Capítulo 8

En la angosta habitación, vasijas de misteriosos líquidos de colores burbujeaban sobre varios quemadores, prueba de los numerosos experimentos mágicos que estaban en marcha. Guerrand estaba instalado en medio de los vapores y de los cráneos de distintos tamaños y de los polvorientos libros de encantamientos de su laboratorio. El dedo índice de la mano derecha del mago reseguía las palabras mágicas del comienzo de un hechizo mientras con la mano izquierda ajustaba la llama demasiado alta del quemador situado bajo una vasija cuyo líquido estaba empezando a derramarse.

El control del tiempo atmosférico capacita a un hechicero para cambiar el tiempo atmosférico en su zona.

—Precisamente es lo que estoy buscando —murmuró Guerrand en voz alta.

Los ingredientes están quemando incienso y partículas de tierra y de madera mezcladas en agua.

Aquellos productos eran bastante fáciles de obtener. El hechicero se dio la vuelta desde la silla para escrutar los estantes que llegaban hasta el techo, situados detrás de él. En seguida divisó el tarro de boticario de color ámbar etiquetado con la palabra «INCIENSO», junto al del «ACEITE COMBUSTIBLE», en el lugar donde le correspondía estar.

A diferencia de los laboratorios de los hechiceros de las historias —oscuros y polvorientos lugares infestados de arañas que apestaban a piedra mojada—, el laboratorio de Guerrand estaba meticulosamente ordenado y habitualmente muy bien iluminado por la luz del sol. Los años pasados sin sol en el edificio sin ventanas del Bastión eran la causa de que Guerrand se hubiera adueñado de la galería acristalada, con vistas sobre el mar, en la tercera planta del castillo de los DiThon.

El panorama del mar hacia el sur lo distraía menos y era el más adecuado para lograr la concentración que requerían los encantamientos y el estudio. A Guerrand le seguía pareciendo relajante el continuo batir de las oscuras olas contra la costa, del mismo modo que se lo había parecido en su juventud, cuando lo había contemplado en las vecinas orillas de Ergoth del Sur desde una pequeña cala del páramo. Invierno o verano, primavera u otoño, sólo el tiempo alteraba el mar: negro airado durante las tormentas, con remolinos de suaves tonos azules y verdes durante el buen tiempo.

Aquel día, el mar no estaba precisamente apacible. Enormes y grises olas se estrellaban contra las arenas situadas bajo los ventanales. La galería estaba inhabitualmente oscura a causa de la tormenta, lo cual obligó a Guerrand a encender las lámparas en pleno mediodía.

El mago, durante su trabajo, habría disfrutado contemplando el cambio de estaciones en los campos que se extendían al norte del castillo. Teniendo en cuenta el encantamiento que estaba intentando realizar, una vista directa sobre aquellos campos le habría resultado muy conveniente. Con todo, gozaba de una panorámica adecuada, aunque poco inspiradora, sobre el paisaje de colores otoñales del otro lado del castillo, gracias al espejo mágico que muchos años atrás le había dado el hechicero Belize.

Su mirada vagaba de la estantería en donde se alineaban los ingredientes de los hechizos al espejo del tamaño de la palma de la mano situado sobre el escritorio. A través de él podía ver cómo la lluvia y la niebla flotaban como sucio algodón gris sobre los ondulados campos de escanda, maíz y centeno que se extendían entre el castillo y la aldea de Thonvil. El mal tiempo había llegado justo antes de la cosecha, hacía unos seis días, y parecía empeñado en no abandonar la región. Su persistencia amenazaba con echar a perder el meritorio esfuerzo del verano en los campos.

Guerrand advirtió indicios de que los tuatha dundarael habían tratado de recolectar la cosecha, pero la predisposición de los pequeños seres feéricos parecía depender de las condiciones atmosféricas. Con tiempo sombrío, también ellos se volvían sombríos e improductivos. Por consiguiente, las cosechas todavía seguían en los campos. Si la situación se consideraba de forma global, era el primer período de mala suerte que Thonvil había sufrido desde que, unos cinco años atrás, Guerrand había vuelto con Bram para recuperar el pueblo y el castillo.

Desgraciadamente, aquel recuerdo era lo que estaba poniendo nervioso a Guerrand. Durante los dos últimos años, había visto que las cosas empezaban a torcerse. Se notaba en detalles fáciles de observar, como piedras desprendidas de paredes y dejadas dónde habían caído, o almiares podridos en su parte central. Kirah y Maladorigar hacían lo que podían, un trabajo realmente admirable. El gnomo trabajaba día y noche tratando de inventar un artilugio que descascararía y secaría los cereales cinco veces más rápido que a mano, pero Guerrand no tenía muchas esperanzas de que lo lograse.

Persistía el hecho de que ninguno de los dos tenía la habilidad de Bram cuando se trataba de animar a los aldeanos o a los tuatha para esas cuestiones. No había transcurrido tanto tiempo desde que Kirah se había ganado la reputación de ser la miserable DiThon que languidecía por un amante que jamás apareció. Y Maladorigar era un gnomo, con lo que ya estaba todo dicho respecto a su capacidad para estimular a los humanos.

