Capítulo 7

Mavrus estaba pálido; los arrugados dedos del hombre tamborileaban sobre la mesa de juegos de madera de los suntuosos aposentos de Aniirin. El rítmico ruido empezó a crispar los nervios que Lyim ya tenía de punta. Le tocaba jugar a él en el juego de las diez piedras, pero apenas era capaz de acordarse de qué color eran sus piezas y mucho menos de prestar atención a la partida. Tan sólo participaba en aquel juego de salón sin sentido con el criado de Aniirin para entretenerse mientras aguardaban la hora prevista en que el potentado regresaría de su paseo por la ciudad.

Lyim sabía que el potentado nunca regresaría.

Por lo menos eso era lo que esperaba, lo que había tramado. Pero el sol se había ocultado tras los últimos edificios visibles a través de los arcos de las ventanas de la fachada del oeste. Salimshad se había retrasado. La noticia del asesinato de Aniirin a manos de unos rufianes tenía que haber llegado instantes antes de la caída de la noche. Salimshad no cometía errores y nunca llegaba tarde sin una buena razón para hacerlo.

¿Qué buena razón podía haber tenido esa noche? O bien Aniirin había muerto con un cuchillo clavado en el corazón, o bien todavía estaba vivo. A Lyim esa posibilidad le resultaba inaceptable. De forma inconsciente, estrujó una pieza del juego, diminuta y redonda, hasta que los nudillos se le volvieron blancos.

—Te toca mover pieza, bajá —le indicó Mavrus.

—¡Ya lo sé! —le espetó Lyim, y apretó los labios hasta dibujar una tensa línea que evidenciaba un nerviosismo poco característico en él—. Nunca he sido bueno jugando a las diez piedras —explicó—. He olvidado las reglas y…

—Yo también tengo miedo por él —lo interrumpió Mavrus.

—No confundas preocupación con miedo —precisó Lyim—. El potentado se encuentra bajo la protección de guardias eficientes —añadió Lyim, que se retiró de la mesa y se levantó—. No estoy dispuesto a tolerar cambios en lo que se ha previsto. Nunca hay razones válidas para ello. Salimshad es responsable del horario de esta noche. Haré que sea castigado por su incumplimiento.

Mavrus jugueteaba con las piezas del juego.

—Olvidas el carácter caprichoso del potentado Aniirin. Tu hombre no habrá tenido más remedio que obedecer la voluntad del potentado.

Lyim frunció el entrecejo. Aniirin había aceptado, por su propia seguridad, seguir una serie de actividades programadas. Lyim recordó que el potentado había dado su conformidad muy pronto, tal vez un poco demasiado pronto.

El bajá estaba ansioso por saber qué podía impedir a Salimshad presentarse en palacio con la «trágica» noticia.

—Quizá hubiera debido seguirlos disfrazado a cierta distancia. Sólo así hubiéramos podido estar seguros de que Aniirin no se habría desviado de la ruta prevista.

Pero entonces Lyim no habría tenido coartada cuando se hubiera abierto la investigación del asesinato. La necesidad de disponer de un testigo fiable era la única razón por la cual Lyim había aceptado sentarse a jugar a un estúpido juego de niños con Mavrus en los sofocantes aposentos del potentado.

En aquel preciso instante, una joven y atractiva sirvienta que llevaba un vestido ceñido, el predilecto de Aniirin para el servicio de sexo femenino, entró en la habitación. Mantuvo baja la vista mientras añadía leña al fuego que todavía ardía con fuerza en la chimenea. Luego, abandonó silenciosamente la sala.

Lyim frunció el entrecejo mientras los leños crepitaban y prendían con fuerza.

—¿Por qué tiene Aniirin que calentar tanto estas salas? —comentó aflojándose las cintas que le ceñían el cuello de la camisa.

—A Aniirin le gusta…

—Contemplar el fuego, ya lo sé —lo interrumpió Lyim. El dulce aroma de las rosas llegaba a ser casi asfixiante con el calor, a causa de la enojosa costumbre del potentado de rodearse de enormes jarrones de flores frescas—. Aquí huele como en una cámara mortuoria.

La piel pálida y transparente de la cara de Mavrus se tensó para dibujar una sonrisa sardónica.

