Capítulo 2

Lyim se frotó las manos lleno de alegre impaciencia ante su tarea favorita: la recaudación de impuestos. Aquel día era Montigar, el tercer día de la semana, el día tradicional para los impuestos. Además de permitirle calcular lo recaudado, la jornada le daba a Lyim la oportunidad de comprobar el estado de ánimo de los ciudadanos del distrito. ¿Todavía hacían gala de aquella perfecta combinación de miedo y adoración que los convertía en leales hasta la muerte? Eran como niños que necesitan constantes cuidados. Pero necesitaría a todos los habitantes de aquella ciudad de las desoladas Praderas de Arena si quería conseguir su último objetivo: la destrucción de la magia.

Pero ante todo tenía que seguir vivo. El emir se había atado una afilada daga de hoja ancha en la parte interior del muslo. El arma quedaba perfectamente disimulada bajo los holgados pantalones marrones, ceñidos en los tobillos, tal como a los ladrones y a los asesinos de aquella ciudad les gustaba llevar. Sobre la camisa de color hueso, una corta chaqueta de lana a juego con los pantalones le daba un aspecto de ciudadano de la más alta categoría: de emir de Qindaras. Con duro trabajo y determinación había alcanzado tan elevada posición en poco tiempo.

Al cabo de tres años, consideraba que la mayor ciudad de las Praderas de Arena era el único hogar verdadero que había tenido. La decisión de regresar a las tierras de su infancia no tuvo nada que ver con los sentimientos, puesto que estuvo motivada exclusivamente por la pura supervivencia.

Mientras aguardaba para salir de su casa en la ciudad, Lyim repasó los acontecimientos de su vida, las tragedias que siempre presagiaron triunfos. ¿Coincidencias? Lyim creía que no. Parecía que los dioses lo derribaban tan sólo para proporcionarle los medios para que se recuperara de nuevo. Ahora sabía que no había sido una casualidad lo que lo había llevado a verse inmerso en las maquinaciones de su maestro Belize, que se había propuesto conseguir el máximo poder al abrir un portal de acceso a la Ciudadela Perdida. El plan de Belize había sido frustrado por Guerrand DiThon, pero no sin que antes Belize hubiera mutilado a Lyim introduciéndole un brazo por un portal imperfectamente construido entre dos dimensiones. Durante el breve instante en que el brazo estuvo allí, un ser de pesadilla, una criatura con forma de serpiente salida del otro mundo, se había fundido con el brazo de Lyim, lo había desprovisto de su mano derecha y lo había transformado en un monstruo. Los más grandes magos de las Órdenes de la Magia habían sido incapaces de liberar a Lyim de aquella deformidad anclada en él y tampoco pudieron devolverle la mano.

Recuperar su brazo normal se convirtió en una obsesión para Lyim. Durante una década había investigado todos los aspectos del tránsito entre niveles: la posesión física y espiritual, el rejuvenecimiento biológico y otras técnicas demasiado blasfemas para ser admitidas incluso ahora. Sus pesquisas lo condujeron al fin a algo que definitivamente le hizo recuperar la mano.

Aquellas indagaciones proporcionaron también una salida a su condición actual de mago renegado. Cuando Lyim hubo conseguido escapar a la debacle del Bastión, había regresado a Palanthas, la ciudad de los magos, pues no sabía a qué otro sitio ir. Mientras trataba de encontrar un lugar tranquilo adónde mudarse, le vino a la mente una histórica nota que hacía tiempo había hallado en la famosa biblioteca de la ciudad.

Hacía más de tres siglos, en los años previos al Cataclismo, un poderoso hechicero llamado Aniirin había gobernado en una ciudad en las Praderas de Arena. Aquella ciudad, Qindaras, estaba situada en una bifurcación del río Torath, la principal arteria comercial y vía de comunicación que cruzaba aquella desolada región. Por alguna razón, Aniirin y la Asamblea de los Tres entraron en conflicto, aunque los textos a los que Lyim tuvo acceso no especificaban la naturaleza de la disputa. Por una coincidencia de fechas, Aniirin consiguió mantener a raya a la Asamblea, ocupada en lo que sucedía en otro lugar.

La disputa se había producido precisamente cuando el Sumo Sacerdote de Istar empezaba su sistemática persecución de las Órdenes de la Magia. La Asamblea, deseosa de consagrar toda su atención a aquel funesto enfrentamiento, había optado por firmar un tratado con Qindaras, que en el peor de los casos constituía una molestia menor. En el mismo, estipulaban que la Asamblea de los Tres no interferiría en modo alguno en los asuntos internos de los habitantes de la ciudad, siempre y cuando Aniirin y sus sucesores no trataran de extender su influencia o de ocuparse de asuntos más allá de su área inmediata.

