal, se encontró caminando a lo largo de un muro adornado con cabezas humanas. Había visto muchos cadáveres, y estos no eran peores que cualquier otro, pero el espectáculo parecía absurdo en aquel lugar. Estacas de madera de la altura de una persona se alineaban en el lado derecho de la calle. En lo alto de la mayoría de las estacas había cabezas en distintos estados de descomposición. Algunas eran visiblemente recientes, mientras que otras eran poco más que cráneos con algunos mechones de cabello, Gusanos y otros insectos pululaban y zumbaban sobre los macabros trofeos. Lo que dedujo del peinado y de la edad aparente de las víctimas, combinado con lo que le habían contado sobre el potentado, permitió a Isk suponer que aquellas cabezas pertenecían a magos que habían cometido la tremenda estupidez de dejarse atrapar en la ciudad.
La segunda incongruencia que observó Isk fueron los guardias. Sabía que la cualidad más importante de un asesino es su capacidad para detectar a las personas que se dedican a perseguir asesinos. No cabía confusión alguna de que los hombres que parecían estar sin hacer nada en los cruces eran, en realidad, soldados. No vestían ni se comportaban como guardias, pero eso es lo que eran. Circundó el mismo edificio varias veces y vio a los mismos cuatro hombres que miraban a la gente como si estuvieran matando el tiempo cuando, de hecho, estaban controlando la zona y se mantenían ojo avizor. Tenían pocas callosidades en las manos para ser trabajadores manuales como aparentaban ser, y llevaban la ropa demasiado limpia. Pero aún más significativo que eso: tenían un porte militar y unos ojos vigilantes que Isk juzgó inconfundibles. «De modo que Qindaras dispone de policía —pensó—, y lo único distinto es que van de paisano».
Una mujer cargada con un cesto de manzanas empujó a Isk con el hombro para abrirse paso. La cabellera azabache y el vestido oscuro le recordaron muchísimo a la hechicera de los Túnicas Negras de Palanthas.
—Se dice que el potentado sale de palacio. Y lo que aún es más importante: poderosas protecciones mágicas te impedirán entrar en el mismo —fueron las palabras que Ladonna le había dicho—. No pierdas el tiempo intentándolo. Por el contrario, cruza el puente y vete a la zona ribereña. El hombre que persigues fue en otro tiempo emir del barrio de mercaderes. Es posible que algunos de los que llevan tiempo viviendo allí tengan información sobre sus aficiones y sus fobias que nos puede ser útil, e incluso puede que todavía tengan acceso a él. Realiza contactos por allí.
Al asesino le hubiera apetecido dedicar un cierto tiempo a la seductora hechicera. Se acordó de haberlo pensado y de que ella había fruncido el entrecejo en el preciso momento en que aquella idea había pasado por la cabeza de Isk.
—No muestres tus pensamientos de forma tan transparente cuando te encuentres con el potentado —le advirtió la mujer con helada frialdad—. Es un mago de considerables poderes y puede leer tu débil mente tan fácilmente como yo.
Después del incidente, Isk se sintió mucho menos atraído por Ladonna.
El asesino preguntó a un muchacho cómo se iba a la zona ribereña, y estaba a punto de llegar allí cuando las campanas empezaron a repicar por toda la ciudad. De forma inmediata, la gente cerró los puestos de venta y las tiendas, recogió las mercancías y se apresuró a regresar a casa empujando los carritos. En general, todo el mundo se afanaba en llevar a cabo las gestiones que preceden al cierre de los comercios, y al poco, no se veía ni un sólo vendedor. Las calles estaban repletas de gente y todos se movían enérgicamente en la misma dirección, al parecer con el mismo propósito en mente: en grandes grupos fluían hacia la puerta de una muralla cubierta de hiedra.
Isk siguió el flujo de la muchedumbre. Al otro lado de la puerta había un conjunto de edificios provistos de altos arcos y portales abiertos. En la parte superior del marco de la puerta podían leerse las palabras MISAL-LASIM, grabadas en la piedra. El conjunto de edificios tenía un diseño similar al de los templos que Isk había visto en otras ciudades grandes, pero aquellas inusuales palabras no le dieron ninguna pista acerca de su verdadera función. No era un hombre religioso —muy poca gente todavía lo era—, pero los ciudadanos de Qindaras parecían serlo. Isk no había oído hablar nunca de un dios llamado Misal-Lasim, ni en el viejo panteón ni entre los nuevos dioses de los Buscadores del noroeste de Abanasinia.