—Acabas por acostumbrarte.

El criado se levantó y se sirvió agua de un jarrón de cristal que había sobre un mueble. Dio un buen trago y se aclaró la garganta, como si se dispusiera a hablar. Pero siempre consciente de su papel de criado, en seguida se acordó del probable sucesor del potentado.

—¿Te apetece un poco de agua?

Lyim asintió con aire ausente y cogió el vaso que le ofrecía Mavrus.

El criado se aclaró la garganta de nuevo con visible embarazo.

—Me gustaría contarte algo que me ha preocupado —empezó a decir—. Cuando llegaste a emir del barrio de mercaderes, había muchas habladurías que criticaban tu carácter, en particular después de la muerte del emir cuyo nombre no se puede pronunciar. Confieso que escuché con demasiada atención aquellas lenguas desatadas y llegué a la conclusión de que tus motivos no eran del todo inocentes. Creía que el potentado se había enamorado de tu reputación de experto mago y eso lo cegaba ante tu verdadera naturaleza.

A Lyim le divertía la incomodidad de Mavrus.

—¿De veras?

El hombre calvo asintió con la cabeza con expresión compungida.

—Debes comprenderlo, pues durante mucho tiempo fui la única persona en quien el potentado confiaba, mejor dicho, en quien podía confiar. Pocos hombres no utilizarían en beneficio propio el hecho de estar cerca de los oídos del potentado.

—Después de oír esta confesión, ¿debo suponer que has cambiado de idea?

Mavrus dejó el vaso de agua.

—He visto cómo te reprochabas cosas por las cuales hubieras podido ser elogiado. He sido testigo de la lealtad que inspiras. He visto que insuflabas en Aniirin un interés por el bienestar de la ciudad que jamás había tenido.

Mavrus hizo una pausa y luego añadió apresuradamente:

—Me consuela bastante reconocer que he estado muy preocupado. Me doy cuenta de que la magia difundida tanto por Aniirin I como por Aniirin II con objeto de mantener el palacio se está desvaneciendo. Pero aparte de recordárselo respetuosamente a mi señor, he sido incapaz de hacer nada.

Mavrus se llevó una mano a la boca y con aire desvalido se hundió en el sillón, sorprendido por su propia confesión.

Lyim miró con fijeza el perfil consternado de Mavrus durante un largo momento. «Qué pena —pensó—, que me hayas elegido como confesor. Esos comentarios tan atrevidos, por muy bien intencionados que hayan sido, de referirse a mí, me habrían bastado para asesinar con toda tranquilidad a cualquier sirviente».

—Por favor, perdona que me haya ido de la lengua, bajá. Pero me siento muy contento al comprobar que en mi señor alienta una nueva vida —dijo. Entonces le tocó el turno a Mavrus de fruncir el entrecejo con la vista puesta en la puerta cerrada—. Y estoy muy preocupado porque aún no ha vuelto.

Lyim abrigaba parecidas preocupaciones. Tal vez había algún modo de salir de allí para ir en busca del potentado o de Salimshad. Si Mavrus lo veía salir se quedaría sin coartada. Aunque le hubiera gustado mucho hacerlo, no podía dejarlo inconsciente de un buen puñetazo. La habitación estaba suficientemente caliente como para causar somnolencia, pero Mavrus estaba demasiado preocupado por Aniirin para dejarse vencer por el sueño.

Mientras rebuscaba en su mente alguna alternativa para escapar, Lyim de forma distraída toqueteaba los aterciopelados pétalos mustios de una rosa de un jarrón cercano. Un viejo recuerdo le vino a la memoria: en una ocasión había realizado un encantamiento de sueño con un puñado de pétalos de rosa.

¿Se atrevería a utilizar magia para conseguir que Mavrus se durmiera? Se dijo a sí mismo que tenía que mantener el objetivo prioritario de acabar con la magia en el mundo. Su conversación con el Guantelete de Ventyr había desencadenado su decisión de matar a Aniirin. Quería disponer del guantelete para utilizarlo de forma sistemática con objeto de extirpar la magia del mundo. No volvería a tener una ocasión como aquella para acabar con Aniirin.

