Capítulo 4

El palanquín se balanceaba suave y agradablemente sobre los hombros de los esclavos del potentado. La parte de la personalidad de Lyim que ansiaba siempre disfrutar de las cosas más refinadas de la vida se alegraba de que el potentado Aniirin hubiera insistido en enviar un vehículo para conducirlo a la gala de aquella noche. Al principio, Lyim había rechazado el ofrecimiento alegando que no merecía semejante honor. Pero el potentado juzgó que se trataba de falsa modestia y siguió insistiendo. A Lyim no le quedó más remedio que acceder, pero con la condición de que se utilizara el medio de transporte más sencillo de que dispusieran en palacio y de que no llevara el emblema de Aniirin.

Como si alguien más en toda la zona de las Praderas de Arena pudiese permitirse un vehículo tan opulento ribeteado de terciopelo, pensaba Lyim. Se recostó entre los almohadones adornados con flecos y se arrebujó bajo las cálidas pieles; luego, bebió aguardiente de una jarra con borde de peltre. Se sentía a salvo de los asesinos. No obstante, Salimshad había previsto que la habitual escolta de guardaespaldas de Lyim rodeara el vehículo durante su trayecto a palacio.

Lyim tiró de una pequeña lámina de oro labrado para atisbar el exterior del palanquín a través de la mirilla. En la avenida que conducía a palacio hileras de gesticulantes ciudadanos cubiertos de harapos contemplaban cómo la élite de la ciudad se dirigía a la excepcional gala en medio de torbellinos de polvo y copos de nieve. Ya habían encendido las lámparas y su luz ligeramente azulada se unía al resplandor anaranjado de un sol enorme que estaba a punto de ocultarse detrás del reluciente palacio situado al final de la avenida.

El palacio contrastaba de forma brutal con la miseria y la suciedad circundantes. Edificios de piedra en ruinas y grandes cajas de madera que servían de casas se encontraban cerca de los magníficamente conservados muros de granito de veinte metros de altura que rodeaban el palacio. Las calles configuraban un mundo muy distinto al palaciego.

Hasta hacía poco, el propio barrio de Lyim había tenido un aspecto igualmente ruinoso. Él había mejorado el nivel de vida, pero tan sólo Salimshad sabía el verdadero motivo que le impulsó a hacerlo: no hay mejor manera de esclavizar que utilizar la gratitud. Llévalos desde la pobreza hasta una forma de vida que ellos ni siquiera habrían soñado alcanzar por sus propios medios, haz que conozcan el precio de la traición y te serán eternamente fieles. Los esclavos que ahora acompañaban a Lyim habrían dejado a su amo, el potentado, en un abrir y cerrar de ojos si hubiesen podido romper las cadenas. Pero los seguidores de Lyim, libres de cadenas, eran leales de por vida.

Los portadores del palanquín sobrepasaron al último desharrapado ciudadano, entraron a buen ritmo a través de las afiligranadas verjas y avanzaron por los jardines del palacio. El camino se bifurcaba para formar un círculo en torno a la estatua de Aniirin I. El palanquín se detuvo oscilando con brusquedad y de forma inmediata se oyeron pisadas de botas que se acercaban. El ruido cesó, las cortinas verde esmeralda se abrieron y la embozada cara familiar de Salimshad se asomó al interior.

—Todo seguro —dijo el elfo con la salmodia críptica y oscura que él y Lyim utilizaban únicamente entre ellos.

Lyim sacó las piernas por la abertura y puso los pies sobre los escalones de mármol. Sin el calor de las pieles del palanquín se estremeció con la frialdad del aire. Salimshad observó significativamente los atuendos elegantes y acordes con la moda de los nobles que bajaban de otros vehículos, y luego miró el vestido de Lyim con el entrecejo fruncido de desaprobación.

Había intentado hablar con su amo para que se vistiera con prendas más adecuadas para la ocasión.

—Esta noche la fiesta es en tu honor —le había recordado.

Pero Lyim había insistido en llevar su habitual chaleco marrón sobre una larga camisa sin mangas de un pálido color castaño grisáceo y unos pantalones holgados.

—Quiero que vean que tengo confianza en mí mismo para desafiar las convenciones. Eso me convierte en un personaje misterioso —dijo. Como pequeña concesión para el acontecimiento, Lyim se había cubierto los cortos cabellos con el turbante de ricos bordados multicolores favorito de los otros emires.

En la escalinata, Lyim aceptó pero no devolvió las educadas inclinaciones de cabeza de los emires. Eran insignificantes comparados con la majestuosidad del edificio que se alzaba tras ellos. Curiosamente, no era el exterior del palacio lo que impresionaba al visitante. Había poca cosa que llamara la atención, aparte de multicolores ventanales emplomados de gran tamaño y de quinientos treinta y dos minaretes de cobre enverdecido. Todos los años, desde la colocación de la piedra angular, añadían una cúpula de tamaño variable: desde algunas tan amplias que servían de puesto de observación hasta otras tan pequeñas que ni siquiera podían soportar a un kender. El minarete se iba edificando a lo largo del año y su tamaño dependía del estado de los cofres de la ciudad. Durante el indolente reinado del actual potentado, los minaretes fueron de tamaño reducido.

Rodeado por sus guardaespaldas, Lyim sentía el peso de múltiples miradas mientras subía por la escalinata de mármol que conducía a la encumbrada entrada. La doble puerta en forma de arco era de cobre pulido. A diferencia de los minaretes, la puerta había mantenido sus vivos colores gracias a la protección de una marquesina.

