Capítulo 6

Lyim estaba sentado a la mesa de madera clara de la Sala de los Consejeros y distraídamente pasaba una afilada uña por la gruesa capa de polvo disimulada detrás de un jarrón. El contingente de sirvientes enviados por Mavrus había tenido apenas unos instantes para poner a punto la sala de la asamblea que no se había usado durante años. Jarrones de fragantes flores ayudaban a disipar el tufo característico de los lugares largo tiempo cerrados.

—Bajá —empezó diciendo Aniirin, malhumorado y pesadamente sentado a la cabecera de la mesa—, dímelo otra vez: ¿por qué decidí que era preciso reunirse con esos enanos? ¿No habría sido mejor dedicarme a alimentar a mis peces en la piscina reflectante?

Mavrus se las había apañado para embutir al potentado en una muy ajustada sotana de ceremonia de color azul cobalto. Los botones le ceñían el hinchado pecho de forma que la ropa interior de algodón blanco asomaba entre ellos. Aniirin, visiblemente incómodo, se movía de un lado para otro y se rascaba como un chiquillo con el traje de los domingos.

—Esta clase de conferencias de negocios son sin duda una pesadez —asintió Lyim—; en particular, tratándose de una raza tan engreída y avariciosa como los enanos. En todo caso, tomaste la decisión después de que ellos insistieran mucho en que debíamos escuchar sus quejas. Si no lo hacemos, nos arriesgamos a echar a perder el acuerdo comercial establecido con ellos durante el reinado de tu venerable abuelo. Eso afectaría seriamente los ingresos de los peajes navales que nos reportan las embarcaciones mercantes de los enanos que navegan por nuestro río Torath.

—Sí, así fue —dijo Aniirin con expresión ausente. Levantó bruscamente su deforme cabeza y miró con ojos medio cerrados, uno verde y otro azul, hacia la puerta de entrada—. ¿Por qué no han llegado todavía? ¿No se dan cuenta de que soy un hombre ocupado? Tengo cosas más importantes que hacer que esperar a un puñado de enanos quejicas.

—Claro que sí, señor —dijo Lyim—. Desgraciadamente, los emires tienen que llegar antes de que Mavrus pueda hacer entrar a los enanos —le comentó, lanzando una mirada de preocupación hacia la puerta—. No se me ocurre qué puede haberles retardado.

Lyim sabía perfectamente bien lo que había provocado el retraso de los otros miembros de la asamblea. Salimshad se las había ingeniado para demorar a los mensajeros enviados a los emires y en las cartas había apañado algunos cambios de horario.

—Estoy seguro de que no tardarán en llegar —dijo Lyim—. Todos son hombres responsables. —Las calles estaban repletas de gente, puesto que eran muchos los que ansiaban contemplar los festejos en honor de Sirrion.

—Sin embargo tú llegaste a la hora —observó Aniirin.

—Yo tengo un defecto: soy absolutamente intransigente con la impuntualidad —confesó Lyim—. Salimshad sostiene que me obsesiona salir de casa ridículamente pronto para acudir a las citas.

—Eso no me parece un defecto —dijo Aniirin; cogió un puñado de uvas verdes del cuenco que tenía delante y se las metió en la boca todas a la vez.

Lyim, ante el cumplido, tosió con cierta incomodidad.

—Te aseguro, señor, que es un hábito que enfurece a Salimshad —dijo el bajá, y, frunciendo el entrecejo, lanzó de nuevo un vistazo hacia la puerta—. Quizá pueda averiguar lo que retarda a los demás emires —añadió. Se levantó e inclinó la cabeza brevemente—. Si quieres excusarme, señor, será sólo un momento.

—Ordena a Mavrus que te ayude —le indicó Aniirin agitando la mano distraídamente, pues ya se había concentrado en la entretenida y difícil tarea de quitar la correosa y roja piel de una granada sin estropear las jugosas semillas de su interior.