La tentación de dejarse llevar por la atracción de la magia había seguido viva en el bajá cada instante de todos aquellos días. Él se había mantenido vigilante frente a esas pulsiones. Lo más sencillo habría sido ceder cuando había que echar leña al fuego y no había ningún sirviente para atenderlo, o bien cuando su trabajo lo pillaba en el extremo opuesto de Qindaras y tenía que regresar a pie en un día de frío invernal. Con todo, sabía que realizar incluso un simple encantamiento podía inducirlo a ejecutar otros más complejos. Y de ese modo, antes de que se diera cuenta, estaría de nuevo bajo el hechizo de la magia. Pero en aquellos momentos era consciente del peligro, era consciente de que tenía que proceder con sumo cuidado. Sería capaz de controlar impulsos ulteriores puesto que, en esta ocasión, el hecho de utilizar magia le acercaría a su objetivo de acabar con ella. Lyim mantenía el control por encima de todo.

«¿Es contradictorio utilizar magia para destruir la magia o se trata de un acto de justicia?», se preguntó el bajá. Tan sólo un diamante puede cortar a otro diamante. Además, el fin es lo único que importa. Y por lo que concierne a los medios empleados: nunca dar explicaciones, nunca justificarse.

Mavrus estaba avivando el fuego y le daba la espalda. Los esbeltos dedos de Lyim abarcaron los pétalos de una rosa de un color rojo intenso. Dio un brusco tirón y los fragantes pétalos le cayeron en la palma de la mano como si fueran plumas. El criado no advirtió que Lyim había cogido la flor. Tampoco oyó cómo Lyim salmodiaba las pocas palabras del fácilmente recordado encantamiento que provocaba sueño, puesto que el crepitar del fuego se lo impedía.

Vexe Dorema —susurró Lyim. Las palabras le fluyeron sobre la lengua como agua. Empezó a notar un viejo y familiar cosquilleo en el cuero cabelludo y se le erizaron los cortos cabellos. La deliciosa sensación se le extendió por todo el cuerpo en poderosas oleadas. Hacía tanto tiempo… Se sentía aturdido, embriagado a causa de un simple hechizo.

«No dejes que te domine», se dijo a sí mismo.

Con una sacudida, Lyim recuperó su estado normal. Mavrus seguía sentado en el mismo sillón pero con los ojos beatíficamente cerrados. El bajá pasó una mano bajo la nariz del criado: la respiración era lenta y uniforme.

—¿Mavrus? —susurró. El criado no se movió.

Lyim se fue corriendo hacia la puerta y deslizó el pestillo para evitar que entrara algún sirviente meticuloso y tratara de despertar al criado mientras él estaba ausente.

El bajá no recordaba cuánto duraba el efecto del encantamiento, pero sabía que no disponía de mucho tiempo antes de que el criado se despertase. Eso excluía ir a pie en busca del potentado. Tendría que pensar en otro hechizo para trasladarse al lugar prefijado. La teleportación era el único medio que conocía para conseguir su objetivo. Era un encantamiento difícil. Había reglas memorísticas, en particular para encantamientos complejos. ¡Dioses, cuánto odiaba las reglas que no había inventado él mismo!

Lyim miró a Mavrus y se dio cuenta de que estaba perdiendo un tiempo precioso. Barrió de su mente la irritación que lo había dominado y dejó vagar libremente sus pensamientos. Había realizado el encantamiento de teleportación con bastante frecuencia. No tenía por qué resultarle imposible repetirlo si conseguía concentrarse.

En medio de una gran confusión, surgieron en su mente unas valiosas palabras de arcanos de un libro de encantamientos. Sin perder la calma, Lyim las seleccionó, las ordenó y las reordenó hasta encontrar una secuencia que le pareció correcta. Construyó y retuvo en la mente la imagen del callejón del barrio del emir Garaf en el que había planeado que tendría lugar el asesinato.

Lethodor, ithikitalkus maldifidii locitium —salmodió.

El aire circundante brilló con luz trémula, pero Lyim, en vez de sentir el frescor de las noches de finales de otoño propio de las Praderas de Arena, seguía sufriendo el calor sofocante de los aposentos del potentado. Mientras consideraba las palabras que acababa de pronunciar, sus ojos se entreabrieron como un par de rendijas.

