Capítulo 5

Hacía frío, el tiempo era húmedo y tenía hambre. Bram subía trabajosamente por la colina tras el centauro Aurestes, sobre las resbaladizas hojas empapadas de lluvia. No importaba hacia dónde se volviera: el temporal siempre le castigaba la cara. ¿Qué le había hecho pensar que el reino de ellos era siempre verde y cálido? El reino de ellos… Tendría que dejar de referirse a los tuatha dundarael con el pronombre «ellos».

Bram patinó en un tramo de resbaladizas hojas heladas y dio con una rodilla en el duro suelo. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, tratando de recuperarse y de recordar por qué estaba pasando por aquella pesadilla.

«Vas al encuentro de tu auténtica madre —se dijo el joven para darse ánimos—. Una lluvia helada no bastará para hacerte desistir de conocer la verdad. Lo has pasado peor arando los campos de Thonvil con tus propias manos».

Por lo menos no tenía que pasar hambre. Rebuscó en el fardo de piel que le había dado el tuatha y sacó lo primero con lo que tropezaron sus dedos: un higo seco. Bram se lo tragó de un bocado, confiando en que la comida reforzaría su determinación.

—No me digas que ya estás cansado —se burló Aurestes.

Bram levantó la vista para mirar al centauro. Aurestes había emprendido la subida por la empinada ladera de la colina con tanta agilidad y equilibrio como una cabra montés. De uno de sus anchos hombros pendía un carcaj repleto de flechas. Del otro, un arco labrado a mano. Acarreaba unas abultadas alforjas llenas de estacas y provisiones facilitadas por los tuatha al servicio de Weador. Aurestes tenía una expresión de asombro.

—Te ofrecí que montaras sobre mi lomo.

Bram apretó los dientes.

—Te dije que no pensaba que fuera una buena idea. Sinceramente, incluso me cuesta admitir que me sirvas de guía.

El centauro resopló como un caballo.

—Puestos a ser sinceros, te diré que una de las dos razones por las que acepté guiarte fue porque averigüé que eres medio tuatha. Esta circunstancia sólo te convierte en medio tolerable.

Bram se incorporó y con los dedos helados se limpió la rodilla.

—Sigo sin comprender por qué Weador insistió en que me acompañaras.

—Creo que ya te lo he explicado. Aparentemente, tu mitad humana es demasiado estúpida para comprenderlo, de modo que trataré de contártelo de forma sencilla: tenemos que atravesar una región absolutamente desolada para llegar a la zona en la que Weador cree que vive Prímula. Esa región absorbería energía de un tuatha con gran rapidez, puesto que esa raza depende en gran medida del vigor del entorno. Yo no soy tuatha, por consiguiente estaré a salvo de esos efectos. Pero tú te verás afectado dado que eres parcialmente tuatha.

De mala gana, Bram asintió con la cabeza.

—Todavía me sigo viendo como un ser completamente humano —comentó el joven, y se pasó una mano por el cabello—. No estoy seguro de si algún día me veré de otro modo.

—No sé por qué pareces tan reacio a aceptarte como eres —observó el centauro—. Los tuatha son una raza mucho más civilizada e inteligente que la humana.

—Eso no es más que un prejuicio propio de un centauro —dijo con frialdad Bram—, lo cual no deja de ser curioso habida cuenta de que tu mitad superior tiene aspecto humano. Dime, ¿cómo reaccionarías si alguien te dijera que no eres realmente un centauro, que eres un… un osgo?

—Eso es ridículo —puntualizó Aurestes—. Mírame —añadió mirándose los flancos—. ¿Acaso tengo aspecto de osgo?

—¿Acaso tengo yo aspecto de tuatha? —repuso Bram—. No, tengo aspecto de hombre, y siento y pienso como un hombre: eso es lo único que sé.

Por una vez, Aurestes reprimió su mordaz respuesta y se limitó a dar un pequeño bocado a sus provisiones.

—Dijiste algo acerca de que tenías dos razones para aceptar acompañarme —le recordó Bram, rompiendo el silencio—. ¿Cuál es la segunda?

—No es de tu incumbencia —precisó el centauro en tono desdeñoso—, pero temporalmente estoy al servicio de los tuatha en calidad de sacerdote de Habakkuk, el dios verdadero.