El asesino reflexionó durante unos momentos mientras los ciudadanos lo empujaban con los hombros para abrirse paso. Consideró la posibilidad de parar a alguien para preguntarle el significado de las campanadas; entonces recordó a los soldados vestidos de paisano que permanecían en sus puestos mientras se vaciaban las calles. El asesino se unió a la cola de los impacientes ciudadanos que entraban en el recinto y logró colarse por la puerta inmediatamente antes de que se cerrara.
Una vez en el recinto, Isk, inmerso entre la multitud, entró en el edificio que ocupaba la parte central del conjunto. En contraste, o bien en franca oposición a las ricas ornamentaciones del exterior del edificio, el interior era de una gran simplicidad. Unos muros de piedra encerraban una amplia sala cuadrada, desprovista de muebles por completo. La cámara estaba llena hasta los topes de hombres, mujeres y niños arrodillados en el suelo en actitud suplicante. Todas las cabezas se inclinaban hacia un sencillo estrado de piedra; de hecho, consistía en un par de escalones que llevaban a una plataforma cuadrada. Una tenebrosa luz grisácea, que se filtraba en el interior por arqueados ventanales, dividía el espacio a intervalos regulares. Detrás del estrado, centenares de cirios cortos y gruesos proyectaban una luz dorada.
Isk de repente se dio cuenta de que era el único que permanecía erguido de todos los fieles. Pasó de puntillas entre los cuerpos inclinados hasta llegar a tres filas del estrado y se arrodilló entre un corpulento y sudoroso hombre y una jovencita esbelta. Bajó la cabeza, con un ojo puesto en la plataforma, medio esperando presenciar algún suceso extraordinario.
A Isk le habían empezado a doler las rodillas, laceradas por el frío y duro suelo de piedra, cuando por fin advirtió un cambio en el estado de ánimo de la sala. Lanzó un vistazo a la plataforma y vio que un hombre delgado entraba por una puerta y subía al estrado. Tenía aspecto de sacerdote; vestía una túnica roja bajo una máscara de tamaño humano hecha con plumas de cóndor. El recién llegado tenía la mano derecha metida en la manga izquierda de la túnica y viceversa.
El sacerdote se detuvo ante el altar y levantó los brazos hacia el techo. Con voz potente salmodió:
—Gran Misal-Lasim, supervisor de tierras que ponen a prueba la voluntad de los hombres, tú que has puesto a prueba la voluntad de Aniirin IV y has comprobado que es el más grande de los hombres, escucha nuestras humildes súplicas y protégenos de las perniciosas influencias de la magia.
Isk escuchó atentamente la ceremonia que siguió, pendiente en todo momento de los fieles que había a su alrededor para imitar sus movimientos y respuestas. Paulatinamente, llegó a la conclusión de que Misal-Lasim era la misma deidad que en las regiones del norte se llamaba Sargonnas o Argon. Era un horrible dios de la venganza, generalmente adorado en lugares que tenían algún vínculo con el fuego y con el calor: desiertos y zonas cercanas a volcanes. Oír su nombre salmodiado en una región tan helada era una auténtica sorpresa.
Pero lo que en realidad sobresaltó a Isk fue la asociación de Misal-Lasim con el odio a la magia que constituyó el tema del sermón. El núcleo del mensaje del sacerdote fue que la reciente prosperidad de Qindaras, incluso el cambio climático, era el resultado de la satisfacción de Misal-Lasim ante el rechazo de la magia. Los negocios de Isk lo habían llevado hasta los alejados rincones de Ansalon y, por todo lo que había visto u oído, ninguno de los viejos dioses de Krynn —y algunos eran francamente hostiles— se oponía de modo especial a la magia. Eso era una nueva vuelta de tuerca que había avivado, en quienes lo habían contratado, el deseo de asesinar a Lyim, conocido en Qindaras con el nombre de potentado Aniirin IV.