Dos años era un tiempo muy largo para una ausencia del lord, en particular en Thonvil. Los aldeanos se habían acostumbrado a tener un lord activo tras dos décadas de negligencias. Bram aún seguía en su difícil periplo en busca de su madre tuatha, cuya existencia había ignorado hasta entonces. Aunque bien predispuestos a aceptar la magia, nadie había informado a los aldeanos de los verdaderos motivos del viaje de Bram, ni tampoco a Rietta, su madre humana. En vez de eso, les habían contado que el emperador había llamado a Bram para que se fuera al lejano norte, a Gwynned. Pero alguien estaba empezando a decir en voz alta que un emperador que se preocupara de verdad por sus súbditos debería permitir que el lord de Thonvil regresara y supervisara las tierras.

No todos habían aceptado a Bram y sus nuevas prácticas. Había pocos descontentos en Thonvil, pero en todos los pueblos hay siempre algunos que sólo parecen vivir para encontrar defectos al lord local. El mago sabía que solamente era cuestión de tiempo que aumentara el número de quienes se daban cuenta del ligero declive de la situación y culparan de ello a la ausencia de Bram. El mismísimo Mercadior no tardaría en comenzar a preguntar insistentemente la causa de la ausencia de Bram.

Nadie conocía la naturaleza del problema mejor que el mago. El propio Guerrand había sido culpado del declive de Thonvil no una vez, sino dos. La primera ocasión fue cuando se había ido para convertirse en mago. El mismísimo hermano de Guerrand lo había culpado cuando un lord vecino atacó el castillo de los DiThon.

La segunda vez había sido durante la plaga de las serpientes —la plaga de la medusa, nombre con el que acabó por conocerse—. Aquella horrible enfermedad empezaba convirtiendo los brazos y las piernas de las víctimas en serpientes y luego les petrificaba el cuerpo por completo. Lyim Rhistadt, el mago responsable de la propagación de la epidemia, había difundido la idea de que Guerrand había arrojado la plaga de la medusa sobre las cabezas de los aldeanos.

Guerrand había dedicado años a recuperar la confianza perdida debido a las mentiras y a las supersticiones. Ahora, durante la ausencia de su sobrino, no podía permitir que la gente empezara a desconfiar de Bram.

Dos largos años. A veces, en la quietud de su habitación iluminada por el fuego, Guerrand se preguntaba si su sobrino se encontraba bien o si pensaba regresar alguna vez. En una ocasión había intentado establecer contacto con él por medios mágicos, pero el encantamiento no le había salido bien. El mago había supuesto que el fracaso del hechizo se debía a que no había dispuesto de suficiente información sobre el lugar en el que Bram se encontraba para dirigir la energía mágica de modo correcto. Así que Guerrand seguía esperando noticias de su sobrino.

Rápidamente dirigió otra vez la vista al libro de encantamientos.

—Nada de todo esto tendrá la menor importancia si este invierno nos morimos todos de hambre…, que es precisamente lo que va a ocurrir si no consigo detener esta maldita lluvia.

El mago se levantó de la silla y se puso de puntillas para alcanzar el tarro de incienso. Tomó también un recipiente de arcilla absorbente y otro con unas ramitas curiosamente retorcidas que había cortado durante sus paseos. Los colocó sobre el escritorio y luego, con un cucharón, cogió agua del lavamanos y la vertió en un pequeño plato de cristal.

Echó un rápido vistazo al espejo para asegurarse de que los granjeros esperaban bajo la dirección de Kirah a que por un rato dejara de llover. Vio a su hermana delante de un cobertizo de tres costados; llevaba los sucios cabellos rubios recogidos en una cola y levantaba una hoz mientras observaba el firmamento. Bendita sea, pensó Guerrand, por intentar dirigir a la gente tal como Bram hacía. El lord también habría salido con ellos al barrizal, dispuesto a cortar maíz con los aldeanos.

En aquel preciso momento Kirah parecía agitar la mano hacia Guerrand, como si la chica pudiera leerle los pensamientos o sentir su mirada a través del espejo. Si alguien era capaz de hacerlo, sin duda era su hermana. Se habían sentido más unidos que nunca desde el retorno del mago a Thonvil, particularmente durante la ausencia de Bram. Cualquier resentimiento que ella hubiera podido albergar por el hecho de que Guerrand hubiese abandonado el castillo para aprender magia parecía haberse esfumado.