—No pareces tener un aspecto muy espiritual —observó Bram con poca delicadeza.

Aurestes le lanzó una mirada maliciosa.

—Habakkuk no dice nada acerca de que haya que ser hermoso a los ojos de los estúpidos humanos. En cambio, sí espera que los sacerdotes, una vez en la vida, abandonen a sus amigos y a su comunidad para errar por el país. Esa experiencia purifica y enseña al sacerdote los verdaderos caminos de la naturaleza. El tiempo de vagar termina cuando el sacerdote recibe una señal de Habakkuk indicándole que ha prestado un importante servicio. Con este fin he utilizado mi tiempo para ayudar a Weador a recuperar las tierras de su dominio. Precisamente antes de que Weador me pidiera que te hiciera de guía, tuve una visión de Habakkuk en la que me dijo que después de acompañarte a buscar a Prímula terminaría mi trabajo de misionero errante.

—Pero Weador me contó que los tuatha veneran a Chislev. ¿Por qué un sacerdote de Habakkuk serviría a los seguidores de otra divinidad?

—Habakkuk y Chislev trabajan en equipo para restaurar y mantener el mundo natural. Tanto los tuatha como los centauros protegen enérgicamente la naturaleza de los que quieren destruirla o expoliarla.

—Espera —protestó Bram—. Habakkuk es también venerado por los caballeros de Ergoth…

—¿Y? —aulló el centauro con rudeza—. Los caballeros y los centauros tenemos muchas cosas en común: bravura, valor, un gran amor por la naturaleza. Habakkuk, de hecho, creó la Orden de la Corona de los Caballeros de Solamnia.

El centauro miró hacia atrás por encima del hombro y reemprendió la ascensión por la ladera.

—Si ya has descansado bastante, continuemos. Todavía no hemos llegado a la zona devastada.

Bram miró en torno con incredulidad; todo lo que sus ojos veían era un paisaje gris y húmedo.

—¿No es esto?

—Aún no —resopló Aurestes—, pero no tardaremos en llegar.

Al otro lado de la sierra el terreno bajaba en pronunciada pendiente. Los dos viajeros apretaron el paso y, una vez llegados a niveles inferiores, penetraron en un bosque. Pero este no tenía nada que ver con el que habían dejado atrás. Las plantas carecían por completo del sentido de la armonía y de la perfección, tan patentes en la corte de Weador. Iban adquiriendo formas más y más claramente amenazadoras: retorcidas, grises, espinosas. Repugnantes rostros les sonreían lascivamente entre los umbríos troncos de los árboles o desde lo alto de las deformes ramas, pero desaparecían al instante cuando Bram los miraba frontalmente. Constató que cada vez que una rama crujía bajo los cascos de Aurestes no podía evitar sentir escalofríos y sobresaltarse.

Cuando poco tiempo después salieron del bosque, Bram echó de menos las intimidantes sombras que acaban de dejar atrás: tan lúgubre era el nuevo paisaje. El cielo, o lo que parecía serlo, era de color gris negruzco. El aire olía a humo de madera ardiendo y también a carne quemada. No había árboles ni prados dignos de tal nombre, tan sólo algunas ramas desnudas emergían del negro y polvoriento suelo pelado. Y rocas: grandes rocas erosionadas de formas caprichosas.

—¿Qué ocurrió aquí? —preguntó un jadeante Bram—. Parece como si el fuego más exterminador se hubiera abatido sobre esta tierra.

Aurestes dio un cauteloso paso hacia adelante y observó con más detenimiento que de costumbre.

—Del mismo modo que la corte de Weador refleja la salud orgánica y espiritual del mundo físico relacionado con ella, esta parte del reino de los tuatha refleja la desolación de las Praderas de Arena. Weador cree que esta zona está tan atrozmente devastada debido a que se utiliza en ella un artefacto absorbente de magia.

Bram advirtió que el centauro había empuñado el arco; por vez primera desde que salieron de la corte tenía preparada una flecha.

—¿Crees que tendremos problemas?

—Siempre creo que tendré problemas cuando viajo con un humano —dijo Aurestes sonriendo con aire displicente, pero sus ojos no dejaban de explorar el desolado panorama.