Al principio, Lyim había considerado que era una historia interesante, pero el hecho de recordarla mucho después posiblemente le había salvado la vida. Había un lugar en Ansalon en el que un mago renegado podía sentirse seguro…, seguro para conspirar con el objetivo de acabar con la magia: un Arte que en su opinión lo había traicionado.

Lyim ya había decidido que el encantamiento que había realizado para escapar del Bastión sería el último que haría. Su última conversación con Guerrand DiThon le había hecho ver su vida con toda claridad por vez primera. No era en absoluto el lienzo que Lyim había intentado pintar.

Siempre había estado orgulloso de la forma en que controlaba su vida. Pero Guerrand lo había obligado a ver que sólo había sido un peón de la magia. La magia tenía sus reglas, y Lyim se había visto forzado a seguirlas. Todos los momentos de su vida los había pasado aprendiendo el Arte, adquiriéndolo, tratando de doblegar las fuerzas mágicas a su voluntad.

Ahora sabía que ese Arte se había apoderado de su mente, lo había obsesionado como la bebida o como la hierba que muchos elfos degenerados fumaban en el barrio de los teatros. La realización de encantamientos no era una habilidad, sino una criatura viva, que respiraba, que drenaba la vida de cualquier mortal lo bastante estúpido como para creerse dueño de ella.

Aquel mismo día, Lyim había partido hacia Qindaras sin llevar con él nada de su vida anterior. Juró no volver a vestir jamás una túnica del color que fuera para evitar que ese atuendo pudiera recordarle sus tiempos de poseedor de poderes mágicos. Nadie lo tomaría por un mago a partir de entonces. Sus ropas de emir no se parecían en absoluto a su antigua vestimenta.

—Situaos en vuestras posiciones —ladró Lyim a sus guardaespaldas.

Rofer y Lorenz, dos humanos robustos y fuertes que habían demostrado su lealtad, se apresuraron a colocarse en línea con Lyim, uno delante y otro detrás de él. Cuatro gnolls igualmente poderosos se situaron junto a ellos de tal modo que formaron un rectángulo en torno al emir.

Los gnolls parecían hienas de aspecto humano y tenían la perversa y sucia apariencia característica de los de su raza. Lyim ignoraba cómo se llamaban. En la mejor de las circunstancias le resultaba difícil distinguirlos, y en cualquier caso, era muy probable que hubiera sido incapaz de pronunciar las abominables sílabas de su lengua. Aunque eran lo bastante inteligentes como para recibir adiestramiento, no eran lo suficientemente civilizados como para residir en la ciudad. Lyim había reclutado un puñado de ellos entre los pequeños clanes bárbaros que practicaban el nomadismo en las Praderas de Arena. Su aspecto fiero y su mala reputación eran suficientes para mantener a raya a la mayoría de la gente. Cuando eso no bastaba, los brutos estaban siempre deseosos de hacer honor a las historias que se contaban de ellos.

Lyim no necesitaba que los guardaespaldas lo protegieran de la ciudadanía. Los patosos asesinos que la Asamblea de los Tres enviaba con la regularidad del transcurso de las estaciones lo habían obligado a protegerse. Cuando apareció el primer matón, Lyim no se había sorprendido; todavía era considerado un renegado por la Asamblea debido a su presencia en el Bastión y a su entrada en la Ciudadela Perdida. Para la sociedad de los magos era un proscrito, un delincuente y un paria al que había que atrapar y matar. Tampoco le sorprendió que la Asamblea diera muestras de ignorar el tratado suscrito en una época anterior. Se lo haría saber a su debido tiempo, cuando ostentara una posición con poder suficiente como para invocar las cláusulas protectoras del mismo. Hasta entonces, había tomado las oportunas precauciones para neutralizar los ataques de la Asamblea.

Lyim no pudo menos que reír silenciosa y despectivamente al recordar los esfuerzos de la Asamblea para terminar con él. Si antes ellos lo habían considerado una amenaza, ahora Lyim estaba impaciente por verlos reducidos a menos que vulgares mortales sin su querida magia. Así todo el mundo se daría cuenta de la inutilidad de los poderes mágicos.

Lyim estaba ansioso por terminar las recaudaciones de impuestos, pero había aprendido a ser paciente. Y discreto. Y un buen practicante de técnicas de supervivencia desde el día en que había salido de la Ciudadela Perdida con su mano intacta. Buscando a su asistente, que se llamaba Salimshad, los ojos de Lyim repasaron a sus guardaespaldas y se posaron en el vestíbulo de baldosas negras y blancas de la casa que había ocupado en la ciudad y en la que residiría aquella noche. Lyim jamás permanecía en un mismo lugar más de dos días. A la mañana siguiente, el propietario y su familia regresarían de las calles, o de dondequiera que hubieran encontrado refugio. Era tarea de Salim encontrar las casas y desalojar a los propietarios. Lyim no dedicó ni un segundo a pensar en ellos.