Sólo Kirah sabía lo que su hermano trataba de hacer en el laboratorio. Habían acordado que ella debía reunir a los hombres del pueblo y decirles únicamente que unos viajeros habían contado que el tiempo estaba mejorando por el oeste y que tenían que estar preparados. Aunque la magia ya no estaba estigmatizada en Thonvil, Guerrand no vio ninguna ventaja en informarles de que iba a utilizarla, en especial si el hechizo salía mal. Guerrand esparció un puñado de incienso en otro platito. Utilizando un trozo de mecha, consiguió prender fuego al incienso con el quemador de su escritorio. El ambiente se vio invadido con un espeso y penetrante olor de mirra y pino tan intenso que el mago se puso a toser. Se llevó un trapo a la nariz, echó en el agua un pequeño cucharón de arcilla absorbente y removió la mezcla con un palo. Aspiró profundamente por la boca y se quitó el trapo de la nariz.

Luego pronunció las palabras del hechizo y retrocedió unos pasos por si la arcilla burbujeaba y se derramaba. Sin embargo, el barro se limitó a borbotear un par de veces: una ligera y breve ebullición a lo sumo. De repente, el grueso dedo de humo que emergía del recipiente del incienso se agitó como si un fuerte viento hubiera barrido la galería.

Guerrand miró con ojos expectantes a través de los ventanales, hacia el cielo que se alzaba sobre el mar. Había planeado un tiempo claro con viento del sur moderado para que secara el húmedo terreno. Aunque poco común en aquella época del año, un día así no era imposible. Todos los otoños, Ergoth del Norte acostumbraba a disfrutar de un tiempo caluroso impropio de la estación durante una espléndida semana, conocida como el veranillo de los bárbaros.

Un relámpago abrió una brecha entre espesas nubes negras y plateadas. De forma nada natural, el viento empezó a soplar a partir de aquella mellada línea blanca tanto hacia el este como hacia el oeste y disipó los nubarrones. Tras ellos apareció una pequeña y esperanzadora franja de cielo azul.

Guerrand notó una descarga de adrenalina al constatar que la energía mágica había sido bien dirigida y bien liberada. Aquella sensación era equiparable al placer del amor físico. En Palanthas, Guerrand había conocido magos que practicaban el Arte solamente para experimentar esa ola de poder hipnótico una y otra vez. Les importaba menos el efecto externo de su magia que su manifestación interior, fisiológica.

No obstante, en aquel momento, como siempre, a Guerrand le interesaba mucho más el efecto externo, por lo que no hizo caso de la ola que se levantaba en su interior. Su intensa mirada se alteró y frunció el entrecejo al darse cuenta de que la transformación que el firmamento había empezado a experimentar estaba cesando con la misma rapidez con que había comenzado. Los vientos contrarios dejaron de soplar y el cielo azul se llenó de nuevo de nubes de lluvia. El mar devolvía los reflejos oscuros de un airado y ennegrecido cielo.

Guerrand se hundió en la silla, lleno de perplejidad. No tenía ni idea de lo que había ido mal. Era evidente que el encantamiento al principio había funcionado. Luego se había detenido, como si alguien hubiera apagado el fuego mágico que lo activaba. El mago jamás se había encontrado con nada parecido. Siempre cabía la posibilidad de que un encantamiento no funcionara, pero este había empezado muy bien. ¿Qué o quién lo había frustrado?

Los ojos del mago se dirigieron con desgana a la odiada huella dactilar negra que le manchaba el dobladillo izquierdo de cualquier prenda que llevara desde que había hecho un trato con Nuitari. El dios de la magia maligna había marcado a Guerrand de esta forma para recordarle la deuda que había contraído con él por haber utilizado la luna negra en su beneficio con objeto de detener la plaga de la medusa. ¿Quería Nuitari que le pagara la deuda? De forma inmediata, Guerrand descartó tal posibilidad. Sabía que el día de pago tendría que llegar, pero un dios de la importancia de Nuitari le cobraría mucho más que un pequeño encantamiento para mejorar el tiempo.

Mientras se apresuraba a realizar de nuevo el encantamiento, releyó el apartado que explicaba el control del tiempo. Al cabo de unos instantes, todavía lleno de asombro, se recostó en la silla y dejó a un lado el libro. Creía haber seguido las instrucciones al pie de la letra. El hechizo era fácil de comprender a pesar de ser largo. Había realizado muchos otros encantamientos más cortos que eran mucho más complicados. Sin embargo había muchos lugares por los que se había podido colar un error.

Pero Guerrand no se consideraba un mago cualquiera. De hecho, estaba convencido de que había muy pocos hechizos que quedaran fuera de sus posibilidades. Tal vez ese era el problema. ¿Se había dejado engañar por las apariencias? ¿El orgullo había hecho que se tomara aquel encantamiento demasiado a la ligera?

El mago reunió de nuevo los ingredientes y trató de lanzar de nuevo el hechizo, muy concentrado, prestando atención a los menores detalles. Cerró los ojos y pronunció otra vez las palabras del arcano que desencadenarían el encantamiento.