—Creía que ya habías estado aquí en otras ocasiones —dijo Bram en tono recriminatorio. Imitando la precavida actitud del centauro, sacó una porra de su fardo y, cautelosamente, reanudó la marcha tras Aurestes. Aquel paisaje provocaba en Bram una sensación de silenciosa desesperación. Avanzaban rápido, a la carrera, para dejar atrás cuanto antes aquellas inhóspitas tierras. Cuando por fin llegaron a unas laderas grises y húmedas, Bram sintió deseos de besar la fría y miserable tierra.

Finalmente, a cierta distancia de la linde, en el interior de un bosque sin hojas, Aurestes se detuvo para descansar. Los flancos del centauro estaban empapados de sudor y el pecho le subía y le bajaba fatigosamente. Se arrodilló sobre las patas delanteras y trató de recuperar el aliento.

Bram cogió el pellejo de su mochila, apretó la abertura y la dirigió hacia la boca de Aurestes. El centauro bebió con ganas, salpicándose las coloradas y calientes mejillas con el líquido que no podía tragar. A pesar de las protestas de su guía, Bram empezó a darse cuenta de que aquel ser no era tan irascible como pretendía.

—¿Por qué parecías tan empecinado en impedirme viajar primero a Wayreth y luego a la corte de Weador?

Aurestes se limpió la boca con el antebrazo.

—Mi misión consistía en poner a prueba tu coraje y determinación.

—Habría apostado que eras un poco idiota —le confesó Bram, sinceramente arrepentido.

Aurestes sonrió abiertamente.

—Tú, más que nadie, deberías saber que a veces las apariencias engañan.

—Te debo una disculpa —dijo Bram—. Me equivoqué cuando te dije que no necesitaba tu ayuda como guía.

En lugar de sentirse halagado, Aurestes frunció el entrecejo.

—Ya te lo dije, te acompañé porque Habakkuk me encargó que así lo hiciera. En cierto modo, aunque no puedo imaginarme por qué, esto contribuye a que se cumpla su objetivo de proteger la naturaleza. No se trataba en absoluto de un sentimiento amistoso de preocupación o de afecto. Quítate de una vez esa idea de tu estúpida cabeza de humano.

—Bien —dijo Bram intentando disimular una amplia sonrisa que sabía iba a disgustar al centauro. Recuperó su pellejo y lo inclinó. Una última gota cayó al suelo—. La próxima vez será mejor que consumas tus propias provisiones.

—Parece que tendré que hacerlo, puesto que a ti se te ha terminado la reconstituyente bebida de Weador.

El centauro lo condujo hacia la orilla del río. Allí giraron hacia la izquierda y siguieron la corriente fluvial durante un tramo de varias leguas hasta llegar al lugar donde el río se desplomaba por una garganta rocosa. Al principio, Bram temió caerse por las abruptas pendientes, pero el centauro encontró un sendero que ambos podían seguir sin demasiados problemas. Después de un duro descenso, alcanzaron el fondo.

Allí la ribera se suavizaba y el río corría encajonado entre grandes bloques de piedra. En la otra orilla se levantaba la pared rocosa de un barranco, surcada por franjas grises producidas por la acción del agua. Apoyada contra el muro de piedra había la escalera más alta que Bram hubiera visto jamás, y también la más primitiva: centenares de troncos sin pulir de árboles jóvenes atados a tres maderos de soporte verticales. A Bram le recordó la columna vertebral y las costillas de una vaca.

La mirada del joven subió por la escalera hasta alcanzar una abertura en la pared del barranco. «"Abertura" no es la palabra correcta», se corrigió a sí mismo. Su aspecto hacía pensar en la entrada de un templo, bien adornada y provista de columnas, que hubiera sido arrancada y posteriormente injertada en el muro rocoso.

—¿Te vas a quedar aquí toda la vida con la boca abierta o piensas ir en busca de tu madre? —le preguntó el centauro.

Bram se agitó sobresaltado.

—Sigamos —dijo, y miró las cuatro patas del centauro con el entrecejo fruncido—. ¿Cómo piensas trepar por la escalera?

—No pienso hacerlo. Mi compromiso con los tuatha termina aquí. Ahora ya puedo regresar con mi gente después de un largo año de ausencia —explicó Aurestes, y se dio la vuelta para irse.