Mientras la ceremonia proseguía, Isk advirtió que una potente ola de emoción recorría a la muchedumbre. Era difícil resistir la atracción por unirse a la masa, al margen de lo que sintieran. Aquella asamblea en el templo parecía la clave del control del potentado sobre los ciudadanos. Esa constatación le dio una idea al asesino.
Isk esperó discretamente junto a un muro mientras los fieles iban saliendo en fila por el fondo del templo. El hombre de la máscara de cóndor permaneció en el estrado mirando pacientemente cómo se marchaban, con la cabeza baja, los seguidores de Misal-Lasim. Detrás del sacerdote, dos hombres jóvenes vestidos con túnicas rojas y negras, en silencio, iban apagando los numerosos cirios.
Despacio, Isk se acercó al sacerdote.
—Tu sermón sobre nuestro querido potentado me ha conmovido mucho —empezó diciendo.
El sacerdote, con la mirada en dirección al otro lado del templo, no pareció haberlo oído.
—Aniirin IV debe de tener la fuerza de un dios si nunca utiliza las increíbles facultades mágicas que según se dice había poseído. Apenas puedo imaginarme la batalla interior que debe librar cada día para rechazar las seductoras promesas de la magia.
El sacerdote permanecía callado.
—¿De qué manera puedo servir mejor la causa de Misal-Lasim y del potentado Aniirin IV que lucha por la erradicación de la magia?
—Continúa asistiendo a la ceremonia diaria convocada por el repique de campanas —dijo con frialdad el sacerdote a través de la máscara, sin mirar a Isk.
—Lo haré encantado —dijo Isk—, pero me gustaría servirlos de una manera más significativa. Tal vez tú puedas decirme cómo podría realizar estudios de novicio, y así a lo mejor un día realizaría mi sueño de convertirme en un sacerdote como tú.
El sacerdote al fin se dignó mirarlo y lo examinó a través de los pequeños agujeros practicados en la máscara de cóndor a la altura de los ojos.
—El potentado Aniirin prefiere elegir personalmente a sus novicios. Selecciona a sus sacerdotes de las filas de novicios cuando se produce una vacante.
—Así que tú has conocido a nuestro gran potentado —dijo Isk, que trataba de parecer a la vez emocionado e inmerecedor de tan alto honor—. Dime, ¿qué podría hacer para ser digno de la atención de Aniirin? —añadió.
Isk deseaba que aquel hombre se quitara la desconcertante máscara de pájaro para conseguir verle la expresión del rostro.
—Los neófitos realizan las tareas de menor relieve: barrer suelos, encender y apagar los cirios de las ceremonias y ocuparse de las necesidades materiales de los sacerdotes ordenados —le explicó, y mientras hablaba, los novicios situados detrás del sacerdote terminaron su tarea y se retiraron por la puerta.
—Desde ahora mismo me pongo a tu servicio —dijo Isk con una inclinación de cabeza.
—Como quieras —le respondió el sacerdote. Condujo al asesino a través de la puerta situada tras el estrado y lo llevó a una pequeña habitación en dónde entregó a Isk una escoba y un cubo de madera con un cepillo en su interior.
—Cuando hayas barrido y fregado el suelo del templo, ocúpate de limpiar las puertas, contraventanas, bancos y paredes. No toques el altar ni los iconos que hay detrás de él. Por esa puerta se accede al dormitorio de los novicios —le explicó, señalándole otro acceso situado tras él—. Si tienes alguna duda, acude a cualquier novicio. Dentro de unos días, si encuentras que esta vida te conviene, te vestirás con la túnica roja y negra que llevan los demás novicios.
Isk cogió el cubo y la escoba lleno de contento. Las cosas iban más de prisa de lo que había imaginado.
—¿Y cuándo podré ver al potentado para ser eventualmente aceptado como novicio?
El sacerdote hizo una pausa y puso la mano en el pomo de la puerta que conducía al dormitorio. Al cabo de un largo momento, tiró del cuello de la emplumada máscara y se la quitó. Antes de hablar se la puso bajo el brazo.
—Pronto, muy pronto.