Por superstición, Guerrand mantuvo los ojos firmemente cerrados. No quería ver cómo se repetían los precedentes resultados, sentir la eclosión de poder del éxito inicial, para después constatar que sus esperanzas se esfumaban. Oyó el retumbar del trueno y siguió con los ojos cerrados. Cuando ya no pudo resistir más, alzó un poco el párpado de un ojo y miró el espejo mágico. El cielo era azul brillante, las nubes, una delgada línea en el horizonte. Los campos ya volvían a la vida, hombres y mujeres segaban con las hoces el trigo y las hojas de escanda.

Guerrand divisó a su delgada pero fuerte hermanita y sonrió satisfecho. El hechizo había funcionado. Era incapaz de explicar lo sucedido, pero el encantamiento había disipado las nubes.

Se recostó en la silla, exhausto pero aliviado. Bajo la mirada vigilante de Kirah, los granjeros no desperdiciarían ni un minuto de aquella bonanza.

Aunque aliviado, Guerrand notaba que algo le inquietaba en algún rincón de la cabeza. Quizá se había concentrado más la segunda vez, pero estaba seguro de haber realizado el encantamiento de igual forma las dos veces. La magia era un arte preciso y exigente…

¿Se había tal vez vuelto tan acomodaticio, en la atmósfera de la recuperada prosperidad de Thonvil, que se le habían aletargado las facultades? Le había ocurrido en una ocasión, antes de ponerse al servicio del Bastión, cuando él y Maladorigar vivían en el pueblo de Harrowdown, de Schallsea. ¿Cuánto tiempo tardó en notar que perdía facultades? ¿Cuál fue la última vez en que no pudo confiar en sus habilidades mágicas? Guerrand, en un destello, se dio cuenta de que eso ocurrió la última vez que había tenido el Sueño, antes de regresar a Thonvil. Se había visto libre del Sueño durante más de dos años… ¿El problema que acababa de tener al ejecutar el hechizo era una señal de la vuelta del Sueño? Desde lo más hondo de su corazón, esperaba que no.

Guerrand no concedía a los sueños excesiva importancia, pero aquel lo había perturbado y acosado durante años, desde la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, en Wayreth. En el Sueño, lo mismo que en la Prueba, se veía interpretando el papel de Rannoch, el legendario hechicero de los Túnicas Negras. Siglos antes, el Príncipe de los Sacerdotes había tratado de acabar con el poder de las Órdenes de la Magia clausurando las torres. Pero Rannoch se había negado a rendir los grandes símbolos de la magia al charlatán del Príncipe de los Sacerdotes. Y para no tener que hacerlo, mientras sus hermanos hechiceros abandonaban la torre de Palanthas, Rannoch echó una maldición sobre la torre y saltó al vacío desde el parapeto.

En más ocasiones de las que podía recordar, Guerrand se había despertado empapado en sudor, seguro de estar muerto a causa de la caída que tan vivamente había soñado. Pero cuando regresó del Bastión a Thonvil, esos sueños se acabaron. Y Guerrand, por miedo a que se le reprodujeran, intentó durante años simplemente no pensar en ellos.

Esme, una antigua amante de Guerrand, había afirmado que el Sueño simbolizaba la inseguridad de Guerrand en relación con sus poderes mágicos. Pero Guerrand siempre creyó que había un significado más profundo en aquel sueño recurrente, algo que seguía sin saber. A decir verdad, en ausencia del Sueño, Guerrand había dejado de buscarle explicaciones.

¿Qué era lo importante? No sólo él era el mago más poderoso de Thonvil, sino que era el único. Ahora que se veía libre de la pesadilla, no podía silenciar que le preocupaba la posibilidad de haber dejado que sus facultades menguaran. Con todo, no veía en el horizonte nada que pudiera cambiar sus circunstancias, por lo menos hasta que Bram regresara y retomara sus responsabilidades de lord.

Los temores de Guerrand no hicieron más que aumentar cuando, en el transcurso de los días siguientes, ocurrieron otros muchos fallos mágicos similares. Los encantamientos más sencillos, hechizos que había realizado desde sus inicios como mago, empezaron a salirle mal. Era preocupante cuando se trataba de algo tan simple como una luz mágica que tardaba unos instantes en salir. Pero fue motivo de auténtica alarma cuando Guerrand realizó un encantamiento de vuelo sobre sí mismo para disfrutar de un panorama a vista de pájaro sobre el territorio circundante y el hechizo se desvaneció a medio vuelo. Por fortuna, había lanzado con éxito otro encantamiento que evitaba la caída, pues de lo contrario ahora estaría muerto o herido de gravedad. Le comentó el problema a Kirah una fresca tarde en el jardín de los arbustos artísticamente recortados.

Guerrand se había retirado a sus aposentos para descansar cuando se le ocurrió mirar hacia fuera por la ventana del segundo piso y divisó a la chica sentada en un banco. Los bosquecillos dispersos que moteaban el paisaje de los alrededores de Thonvil brillaban con los colores del otoño. Las relucientes hojas amarillas de un manzano silvestre danzaban en torno a la mujer al ritmo del viento.