¿Dónde estaba Salimshad? Lyim volvió a mirar hacia la puerta. Le molestaba profundamente no disponer de su espabilado asistente para registrar los impuestos. Salim había salido de la casa inmediatamente después del desayuno en dirección al palacio del potentado con objeto de entregar los impuestos de la última semana al tesorero real, otro de los acontecimientos tradicionales del día. No era típico del elfo hacer esperar a su amo.

Sin embargo, si Lyim no empezaba la recaudación, llegaría tarde al más imperioso de los acontecimientos de la jornada: la reunión por la tarde con el potentado Aniirin III y sus emires. No podía permitirse molestar a Aniirin, lo cual implicaba que no podía esperar a Salim. El elfo pagaría por ello; tenía suelte de que Lyim todavía lo necesitara.

Lyim atisbó entre dos guardias para observar el aspecto que tenía en un óvalo de metal pulido colgado junto a la puerta. Su característica vestimenta coloreada había sido reemplazada por el más discreto atuendo de emir. Las largas mechas oscuras de otros tiempos habían dado paso a un cabello muy corto que se arreglaba cada semana. Seguía teniendo la cara suave y sin arrugas, cosa que atribuía al hecho de que ya no tomaba estimulantes de ninguna clase.

Satisfecho, Lyim se colgó en bandolera la bolsa de recaudador e indicó al retén de guardias que se pusieran en marcha.

—Y esta vez —les advirtió— moderaos un poco. No pienso tolerar que se repita el incidente de la pasada semana. No se debe matar a nadie a menos que yo lo ordene.

—¡Sí, emir! —prometieron al unísono Rofer y Lorenz.

Los gnolls mostraron sus colmillos y asintieron con la cabeza. Lyim avanzó hacia la puerta. Rodeado por sus guardaespaldas mercenarios, salió a un callejón. En el exterior se les unieron otros seis hombres armados, que siguiendo su ritmo se situaron tras ellos.

La calle era en realidad una angosta calleja, no más ancha que un carruaje. El cruce, en un extremo de la misma, estaba adornado con una fuente pública restaurada hacía poco. El otro extremo albergaba un mercado en el que concienzudos tenderos, temerosos de la ira de su emir y de sus crueles castigos, barrían el suelo dos veces al día.

Lyim había hecho mucho para mejorar la calidad de vida del barrio. Ya no se vaciaban en las calles los orinales desde las ventanas, por lo menos no sin severas multas. Los vecinos estaban organizados para combatir incendios y para controlar la delincuencia.

Cuando Lyim llegó a Qindaras tres años antes, el distrito de los mercaderes era una guarida de corrupción. El anterior emir había gravado a los comerciantes legales con impuestos tan duros que apenas podían sobrevivir. El emir Bagus había potenciado el juego y la prostitución entre otros vicios, pero, a pesar de ello, la gente del barrio se moría de hambre. Cuando una turba de ciudadanos castigados por los impuestos lo apuñaló en un callejón, nadie lo lamentó, y menos que nadie Lyim, cuya participación en aquel suceso le había permitido darse a conocer en todo el barrio.

Lyim no tenía nada contra el vicio, pero se daba cuenta de que había que controlarlo de forma segura y rentable. Entre sus primeras medidas figuró la abolición de la usura. A continuación estableció sus propios prestamistas en sustitución de la violenta turba que había suprimido. Designó zonas libres de vicio, en las que los jugadores y las prostitutas que le proporcionaban los mayores ingresos podían albergar a sus familias y donde podían funcionar tiendas normales.

En apenas dos años, Lyim había conseguido que su barrio de la ribera del río pasara de ser el más decrépito a ser el más rentable. Tan sólo otro barrio proporcionaba más dinero semanal al potentado.

Paciencia, se dijo a sí mismo Lyim, irritado por el éxito del otro emir. Antes de que transcurriera mucho tiempo, Rusinias ya no sería emir y Lyim dominaría el barrio más rentable de Qindaras. Al no disponer de ningún heredero para su título, el potentado consideraría sin duda que nombrar su sucesor a Lyim sería la decisión más lógica. Entonces, en su calidad de bajá de Qindaras, Lyim estaría en condiciones de recordar la existencia del tratado a la Asamblea de los Tres, y así se vería libre de sus ataques.