Lyim no pudo dominar enteramente la intimidante impresión que sintió al entrar en palacio. El mismísimo umbral habría desmerecido a casi todas las casas de los barrios lujosos de Palanthas que albergaban la nobleza. En cada centímetro de suelos, muros arqueados y techos abovedados había incrustaciones de cobre y oro que formaban unos complejos y repetitivos dibujos. En la circunferencia de la base de la cúpula de la entrada, Lyim identificó con suma facilidad diversas palabras mágicas.

Treinta columnas estaban dispuestas en torno a la entrada circular, coronadas todas ellas por capiteles recubiertos de cobre. Estaban enlazadas con arcos esculpidos en bloques de mármol negros y blancos alternativamente. Aunque en aquel momento en el exterior oscurecía, la luz se filtraba a través de los ventanales emplomados dispuestos a intervalos regulares en la parte superior de la cúpula.

—Se acerca Mavrus —susurró Salimshad.

Aniirin llamaba a Mavrus su «criado» porque los antepasados varones de aquel hombre habían desempeñado ese trabajo al servicio de anteriores potentados, pero cualquiera que se hubiera tropezado con Mavrus, aunque sólo por breves instantes, sabía que era un apelativo inadecuado. De hecho, Mavrus actuaba como si fuera visir jefe, consejero y criado en una sola pieza. Aunque el potentado no pedía consejo a nadie, hablaba con toda libertad con Mavrus. Este era para Aniirin lo que Salimshad era para Lyim, y esa era la razón por la que ambos respetaban la posición de Mavrus, pero no a él.

Mavrus era un hombre de edad otoñal, bajo y grueso. Los cabellos, escasos y grises, le caían artísticamente por la ancha frente, cuyos huesos eran claramente perceptibles a través de la piel transparente. Aquella noche, como siempre, llevaba la larga capa oficial, babuchas y el turbante que Aniirin exigía al personal de palacio. Parecía poca cosa, pero se movía con la serena agilidad de un luchador experto.

—Bienvenido, emir Rhistadt —dijo Mavrus con el acento suave y modulado de los viejos kharolianos. Levantó una bandeja que tenía una sola y elegante copa llena del aguardiente predilecto de Lyim.

Lyim asió la copa por el pie, fino como un susurro, y bebió con expresión indiferente.

—El potentado Aniirin ha estado esperando tu llegada con ansia. Se encuentra en los jardines colgantes. Por favor, sígueme.

Hasta aquel instante Mavrus no pareció advertir la presencia de Salimshad. Observó por encima del hombro al elfo envuelto en sus ropajes negros.

—Tu sirviente tal vez desee reunirse con los criados en la cocina.

—Salimshad se quedará conmigo —afirmó Lyim. En parecidos acontecimientos, el elfo se deslizaba junto a Lyim como una sombra y habitualmente pasaba inadvertido.

Mavrus inclinó la cabeza.

—Como quieras.

Lyim, tras los silenciosos pasos del sirviente, pasó bajo el mayor de los arcos blancos y negros y accedió a los jardines colgantes. Aquel lugar era mayor que la aldea donde Lyim había crecido. Al igual que la entrada, los muros estaban construidos con maderas exóticas y mármol veteado con incrustaciones de cobre pulimentado.

A pesar del clima frío de las Praderas de Arena, los jardines colgantes no tenían techo. En lo alto sólo aparecía el azul ennegrecido del firmamento y las primeras y titilantes estrellas del incipiente anochecer. No se veían fogatas y, sin embargo el ambiente era cálido. El lugar estaba iluminado por miles de velas encendidas que festoneaban los helechos tropicales y las higueras.

El potentado utilizaba la magia del palacio para mantener el ambiente cálido y tropical, tal como había sido unos trescientos años antes, como si el terremoto del Cataclismo no hubiera ocurrido jamás ni hubiera cambiado el clima. Cuando Lyim consiguiera culminar su cruzada contra la magia, el palacio se quedaría tan frío como una tumba.

La multitud de asistentes a la fiesta se dividió como una ola cuando se acercó el invitado de honor. Era un abigarrado grupo en el que los pantalones de terciopelo adornados con lentejuelas competían en ostentación, como si quisieran proclamar: ¡mírame! ¡Mi dueño es alguien importante! Lyim reconoció a la mayoría de los nobles y, por supuesto, a los demás emires y a sus esposas, vestidas de forma excesivamente recargada. En los rostros de todos los nobles se pintaba la perpetua y amplia sonrisa tan en boga aquellos días en Qindaras.

Pero aquella expresión de las caras no podía ocultar las sospechas y los temores que albergaban mientras contemplaban cómo Lyim se aproximaba al potentado. El temor era una novedad que alegró a Lyim; hasta tal punto que alzó ligeramente la copa de aguardiente y sonrió a los otros emires y a sus esposas por primera vez mientras en la comisura de los labios le aparecía una pizca de sarcasmo. La inesperada afabilidad los amilanó aún más.

Lyim sabía que sospechaban que él había amañado lo del emir Rusinias. Y él quería que sus colegas creyeran que lo había hecho para que eso les hiciera pensar que a ellos les podía ocurrir otro tanto. Salimshad había difundido entre los ciudadanos y también entre los nobles el rumor de que Lyim era un hombre que bajo una apariencia fría ardía lentamente y sólo esperaba el momento de entrar en erupción. Esa descripción tenía un especial significado, puesto que el elfo también les había hecho saber que Lyim era un poderoso mago que rechazaba practicar su Arte.