El mago cogió una taza de sidra especiada y decidió reunirse con su hermana. En los últimos días habían tenido pocas ocasiones de hablar a causa de la recolección de la cosecha. La mujer raramente permanecía mucho tiempo en el mismo lugar, pues así lo exigían sus obligaciones en ausencia de Bram. Guerrand se dio prisa en bajar la curvada escalera y cruzar la torre delantera antes de que Kirah tuviera tiempo de irse.

A pesar de los problemas de Guerrand con la magia, su encantamiento para mejorar el tiempo había durado lo bastante como para que los aldeanos hubieran podido recolectar la mayor parte de las cosechas. El maíz se estaba secando en graneros y cobertizos, y la escanda y otros granos aguardaban la molienda en el molino. El pueblo estaba más tranquilo que de costumbre, pues la gente se recuperaba del frenético trabajo y empezaba a preparar los festejos anuales de la recolección.

Guerrand penetró en la calma del jardín de plantas y arbustos artísticos y de árboles de hoja perenne, y suspiró placenteramente. El embriagador aroma del romero era poco menos que terapéutico. Gracias a un acuerdo no formulado verbalmente, los tuatha cuidaban del jardín. Conservaban con esmero los arbustos recortados originalmente por Bram en forma de pájaros, animales, castillos y bestias mitológicas.

Kirah estaba sentada con los pies apoyados sobre un banco de piedra y con la espalda pegada a una planta de romero recortada en forma de ardilla. A Guerrand aquella posición le pareció terriblemente incómoda, pero Kirah no parecía sentirse molesta por las ramas en las que apoyaba la espalda. Cada vez que se movía, invisibles ondas de fragante aroma llenaban el aire.

Cuando Guerrand se sentó frente a ella en el banco de piedra, la muchacha levantó la vista.

—Precisamente estaba pensando en ti.

—Espero que pensaras cosas buenas —bromeó Guerrand. Notó el frescor de la piedra bajo los pliegues de la túnica roja y se movió hasta encontrar una posición cómoda.

Aunque su dura jornada había terminado, Kirah aún llevaba la sencilla ropa de granjera. En torno a los ojos azul claro se le habían formado unas sombras oscuras; pero, a pesar de ello, la mirada le centelleaba como dotada de luz propia.

—Pareces cansada —comentó él.

—Lo estoy —admitió Kirah. Cruzó los brazos y exhaló un suspiro de satisfacción—. Pero es una sensación agradable. Hemos terminado de recolectar las cosechas y ahora podemos relajarnos un poquito. Todos menos Maladorigar —añadió con una risita sacudiendo la cabeza.

—¿A causa del artefacto secador?

—Volvió a explotar —le informó ella—. Cuando consiga que funcione, los cereales ya se habrán secado por sí solos. En cualquier caso, es lo que yo espero.

Guerrand miró a su hermana con los ojos medio cerrados.

—Hace unos instantes no estabas pensando en el gnomo ni en su máquina —le reprochó con amabilidad—. Te estaba observando desde mi ventana. Tus pensamientos se habían ido muy lejos.

—Es cierto… Pero lejos en el tiempo, no en el espacio —confesó ella—. Caí en la cuenta de cuántas cosas han cambiado para nosotros en la última década. Hace diez años, estábamos ansiosos por marcharnos de Thonvil —dijo, y en su rostro se dibujó una sonrisa agridulce—. Tan sólo hace cinco años, en este lugar no había más que desesperanza.

—Y ahora trabajamos felices y contentos para preservar el lugar que creíamos odiar.

La cabellera rubia de Kirah se agitó para expresar una cierta incredulidad.

—Eso sólo prueba que no podemos predecir lo que encontraremos al doblar la esquina. Prefiero ignorarlo —admitió—. La incertidumbre hace que valga la pena estar bien despiertos. Me digo a mí misma: «Tal vez hoy me sucederá algo inesperado».

—¿No lamentas nada?

Los hombros de la mujer, estrechos pero musculosos y fortalecidos por el trabajo en el campo, se encogieron de forma característica.

—Quizá algunas cositas, como no haber podido ir a Gwynned para estudiar o estar en la corte o, si eso no era posible, no haberme embarcado como marino mercante en un barco de Berwick. Nada del otro mundo. Por lo menos nada que pudiera incitarme a volver atrás y cambiar de vida.

Guerrand la miró con atención por encima del borde de la taza humeante.

—¿Ni siquiera el matrimonio?

El rostro de su hermana, bronceado por el trabajo, perdió el brillo durante un intervalo de tiempo tan breve que sólo Guerrand era capaz de advertirlo.

—Nadie que yo haya considerado digno de casarse conmigo me lo ha pedido nunca —dijo con voz cortante—. ¿Cómo podría lamentar una posibilidad que nunca tuve?

La mujer advirtió la expresión escéptica de su hermano y se burló:

—No estarás pensando en aquel viejo idiota con el que Rietta intentó casarme mientras tú estabas en Palanthas.

—Claro que no.