—Aquí está la clave —murmuró cuando se dio cuenta de lo que había hecho mal. Repitió el encantamiento pero alteró un poco la pronunciación de la última palabra.

El aire volvió a brillar con luz trémula. En un abrir y cerrar de ojos, Lyim se encontró en el frío y oscuro callejón lleno de basura. Burdas cajas de madera se alineaban junto a las paredes y su contenido putrefacto se derramaba por el suelo. El aire hedía a desechos humanos y animales. Había perros rastreando entre los desperdicios, husmeando entre grupos de vagabundos que Lyim no pudo discernir si estaban inconscientes o muertos.

Por lo demás, el callejón estaba desierto.

La piel de Lyim acusó la impresión del frío reinante, como si hubiera saltado del fuego a un estanque helado. Estúpidamente, había salido sin coger una capa.

—¡Fuera! —gritó Lyim, y los perros se dispersaron. Mirando por encima del lomo, se escabulleron en dirección a las humeantes luces que señalaban el final del callejón.

Lyim se abalanzó sobre el primer vagabundo y le dio la vuelta, medio esperando encontrarse con el cadáver de Aniirin. Pero resopló lleno de frustración. Era el cuerpo de una mujer que aún vivía, aunque su hedor revelaba la degradación que precede a la muerte. Los dedos de la moribunda agarraban una piedra grande manchada de carmesí. Lyim observó la harapienta capa de la mujer y la desechó. No iría por ahí con el atuendo demasiado pequeño de una vagabunda.

En el segundo cuerpo, el bajá encontró una capa oscura provista de capucha protectora que le iba bien. El hombre estaba muerto; tenía una tremenda brecha en la cabeza de la que aún, muy lentamente, manaba sangre.

Eso explicaba la piedra que la mujer tenía en la mano. Lyim tiró bruscamente de los brazos del muerto para sacárselos de las mangas y se alegró de que por lo menos el pobre borrachín hubiera tenido el detalle de no mancharse la capa de sangre. A continuación se puso la desgastada prenda de lana sobre los hombros.

Lyim se dirigió hacia la puerta que daba al callejón de la posada a la que Salimshad se había propuesto llevar al potentado. El ruido del interior le azotó el rostro, junto con una oleada de humo lacrimógeno producido por una chimenea de tiraje defectuoso. En el último momento, Lyim se acordó de ajustarse la capucha de modo que apenas se le viera nada más que los ojos, la nariz y la boca. Mantuvo la cabeza gacha mientras se abría paso entre los parroquianos que, a falta de sillas libres, permanecían de pie en la repleta posada. Un enano algo bebido retrocedió tambaleándose desde su grupo y chocó con Lyim, salpicándolo de cerveza. En otras circunstancias, Lyim no habría sufrido tal afrenta sin más, pero aquella noche dejó pasar el incidente sin rechistar.

Lyim divisó un rincón vacío desde el que observar a la gente sin ser visto. Tan sólo le costó unos instantes darse cuenta de que Salimshad no estaba en la posada; Lyim sabía identificar el porte del elfo aunque estuviera disfrazado. Tampoco había el menor rastro de Aniirin, aunque Lyim descubrió al emir Garaf riendo y bebiendo entre la gente. Las miradas del bajá y del emir se cruzaron, pero Lyim desvió la vista con demasiada rapidez para que el otro pudiera reconocerlo.

Lleno de rabia, Lyim se abrió paso hacia la salida principal de la posada. En el exterior, la curvada calle estaba bañada por la extraña luz azul de una fría luna llena próxima al equinoccio de otoño. Una mujer más bien gorda cubierta con una capa corta de lana negra pasó como una exhalación, con la cabeza baja para protegerse del inclemente viento. Sin hacer caso del frío, dos muchachos quinceañeros pasaron corriendo ante Lyim con camisas de manga corta, riendo, metiéndose el uno con el otro sobre si entraban o no en la posada en busca de mujeres. A Lyim no le sorprendió no encontrar a nadie más por allí cerca, de noche y en el barrio de los mercaderes.