Lyim salió apresuradamente de la habitación y cerró tras él la pesada puerta dorada. Todo sucedía tal como lo había planeado. Emitió un penetrante silbido: la señal convenida con Salimshad. El elfo se encontraba en la sala adjunta, el Patio de los Consejeros, explicando a los miembros de la asamblea allí congregados que el bajá Rhistadt seguía tratando de convencer a Aniirin de la necesidad de reunirse con los enanos de Thorbardin. Los emires no tendrían más remedio que creérselo y por tanto se verían obligados a reconocer los progresos realizados por Lyim con el potentado. Aunque habría sido beneficioso para la ciudad y para todos sus representantes, Aniirin se había resistido a esa reunión de negocios tremendamente aburrida hasta el ascenso de Lyim. Pero ahora el potentado confiaba plenamente en él.

El control del tiempo era crucial. Lyim tenía que hacer entrar a los enanos en la sala de la asamblea sólo unos segundos después de la llegada de los emires, de forma que Aniirin no tuviera tiempo de preguntarles a los nobles la causa de su retraso. Acudió a toda prisa a la antecámara de la audiencia, donde Mavrus estaba atendiendo al grupo de los tres enanos.

—Estamos preparados —anunció Lyim.

Mavrus, un tanto nervioso, pareció aliviado al ver aparecer a Lyim. El crujiente cuello almidonado de su camisa estaba dado de sí y algo manchado de sudor. Sobre una mesa había tres grandes botellas vacías de la mejor cerveza kharoliana de Aniirin. La mano de Mavrus estaba a punto de verter las últimas gotas de otra botella en una jarra destinada a un enano cuyos ojos ya estaban ribeteados de rojo a causa de la bebida. Que los enanos estuvieran casi borrachos no hacía más que facilitar los planes de Lyim.

Los enanos miraron al bajá con irritación por haberlos hecho esperar. Uno de ellos se le acercó airadamente, a punto de hablar, pero Lyim lo cortó en seco.

—Haríamos mejor ahorrándonos las presentaciones antes de entrar en la sala de la asamblea, señor. Aniirin es un potentado muy ocupado y me horroriza hacerlo esperar.

Lyim sabía que aquella táctica era arriesgada. Calibró la reacción de los enanos ante sus palabras. Tal como había previsto, sugerir que el tiempo de Aniirin era más importante que el de los enanos aumentó su cólera. El probable sucesor de Aniirin miró a Mavrus y se tranquilizó. El criado dibujó una leve sonrisa de aprobación, pues en las palabras de Lyim detectó únicamente preocupación por los planes de Aniirin. «Todo va bien por ahora», pensó el bajá.

Lyim, a la vanguardia del grupo de los enanos, vio cómo se cerraba la puerta de la Sala de los Consejeros tras el último miembro de la asamblea. Apretó el paso y de nuevo abrió la pesada puerta. Todo sucedió con tanta rapidez que los emires sólo tuvieron tiempo de buscar un lugar para sentarse.

—Potentado Aniirin, venerables emires de Qindaras, quisiera presentaros a los representantes de Thorbardin.

La boca de Aniirin estaba ribeteada del rojo jugo de la granada. El potentado escupió una semilla sobre la mesa en el preciso momento en que Mavrus se apresuraba entre los allí reunidos para ofrecerle un pañuelo.

Aunque no tenían fama de ser muy sutiles, los enanos acertaron a disimular su perplejidad ante la conducta y el aspecto del potentado. Lyim apenas pudo reprimir un resoplido al verle la deforme cabeza y la cara manchada como la de un niño. Lyim confiaba tan sólo en que los enanos no insultarían abiertamente a nadie antes de que él tuviera la ocasión de sembrar más semillas venenosas de descontento en ambas partes.

Uno de los enanos se adelantó un paso.

—Soy Therin Glous, del clan Daewar —dijo con un marcado acento y voz de barítono, como la de la mayoría de los enanos que Lyim había conocido. Llevaba una chaqueta de piel, corta y ceñida, pantalones a rayas y botas arrolladas—. Detrás de mí se encuentran Noshor, nuestro ministro de Comercio, y Von Eaugur, nuestro ministro de Salud Pública.