La popularidad de Lyim en el barrio se había visto muy favorecida por el hecho de que el actual potentado de Qindaras no gozaba de las simpatías de nadie. El descendiente directo del poderoso hechicero que fundó la ciudad muchos siglos antes, Aniirin III, era el desafortunado resultado de una política que prohibía casarse con alguien ajeno al linaje familiar. Todos los que conocían a Aniirin lo consideraban decadente, estúpido y dedicado en gran medida a gozar con placeres elementales. La mitad del día se lo pasaba en camisa de dormir, jugando con juguetes nuevos o dispositivos mágicos.

El resto del tiempo lo dedicaba a deificar a su paternal abuelo. En efecto, Aniirin III estaba fascinado con la imagen de su fallecido antepasado. Atribuía a su querido abuelo hazañas que ningún ser humano podía haber realizado. Lyim se encontraba con el potentado en una ocasión en que este, después de varias copas de vino, se puso a hablar de su abuelo utilizando el verbo en presente. Lyim a veces se preguntaba si Aniirin no creía realmente que su antepasado todavía estaba vivo y gobernaba la ciudad, ya que él mismo bien poco hacía a tal efecto.

Un logro que el potentado Aniirin III podría haber atribuido con razón a sus antepasados fue su consagración a la reparación de los daños ocasionados en Qindaras por el Cataclismo. Desgraciadamente, esto había sido manipulado de modo que una doctrina oficial negaba que el Cataclismo hubiese sucedido. En la ciudad sólo podían encontrarse planos anteriores al Cataclismo. Los kenders, una parte del negocio de los cuales era la venta de planos obsoletos, obtuvieron en Qindaras sus mayores beneficios.

Uno de esos ladrones con moño se cruzó con Lyim cuando este penetraba en un barrio de la ciudad poblado de balcones extremadamente peligrosos. Ropas puestas a secar ondeaban sobre las cabezas como cansinas banderas viejas. Perros mugrientos deambulaban a lo largo de las cunetas, seguidos por chiquillos que se reían y los llamaban a gritos.

—¡Los perros deben llevarse atados en este barrio! —gritó Lyim.

Incluso pareció que los perros aflojaron la marcha al oír su voz. Los chiquillos se detuvieron y se dieron la vuelta. Miraron a Lyim y, asustados, inclinaron la cabeza.

—¡En seguida, emir! —obedecieron, y se escabulleron agarrando a los chillones perros por las orejas.

Lyim y su escolta doblaron la esquina y llegaron a la arteria principal, la Avenida del Río. A ambos lados de la calle se alineaban toda clase de mercaderes: cerrajeros, panaderos, alfareros, cuchilleros. Entre cada dos edificios había una escalera que subía a los apartamentos de la planta superior y un pasillo que permitía el acceso a cada uno de los habitáculos situados detrás de las tiendas.

Lyim observó la posición del sol y soltó una inequívoca maldición. ¡Condenado elfo! Aquel día no tendría tiempo de recaudar los impuestos de todos los establecimientos; tendría que volver al día siguiente para visitar algunas de las tiendas menos importantes. Le fastidiaba que se quedasen un segundo más de lo debido con una sola de las monedas que le correspondían.

Mentalmente Lyim visualizó las tiendas que se alineaban a lo largo de la avenida. ¿Cuál de ellas le proporcionaría más alegría cuando le reclamase sus ganancias? Husmeó el aire y detectó un fuerte aroma de salchichas calientes; aquello le dio la respuesta. Se ajustó la bolsa recaudatoria e indicó a sus guardias que encabezaran la marcha y penetraran en un estrecho edificio estucado de dos pisos con un balcón central que dominaba la amplia y abigarrada avenida.

Lyim hacía a menudo la primera parada en casa del vendedor de salchichas. Piepr preparaba las mejores salchichas de Qindaras. En tiempos del predecesor de Lyim su negocio había ido mejor que la mayoría de los demás, aunque ni mucho menos tan bien como ahora. Considerando ese hecho, Piepr no era lo bastante obsequioso como para satisfacer al nuevo emir. Además, a Lyim le fastidiaba que la tienda de Piepr tuviera una vista excelente; aquel hombre la había heredado, no se la había ganado. El objetivo de Lyim era sacar bastante dinero de Piepr para que tuviera que alquilar la segunda planta y su hermosa vista a otra persona.

La tienda olía intensamente a ajo y a sudor. Piepr estaba detrás del trinchante de madera que también servía de mostrador para la venta. El hombre, de mediana edad, vestía la habitual camisa de trabajo sin mangas. Dos gruesos pelos le salían de un lunar en el mentón. Tenía la expresión fantasiosa y ligeramente cansada del hombre que es más brillante de lo que requiere su trabajo.

—¿De nuevo día de impuestos? —preguntó con calma Piepr—. ¿O tal vez has venido a degustar mis deliciosas salchichas, emir?