Isk se quedó perplejo, pero no por la respuesta. El sacerdote que él había supuesto que era un hombre era, en realidad, un elfo de piel oscura, un elfo kalanesti, si Isk estaba en lo cierto.
A Isk lo despertó una fuerte patada en las costillas. No había dormido demasiado bien sobre el frío suelo de piedra del dormitorio de los novicios. Con todo, se las apañó para recordar dónde se encontraba y quién se suponía que era. Excesivas sorpresas en esta ciudad, pensó, dolorido.
Isk se hizo un ovillo y se apartó del pie agresor; luego alzó los ojos medio cerrados hacia una parpadeante e intensa luz.
—¿Ya es hora de barrer los suelos? —refunfuñó—. Parece que aún estemos en plena noche.
—Estamos en plena noche. Arriba, Tels Maviston —dijo una nada amistosa voz pronunciando el alias de Isk con un evidente tono receloso.
El asesino tragó aire, tanto por el dolor del costado como porque estaba seguro de no haber dado su alias más que al vigilante de la puerta de la ciudad. Un hábil ratero había podido rebuscar en sus cosas mientras dormía, supuso, pero Isk era lo bastante prudente como para no llevar encima ninguna identificación que lo pudiera asociar a un nombre falso. Aquello sólo quería decir una cosa: el sacerdote lo había juzgado lo suficientemente sospechoso como para tomarse la molestia de comprobar si era ciudadano de Qindaras. Era impresionante la rapidez con la que el sacerdote había descubierto que no lo era, en una ciudad de la importancia de aquella y presumiblemente sin ninguna ayuda mágica.
Dos guardias tiraron de él para obligarlo a levantarse.
—¿Ha llegado el momento de que conozca al Potentado Aniirin IV? —preguntó en el tono más inocente que pudo—. El sacerdote me dijo que lo vería pronto, pero no me esperaba que fuera tan pronto.
—En efecto, vas a ir a palacio.
Isk reprimió un frío estremecimiento premonitorio. Se dijo a sí mismo que ir a palacio era precisamente lo que andaba buscando. Pero, claro, hubiera preferido hacerlo en mejores circunstancias.
El adiestrado asesino se fue con los guardias sin más dilación, pues quería evitar a toda costa que le encontraran las armas ocultas si se producía un forcejeo.
Cuando Isk era conducido por las calles hacia el palacio, el sol apenas se había asomado por el horizonte. Por el camino tuvo la oportunidad de observar mucho mejor la ciudad que el día anterior. Le impresionaron la extrema limpieza y la excelente conservación, dos características que brillaban por su ausencia en la mayoría de las grandes ciudades que había visitado.
El palacio se alzaba dominando el paisaje. Isk había viajado por todas partes, pero jamás había visto un palacio tan imponente. Centenares de cúpulas en forma de cebolla, cubiertas de brillante oro, relucían con prístina perfección, como si las hubieran acabado de dorar, bajo la luz azul claro del amanecer. Habituado a evaluar edificios por la posibilidad de entrar en ellos, Isk constató que el palacio parecía impenetrable. En la primera planta no había ventanas en el muro exterior. Tan sólo en las plantas superiores se veían balaustradas y pequeños balcones. El asesino no tenía afición por la magia, pero gozaba de buena intuición. Su instinto le dijo que el palacio era el corazón de Qindaras en todos los sentidos, incluyendo su clima controlado mágicamente.
Le bastaron unos instantes para comprender que la Asamblea de los Tres debía de tener sobrados motivos para temer a Aniirin IV. Un hombre capaz de hacer revivir Qindaras con su esfuerzo personal, tal como se contaba de Lyim, podía también ser capaz de conseguir su objetivo de destruir la magia. Con gran sorpresa, Isk vio que el trayecto que a través de la ciudad lo condujo a las puertas del palacio sólo le había llevado a medio camino de su destino. El palacio era muchísimo más grande de lo que aparentaba, pese a que a primera vista ya le había parecido inmenso. Isk caminó por lo menos tanto por los serpenteantes corredores y jardines al aire libre como lo había hecho por las anchas calles de la ciudad.