El potentado se limitó a quedarse sentado, parpadeando con sus ojos azul y verde, en actitud expectante. A continuación Lyim se apresuró a presentar a los emires colegas suyos: Vaspiros, Garaf, Calesta, Dafisbier y Hasera, el sustituto de Rusinias.

—Permitidme que me presente a mí mismo —dijo en el más suave de los tonos—. Soy el bajá Lyim Rhistadt, el legatario del potentado Aniirin —añadió, y con un gesto de la mano invitó a los enanos a que tomaran asiento en las sillas vacías de la mesa de conferencias—. Por favor, poneos cómodos mientras repetís ante todos nosotros la naturaleza de vuestras quejas.

Refunfuñando ruidosamente, aquellos piernicortos personajes se esforzaban para encaramarse a las altas sillas.

Mavrus intercambió una rápida y preocupada mirada con Lyim. El criado, sensatamente, había sugerido sustituir las tres sillas de los humanos por otras más bajas y adecuadas a la estatura de los enanos. Lyim había rechazado la idea diciéndole al criado que, por propia experiencia, sabía que los enanos interpretaban esa clase de detalles como una muestra de paternalismo. Pero en ese momento Lyim se limitó a fruncir los labios como queriendo decir: ¿cómo no se nos ha ocurrido?

—Tal como dijimos a tu servidor Mavrus, aquí presente —dijo Glous—, hemos expresado una queja formal relativa al saqueo de nuestras embarcaciones mercantes y al asesinato de nuestros marinos y mercaderes. Barcos que durante los últimos meses han pasado por Qindaras navegando por el Torath han llegado a su destino final con sólo la mitad de la carga y a menudo con la dotación de marineros mermada. Pedimos una investigación oficial sobre este asunto —concluyó el enano.

—Tal vez tus marinos no sean tan fiables como crees —sugirió Vaspiros con su característica crispación. El barrio de Vaspiros era ribereño como el de Lyim—. Quizá estaban cansados de la vida a bordo y desertaron después de vender la carga robada para poder retirarse y vivir holgadamente.

El ministro de Comercio de los enanos se inclinó hacia adelante con intención de hablar; bajo la barba, las mofletudas mejillas le ardían de cólera.

—Los marineros que regresaron a Thorbardin nos informaron de que los hombres desaparecidos bajaron a tierra mientras estaban aquí, en Qindaras. Al ver que no regresaban a bordo, organizaron patrullas en su busca. En todos los casos, encontraron a los marineros desaparecidos en las calles de vuestros barrios ribereños: habían sido asesinados. Denunciamos los crímenes, pero no se ha hecho nada.

Calesta y Garaf, miembros de la asamblea que representaban barrios de tierra adentro, suspiraron a la vez visiblemente aliviados.

—Qindaras es una ciudad de considerables dimensiones —dijo el miembro de la asamblea Hasera, que había ocupado el puesto de Rusinias en un barrio ribereño lleno de almacenes—. Sucesos sórdidos de esta clase ocurren con frecuencia en las grandes ciudades.

—Tal vez en las ciudades de los humanos —dijo Noshor con desdén apenas disimulado—, pero no en las ciudades civilizadas como Thorbardin.

—¡Civilizadas! —aulló Aniirin, pareciendo prestar atención a la discusión por vez primera—. Demostráis tener mucha osadía al presentaros aquí con cualquier reclamación. ¡Podéis consideraros muy afortunados por el solo hecho de que os dejemos cruzar Qindaras con vuestras embarcaciones!

—Estoy seguro de que su señoría no quería decir… —empezó diciendo Garaf, tratando de apaciguar el temporal que se estaba formando. Miró desvalidamente a los otros emires.