Lyim cogió una salchicha suspendida con cordeles del estante donde se ponían a secar y la mordisqueó sin pagarla.

—Un lote especialmente bueno, Piepr —dijo saludándolo con el embutido a medio masticar.

Piepr asintió inclinando la cabeza e hizo señales a una jovencita para que saliera de detrás del mostrador. Lyim ya conocía a Yasmi, la hija de Piepr. El salchichero estaba enseñando el oficio a la chica, su única hija. Yasmi se acercó a Lyim y se arrodilló tal como se requería. De rodillas y con la mirada baja, la chica alzó una tintineante bolsa de tela por encima de su cabeza.

Lyim la cogió, aflojó el cordel y sacó un puñado de monedas de acero. Apestaban a ajo, lo mismo que Yasmi. Lyim mostró su acuerdo con la cantidad mediante un ademán con la cabeza, aunque arrugó la nariz a causa del desagradable olor. Yasmi regresó tras el mostrador, junto a su padre.

Sin mediar palabra, Lyim echó la bolsita en su bolsa de recaudador. Se estaba dando la vuelta para irse acompañado de sus guardias, cuando le detuvo la voz de Piepr.

—Con el debido respeto, emir, ¿nos bajarán pronto los impuestos?

—¿Acaso no te van bien las cosas, Piepr? —le preguntó Lyim en tono perfectamente amistoso—. Tal vez tengas que aumentar los precios.

Piepr miró la salchicha que Lyim tenía en las manos.

—Vendo más salchichas que nunca, pero no consigo ganar más por mucho que trabaje.

—Quizá deberías pensar en alquilar la segunda planta para obtener ingresos extras —le sugirió Lyim.

—No necesitaría pensar en trasladar a mi familia a la habitación de atrás —dijo el salchichero—, si pudiera conservar una parte mayor de lo que gano —añadió con visible incomodidad.

Pero luego insistió:

—He hablado con mis vecinos, emir. El porcentaje de impuestos que tienen que pagar es significativamente más bajo que el mío.

Tras Piepr, su hija jadeó al constatar su temeridad.

—Los negocios de tus vecinos no son comparables al tuyo —afirmó Lyim en un tono de voz inesperadamente razonable—. Tú disfrutas de un seguro frente a riesgos que muchos de ellos no tienen. A cambio del dinero de tus impuestos recibes una excelente protección frente al fuego, al vandalismo, al robo y a cualquier tipo de acoso.

Desde la calle subían los acordes de una música festiva que contrastaba con la seriedad de la conversación que se mantenía en la casa.

—Con todo —prosiguió Lyim—, si no te sientes recompensado por tu dinero, puedo pedir a un cierto número de mis asociados —añadió, mirando a sus guardaespaldas— que se retiren, mientras discutimos el asunto en privado —precisó Lyim con una sonrisa.

Piepr bajó la cabeza.

—No será preciso, emir. Gracias por tu amabilidad.

—Quiero que sepas que siempre puedes acudir a mí con tus preocupaciones —dijo Lyim gentilmente, mientras tomaba nota mental de todos los vecinos de Piepr, culpables o inocentes de haber revelado los detalles de sus impuestos, para extorsionarlos. Ninguno de ellos sería tan estúpido como para volver a irse de la lengua de nuevo.

Lyim mordisqueó la salchicha mientras bajaba por la avenida dando rápidas zancadas; al reconocer a su emir, los ciudadanos que se cruzaban con él inclinaban la cabeza. En las tiendas más pequeñas, Lyim hacía entrar a dos guardias. En breves instantes, sus guardias regresarían con el dinero recaudado y Lyim lo añadiría a la bolsa que llevaba en bandolera. Mientras se lamía la grasa de los dedos, Lyim pensaba que había muy pocas cosas de su trabajo de recaudador de impuestos que no le gustaran.

Esperó en el exterior de la panadería sentado en el borde de una fuente cantarina. Un considerable gentío se había congregado allí a pesar de los denodados esfuerzos de los guardaespaldas. La mayoría eran personas respetables que se detenían un momento para agradecer a Lyim que el barrio de los mercaderes hubiera renacido. De forma brusca, un hombre de largos brazos escuálidos y bigote poco poblado se acercó corriendo a los guardias, solicitando hablar con el emir, pero los secuaces de Lyim lo obligaron a retroceder a empujones.

Lyim observó a la expectante muchedumbre y advirtió que era una ocasión propicia.

—Dejad que hable —ordenó.

El hombre inclinó la cabeza y se arrodilló, jadeando.

—¡Bendito seas, querido emir! Tengo una tienda modesta en el extremo este del barrio, una pequeña botica —explicó sin aliento.