La chica observó la cara de su hermano. Como siempre, era inescrutable, rasgo que se acentuó con su inmersión en el mundo de la magia.

—Mira, ya sé que crees que sigo enamorada de Lyim Rhistadt como si fuera una adolescente, pero lo cierto es que no es así. ¡Confieso que las dos veces que él vino a Thonvil a verme me sentía muy sola y era muy ingenua, pero esto es todo!

Enojada, Kirah se puso en pie de un salto y empezó a arrancar flores secas moradas de la última de las albahacas del otoño.

—Nunca me has contado qué fue de Lyim después de que emponzoñara Thonvil con la plaga de la medusa.

—No estoy seguro —confesó Guerrand—. La última vez que lo vi fue en el Bastión y los muros se resquebrajaban a nuestro alrededor. El cónclave de los veintiún hechiceros sospechó unánimemente que Lyim escapó y regresó al Plano Material Principal tras haber recuperado la mano.

El rostro de Guerrand se ruborizó por haber contado una media verdad. Secretamente, creía que la Asamblea de los Tres había enviado gente para que persiguieran y asesinaran al mago renegado, y que Lyim había sido abatido hacía algunos años. Era algo más que una simple sospecha, puesto que Par-Salian había dicho: «Lyim Rhistadt recibirá el trato que merecen todos los renegados». De acuerdo con las leyes de las Órdenes, eso significaba la muerte. Las únicas excepciones se producían a causa de los Túnicas Negras, de los que se decía que trataban de convertir a los renegados de otras túnicas en miembros de su orden y que, si rechazaban la oferta, los mataban irremisiblemente.

—Y tú ¿cómo te sientes? —preguntó Kirah de forma brusca—. ¿No lamentas nada en relación con el matrimonio?

El mago repitió la pregunta con calma.

—Algo. Ya te he dicho que no fue decisión mía que Esme y yo nos separáramos.

—Desde entonces te ha sobrado tiempo para encontrar otras mujeres —indicó Kirah.

—Tiempo, tal vez —asintió Guerrand con un gesto de la cabeza—, pero no oportunidad ni ganas —añadió. Se inclinó hacia atrás y cruzó los brazos—. Si casarme hubiera sido importante, podría haberlo hecho con la «Princesa Macho Cabrío» —dijo con una risita por haberse acordado del apodo, largo tiempo olvidado, que Kirah le había puesto a la chica Berwick que Cormac había planeado convertir en la esposa de Guerrand.

Kirah dejó caer un puñado de pétalos y se limpió la mano.

—Entonces, es asunto de Bram proporcionar un heredero a los DiThon, dado que nosotros no vamos a poder ayudarlo. Bueno, si es que algún día vuelve de dondequiera que haya ido.

—¿También tú lo has pensado, eh?

—¿Y quién no? —exclamó ella—. Incluso los aldeanos se lo están empezando a preguntar. Lo he oído comentar durante la cosecha.

—Tenía miedo que esto ocurriera. He intentado ponerme en contacto con Bram, pero el encantamiento falló —le explicó Guerrand con un suspiro—. En realidad, no estoy seguro de si falló el hechizo o si fui yo el que fallé. Al parecer, estoy perdiendo facultades —admitió con la esperanza de sentirse algo mejor si expresaba sus temores en voz alta. De hecho, aún se sintió peor.

—No lo entiendo —dijo Kirah sacudiendo la cabeza—. Has conseguido con un hechizo que el tiempo mejorara. No debía de ser tan fácil…

—No lo fue; y esa es la cuestión: tuve que intentarlo dos veces.

—¿Nunca te había fallado un encantamiento al primer intento?

La expresión de Guerrand se ensombreció.

—No del modo en que fracasó este.

—Así que fue un solo encantamiento concreto. Te encontrabas en unas condiciones de extrema tensión: tenía que salirte bien y rápido.

—No fue un solo encantamiento, Kirah —precisó Guerrand, y le contó los problemas que había tenido al realizar hechizos mucho más sencillos.

—En este caso, ¿cuál es la solución? —preguntó ella.

Guerrand se puso a andar de un lado para otro.

—No lo sé. He intentado averiguar si se trataba de falta de concentración o del mal estado de los ingredientes, o simplemente si se me había oxidado la habilidad para realizar encantamientos.

—Tú no eres el problema, tío Rand.

Tanto Guerrand como Kirah miraron en torno al oír la inesperada voz. Un hombre que a la vez les resultaba familiar y extraño, tan silencioso como el suspiro de un niño, penetró en el jardín. Llevaba una túnica de tonos marrones que parecían salidos de la tierra y su aspecto recordaba el de un robusto roble. La túnica era muy amplia en la parte del dobladillo y se iba estrechando hacia los brazos, que daban la impresión de ser ramas. En una mano llevaba un bastón ricamente esculpido. Los ojos de Guerrand siguieron hacia arriba los pliegues de la ropa hasta llegar al rostro del hombre.