¿Qué hacer? El plan no decía nada de paradas en ningún otro establecimiento. A la mente de Lyim acudió una fugaz imagen de Mavrus durmiendo en el palacio. ¿De cuánto tiempo dispondría Lyim antes de que el criado se despertara?

De repente, se abrió de golpe una puerta y a continuación se oyó un lejano ruido de escandalosas voces de borrachos. Lyim corrió apresuradamente calle arriba, siguiendo la cerrada curva. Después de la curva, un gran rótulo se balanceaba suspendido sobre una puerta de madera y en él habían esculpido un barco mercante zarandeado por una tormenta; era la posada de la Rueda Lanzada.

El potentado tenía un carácter caprichoso.

Lyim tuvo una corazonada: empujó la puerta con brusquedad y entró en el mesón. Al instante supo lo que había retenido a Salimshad.

Aniirin iba vestido como un ciudadano corriente y llevaba la cabeza envuelta en varias capas de tela para disimular su extraña forma. El disfrazado potentado era por decirlo así el centro de atención de un corro de hombres situados junto a la chimenea encendida. Lyim dedujo de sus desaliñadas caras que aquellos hombres estaban fascinados. Al bajá el corazón le dio un vuelco. Se metió en el círculo con la cabeza gacha para comprobar si el potentado lo había descubierto.

—Creedlo si podéis, buenos amigos míos, los guardias portan un cofre de madera, de diseño sencillo pero fuerte, y muy grande; supongo que debe de ser la clase de cofre que tiene un potentado en su palacio.

»Y entonces la cubierta del cofre se abre como por casualidad. Los emires, sus esposas y todos los demás maquillados petimetres de la ciudad se inclinan tanto como pueden para admirar el precioso tesoro encerrado en la caja.

La gente, como es natural, se inclinaba hacia Aniirin para no perderse palabra de su relato.

—¿Qué es lo que ven? ¡Al emir hecho trizas y con la piel arrancada a tiras por perros salvajes! Su cara, hábilmente instalada en lo alto de un macabro amasijo, está maquillada con los mejores cosméticos, como si hubiera ido a la fiesta en calidad de invitado de honor. Lo cual, supongo, era cierto. Y así, amigos míos, es como mi amo consiguió superar un traicionero complot.

La gente rugía ante el relato, obviamente sorprendida al pensar que un emir podía recibir semejante trato. Lyim se tranquilizó. Aun en el caso de que Aniirin desvelara abiertamente su auténtica personalidad o que dejara entreverla con alguna pista, nadie habría creído que aquel hombre de ojos extrañamente coloreados y de cabeza desproporcionada fuera el potentado de Qindaras.

—Si queréis saber lo que pienso, Aniirin es todavía un bote lento —oyó Lyim que decía un joven con voz fuerte y áspera—. ¡Nunca ha tenido viento en las velas, y ahora tampoco lo tiene! ¡Sus manos están siempre calientes y su tripa bien llena! No tiene ni la menor idea de nuestros sufrimientos.

El bajá contuvo el aliento, convencido de que Aniirin no toleraría la ofensa, a pesar de que el ofensor ignoraba su presencia.

De hecho, Aniirin se levantó para defenderse. Con todo, Lyim no pudo menos que asombrarse.

—Es posible que Aniirin III no haya sido el mejor de los potentados, pero…

Una sonora serie de desdeñosos resoplidos circuló entre los allí congregados y cortó en seco la disculpa de Aniirin. El potentado hizo una pausa, visiblemente perplejo, mientras los demás se recostaban en sus asientos y bebían cerveza de las jarras.

Lyim escrutó los rincones oscuros del mesón y, pese al disfraz, identificó a Salimshad por su porte erguido y elegante. A su lado, pero no demasiado cerca, estaban Rofer y Lorenz, dos de los hombres en los que Lyim confiaba más. Los tres iban vestidos de vendedores ambulantes.

Los ojos del elfo estaban clavados en el potentado, clavados con cierta desesperación. Lyim no albergaba esperanza alguna de atraerlos hacia él. Ni tampoco podía acercársele y hablar abiertamente por miedo a llamar la atención de la gente.