La ubicación decía muchas cosas: la parte más al este incluía los edificios en los que no se toleraba el vicio.

—Unos rufianes llevan meses atacando mi negocio. ¡Hoy han golpeado a mi hijo en el callejón, delante de nuestra tienda!

El negocio de aquel hombre debía de ser de poca monta, pues Lyim no lo reconoció.

—¿Ya pagas tus impuestos?

—¡Con toda lealtad, emir!

—¿Cómo te llamas?

—Ovanes.

Lyim maldijo una vez más la ausencia de Salimshad y ojeó el libro de registro para localizar los pagos de las semanas precedentes. Con toda seguridad, aquel hombre estaba al día en el pago de sus impuestos.

El emir metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de monedas y las mostró ante los ojos desmesuradamente abiertos de aquel ciudadano.

—Has pagado para tener una protección mejor. Toma estas monedas por los daños que tú y tu hijo habéis sufrido. ¿Podrías identificar a los culpables?

—Creo que sí.

—Dos de mis guardias —explicó Lyim haciendo una señal a Rofer y a uno de los gnolls para que se acercaran a aquel hombre— te acompañarán hasta tu tienda y permanecerán allí hasta que consigas mostrarles a los rufianes. Esa clase de incidentes se pueden resolver perfectamente. Quédate tranquilo pues, a partir de ahora, aumentará las patrullas en tu zona.

El buen hombre estaba tan agradecido que se alejó de Lyim haciendo reverencias; precisamente lo que Lyim había esperado que la muchedumbre pudiese contemplar. Lyim se estaba deleitando con las miradas de adoración que recibía mientras esperaba que un par de sus guardias regresara de las tiendas de los cesteros, cuando Salimshad se abrió paso a través del círculo de guardias arracimados en torno a él.

—Un poco tarde, ¿no te parece? —inquirió el emir clavando la vista en el delgado elfo.

Hacía dos años que Lyim y Salimshad estaban juntos. No había costado mucho persuadir al elfo de que trabajara para el emir: una galleta mohosa y una noche tranquila en el suelo de piedra cubierto de paja de la habitación que Lyim había ocupado antes en Qindaras. El elfo kalanesti había estado a punto de morir de hambre y de frío.

Lyim se había fijado en Salimshad por vez primera en una penumbrosa posada llena de humo situada en el barrio de la ribera del río de Qindaras. El escuálido y desvalido elfo habría pasado absolutamente inadvertido a Lyim en medio de tantos otros como él de no ser por su mano. Mejor dicho, por carecer de una mano.

Lyim captaba las deformidades físicas del mismo modo que otros advertían el color del pelo. Mientras saboreaba una jarra de su aguardiente shalustiano favorito de color púrpura, divisó al elfo que timaba a la gente haciendo de trilero. Con su única mano, Salimshad manejaba las cáscaras con increíble destreza. Lyim se admiró de la temeridad del elfo y, con un buen humor poco habitual, rio para sus adentros cuando de la forma más experta el trilero no tardó en aligerar de sus monedas a los parroquianos. Todos se habían largado llenos de enojo, pero sin haber aprendido la lección. Al parecer, no podían creer que un hombre manco pudiera engañarlos con el juego de las cáscaras.

Por aquel entonces, Lyim ya llevaba casi un año en Qindaras. Durante ese tiempo, sus progresos para conseguir el objetivo de convertirse a corto plazo en emir del barrio de los mercaderes eran menores de lo que había esperado. Cuando la luz del fuego iluminó la cara oscura y astuta de Salimshad y sus tatuajes amenazantes, Lyim tuvo una repentina inspiración; en aquel instante comprendió que había infravalorado la dificultad de controlar el barrio más duro y acosado de una ciudad de barrios pobres.

—Buen trabajo —había dicho. Su voz delataba una pizca de comprensivo humor, lo cual hizo que el elfo reflexionara un instante e inclinara la cabeza en señal de agradecimiento. Pero evitó mirar a Lyim a la cara y no se detuvo mientras se dirigía apresuradamente hacia la puerta de la posada.

—Muy listo, pero no creo que puedas utilizar esta… hum… técnica más de una vez en el mismo barrio.

El elfo se detuvo de golpe. Volvió la cabeza de forma que su voz apenas se oyó desde los pliegues del fondo de su capucha.

—He ganado las monedas limpiamente.

—No puedo estar más de acuerdo —afirmó Lyim. Se recostó en la silla de madera y cruzó los brazos—. Siempre me parece bien que los estúpidos pierdan dinero voluntariamente. ¿Cómo perdiste la mano?