No obstante, Lyim estaba atento a la puerta. En aquel instante, Salimshad penetró por ella desde el patio y avanzó con la discreta gracilidad de un elfo de pie firme hasta situarse a su lado. Vestido con una negra chilaba provista de capucha, parecía una sombra. Lyim, desde la silla en la que estaba sentado, se inclinó hacia adelante para oírlo mejor. El elfo le susurró unas palabras y de repente el rostro de Lyim se encendió. Asintió satisfecho y con un gesto ordenó que Salimshad se marchara por donde había venido.

—Si no os disculpáis de forma adecuada por los saqueos y por los asesinatos —dijo gritando Von Eaugur—, nos veremos obligados a considerar nulo e invalidado el tratado de comercio suscrito hace trescientos años con Aniirin I.

Hasera emprendió una débil defensa.

—Estoy convencido de que el potentado comparte nuestra preocupación por la continuidad de este acuerdo de comercio que beneficia a ambas partes. Tal vez Aniirin tenga alguna idea que satisfaga a todos.

—Aniirin puede hablar por sí mismo —atronó el potentado—. ¡Mavrus! ¡Inflinge a Garaf y a Hasera medio castigo por arrogarse la personalidad del potentado!

Mavrus estaba asombrado por el cariz que tomaban los acontecimientos. Pero el bien adiestrado criado hizo un gesto a través del umbral de la puerta. Al instante aparecieron cuatro centinelas armados. Mavrus señaló hacia los paralizados y asustados emires, que obviamente recordaban el aspecto de los restos del emir Rusinias en la caja empapada de sangre. Sin demora alguna, los centinelas sacaron de la Sala de los Consejeros a los angustiados emires. Vaspiros y Calesta se quedaron boquiabiertos, como peces fuera del agua, pero se tragaron cualquier palabra que hubieran pensado decir.

Lyim se aclaró la garganta y luego se dirigió a los enanos.

—Tengo que expresar mi protesta por vuestro tono exigente —empezó a decir—. El potentado ha tomado las medidas oportunas para subsanar el problema del que habláis en cuanto esta mañana Mavrus lo ha informado del mismo. Lamento tener que reconocer que la mayoría de esos crímenes han tenido lugar en mi propio barrio. A causa de ello, propuse que mi hombre de confianza, Salimshad, se infiltrara en los bajos fondos del barrio con objeto de identificar a los responsables. Precisamente, me acaba de informar de que los culpables ya han sido apresados y van ser castigados.

Lyim chasqueó los dedos. Cuatro harapientos vagabundos amordazados entraron por la puerta, empujados desde atrás por Salimshad.

Aniirin se quedó boquiabierto y con los ojos desorbitados. Los enanos expresaron su asombro ante la rapidez con la que habían sido atendidas sus peticiones, sobre todo habida cuenta de cómo se habían desarrollado las conversaciones.

—¿No puede haber algún error? —preguntó Glous.

—Ninguno —dijo Lyim con expresión tan firme como el metal enfriado—. Salimshad es experto en arrancar la verdad de los más recalcitrantes prisioneros. Todos estos hombres han confesado. Vuestras embarcaciones no volverán a tener problemas en Qindaras.

Lyim se volvió hacia el potentado.

—¿Qué castigo juzgas oportuno imponerles, señor?

Aniirin todavía estaba perplejo y, como es obvio, rebuscaba en su anormal cabeza el momento en el que había dado la orden de iniciar las pesquisas.

—Tal vez desees permitir que sean los enanos quienes decidan el castigo, como prueba de nuestra continuada buena fe —sugirió Lyim.

Complacido por su propia e inteligente previsión, Aniirin dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Excelente, ideal!

—Tan sólo te recuerdo lo que tú mismo pensaste en primer lugar —insistió Lyim con calculada humildad.

—Matadlos ante nosotros —pidió Von Eaugur. Glous y el ministro de Comercio asintieron con sus peludas cabezas—. En Thorbardin ese es el castigo para delitos similares, aunque son poco frecuentes.