Los demás emires, vestidos con ropas convencionales, se arracimaban como vacas en una mancha de sombra en un día caluroso. No se apreciaban entre ellos más de lo que apreciaban a Lyim, pero en aquellos momentos se agrupaban para enfrentarse a él. A Lyim aquello también le gustaba. Estarían tan ocupados protegiendo sus pequeñas pertenencias que no les quedaría tiempo para tratar de ampliarlas.

Lyim vio a Aniirin ante él: solo, sentado entre las higueras a la luz de las velas. En honor de los festejos, el potentado llevaba la misma y bien confeccionada túnica que Lyim le había visto la última vez; también esta vez le subía demasiado en un lado y por lo tanto le cubría la mano del otro brazo. Aniirin, instalado en el trono de ébano labrado y provisto de incrustaciones que había sido diseñado por enanos hacía varios siglos, movía las manos nerviosamente.

Mavrus abría la boca para anunciar la llegada de Lyim de forma oficial, cuando de pronto Aniirin se levantó de modo repentino y se apresuró a estrechar la mano de Lyim.

—El emir Rhistadt —anunció Mavrus demasiado tarde; y luego desapareció discretamente entre los arbustos.

—¡Agradezco a los dioses que por fin hayas llegado! —exclamó Aniirin—. No podía hablar con nadie hasta que han anunciado tu llegada, ¿sabes? Son las reglas del protocolo establecido por mi antepasado Aniirin I. Pero apartémonos de esta muchedumbre —susurró el potentado lleno de impaciencia—. Tengo algo que hacer más interesante que permanecer en este lugar.

—Señor, habías previsto anunciar algo a todos los asistentes —murmuró Mavrus desde los árboles.

—Sí, sí, claro —admitió distraídamente el potentado—. ¡Dile a toda esa gente que dejen de beberse mi vino y que vengan aquí, donde todos puedan oírme! —añadió. Le dio a Mavrus escasos segundos para que los condujera cerca de él, obligándolos a correr como si fueran niños de la calle en pos de una limosna.

—Esta noche brindamos en honor del emir Rhistadt por los notables servicios prestados. Para mostrar nuestra gratitud, solemnemente proclamo que lo he promocionado a bajá y le he otorgado todos los privilegios inherentes a este título.

La expresión del potentado se ensombreció de forma instantánea, como si le hubiera pasado un nubarrón sobre la cabeza.

—Alguien urdió un perverso y cobarde atentado contra mi persona, pero lo frustró la bravura y la previsión de Lyim Rhistadt. El culpable ha sido debidamente castigado y su familia expulsada. Que se sepa que el nombre del traidor, el emir Malwab Rusinias, no deberá pronunciarse jamás en Qindaras. A partir de ahora, cualquier persona atrapada en un complot parecido, o incluso por el solo hecho de pronunciar el nombre maldito, sufrirá el mismo destino.

Aniirin chasqueó los dedos hacia Mavrus, el cual a su vez hizo señas a otro sirviente situado más allá de los árboles y fuera de la vista de Lyim. Dos soldados con librea llevaron a hombros una caja de madera desprovista de adorno alguno, demasiado pequeña para ser un ataúd y demasiado plana para ser un cofre con tesoros, y la depositaron en el suelo, ante el potentado, sin grandes miramientos.

—Contemplad el destino de los traidores —declaró. Con la reluciente punta de la bota, Aniirin levantó la tapa de la caja. Sin temor alguno, hombres y mujeres se apretujaron alrededor, apremiados por la curiosidad. Lyim, nervioso, se quedó detrás, mirándolos, con los brazos cruzados.

Todas las mujeres chillaron; dos se desplomaron y una se manchó el vestido largo de brocado azul al vomitar un trago de bebida alcohólica. Los emires se echaron atrás con sus esposas, y las hostiles miradas de todos confluyeron en Lyim.

El recién proclamado bajá apenas se inclinó hacia adelante para atisbar el contenido de la caja, aunque habría apostado una buena suma de dinero a que adivinaba lo que había en su interior.

Sobre un montón retorcido y ensangrentado de despojos humanos apenas reconocibles estaba la cabeza del emir Rusinias. Le habían maquillado la cara para que tuviera la piel pálida y la sonrisa amplia típica de los asistentes a fiestas. El hedor devino insoportable al cabo de un momento.

En secreto, Lyim aplaudió la idea. A pesar de toda su infantil petulancia y dispersión, el potentado tenía algunos destellos de brillante inspiración. El contraste entre los suntuosos festejos y los ensangrentados despojos de la caja era un macabro recordatorio del verdadero poder del potentado sobre los ciudadanos. Lyim pensó que era una deliciosa ironía que la única persona que lo advertía fuese la única desleal a Aniirin. Pese a ello, mantuvo su rostro cubierto por una máscara de estudiada indiferencia.

—Una impresionante medida disuasoria, señor —comentó Lyim. Se bebió el contenido de la copa y la levantó, haciendo una seña a Mavrus por encima del hombro de Aniirin para que le llevara otra—. Él… —empezó a decir, pero vaciló al recordar la maldición que pesaba sobre el nombre del ajusticiado— emir merecía este destino, no tan sólo por deslealtad, sino también por su sin par estupidez —añadió, cogiendo la copa que Mavrus le ofrecía.