El elfo, cogido por sorpresa por aquella pregunta inesperada, durante unos instantes se mostró inexplicablemente desconcertado. Después se encaró con Lyim y se echó la capucha sobre los hombros.

—Me la cortaron los silvanesti, que se habían propuesto esclavizarme. ¿Acaso te han encargado ellos que vinieras a buscarme?

En esta ocasión le tocó sorprenderse a Lyim.

—De modo que tú también eres un hombre al que persiguen —dijo. Con la cabeza señaló el brazo seccionado—. Cualquier buen mago podría arreglártelo.

—Decidí conservarlo así a modo de recuerdo. Jamás dejaré que me conviertan en esclavo otra vez.

—Entonces nos entenderemos bien. Quiero ofrecerte un trabajo. La paga consistirá en la comida y un lugar para dormir. A cambio espero de ti una lealtad completa e inquebrantable. Sin preguntas.

—Lo acepto —se apresuró a responder el elfo.

A partir de aquel momento, la escalada de Lyim hacia el cargo de emir del barrio había sido rápida. Necesitaba una rata de alcantarilla, alguien en quien la gente de la zona confiara, aunque no debiera hacerlo. Lyim habría sido siempre un advenedizo sin la ayuda de alguien como Salimshad.

De vez en cuando, el elfo hacía todo lo que podía para recordar a su amo cuán importante era su colaboración. Y eso era lo que estaba haciendo en aquella ocasión, bajo la fría mirada inquisidora de Lyim, ante la fuente del barrio.

—No deberías mirarme de esta manera, pues no sabes lo que he hecho en provecho tuyo —murmuró Salimshad.

—Creía que estabas en el palacio, entregando los impuestos del barrio al tesorero.

—Algo mejor —dijo el elfo con desdén de funcionario.

Lyim frunció el entrecejo. Salim sabía que a él no le gustaban los juegos, por consiguiente la nueva tenía que ser jugosa.

—Dime.

Salimshad lanzó una astuta mirada a los guardianes de rostro pétreo. De mala gana, Lyim ordenó que se retiraran unos seis pasos.

Salim se inclinó hacia adelante y habló desde el fondo de la capucha.

—Rusinias tiene problemas para recaudar sus impuestos.

—¿Cómo es posible?

—El tesorero no lo dijo, a pesar de que me esforcé tanto como pude para que se fuera de la lengua. Lo único que conseguí que me revelara fue que Rusinias tiene un terrible dolor de muelas. Quizá ha estado confinado en cama y no ha podido efectuar las recaudaciones tan eficazmente como de costumbre —dijo Salim, y lanzó un vistazo por encima del hombro—. En cualquier caso, el tesorero está furioso, lo cual quiere decir que Aniirin también está enojado. Rusinias ha caído en desgracia definitivamente —añadió el elfo, congestionado por la excitación pese a su contención habitual—. ¡Es una ocasión de oro para deshacernos de él para siempre!

—Creo que tienes razón —asintió Lyim—. Pero ¿cómo?

El emir se pasaba una uña entre los dientes inmaculadamente blancos mientras analizaba la situación.

—¿Veneno? —sugirió Salim en voz baja—. Siempre está enfermo. ¿Apaño alguna cosa en la cocina del palacio antes de la velada de esta tarde?

—No —dijo con calma Lyim. Sin embargo, con una sola palabra, la pregunta del elfo había sugerido al antiguo hechicero ideas a raudales—. Dime, ¿está Rusinias demasiado enfermo como para asistir a la velada de hoy?

Salimshad lo miró con expresión cínica en su rostro tatuado.

—Ya sabes que estar demasiado enfermo quiere decir estar muerto cuando se trata de no perderse una de las reuniones de Aniirin.

Lyim enarcó las cejas para expresar su conformidad con aquella opinión. A lo largo de los años había preparado inacabables y complicados planes para conseguir el acceso a la categoría de potentado y había hablado de ellos extensamente con Salimshad. En aquel momento, se le había ocurrido un plan que era el súmmum de la sencillez. Lyim estaba convencido de que saldría bien. Lo más interesante era que, tanto si tenía éxito como si no, el riesgo de ser atrapado era muy pequeño.

—No —repitió con mayor firmeza—. No digas nada a nadie. Tengo una idea mejor.

Los ojos de Salim centellearon con maliciosa alegría.

—¡Cuéntamela!

Lyim saltó del borde de la fuente y aterrizó de pie. Se pasó la cinta de la bolsa de recaudador por encima de la cabeza y se la ofreció al elfo.

—Espera a que salgan los dos que están en la panadería. Después, reúnete conmigo en casa —le ordenó Lyim con voz acelerada por la excitación—. Allí te diré lo que se me ha ocurrido; pero antes pasaré por la botica.