Inmediatamente, los guardias pasaron por el cuello de cada prisionero un lazo de resistente cuerda atada a un mango de madera. Giraron los mangos y las cuerdas se tensaron como torniquetes. Los prisioneros no podían chillar, ni tan sólo susurrar. Unos tras otro cayeron de rodillas, y las caras se les volvieron primero de un rojo brillante y luego de color púrpura. Se les hincharon las mejillas, y los ojos, llenos de terror, se les salieron de las órbitas. Estrangulados por los torniquetes, se convulsionaron durante un tiempo que a Lyim le pareció muy largo. No pudo determinar con exactitud el momento en que les sobrevino la muerte, puesto que los ojos no se les llegaron a cerrar, sino que parecían mirar, vacíos de toda expresión, hacia algún punto lejano antes de que los miembros dejaran de retorcérseles.

Aliviados de que por fin los cuatro hubieran muerto, los soldados aflojaron los torniquetes y dejaron que los cuerpos se desplomaran en el suelo.

Lyim se inclinó y bajó la voz ostensiblemente para que sólo pudiera oírlo Aniirin.

—Señor, cuando decidas el castigo que me corresponda por mi vinculación con esos vergonzosos incidentes, te pediría que tengas en cuenta mis leales servicios. Sería imperdonable que ciudadanos de mi barrio llegaran a pensar que semejantes actos pudiesen quedar impunes. Garaf tenía razón: los que no vivimos en las peores calles, no nos damos cuenta de lo peligrosas que son —añadió Lyim. Se incorporó y se enderezó completamente—. Con todo, asumo mi entera responsabilidad.

Vaspiros y Calesta se miraron el uno al otro. Rara vez habían escuchado un parlamento tan largo del bajá, cuyos frecuentes silencios habían atribuido a la astucia. Tampoco habían esperado una declaración en la que se inculpara a sí mismo.

—Espérame en mis aposentos —dijo Aniirin con seriedad poco habitual.

Por una vez, la mirada que Aniirin dirigió a Lyim era imposible de interpretar.

Con la cabeza gacha, Lyim pasó por encima de los desplomados cuerpos de los cuatro inocentes que Salimshad había atrapado en las calles cercanas al palacio. Cuando llegó a la puerta y la cruzó, en sus labios se dibujó una sonrisa.

—No recuerdo haber dado ninguna orden para tratar de encontrar a los culpables —admitió Aniirin. Su cuerpo hinchado se hundía en el mullido y hondo sillón situado junto a la chimenea. El palacio estaba calentado de forma mágica, como siempre, y no necesitaba chimeneas, pero los sirvientes sabían que al potentado le gustaba permanecer absorto mirando las llamas. Decía que aquello lo calmaba.

Lyim se agitó con cierto nerviosismo y se ajustó el cuello duro. Los aposentos privados de Aniirin eran insoportablemente calurosos.

—Lo dijiste esta mañana, señor. Estábamos conversando acerca de la renovación de los establos cuando Mavrus nos habló de la llegada de los enanos y de sus quejas.

Aniirin asintió con la cabeza.

—Ya me acuerdo.

—Hablamos de enviar agentes a los barrios ribereños —prosiguió Lyim—, y entonces Mavrus requirió tu atención para algún otro asunto urgente de la corte. Yo me limité a ejecutar lo que creí eran tus órdenes y envié a mis hombres a recorrer las calles —explicó Lyim. Hizo una pausa y adoptó una expresión contrita—. Confío en no haberme extralimitado.

—No —dijo Aniirin, y se levantó y empezó a andar de un lado para otro.

Intentaba agarrarse las manos por detrás de la espalda, pero tenía los brazos demasiado cortos para rodear su corpachón.

»Desde la reunión —continuó Aniirin—, he estado pensando en mi abuelo. Creo que él no me consideraría un buen potentado —añadió, y levantó la mano para acallar la protesta que Lyim se apresuraba a formular—. No, no, no me interrumpas ahora, mi buen bajá.