—¿Eso es todo? ¿Te vas a ir así, sin más?

—¿Crees que estamos obligados a practicar esa costumbre humana de los abrazos de despedida tan especialmente molesta?

—¡No! Claro que no, yo… —empezó a decir Bram, pero la confusión le impidió continuar. Se enderezó y recuperó la calma—. Buen viaje y gracias una vez más, Aurestes. Espero que tu vuelta a casa responda a tus expectativas y que incluso las supere.

La mirada de Aurestes recorrió la enorme escalera y luego se posó de nuevo en los ansiosos ojos del humano.

—Lo mismo digo, Bram.

Bram contempló cómo el centauro se alejaba a medio galope y desaparecía por las laberínticas torrenteras que servían de lecho al río en aquella zona. Siguió mirando hacia allí hasta mucho después de que el repiqueteo de los cascos sobre la piedra se hubiera desvanecido por completo.

Con precaución, subió los primeros peldaños de la escalera y, mientras lo hacía, pensaba en lo desierto que parecía aquel lugar. Era precisamente lo que había esperado de los tuatha, un pueblo que no se dejaba ver a menos que deseara hacerlo. Los súbditos de Weador habían ayudado a Bram en Thonvil durante años antes de que el joven advirtiera su presencia.

Con sumo cuidado siguió trepando por la escalera. Al llegar arriba, cruzó el esculpido arco de entrada que conducía a un largo y amplio pasadizo subterráneo.

—¡Hola! —gritó, y su voz resonó en el fondo de la pared rocosa—. Vengo de la corte del rey Weador para hablar con la tuatha llamada Prímula —añadió, y al ver que nadie le respondía, echó a andar.

Al cabo de un corto trecho, Bram se dio cuenta de que no se encontraba en una caverna, como había pensado al principio, sino en un túnel excavado en la ladera de la colina. Aceleró la marcha hasta que el punto de luz del extremo opuesto se convirtió en una inequívoca abertura. Más allá, el mundo volvía a ser acogedor y verde.

Mientras cruzaba la abertura, Bram gritó de nuevo. Se sentía estúpido chillando a los árboles, pero también pensó que sería de mala educación introducirse en el reino de Prímula sin haber sido invitado ni anunciado. Estaba convencido de que los tuatha estaban allí. Durante los tres años que había trabajado en Thonvil en colaboración con los tuatha había descubierto unas sensaciones que delataban su presencia. Cuando los tuatha se hallaban cerca, el aire parecía más vibrante, incluso electrizado. El joven daba por sentado que había aprendido a detectarlos, pero en aquellos momentos se preguntaba si no se debería a una latente facultad hereditaria.

Como seguían sin aparecer, repitió su mensaje por tercera vez y añadió:

—No represento peligro alguno para vosotros. Lo que tengo que tratar con Prímula es urgente.

Lentamente, muy lentamente, Bram percibió un cambio en el aire. Una hoja, luego dos, más tarde cinco, se desprendieron de los árboles circundantes y siguieron una trayectoria espiral en el vigorizante aire, como propulsadas por un invisible torbellino. A medida que las hojas llegaban al suelo, aparecía un ser feérico. Aquellos tuatha eran tan bajitos como los súbditos de Weador, pero mucho más delgados. Eran pálidos y de aspecto delicado, incluso enfermizo. Los hombres llevaban pantalones y sencillas camisas sin mangas y las mujeres camisas lisas coloreadas con los tonos apagados del bosque. Nadie vestía con los colores brillantes y festivos que gustaban a los tuatha que Bram conocía.

Cayeron más hojas y aparecieron más seres feéricos de rostros sombríos hasta congregarse por lo menos unos treinta tuatha. Una mujer dio un paso al frente para encararse con Bram. El joven supo, antes de que la tuatha hablara, que estaba mirando la cara de su auténtica madre. Tenía la misma nariz curiosamente chata, rasgo facial que siempre había sorprendido a Bram.

Incluso Guerrand, muchos años atrás, había comentado que la nariz de Bram era lo que impedía que se parecieran como hermanos. Ningún retrato de sus antepasados había revelado el origen de tal rasgo. Ahora sabía la razón.