—Bram —jadeó. El cambio experimentado por su sobrino era asombroso. Llevaba el cabello mucho más largo de lo que Guerrand recordaba, y la melena del color del carbón vegetal que envolvía los anchos hombros de Bram recordó al mago la forma en que la corteza abraza a un árbol. Se le había adelgazado la cara: las mejillas y las mandíbulas parecían esculpidas en acero bajo su piel oscura.

—Has vuelto —dijo Guerrand, sin saber qué decir.

Como de costumbre, Kirah reaccionó rápidamente. Se lanzó en brazos de Bram. Cuando el joven la abrazó, soltó el bastón que cayó sonoramente al suelo.

—¡Bram! —repitió la mujer—. ¡Tienes un aspecto increíble, muy distinto del que yo esperaba…!

El joven le dedicó una afectuosa sonrisa curvando los labios lenta y perezosamente.

—¿Creíste que regresaría con el puntiagudo sombrero de fieltro del tuatha Weador?

Kirah se ruborizó intensamente, confirmando lo acertado de la suposición de Bram.

—¡Claro que no! —negó pese a todo—. ¿Dónde te has metido todo este tiempo?

—He ido en pos de mi alma.

Los ojos de la mujer parpadearon.

—En realidad yo preguntaba por dónde andaba tu cuerpo.

—Eso es mucho menos importante y mucho más difícil de explicar.

Bram parecía mucho más serio que de costumbre, e incluso Kirah sintió cierta incomodidad y se quedó pensativa.

—Bueno, ¿y encontraste tu alma o no?

—En la medida en que creo que todos los hombres deberían encontrarla, sí.

Guerrand contemplaba a su sobrino sin poder acertar con las palabras de bienvenida que tan a menudo había ensayado. Los dos años transcurridos explicaban la larga cabellera y la pérdida de peso, pero esos eran sólo los cambios más superficiales que había experimentado el nuevo Bram. La actitud del joven —su aura— era distinta a todo lo que el mago había visto hasta entonces. La nueva confianza en sí mismo de Bram se debía a algo más allá que a la experiencia del viaje: era una desinhibición que parecía orgánica, no de quita y pon como su nueva capa.

—¿Encontraste a tu madre? —le preguntó en voz baja el mago, recobrando por fin la capacidad de hablar.

—Sí —respondió de forma serena Bram dedicando una sonrisa a su tío.

—¿Y fue…?

—¿Terrible?, ¿maravilloso?, ¿desagradable?, ¿fascinante?, ¿instructivo? —se preguntó Bram, mientras se inclinaba hacia adelante para recoger el bastón—. Sí, sinceramente no puedo afirmar si, en suma, fue bueno o malo. No obstante, era necesario que fuera y me quedara el tiempo suficiente para conocer a Prímula.

Guerrand se contuvo para no preguntar a Bram cómo era su madre. Estaba seguro de que su sobrino se lo contaría a su debido tiempo.

—¿Eso significa que has vuelto para quedarte? —le preguntó Kirah.

La cuestión sorprendió de forma evidente al lord de Thonvil.

—No tengo ningún interés en vivir entre los tuatha el resto de mi vida, si eso es lo que me preguntas. He echado de menos Thonvil más de lo que hubiera imaginado nunca. Con los conocimientos que he adquirido puedo hacer mucho por esta región. No necesitaremos depender tan ampliamente de los tuatha de Weador, ni ellos de nosotros.

—¿Ahora ya puedes utilizar magia? —le preguntó Guerrand.

—Dispongo de facultades mágicas —dijo asintiendo con la cabeza—, aunque distintas de las tuyas; son similares a las de los druidas, aunque no sean las mismas. La magia de los tuatha proviene de la tierra y de Chislev, la diosa de la naturaleza —explicó—; no tiene nada que ver con la de los dioses lunares de las Órdenes de la Magia, magia que requiere mucha práctica para realizar con éxito los encantamientos.

Bram levantó el bastón, una pieza de madera bellamente labrada rematada con una reluciente gema sin tallar.

—Yo mismo le di forma para que fuera un canal a través del cual fluyera mi magia; sin él no puedo realizar hechizos. También me ayuda a concentrarme en lo que quiero pensar.

—Tal vez sea este mi problema —dijo Guerrand—. La falta de concentración me está dificultando los encantamientos.

—No tienes que culparte por los fallos de tu magia, Rand —repuso Bram con firmeza—. Está sucediendo algo muy extraño en el cosmos mágico, el pozo del que brota cualquier clase de magia.

Guerrand se quedó asombrado en grado sumo.

—¿También tu magia se desencadena con dificultades?

Bram sacudió la cabeza.

—El reino feérico es intrínsecamente mágico, por consiguiente todos los tuatha se dan cuenta si hay una grieta en el pozo, por así decirlo. Admito que no ha afectado a la magia de los tuatha; bueno, por lo menos hasta ahora. Por esa razón creo que el problema está relacionado con los dioses lunares y no con la esencia de toda la magia. Weador opina lo mismo que yo.