El potentado parecía lúcido y serio como Lyim nunca lo había visto, como si los acontecimientos de la jornada le hubieran hecho madurar.

—No recuerdo la última vez en que me dieron auténticas noticias de Qindaras, o en que me preocupé por ellas. A lo mejor no te has dado cuenta, pues tal vez he disimulado bien, pero realmente sólo me he preocupado por la recaudación de impuestos realizada por los emires y no por lo que representaba. ¿Cómo les va a los ciudadanos? ¿Son esos asesinatos tan comunes en todos los barrios ribereños, tal como cuentan los enanos? Soy consciente de que mi abuelo, y también mi padre, habrían sido capaces de dar respuesta a estas preguntas. Un potentado debería saber este tipo de cosas.

—No es infrecuente que los jefes pierdan contacto con su pueblo —dijo Lyim—, en particular, si no pueden salir de sus palacios por razones de seguridad.

Aniirin asintió con la cabeza y se recostó en el mullido sillón contemplando las llamas de la chimenea.

—No me acuerdo de la última vez en que vi de cerca a un ciudadano, por no mencionar la última vez en que hablé con alguno.

Lyim fingió empecinarse en una idea.

—Tú eres potentado. ¿Quién podría impedirte que te pasearas con toda libertad entre tu gente? Pero no es posible —dijo negando con la cabeza—; correrías un riesgo demasiado alto.

Aniirin se inclinó hacia adelante.

—¿Por qué razón?

—¿Qué jefe se ve libre de que algún ciudadano, de forma injustificada, lo considere culpable de sus propios errores? Yo no soy más que un humilde bajá y, a pesar de ello, no puedo recorrer la menor de las distancias sin guardaespaldas. Por ser el potentado, seguramente serías víctima de insultos verbales y, posiblemente, incluso de agresiones físicas.

—¿Quién se atrevería a atacar al potentado? —atronó Aniirin—. ¡Sería castigado tanto aquí como en la otra vida!

Lyim hizo una intencionada pausa.

—Puede resultar inconcebible, señor, pero algunos individuos prefieren arriesgar su posición en el más allá para conseguir vengarse aquí.

Aniirin analizó aquellas palabras.

—Hay pocos ciudadanos que me hayan visto alguna vez. ¿Cómo sabrían que no soy un miembro de la nobleza que los visita?

Lyim apreció con sus dedos la excelente calidad de las ropas del potentado.

—Señor, tu aspecto no es el de un simple miembro de la nobleza. Naturalmente, sólo lo digo como un cumplido.

Aniirin, que había fruncido el entrecejo un breve instante, adoptó una expresión decidida.

—Soy el potentado y he tomado la decisión de salir disfrazado. Arréglalo con Mavrus —ordenó. Cuando advirtió la protesta que reflejaba el rostro de Lyim sonrió con malicia—. Considera que esta orden es el castigo por dejar que esos malhechores actuaran en tu barrio.

Lyim inclinó la cabeza.

—En tal caso no puedo negarme, señor. Pero tengo que insistir en que consideres la conveniencia de permitir que te acompañe mi contingente de guardaespaldas. Personalmente, puedo dar fe de su efectividad.

—¿No resultaré más sospechoso rodeado de guardias?

—Están adiestrados para ser discretos.

Aniirin golpeó con el puño el brazo del sillón en señal de triunfo.

—Bueno, pues ya está arreglado. Ocúpate de mi disfraz y de mi protección.

—Mavrus será más difícil de convencer, señor.

Aniirin agitó la mano, desechando la idea.

—Mavrus hará lo que yo le mande. Además, ha sido testigo de tu lealtad. Ahora confía en ti.

Lyim inclinó una vez más la cabeza en señal de obediencia.

—Pues entonces ya lo puedes dar por hecho, señor.

En su fuero interno, la sonrisa de Lyim se transformó en burla, pues pensaba que Mavrus no tardaría en descubrir la gravedad de su error.