Al fin, de forma imperiosa, le indicaron que se sentara junto a la reflectante superficie de un estanque, entre multicolores y presumidos pavos reales y plantas de un verde lozano. En ocasiones anteriores se había visto en situaciones muy duras, arrojado a mazmorras infestadas de ratas o torturado en un potro, pero nunca le habían ofrecido un opíparo banquete en un lugar idílico como preludio de un interrogatorio. Eso todavía lo puso más nervioso. Resistió la tentación de comer y las sonoras protestas de su estómago en virtud del miedo que tiene un asesino a que lo envenenen.
Aunque no había oído ruido alguno, Isk percibió una presencia y de repente levantó la vista. Un hombre estaba de pie junto a él, tan cerca que Isk hubiera podido tocarlo alargando la mano.
—Hola —dijo Isk, pues el recién llegado no tenía aspecto de gobernante ni de criado. Llevaba la cabeza poco menos que rapada al cero, visiblemente desprovista del turbante favorito de los indígenas. Vestía con sencillez, pero con buen gusto: una camisa, lisa y sin mangas, de un claro color marrón grisáceo, un chaleco marrón, pantalones y unas babuchas. Lo único inusual o discordante de su indumentaria era el guante de la mano derecha, confeccionado con láminas de jade, plata y marfil engarzadas unas en otras. Isk vio el guante, pero de forma deliberada se esforzó para no mirarlo.
—De modo que tú, Tels Maviston, de Shrentak, estás interesado en formar parte de nuestros clérigos —dijo el hombre en tono informal.
Isk reconoció el sutil método que el potentado utilizaba para interrogar, prescindiendo a propósito de preámbulos. Él mismo había utilizado esa técnica intimidante con prisioneros. El experimentado asesino no reaccionó. Con todo, puesto que ellos ya lo habían relacionado con el alias que había empleado en la puerta de Qindaras, estudió la respuesta con sumo cuidado.
—Jamás me había sentido tan conmovido como ayer al escuchar el sermón en el templo del barrio de los mercaderes.
—¿Lo bastante conmovido como para olvidar tu misión de comprar valiosos caballos de guerra para tu amo? —inquirió el potentado, y se lo reprochó chasqueando la lengua—. Se diría que tu lealtad es muy cambiante.
Isk se sentía tenso, pero mantuvo un tono humilde.
—El sacerdote era muy persuasivo.
—Tendré que recomendarlo a Salimshad por su poder de convicción —comentó el potentado. Cogió uno de los barquitos en miniatura de la orilla del estanque. La mano del adornado guantelete acarició la madera delicadamente pulida del barquito— Tengo un criado cuyo único trabajo consiste en tallar estas piezas para mí. Vive en sus propios aposentos, aquí, en palacio.
Aniirin IV se arrodilló y posó el bote sobre el agua cristalina del reflectante estanque.
—¿Qué conocimientos piensas aportar a nuestros clérigos, aparte de tu habilidad para matar gente mientras duerme o en callejones oscuros?
El tono de voz del potentado cuadraba tan poco con la pregunta que Isk se quedó temporalmente desconcertado.
—No sé qué quieres decir.
—Me refiero a tu talento como asesino —puntualizó el potentado dando la espalda a Isk, mientras con toda tranquilidad daba un empujón al barquito. El bote avanzó de forma oscilante levantando pequeñas olas con la proa hasta acabar parándose por falta de viento—. Simplemente me estaba preguntando cuál de tus habilidades de mercenario encontrarías más útil para un sacerdote.
A Isk le dio un vuelco el corazón. Bajó la mano hacia el muslo donde llevaba atado un cuchillo.
—Morirías antes de conseguir desenvainarlo del todo.
Isk se quedó helado y sus ojos inspeccionaron el jardín en busca de escapatoria. Divisó por lo menos una docena de guardias disimuladamente apostados entre las palmeras plantadas en grandes macetas.
—Estoy seguro de que te das cuenta de que ahora sólo tienes un modo de salir de palacio —dijo Aniirin, y frunciendo el entrecejo para expresar su contrariedad echó un vistazo a las bandejas de comida—. No has comido nada.
El potentado se encogió de hombros, cogió una tajada de melón y le dio un mordisco.