—Soy Prímula —dijo la mujer tropezando un poco al pronunciar esas palabras. Tenía la voz de un tono medio, potente pero serena—. Por favor, perdóname que hable tan despacio. Han pasado muchos años desde la última vez que hablé en la lengua común de los hombres.

Bram se quedó con los ojos fijos en ella. Su madre tenía los ojos de color azul cristalino de muchos tuatha. Su espesa cabellera marrón castaño estaba peinada hacia atrás y recogida en una trenza entretejida con brillantes hojas de hiedra verde. Otro trozo de hiedra le rodeaba las pálidas clavículas por encima de la camisa marrón.

—Traes un mensaje de Weador, ¿no? —preguntó la mujer.

Bram tragó saliva varias veces.

—Me dijo que soy hijo tuyo.

—Sí.

—¿Y eso no significa nada para ti?

—Estoy segura de que si Weador encontró alguna razón para contarte tu verdadero origen ya te habrá explicado cómo vemos nosotros esta clase de vínculos.

—No me proporcionó esa información; discutí con él al respecto.

Bram sintió sobre él el peso de un centenar de miradas.

—¿Hay algún lugar más privado donde podamos hablar? —preguntó, explorando en torno en busca de signos de algún refugio.

—Los demás nos oirán estemos donde estemos.

—Bueno, pues por favor pídeles que no escuchen.

Prímula llamó a otro de los tuatha y le habló rápidamente en una lengua que Bram no comprendía. El tuatha agitó los brazos hacia los demás y todos se dieron la vuelta y desaparecieron literalmente en el interior de la hilera de árboles.

—Estamos solos.

Bram miró tímidamente en derredor buscando algo para sentarse.

—¿Vives siempre aquí, al aire libre, en el bosque, sin refugio ni otras comodidades?

—Consideramos que el bosque ofrece muchas comodidades —dijo ella con suavidad—. ¿De qué habrías querido que nos protegiéramos? ¿De la lluvia revitalizadora de Chislev? ¿Del sol que hace crecer todos los seres de la naturaleza? —inquirió. Se miró la ropa mojada—. Para que te sientas cómodo te voy a ofrecer una fogata y un asiento seco —añadió, y, con tan sólo un gesto de la mano, una pequeña pero cálida fogata y un tocón aparecieron a la izquierda de Bram. No poco asombrado y confuso, el joven se sentó en el tocón mientras Prímula permanecía en pie.

—Todavía no voy a preguntarte por qué aceptaste engendrarme —empezó a decir el joven—. No estoy seguro de estar preparado para asimilar la respuesta. En vez de eso, me gustaría saber por qué razón abandonaste el reino de Weador.

—Las respuestas a las dos preguntas son de hecho una sola. Hice ambas cosas porque creía que con ello prestaba un servicio a Chislev. No obstante, acabé por darme cuenta de que en realidad sólo estaba sirviendo a Weador.

Bram se irritó un tanto.

—Durante más de tres años el rey Weador y sus súbditos han trabajado incansablemente para devolver la vida a mi pueblo y a sus habitantes. En contrapartida, la calidad de vida de su propia gente es buena.

—Juzgas los logros con parámetros humanos —dijo Prímula con firmeza—. Nuestra comunidad posee una gran riqueza espiritual gracias a la disciplinada veneración de Chislev. La riqueza de Weador es de naturaleza material.

—Podía haber dejado que Thonvil se muriera de hambre, pero no lo hizo.

—Tal vez esos eran los designios de Chislev para ti y para tu pueblo —repuso Prímula mientras añadía varios leños pequeños a la fogata—. Hay muchas cosas que no entiendes del culto que los tuatha rinden a Chislev, Bram.

—No sé nada de vuestro culto —asintió Bram—; y no estoy seguro de que quiera conocerlo si exige a sus seguidores que valoren la pereza y la muerte por encima del trabajo y de la vida.

—Todas las cosas de la naturaleza tienen que morir.

—Pero no tenemos por qué ayudarlas a llegar a esa meta —replicó en tono neutro.

—No nos incumbe a nosotros decidir cuándo deben ocurrir tales eventos —dijo Prímula—. Si interferimos, imponemos nuestra voluntad a la de Chislev. Pretendemos tener el poder de un dios.

—De modo que habrías querido que Weador nos hubiera dejado morir… Incluso a mí, claro.