Lyim lanzó directamente al cerebro del elfo un silencioso mensaje pronunciándolo de forma inaudible. Cuando Salim reconoció la voz de su jefe, levantó la cabeza con brusquedad. Al ver a Lyim en el mesón, una presencia del todo inesperada, sus hermosos y élficos rasgos reflejaron a la vez alivio y temor.

Salimshad había entrado al servicio de Lyim mucho después de que este hubiera jurado abandonar la magia. Lyim se negó a calmar la angustia del elfo revelándole sus métodos o su humor. Se limitó a torcer la cubierta cabeza señalando con un movimiento apenas perceptible hacia la parte de atrás del mesón.

Haz que uno de los guardias avise a Aniirin de que aquí hay muchos enemigos —empezó diciendo Lyim en otro silencioso mensaje dirigido a Salim—. Dile que tiene que salir al callejón de forma inmediata. Ordena a los guardias que permanezcan en el interior. Espera a Aniirin en el callejón, pero no hagas nada hasta que yo llegue.

Salimshad inclinó la cabeza ante la orden recibida e hizo lo previsto sin tardanza. Lyim contempló cómo Salim se encaminaba a la barra para pedir una cerveza, la señal convenida para que uno de los hombres seleccionados por Lyim hiciera otro tanto; el elfo no tomaba bebidas alcohólicas. Al captar la señal, Rofer, un tipo cuadrado de cabellos rubios y grueso cuello de guerrero, se aproximó a la barra. Deslizó sobre la superficie de madera pulida la jarra vacía que llevaba en la mano hasta situarla a la derecha de Salim. Tan sólo alguien que estuviera en el ajo podía descubrir que dos extraños se habían pasado un mensaje. El mesonero le devolvió la jarra llena. El guerrero se la bebió de un largo trago, se secó la boca con la manga y se reincorporó al círculo de oyentes de Aniirin.

Ya no había tanta gente. Muchos se habían cansado de las escandalosas historias del potentado y se habían ido a conversar a otra parte. Cuando Aniirin se recostó en su asiento para cobrar aliento entre dos relatos, el guerrero dejó caer algo en el suelo de juncos. Al inclinarse para cogerlo, susurró brevemente unas palabras al oído del potentado.

El mofletudo y fofo rostro de Aniirin palideció y se le crisparon los hombros. Se puso en pie de un salto y con las prisas volcó el taburete. Lyim observó cómo los descoloridos ojos de Aniirin escrutaban en todas direcciones tratando de detectar miradas en las que aflorara el odio. Lleno de confusión, se excusó ante los que le rodeaban y se dirigió rápidamente hacia la puerta trasera.

Lyim sabía que nadie debía verlo seguir a Aniirin mientras este iba hacia el callejón. Esperó a que la desgarbada figura del potentado hubiera cruzado la puerta trasera, y luego se deslizó sigiloso como una sombra y salió por la puerta delantera. El tiempo apremiaba, Mavrus podía haberse despertado ya.

Lyim se lanzó calle arriba a la carrera, giró a la derecha y luego otra vez a la derecha para entrar en el callejón. La luz de la luna iluminaba dos figuras. Aniirin estaba de espaldas al bajá, encorvado para examinar los cuerpos que Lyim había encontrado antes. Salimshad permanecía inmóvil; escuchaba la diatriba del potentado pero estaba pendiente de la llegada de Lyim.

—¡Están muertos! —gritó Aniirin, echándose hacia atrás con profunda aversión—. ¿Es normal encontrarse gente muriendo por las calles?

—Son cosas que ocurren —dijo Salimshad.

Aniirin bruscamente se enderezó, el problema ya se le había ido de la cabeza.

—Estoy helado hasta los huesos. ¿Qué estamos esperando?

—¿Acaso precisamente nosotros no esperamos la muerte? —insinuó Lyim.

Aniirin giró sobre sí mismo con expresión de asombro.

—Es algo muy siniestro para decírselo a un desconocido.

Lyim avanzó lentamente hacia el potentado.

—A algunos de nosotros les queda menos tiempo de espera que a otros.

Aniirin reflejaba en el rostro un horror creciente.

—¿Quién eres? —exigió mientras retrocedía con paso vacilante.

Lyim ocultaba la cara bajo la capucha. Sus pasos eran lentos, silenciosos, acordes con sus cuidadosamente calculadas palabras.