Aniirin movió la mano distraídamente para ordenar que apartaran de su presencia la caja con el emir muerto, y con ese gesto también quiso apartar sus pensamientos. Unos silenciosos soldados levantaron los restos y se perdieron en la oscuridad, más allá de los árboles iluminados con velas.

—He pedido a Mavrus que programe la actuación de los malabaristas y de los acróbatas inmediatamente después de la exhibición del cadáver. Alegrarán de nuevo la fiesta, ¿no crees? Son muy buenos, los he visto actuar. Mavrus dice que han colaborado con un hechicero muy poderoso de nuestras propias llanuras. Me gusta muchísimo la magia, ¿sabes? Todo el palacio está impregnado de magia, como ya habrás imaginado. Sin embargo, no soy capaz de realizar un encantamiento para salvar la vida. Estudié con diversos maestros cuando era un muchacho, pero nunca conseguí progresar.

El potentado cogió del brazo a Lyim y lo condujo hacia la primera fila de sillas situadas ante un pequeño estrado montado para la ocasión.

—He oído rumores de que eres un poderoso mago. ¿Por qué ya no utilizas la magia?

Lyim se mordió el labio.

—Era un mago medianamente bueno, sí. Abandoné el Arte por razones personales.

—Déjate de tonterías —farfulló Aniirin dejándose caer sin ninguna elegancia en un sillón—. Un emir con esa clase de facultades me sería muy útil. Muy útil, desde luego. Por ejemplo, me interesaría que emitieras un juicio sobre el hechicero que estás a punto de conocer. Tal vez luego me enseñes a realizar uno o dos sortilegios.

Lyim se ahorró la respuesta gracias a la llegada de unos acróbatas de vestidos multicolores. Entraron rodando, uno tras otro, retorciéndose y saltando en círculos concéntricos. De repente, formaron una pirámide humana ante el potentado. La pirámide se desmontó y se transformó en múltiples figuras: formas geométricas, pájaros, incluso una representación de lo que Lyim supuso que era un dragón mítico.

Lyim los observaba con ojos aburridos y medio cerrados. Había visto acróbatas parecidos e incluso mejores todas las noches de su juventud, río arriba, en Rowley-on-Torath. En la polvorienta taberna en donde había crecido abandonado mientras su madre divertía a los viajeros en las habitaciones de arriba, esa clase de animadores itinerantes eran tan frecuentes como los borrachos habituales. Así vivió su madre hasta que falleció a causa de una de las enfermedades que suelen matar a temprana edad a las mujeres de su oficio.

Cuando Lyim se enteró de que su madre había muerto tenía diez años y no había oído hablar de ella desde los seis. Sus padres nunca se habían casado; de hecho, no habían pasado juntos más que una noche en la oscuridad de una habitación, el resultado de la cual había sido Lyim. Ardem Rhistadt había aceptado que el niño tomara su apellido, por lo que pudiera servirle. El hombre no tardó en marcharse a otra ciudad sin su hijo.

Aunque la muerte de su madre convirtió a Lyim en un huérfano, prácticamente para él no cambió nada. Se ganaba unas pocas monedas y algo de comida trabajando de chico de los recados y limpiando en otra de las decrépitas posadas de Rowley. Allí, una noche, Lyim, que entonces tenía doce años, vio algo que cambiaría la orientación de su vida para siempre. Un prestidigitador itinerante visitó Rowley durante los cortos meses del verano. Lyim ya no se acordaba de cómo se llamaba, pero siempre recordaría a aquel hombre alto y desgarbado que llevaba una sucia capa corta de color amarillo y cabellos igualmente mugrientos y que hacía aparecer monedas detrás de las orejas de los parroquianos o debajo de sus jarras. Cuando Lyim vio cómo el mago contaba lo que había ganado en una noche —más dinero del que el chico esperaba ganar en toda su vida—, decidió que también él llegaría a ser un hechicero.

Esos recuerdos ya no le servían de consuelo a Lyim. Se los sacudió de encima cuando el jefe de los malabaristas anunció el próximo número.

—¡Señoras y señores, para su deleite voy a presentarles al Fabuloso Fendock! —Lyim, habitualmente muy capaz de controlar sus sentimientos, por poco se cayó de la silla cuando el prestidigitador entró en la habitación. Lyim miró parpadeando el estrado y fijó la vista en aquel hombre que a causa de la edad empezaba a encorvarse pero que todavía era de gran estatura. Su estómago había adquirido una cierta prominencia, visible bajo las ropas, pero brazos y piernas seguían siendo delgados como palos. Sus ojos eran inconfundibles: aún parecían prometer grandes conocimientos y misterios, cosa que era absolutamente falsa.

«No debería sorprenderte haberte encontrado de nuevo con Fendock —se reprendió Lyim a sí mismo—, puesto que las Praderas de Arena es su territorio». El prestidigitador había parecido un viejo a un chiquillo de doce años, y Lyim había supuesto que Fendock había muerto hacía mucho tiempo de viejo, o por la puñalada de un marido celoso o a manos de un parroquiano espabilado que habría descubierto alguna de sus trampas.

Fendock tenía el típico aspecto de alguien que ha estado demasiado tiempo en el camino, que ha bebido demasiado y que ha dormido demasiado poco. Los ojos y la nariz se le habían enrojecido. Cuando realizaba los mil veces repetidos trucos que de mala gana había enseñado a aquel chiquillo de Rowley, le temblaban las manos. Lyim recordaba cómo el prestidigitador partía una lima y encontraba en su interior el anillo de cobre desaparecido, cómo sacaba arena seca de un cuenco de agua e incluso cómo conseguía que un globo de cristal flotara en el aire.