—Quizá habrías conseguido la misma recuperación por tus propios medios.

—¿Y qué les habría pasado a Weador y a sus súbditos? —preguntó Bram—. Me contaron que la supervivencia de un tuatha depende del bienestar de la comunidad humana a la cual está asignado.

—Los tuatha dundarael son nómadas por naturaleza —empezó a decir Prímula—. Weador debería haber desplazado a su gente cuando las cosas empezaron a degradarse en tu pueblo. Pero él se sentía demasiado cómodo en aquel lugar y prefirió no abandonarlo.

Los ojos de Prímula nunca dejaban de mirar a los de Bram.

—Esa es la razón por la cual me marché del dominio de Weador. Tu presencia aquí demuestra que no ha cambiado de opinión.

»Cuando abandoné la comunidad de Weador —prosiguió la mujer—, muchos tuatha decidieron seguirme. Me di cuenta de que el rey se había vuelto demasiado dependiente del contacto con los humanos. Temo que si reyes como Weador dejan de distinguir con nitidez entre un tuatha y un humano nuestra cultura acabe por quedar diluida en la de los hombres. O aún peor, que dejemos de existir. La decisión de Weador de apañar una descendencia humano-tuatha para fortalecer el linaje de la familia DiThon acabó por convencerme de que era un peligroso insensato.

—Y a pesar de todo, aceptaste engendrarme.

—Weador era mi rey —se limitó a decir la tuatha—. Quería creer que él representaba la voluntad de Chislev. Pero me di cuenta de la realidad cuando te llevaba en mis entrañas. Me marché tan pronto como me fue materialmente posible y nunca he lamentado mi partida.

El silencio que se produjo fue terriblemente embarazoso para Bram, pero no tuvo ningún efecto visible sobre Prímula.

—¿En qué se diferencia el culto que dais aquí a Chislev y el que le da Weador? —preguntó al fin el joven.

—Nuestro objetivo es volver a las tradiciones de nuestros antepasados. Los tuatha no deberían nunca dejarse ver por humanos, sino tan sólo hacerles pequeños favores a cambio de gratificaciones. Aquí somos muchos menos que en la comunidad de Weador y nuestras necesidades son más sencillas. Jamás hemos permitido que la comunidad humana a la que servimos nos vea; se trata de una pequeña y humilde aldea.

—En ese caso, supongo que no servirá de nada que te diga que Weador está preocupado por tu bienestar —la informó Bram—. Me pidió que te invitara a regresar a la seguridad y a la comodidad de su reino.

—Otra vez esa palabrita: «comodidad» —repuso Prímula. Estuvo a punto de sonreír con ironía, pero en vez de hacerlo sacudió la oscura cabeza—. No, no servirá de nada que me pidas que regrese. Así es como Chislev quiere que vivamos los tuatha.

—¿Y cómo debería vivir yo? —le preguntó Bram.

Los ojos de Prímula centellearon compasivamente durante una fracción de segundo.

—No tengo respuesta para eso. Eres libre de elegir la filosofía que quieras seguir.

—Pertenezco a dos culturas —dijo Bram. Era la primera vez que lo decía sin temor ni desagrado—. Pero apenas sé nada de las costumbres de los tuatha… Enséñame vuestras costumbres —le pidió con gran efusión—. Dame la posibilidad de elegir con conocimiento de causa entre las costumbres de los tuatha y los ideales humanos que he seguido toda mi vida. Tal vez encontraré incluso un modo de impedir que tu profecía de la fusión de sociedades llegue a realizarse.

—Me da miedo lo que tú puedas representar para el futuro de los tuatha dundarael —admitió Prímula—. Pero sería la mayor de las hipocresías hacerte responsable de tus orígenes. Además, yo no puedo impedir a nadie que siga las enseñanzas de Chislev. Pero tengo que avisarte: eres el único de tu clase. Nunca un humano ha intentado lo que tú pretendes: aprender para convertirte en un tuatha. El camino será largo y difícil, y muy posiblemente mortal.

Bram se enderezó lleno de determinación.

—No me tomo esta empresa a la ligera, Prímula. Haré todo lo que haga falta —juró con gran solemnidad—. Por largo que sea el aprendizaje de los caminos de Chislev.