—En realidad, ninguno de nosotros puede elegir el momento y el lugar de su muerte. ¿Son los dioses o es sólo la simple mala suerte lo que decide por nosotros? Tal vez es sencillamente otro hombre con más poder en un momento dado —dijo Lyim riendo entre dientes—. Esto sería el colmo de la mala suerte, ¿no es cierto, Aniirin?

—¿Por qué me llamas con ese nombre? Yo sólo soy un viejo mercader —sollozó Aniirin—. ¿Por qué tratas de asustarme?

Lyim siguió avanzando hasta tener al aterrorizado hombre al alcance de la mano.

—Ambos conocemos tu verdadera identidad, Aniirin. Y también ambos sabemos que yo no habría llegado tan lejos sólo para asustar a alguien.

—¡Te digo que no sé de qué me estás hablando! ¡Ni siquiera sé quién eres! —añadió Aniirin mientras lentamente daba otro paso atrás y echaba un desesperado vistazo al callejón. Se sintió aliviado al ver a Salimshad, pero sólo hasta que el elfo se colocó detrás de él para impedirle escapar.

Aniirin giró sobre los talones y clavó la vista en la figura encapuchada que tenía ante él. Lyim se aflojó la capucha y la dejó caer sobre los hombros. Una luz azulada le bañó el rostro.

—¡Bajá! —gritó Aniirin. Palideció aún más y retrocedió de nuevo, pero chocó con el musculoso cuerpo de Salimshad—. ¡Pero si confiaba en ti más que en todos los demás!

Lyim encogió sus anchos hombros.

—Otro poquito de ironía en esta noche.

—Los rumores…, el emir Rusinias…

Lyim sonrió perversamente.

—Hay algo divertido en los rumores; a menudo encierran una pizca de verdad.

Aniirin sacudía la cabeza, negándose a la evidencia una y otra vez.

—¡Pero no lo entiendo! El cargo no hubiera tardado en llegar a tus manos. ¡Te nombro mi representante, mi sucesor!

—No reconozco tu derecho a concederme nada —le espetó Lyim—. Jamás he encontrado ni un solo noble merecedor del poder y de los privilegios que por su nacimiento disfruta —comentó el bajá. Como un destello le vino a la cabeza la imagen de otro hombre de alta cuna que se había interpuesto entre él y sus objetivos; por lo menos, Guerrand había sido un digno adversario—. Eres el mejor ejemplo para demostrar la validez de mi regla —añadió mientras se reía de la deforme cabeza de Aniirin y de sus ojos de color extraño—. Eres un ridículo engendro, una broma que los dioses hicieron a Qindaras. Pero esta noche voy a poner las cosas en orden.

—¡Ayu…¡ —exclamó Aniirin aterrorizado.

La mano enguantada de Salimshad golpeó fuertemente la boca del potentado interrumpiendo cualquier otro sonido.

Lyim se llevó la mano al muslo y sus dedos encontraron la empuñadura de la daga. Aunque no solía hacerlo, la había afilado aquella misma mañana como una hoja de afeitar, sin sospechar en absoluto el uso que acabaría dándole.

—¡Date prisa, amo! —murmuró Salimshad mirando lleno de temor hacia los distantes ruidos que hacían los borrachos en la calle.

Lyim levantó la mano. La hoja plateada reflejó la azulada luz y se hundió por tres veces en el grueso pecho del potentado.

El elfo dejó caer el cuerpo muerto de Aniirin junto a las figuras rígidas de los vagabundos que tan desagradables le habían parecido al potentado.

Lyim se limpió la sangre caliente de su víctima frotándose las manos en la basta túnica que había robado. Le temblaban las manos, pero no de miedo sino de excitación.

Lo había conseguido. Ya era potentado. En aquel momento Lyim podía ponerse el Guantelete de Ventyr y gobernarlo para que absorbiera más magia de la que habían soñado jamás quienes lo habían creado. La Asamblea de los Tres no podría hacer nada contra él sin romper el tratado. Eran demasiado mojigatos para hacerlo. Quizá, consideró el nuevo potentado de Qindaras, después de todo, hay dioses justicieros.