—¿Es esta la razón de tu regreso?

Guerrand se dio cuenta de que los ojos de Kirah traslucían que se sentía ofendida. Toda su vida —desde que se enteró de que su madre había muerto cuando ella nació— la joven había sido muy sensible respecto a los motivos de la gente para irse o para regresar. Para ser honesto, Guerrand tuvo que admitir que la mujer tenía motivos para reaccionar así. También él había contribuido a provocarle esa obsesión.

—He vuelto para ver lo que puedo averiguar sobre la cuestión en el Plano Material Principal, sí —dijo Bram—. Pero también porque ya estaba preparado para regresar a casa. Me he acordado a menudo de vosotros dos.

Los hombros de Kirah se relajaron de forma visible.

A pesar del inquietante mensaje de Bram, Guerrand no dejaba de sentir un gran contento por la presencia de su sobrino y le dio una palmada en el hombro.

—¡Bienvenido a casa! Nosotros también te hemos echado mucho de menos. Es evidente que el viaje te ha sido muy útil. Pareces otro.

—Estoy contento de haber vuelto, y muy satisfecho de comprobar que tenía razón al dejar las cosas en manos tan capaces —explicó. Dirigió la mirada primero a los artísticos arbustos vecinos y luego hacia los campos cosechados y hacia las casas del pueblo diseminadas más allá—. Thonvil tiene exactamente el mismo aspecto que recordaba, incluso mejor —añadió amablemente.

—Si hubiéramos sabido que regresabas hoy —dijo Kirah con un leve tono de protesta—, habríamos celebrado una fiesta.

—No necesito ninguna fiesta —precisó Bram—. Me sentiría mucho más cómodo volviendo sin más a mi papel de lord. Estoy impaciente por ver los progresos que has hecho, Kirah. Tal vez me podrás dedicar la tarde para que me familiarice con la contabilidad y con los libros.

—¡Claro que sí! —dijo ella con ojos radiantes de gozo.

Bram volvió su plácida mirada hacia Guerrand.

—Lo primero que quiero hacer mañana es hablar contigo largo y tendido, de portador de magia a portador de magia.

—Me encantará, Bram —dijo Guerrand con una sonrisa.

Su sobrino, satisfecho, asintió con la cabeza. Kirah cogió del brazo a Bram y se lo llevó hacia una entrada lateral del castillo de los DiThon sin dejar de parlotear.

Guerrand contempló cómo se alejaban, emocionado como nunca al ver a Bram de vuelta al lugar al que pertenecía.

Pero ¿por qué no podía calmar la comezón que sentía a causa del mal presagio, suscitado por la conversación sobre magia, que le estropeaba aquel día de felicidad?

Por primera vez en cinco años, los sueños de Guerrand lo llevaron hasta el Camino de la Muerte que circundaba la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Tal como siempre ocurría en el Sueño, la muchedumbre estaba reunida abajo, esperando ansiosamente ver por vez primera las maravillas que encerraba la torre mágica. En cualquier momento, el regente de Palanthas giraría la llave del almacén de la sabiduría de los hechiceros. Como todas las miradas confluían en la puerta, nadie vio a Guerrand en lo alto de la torre, listo para lanzarse desde el Camino en nombre del Arte que todos los hechiceros adoraban.

Como era habitual en el Sueño, el jefe del Cónclave, un hechicero de los Túnicas Blancas, había utilizado una llave de plata para cerrar por última vez las puertas de la torre. El regente alargó con impaciencia el brazo hacia la llave.

La voz de Rannoch sonó nítida y fría desde lo alto del Camino de la Muerte y acalló de golpe a la multitud. La turba, incrédula, levantó la vista mientras las palabras descendían desde el Camino y resonaban entre las torres del patio hasta llegar a la mismísima Gran Biblioteca.

—¡Las puertas permanecerán cerradas y las salas vacías hasta el día en que regrese con todo su poder el maestro del pasado y del presente!

Incluso en su estado onírico, Guerrand sabía lo que pasaría a continuación. Alzó los brazos cubiertos por la túnica como si fueran las alas de un pájaro. Sin embargo, de forma inesperada, el Sueño se desvió de su trayectoria habitual. Durante un breve instante, Guerrand estuvo tanto en el cuerpo del hechicero como abajo, entre la muchedumbre, escrutando el cielo.

El hechicero que saltó de la torre llevaba una túnica roja y tenía la cara de Guerrand.

En esta ocasión él, cuando se arrojó al vacío desde el Camino, no era Rannoch. Las afiladas puntas de las verjas que se movían vertiginosamente hacia él eran garras, impacientes por desgarrarle el pecho.

Esta vez, cuando Guerrand se despertó, no estaba asustado. Experimentaba una extraña sensación de calma provocada por la convicción de haber encontrado una pieza del rompecabezas del Sueño.

Y también la poderosa premonición de que Justarius no tardaría en ponerse en contacto con él.