Realmente, no se trataba de puros trucos. Fendock utilizaba ciertas dosis de magia auténtica en sus actuaciones, pero no era más que la clase de magia con la que los aprendices practicaban: sencillas manipulaciones de luz, sonido y peso.

Cuando Fendock descubrió que Lyim poseía una habilidad natural muy por encima de la suya para tales prácticas, se había enojado en grado sumo y cesó de proporcionarle la incipiente formación que hasta entonces le había dado. Entonces Lyim se había escapado en plena noche con los valiosos libros de encantamientos de Fendock. Y no se había sentido culpable. De hecho, consideraba que los libros eran parte de su paga por los servicios que había prestado al falso mago.

Sin embargo, Lyim ladeó un poco la cara, temeroso de que Fendock lo reconociera y se dirigiera a él en público. La historia de su miserable infancia en las calles y de su aprendizaje con alguien como Fendock habría resultado funesta para la misteriosa imagen que Lyim se había forjado en Qindaras. Afortunadamente, Fendock no veía nada más allá del final de los brazos, donde las temblorosas manos manipulaban objetos de forma rutinaria. Además, Lyim no se parecía en absoluto al muchachito de doce años y ojos muy abiertos que había pedido a Fendock que le enseñara los secretos de la magia.

Lyim empezó a sentirse visiblemente nervioso. Se apoderó de él el irreprimible impulso de subir la escalera para escapar de la voz de Fendock.

Sorprendido por la intensidad de su propia reacción, se levantó torpemente y murmuró una disculpa a Aniirin. Fascinado por Fendock, el potentado no le prestó atención y el bajá abandonó la representación. Una vez lejos de los húmedos jardines y del gentío, se sentó en la relativa penumbra de la amplia escalera interior, cerró los ojos y apretó los puños contra las palpitantes sienes. «¿Qué demonios te ocurre?», se preguntó.

Pero sabía la respuesta de antemano. La magia lo estaba llamando y la sangre le estaba respondiendo. Del mismo modo que lo era la cerveza para un borracho habitual que hubiese jurado dejar la bebida, la atracción de la magia era siempre muy poderosa para Lyim. Lo que no podía comprender era por qué era tan abrumadora precisamente aquella noche. ¿Acaso había infravalorado la influencia de la proximidad de una considerable cantidad de magia como la contenida en los encantamientos distribuidos por todo el palacio? Ya había estado antes en palacio y nunca había sentido nada especial. Pero ahora, en aquel momento, la magia lo llamaba. Su llamada era más poderosa que la que había sentido Lyim en ningún otro lugar, incluida la Torre de la Alta Hechicería.

—¿Te ocurre algo, bajá?

Lyim estaba tan abstraído que no oyó que Salimshad se le acercaba. Levantó la cabeza bruscamente.

—Tengo un dolor de cabeza infernal —fue todo lo que dijo. Había cuestiones personales que no compartía ni siquiera con Salimshad. La información era un arma, y Salimshad ya disponía de suficientes armas contra Lyim como para que el bajá pudiera sentirse tranquilo.

—Me voy arriba, a ver si encuentro una habitación oscura en la que meditar un poco —dijo Lyim de modo rutinario—. Vuelve a la fiesta. Si te apremian, cuéntale a Aniirin o a Mavrus la excusa que convenga para justificar mi ausencia —añadió Lyim frunciendo el entrecejo. Encontraba irritante tener que levantar la voz por encima de la confusión que le hervía en la cabeza.

»Otra cosa —dijo en el lenguaje privado que habían inventado para uso personal—. En cuanto el mago ponga los pies fuera del palacio, mátalo.

—Sí, bajá —asintió el elfo, y desapareció entre las sombras.

Lyim se levantó demasiado de prisa y se sintió algo mareado. Cerró los ojos unos instantes para conservar el equilibrio y subió la escalera a trompicones. Sentía de forma ligeramente perceptible a través de las suelas finas de sus babuchas los dibujos de cobre incrustados en el frío mármol. Se aferró a eso, concentró sus pensamientos en aquella textura, en cualquier cosa que mitigara su terrible dolor de cabeza.

Alcanzó el rellano de la segunda planta y se apoyó en una columna intrincadamente esculpida. El sudor le bañaba el rostro, y respiraba entre jadeos. Se obligó a mirar fijamente el dibujo del mosaico del suelo mientras dirigía la mente hacia su interior con objeto de meditar en calma. Las teselas del mosaico le parecían angulosas y brillantes, y sus firmes bordes le producían una sensación de agradable frescor bajo la frente empapada en sudor; visualizó cómo se le relajaban los tensos músculos del cuello y cómo se liberaba de los pensamientos compulsivos. El pulso se le moderó, pero la fuerza de la atracción seguía siendo la misma que antes.

Como salida de la nada, una pequeña nube de niebla se deslizó por las teselas sobre las que Lyim había fijado la vista. Parpadeó, y de los ojos secos brotaron paliativas lágrimas. La blanca bruma debía de haber entrado en palacio a través del techo abierto del jardín colgante, se dijo a sí mismo. Entre lágrimas veía fluctuar la niebla y se frotó los ojos para secárselos. Lo que en aquel momento apareció ante sus ojos le hizo parpadear.