—No fue culpa tuya que te descubrieran, ¿sabes? La Asamblea no ha respetado sus reglas habituales. Sospecho, y te conviene recordar que en el pasado he tenido relaciones con la Asamblea de los Tres, que algún miembro de la Asamblea realizó un encantamiento en tu persona. Hechizar a gente confiada es su manera predilecta de hacer tratos. No puedo imaginar de qué otra manera hubieran conseguido que un buen asesino como tú emprendiera una misión tan suicida.
Aniirin hizo una pausa para terminar la tajada de melón. Cuando hubo tragado el último bocado, retomó la palabra:
—Tengo que reconocer que han sido sensatos al no enviar a otro mago después de lo que les ocurrió a los dos primeros, antes de que me convirtiera en potentado. En tu profesión no hay que descartar que sucedan cosas desagradables. Con todo, hasta ahora sus decisiones me indican que Par-Salian y sus compatriotas están dispuestos a echar por la borda a hombres valiosos en insensatos juegos como este. En cierto modo es interesante, porque me demuestra hasta qué punto están desesperados. Es poco menos que un halago —explicó. Sin demasiada convicción tendió la mano hacia el frutero, pero se detuvo.
»En realidad tendría que sentirme halagado al ver la categoría del hombre que me han enviado.
Isk calculó el tiempo que le costaría cruzar el patio a la carrera. Los guardias se le habrían echado encima antes de que hubiera alcanzado las macetas de la primera hilera. Había una posibilidad, aunque extremadamente remota, de que pudiera desenvainar uno de los cuchillos que llevaba escondidos y acuchillar al potentado antes de que un guardia se lanzara sobre él. Pero, en cualquier caso, lo matarían al instante. Isk aún no tenía ganas de morir.
—Tu presencia en este lugar —prosiguió Aniirin— es, de hecho, algo así como un punto de inflexión. Eres el primer asesino que me envía la Asamblea desde que soy potentado, lo cual es muy importante puesto que significa que ya no cumplen el tratado. Estaban en su derecho al intentar matarme mientras sólo era un emir, pero atacar al potentado constituye una flagrante violación de los términos del acuerdo firmado por la Asamblea y el primer potentado de Qindaras. O se trata de esto, o bien consideran que yo he roto el acuerdo, y que por lo tanto ellos ya no tienen por qué cumplirlo —añadió Aniirin. Mientras mencionaba el tratado miró atentamente a Isk, pero este no se inmutó.
Aniirin se puso en pie y se secó las manos con una toalla que había junto a la bandeja. Se acercó a Isk y lo miró fijamente a los ojos.
—Par-Salian no puede detenerme. Ninguno de ellos puede hacerlo. No tienen ni idea de lo que he conseguido aquí, ni siquiera de qué forma neutralizo su magia. Han sido incapaces de realizar adivinaciones con sus bolas de cristal sobre Qindaras desde que me he convertido en potentado. Por esta razón no pudieron contarte nada útil sobre lo que ibas a encontrar aquí. ¡Cuánto me hubiera gustado constatar personalmente su impotencia!
»¿Melón? —le ofreció el potentado. Tenía en la mano un trozo triangular de la pálida fruta. No esperó a que Isk le contestara y se lo comió a pequeños mordiscos.
—¿Estás esperando que te cuente algo interesante sobre ellos, antes de cortarme el cuello? —preguntó Isk, y por vez primera vio una pizca de emoción en los ojos del potentado.
—No necesito que me cuentes nada sobre la Asamblea de los Tres. Viví con ellos, estudié bajo su dirección y fui víctima de sus mentiras igual que tú.
—¿Y por eso odias la magia hasta el punto de condenarla en los templos? ¿Por qué, si proclamas que nunca la utilizarás, la ciudad parece prosperar gracias a ella?
Los ojos de Aniirin se estrecharon.
—No escuchaste lo que ayer dijo el sacerdote: yo ya no utilizo la magia. La ciudad prospera porque Misal-Lasim la ha bendecido con su sonrisa. Y lo que aún es más importante: mis métodos y mis motivos van mucho más allá de un simple y pasional deseo de venganza. No creo que alguien que no ha estudiado ni dominado el Arte pueda realmente comprenderlos.