Ya no había niebla, sino una mujer grácil y hermosa. Una gasa malva le envolvía el esbelto cuerpo pero dejaba a la vista unas piernas y unos brazos blancos como el alabastro. La cabellera era de una palidez fantasmal y luminosa como la madreperla. Parecía una estatua viviente, tan perfecta era su belleza. Lyim notó que se le hacía un nudo en la garganta y que en las sienes se le debilitaba el pulso.

La mujer sonrió al comprobar que Lyim había quedado completamente fascinado.

—¿Quién eres? —preguntó él, y avanzó un paso hacia ella—. ¿Una de las concubinas de Aniirin?

La mujer realizó una pirueta sobre la punta de un pie, le lanzó una mirada por encima de su gracioso hombro y saltó hacia el otro lado de la columna quedando fuera de su vista.

—¡Espera! —gritó Lyim, y se precipitó en torno a la columna, pero cuando la hubo rodeado la mujer había desaparecido. El vestíbulo era largo y la primera mitad de su lado derecho estaba abierta y desde ella se dominaban los jardines colgantes. Una festiva música de flauta ascendía de los árboles del jardín: era la señal del inicio de las danzas.

Lyim no vio ninguna puerta a su izquierda, tan sólo un largo muro cubierto con tapices ricamente bordados. Lyim se estaba preguntando si la misteriosa mujer era simplemente muy veloz o había sido conjurada mágicamente cuando percibió una distante imagen de ella en el extremo opuesto del pasillo. Con los ojos medio cerrados, esperó para observar su siguiente movimiento. Con gran sorpresa constató que la mujer no se marchaba: permanecía inmóvil, como si lo estuviera aguardando.

Lyim sintió deseos de llamarla, pero temió llamar la atención de los invitados a la fiesta que estaban abajo, en los jardines. Sentía demasiada curiosidad como para no hacer caso de la mujer, por lo que se acercó a la pared del lado izquierdo, fuera de la vista de cualquier asistente a la fiesta, y empezó a seguirla con pasos lentos y calculados. Nadie lo vería persiguiendo a ninguna mujer. Aceleró la marcha para alcanzarla.

Cuando estaba cerca del final de la galería abierta, la mujer desapareció por el arco de la izquierda. Lyim echó a correr. En aquel momento ya no notaba el pulso en la cabeza, pero se sentía impelido, incluso coaccionado, a perseguirla. De forma vaga se daba cuenta de que la mujer lo había hechizado, pero era incapaz de no seguirla. Mientras atravesaba a la carrera diversas habitaciones oficiales, bien decoradas y comunicadas por pasillos, y mientras entre los omoplatos le aparecían goterones de sudor, vislumbró burlones y breves destellos de la diáfana tela que envolvía a la mujer.

Lyim dobló una esquina corriendo como un loco. Resbaló al detenerse y poco faltó para que no gritara de la sorpresa. Tenía la mujer al alcance de la mano, bajo un arco de mosaico. Con seductora sonrisa la mujer pasó flotando bajo el arco. Se detuvo brevemente al advertir que Lyim no la seguía. Mirándolo por encima del hombro, le hizo señas para que se le acercara.

Lyim la siguió hasta una pequeña habitación sin ventanas. Sus ojos tardaron en adaptarse a la penumbra. Las sombrías paredes y el techo estaban decorados con un fresco tridimensional de las dependencias palaciegas, policromado y minuciosamente detallado. La mujer estaba seductoramente acostada sobre una caja de cristal situada encima de un delicado pedestal de palo de rosa. Su palidez tenía un resplandor dorado que procedía del objeto que se hallaba en el interior de la caja: un guantelete ricamente adornado.

—¿Quién eres? ¿Una de las concubinas del potentado? —le preguntó de nuevo Lyim. Sus palabras retumbaron en la pequeña habitación, no mayor que un vestidor.

La mujer pareció meditar la pregunta. Cuando por fin contestó, sus palabras tenían una suavidad musical, eran como el viento a través de los árboles; y lo que dijo era igualmente misterioso.

Supongo que se podría decir que en cierto modo he sido la amante de todos los potentados de Qindaras. Puedes llamarme Ventyr.

Lyim la miró con los ojos medio cerrados, llenos de sospecha.

—¿De todos los potentados? Has vivido durante siglos y, sin duda, eres una hechicera. Me lo temía.

¿Una hechicera? No. Por lo menos no en el sentido que crees.

—¿Por qué me incitaste a seguirte?

A modo de respuesta, la mujer se tendió sobre la caja de cristal y extendió un pálido brazo en un gesto cargado de sensualidad.

Tócame —lo invitó.

Entonces Lyim comprendió lo que pasaba, y medio rio y medio se enfadó.

—Sería muy estúpido si tuviera una aventura con una de las amantes del potentado.

Ventyr no hizo el menor caso a la respuesta y deslizó sus dedos en la mano del hombre. Lyim trató de rechazarla, pero sintió… no sintió nada. Nada salvo aire que le tocaba la piel de la mano y, no obstante, era como si todo su cuerpo se viera envuelto por los finos dedos de la hechicera. Si aquel era su método de seducción habitual, Lyim empezó a comprender por qué tres potentados la habían mantenido junto a ellos durante quinientos años. El mismísimo bajá había hechizado y rechazado a muchas mujeres en su época, y ahora sabía que estaba bajo los efectos de un encantamiento. Y sin embargo no le importaba. Lyim sabía que preferiría morir a no volver a experimentar aquellas… vibraciones vitales.

La mujer le soltó la mano y Lyim estuvo a punto de desplomarse.

¿No te has preguntado nunca cómo es posible que un patentado sin poderes mágicos como Aniirin III conserve este palacio mágico?

Lyim recobró la calma.

—Me habían informado de que tenía hechiceros, además de concubinas. Jamás imaginé que ambas funciones las realizara una misma persona.

Ventyr suspiró, y el sonido fue como un viento frío en un campo helado.

Me has interpretado de forma demasiado literal, mago.

—Yo no soy mago —se apresuró a puntualizar Lyim.

Y yo no soy una mujer, en el sentido mortal de la palabra.

La hechicera se apartó del pedestal y Lyim dirigió la vista hacia el guante que había en el interior de la caja de cristal. Estaba adornado con piececitas de marfil, jade y plata, intrincadamente grabadas y engarzadas. Los grabados de las pequeñas piezas eran evidentemente pictogramas mágicos, pero su forma no le resultaba familiar a Lyim. Algunas de aquellas piececitas eran tan pequeñas que apenas podían distinguirse. Debían de haber dado al guante una articulación increíble, dado que no parecía disponer de ningún otro material de engarce.

El Guantelete de Ventyr es mi verdadera forma física —explicó la hechicera—. Sin embargo, ante los hombres prefiero aparecer bajo la forma de una mujer.

Lyim se enorgullecía de tener sobrada experiencia en los trucos de la magia y en todas sus variedades. No obstante, no podía negar su asombro.

Fui creada por los enanos de Thorbardin en un desesperado intento para desarmar a los hechiceros de Ergoth durante la Guerra de la Montaña —prosiguió ella—. Pero antes de que pudieran utilizarme, el lord de los elfos, Kith-Kanan, consiguió que se firmara el Pergamino de la Vaina de la Espada, que estableció el final de las prolongadas disputas entre los bárbaros ergothianos, los elfos y los enanos.

La mujer se situó detrás de la caja de cristal y la rodeó con sus brazos.

Permanecí sin utilizar, olvidada en las entrañas de Thorbardin, y pasé de un thane a otro durante más de dos mil años. Pero en los años que precedieron el Cataclismo, ese acontecimiento que Qindaras se negara a reconocer, Thorbardin se convirtió en una ciudad cuyos suministros dependían en gran medida del mundo situado más allá de las montañas. Al irse agotando los recursos disponibles, el thane Beldris decidió explorar más hacia el este. Los fértiles campos de Kbarolis del Norte fueron el granero de la región. Y lo que aún es más importante: Aniirin I había tomado el control del comercio por el río Torath. Al primer potentado de Qindaras, que era un poderoso hechicero por derecho propio, le interesaba menos llenar los cofres de monedas que de objetos mágicos. Como era un enano, Beldris estuvo totalmente de acuerdo en entregar un objeto mágico a cambio de las provisiones, que tanto necesitaba su pueblo. Ya ves, la mayoría de los clanes de los enanos desconfían de la magia, aunque históricamente han creado los mejores objetos mágicos, ya que son unos herreros extraordinarios —explicó la mujer, y sonrió maliciosamente—. Como era un hechicero, Aniirin sabía que había adquirido su mejor tesoro mágico a cambio de dos embarcaciones cargadas de grano.

—¿Qué es lo que te convierte en tan importante? —exclamó Lyim perdiendo la calma—. ¿Tu poder para hechizar?

Tu ignorancia me sorprende, mago. Pero tal vez lo que ocurre es que estás desentrenado —comentó Ventyr mientras se enderezaba y andaba lentamente en torno a la caja—. Los enanos me crearon para absorber la energía mágica, tanto la potencial como la desarrollada. Puedo extraer como un sifón el poder del vasto campo de energía mágica que se extiende por todo el mundo. Estoy lista para ser utilizada directamente en la urdimbre mágica que los magos como tú tenéis que liberar con diligente esfuerzo.

»Ya te puedes imaginar fácilmente las aplicaciones prácticas de semejante posibilidad. El primer Aniirin se dio cuenta de que la energía que yo absorbo podía ser controlada y redirigida para el funcionamiento y mantenimiento de su maravillosa ciudad.

Ventyr agitó la mano y Lyim vio ante sus pies una imagen de Qindaras que jamás había contemplado antes. Era una panorámica a vista de pájaro, con todos los detalles perfectamente visibles, nítida y brillante.

Esto fue especialmente relevante para Aniirin durante los años que precedieron al Cataclismo, cuando el Príncipe de los Sacerdotes exacerbaba la desconfianza y el odio hacia la magia —siguió explicando la hechicera.

—¿No era una imprudencia, en los tiempos que corrían, que aún fuera más evidente su condición de mago? —preguntó Lyim.

Aniirin no comunicó a nadie ni mi presencia ni su utilización de la magia. El Príncipe de los Sacerdotes dedicaba sus esfuerzos a destruir las torres de la magia, no se preocupaba por un potentado de poca monta que según los rumores practicaba el Arte.

Lyim agitó la cabeza.

—No puedo creer que la Asamblea de los Tres no se preocupara por alguien que poseía la facultad de absorber la propia magia de los tres y redirigirla contra ellos —dijo Lyim, y la contundencia de su propia afirmación lo hizo parpadear—. ¡Pero si eso convertía este palacio en algo casi tan poderoso como la Torre de la Alta Hechicería!