Aniirin se sentó en la plataforma que rodeaba el estanque, al alcance de la mano de Isk.
—Tú también tienes una buena razón para despreciar a la Asamblea. Han manipulado tu voluntad con sus encantamientos y luego te han enviado aquí, conscientes de que muy probablemente encontrarías la muerte. En su arrogancia juzgaron que su magia era más importante que tu vida.
El asesino nunca había considerado la posibilidad de que los magos hubiesen empleado su Arte para forzarlo a aceptar el trabajo.
—Si lo que dices es cierto, ¿por qué todavía estoy vivo?
La voz de Aniirin sonó más potente.
—En parte porque me divierte desbaratar los planes de los tres magos vivos más expertos. No obstante, la simple diversión nunca es razón suficiente para realizar algo a largo plazo —dijo mientras metía un dedo en el estanque y observaba las ondulaciones—. Estás vivo porque eres un hombre experto y valioso. Tu talento fuera de lo común me merece respeto.
Por primera vez desde que se despertó, Isk se sintió un poco menos mal y atisbó una lucecita de esperanza.
—He estado analizando el modo de perseguir mis objetivos más allá de Qindaras sin salir de palacio. Ya he liberado esta ciudad de todos los usuarios de magia. Debes de haber visto sus cabezas en todas las puertas de la ciudad —dijo el potentado y, pensativo, se acarició el mentón con los dedos—. Podría utilizarte para que consiguieras mis objetivos en otras zonas de Ansalon.
—¿Quieres que mate hechiceros?
—¿A qué viene tanta sorpresa? —preguntó riendo el potentado—. ¿Acaso no es eso lo que hacen los asesinos, alquilar sus servicios para matar gente?
—Si acepto —preguntó Isk en tono vacilante—, ¿quién me salvará de la cólera de la Asamblea de los Tres?
—Creo que sería más prudente considerar qué ocurriría inmediatamente si no aceptases.
Ante aquella réplica, Isk se vio obligado a asentir con la cabeza.
—Cualquiera de mis seguidores te puede decir que recompenso la lealtad de forma generosa —afirmó el potentado—. Vivirías mejor de lo que podrías conseguir trabajando sin descanso como asesino por cuenta propia. No te faltará de nada, exactamente igual que al hombre que esculpe mis barcos —añadió el potentado volviéndose hacia la reflectante superficie del estanque. Dobló los dedos de la mano derecha en el interior del guantelete. Se levantó una brisa, salida de la nada, que impulsó velozmente a la pequeña embarcación al extremo opuesto del estanque.
»Sin embargo, tienes que saber que sólo reacciono de una manera ante cualquier clase de traición: una inmediata y dolorosa muerte. Tus predecesores aquí lo corroborarían si te los encontraras en la otra vida. Tenlo muy presente cuando te hayas ido de Qindaras. Ya has visto hasta dónde llega mi poder.
Aniirin, pensativo, frunció los labios.
—Te preguntas por qué detesto a la Asamblea —murmuró—. Los detesto porque simbolizan la irracional subordinación a la magia que ha cegado a muchos hombres y les ha impedido ver sus perversos efectos. Son algo más que un símbolo, son la mayor expresión de esa subordinación. Los miembros de la Asamblea son el vivo testimonio del modo como la magia altera el sentido de la realidad de una persona.
Aniirin avanzó hacia Isk hasta situarse frente a él y lo miró directamente a los ojos.
—La disciplina de la magia deforma tu percepción hasta que llegas a creerte que por el solo hecho de ganar poder y conocimiento te conviertes en más sensato. Pero el auténtico poder se fortalece con la sensatez nacida de las adversidades y del esfuerzo.
El gobernante retrocedió unos pasos.
—A pesar de lo que sin duda te habrá contado la Asamblea, no soy un maníaco obsesionado por vengarme. Simplemente voy a cambiar el mundo.
Era una elección entre la vida o la muerte. Sólo un imbécil elegiría la segunda opción. Isk podía ser muchas cosas, pero no un estúpido.
—Dime por dónde tengo que empezar —dijo.
Sonriendo, Aniirin alargó su enguantada mano y le ofreció la bandeja de fruta.
—Empieza por desayunar.