Eran conscientes de este hecho —admitió Ventyr—; pero ellos se dedicaban en cuerpo y alma a defender sus propias torres de los ataques del Príncipe de los Sacerdotes. Sin embargo, no pasaron por alto el problema y firmaron un tratado con Aniirin que excluía cualquier inferencia. Ellos no insistirían para que el potentado me devolviera, siempre y cuando Aniirin no hiciera uso de mi poder más allá de los límites preestablecidos de Qindaras —explicó Ventyr. Levantó las piernas, las cruzó y se quedó sentada en el aire junto a la caja de cristal—. Sospecho que las Órdenes permitieron ese inusual tratado porque confiaban en que una parte de la magia sobreviviría a pesar de las afiladas garras del Príncipe de los Sacerdotes. Y eso fue precisamente lo que ocurrió, y también explica el origen del rechazo de Qindaras a admitir la existencia del Cataclismo —añadió la hechicera.

—Supongo —dijo Lyim encogiéndose de hombros— que se trata de otra faceta de la obsesión de Aniirin por las políticas de su abuelo.

Aquello ha llegado a convertirse en verdad —dijo la mujer asintiendo con la cabeza—; pero empezó a serlo porque yo estaba ya en mi sitio, proporcionando energía y protegiendo mágicamente a la ciudad cuando nos vimos afectados por el Cataclismo. Los temblores de tierra causaron pocos daños gracias a aquellas protecciones. Bajo el mandato de Aniirin, la ciudad ya había seguido una política aislacionista a causa, en buena medida, del tratado con las Órdenes de la Magia. No había suficiente gente como para mantener ni siquiera un mínimo intercambio de bienes e ideas durante los años de aislamiento que siguieron a la catástrofe. A efectos prácticos, la vida cotidiana cambió muy poco dentro del recinto amurallado de la ciudad. Cada año añadían al palacio una nueva cúpula de cobre, señalando el paso del tiempo a la vieja usanza. No había ninguna necesidad de admitir la existencia de un acontecimiento que había afectado tan poco a los ciudadanos.

La mente de Lyim bullía con las posibilidades que se abrían ante él.

—¿Cómo es el guantelete?… Quiero decir, ¿cómo se te activa? —le preguntó bastante confuso, sin saber ya cómo referirse a aquella mujer que no era realmente una mujer.

Aniirin me enseñó a absorber energía y a redirigirla para preservar las propiedades mágicas de Qindaras.

—Dado que no hay ni un solo guardián que vigile esta habitación —dijo Lyim pensando en voz alta—, es asombroso que nadie te haya robado.

Aniirin era consciente del peligro —le explicó Ventyr—. Utilizó una poderosa magia para que nadie salvo la persona coronada como potentado de Qindaras pueda llevárseme o utilizarme. Tales salvaguardas son vitales: si de alguna manera, alguien que no sea el potentado se me llevara de aquí, la pérdida de mi magia ocasionaría la destrucción del palacio.

—¿O sea que me estás diciendo que Aniirin III te utiliza para obtener magia?

En su calidad de potentado podría hacerlo —le respondió la mujer—. No obstante, no practica el Arte: ya hace un siglo que decidió no utilizarme. A causa de esa decisión he tenido que gastar la mayor parte de la energía almacenada por los dos primeros potentados. Tal como habrás advertido, la ciudad ha sufrido los efectos de mi debilitado poder. Pronto no tendré ni siquiera la energía suficiente para mantener el palacio de forma mágica, tal como Aniirin I me pidió que hiciera.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —le preguntó Lyim—. El potentado es el único que está en condiciones de ayudarte. Recurre a él.

Ya lo he hecho. Desgraciadamente, aunque a Aniirin le encanta la magia, no la comprende en absoluto. No tiene las facultades ni la capacidad de su abuelo para ver el futuro. Está incluso menos dotado que su padre, cuyo débil intelecto no era precisamente un regalo de los dioses.

La mujer se le acercó flotando en el aire y se detuvo delante de él.

Sin embargo, tú eres más inteligente y fuerte que Aniirin. Lo percibí cuando anoche entraste en el palacio. Esas cualidades son las que me han impulsado a pedirte que me ayudes.

—Ya no utilizo magia, ni para mí ni para los demás —afirmó Lyim con voz tensa.

Dado que el potentado no es un hechicero experto, mis reservas mágicas se agotarán. La ciudad y todos los que en ella viven se degradarán y perecerán —explicó, e hizo una pausa para aumentar el efecto de sus palabras—. Reflexiona sobre lo que te he dicho, mago.

—Te acabo de decir que no soy un…

Pero la neblinosa mujer ya se había deslizado en el interior de la caja de cristal y desaparecido de la vista del hombre.

La desaparición de Ventyr hizo que la compulsión hacia la magia que sentía Lyim se debilitara y acabara por esfumarse. Estaba enojado; en especial por haber sido utilizado por aquello que precisamente se había propuesto destruir. Pero también se sentía confuso. Un objeto capaz de absorber magia… ¿Acaso eso era tan distinto de su propio objetivo?

Lyim se sentía demasiado exhausto a causa de los acontecimientos de la tarde como para controlar su cólera y pensar con calma. Mientras abandonaba la sala, se acordó de Fendock. El viejo bribón debía de estar agonizando en algún rincón de la ciudad gracias al cuchillo de Salimshad. Al pensarlo, el bajá se sintió mejor, aunque algunos lo considerarían un monstruo por ordenar la muerte de un viejo e indefenso estafador.

Lyim tenía un lema, un regalo del mismísimo Fendock, que habría utilizado para contestar a cualquier airada acusación de crueldad. Durante los años duros aquellas palabras le habían resultado muy útiles al antiguo mago: «Nunca dar explicaciones, nunca justificarse».