El elfo sabía perfectamente que no valía la pena apremiar a su amo. Además, no tuvo tiempo. El emir ya había desaparecido de su vista por la concurrida Avenida del Río, emparedado entre dos guardaespaldas.

Las campanadas de media tarde resonaron por todo Qindaras. En tiempos del primer potentado significaban una llamada a los fieles para la plegaria diaria. Pero eran pocos los que encontraban motivos para tener fe en la época de Aniirin III: la mayoría de los ciudadanos utilizaban el repique de campanas como un pretexto para interrumpir el trabajo diario, volver a sus hogares y hacer la siesta.

El mismísimo Aniirin aprovechaba la ocasión para una buena comilona a base de dulces entre la comida del mediodía y la cena. En las cocinas de palacio había cuatro pasteleros trabajando a tiempo completo, inventando cada día nuevas recetas para la insaciable glotonería del potentado. Una vez a la semana, el día de la recaudación de impuestos, los siete emires de Qindaras eran invitados a participar en la dulce y sofisticada orgía gastronómica de Aniirin. La palabra «invitados» era inapropiada, puesto que todos los emires, listos y tontos, en seguida aprendían que tenían que ir.

Lyim se encontraba en el recargadísimo salón de Aniirin, que juzgaba excesivamente femenino para un hombre. En un rincón hacía oscilar su diminuta copa en forma de flor llena de bergamota caliente sintiendo con placer el peso de la copa en la mano. En cualquier momento llegarían los pasteleros empujando carritos y carritos de exquisitos pastelillos. Para seguir la tradición, Aniirin entraría de forma ostentosa inmediatamente después. Los seis colegas de Lyim estaban acompañados por sus catadores, otra tradición mantenida durante mucho tiempo cuando se cenaba en palacio. Nadie sabía por qué subsistía aquella costumbre, puesto que ningún ciudadano vivo recordaba que alguien hubiera sido envenenado en aquel lugar. Lyim observó a su lacayo, que se encontraba detrás de él con una expresión de impaciente glotonería. Habitualmente, era Salim quien realizaba aquella función, pero aquel día Lyim quiso que el elfo estuviera tan lejos de aquel salón como fuera posible. Para sustituirlo, de entre la masa de villanos con la que se cruzó mientras se encaminaba al palacio, había elegido al azar a un joven gordo, de aspecto poco atractivo y ojos pequeños. No era precisamente difícil coger un trozo de tarta con un tenedor antes de que lo hiciera una persona de más alto rango.

—¿Por qué tenemos que asistir a esta reunión cada semana? —gruñó Vaspiros, emir del barrio de los tejedores. Era un hombre delgado y nervioso, propenso a quejarse. Lyim pensó que era una burla del destino que la encorvada sombra de un hombre de hombros hundidos tuviera las mejores oportunidades para comprarse ropas de calidad y las peores condiciones para lucirlas.

»A Aniirin le importa muy poco vernos, por no hablar de lo poco que le interesa oír nuestros problemas en los barrios —continuó Vaspiros.

—¿Sabéis por qué estamos aquí? —refunfuñó Garaf. El emir del distrito de los artesanos era un cínico hombre mayor, que había visto muchas cosas y había muy pocas que le sorprendieran. Lyim pensó que en otras circunstancias podría haber simpatizado con aquel hombre de cabellos grises, bajo pero fuerte—. El anterior Aniirin celebraba este tipo de veladas. Nuestro actual potentado come la misma comida, duerme en la misma cama y lleva la misma clase de ropa interior que su antepasado —acabó diciendo en tono humorístico.

—Además —interrumpió con rudeza Dafisbier, que escuchaba disimuladamente la conversación en voz baja—, del mismo modo que cualquier animal adiestrado, Aniirin necesita exhibirse.

La mayoría de los emires allí reunidos prorrumpieron en tímidas risas, puesto que nunca estaban del todo seguros de que el potentado no tuviera alguna manera de escucharlos a escondidas. Lyim se mantenía al margen de la charla. En cambio, observaba al emir Rusinias, que estaba sentado en un deslucido sillón tapizado de damasco situado junto a un aparador que no tardaría en verse repleto de pastelillos. El emir, de unos cuarenta años, descansaba pesadamente en el sillón y su rostro tenía el color gris pálido de la nieve sucia. Era calvo, de nariz prominente y con el ojo derecho caído, por lo que no podía presumir de tener un aspecto atractivo. Rusinias ostentaba la categoría propia del emir más veterano en el cargo. Esta era la razón principal por la que era considerado el favorito de Aniirin. Hasta hacía poco, por lo menos.

—¿Qué tal la muela, Rusinias? —le preguntó Lyim mientras bebía la infusión a pequeños sorbos.

El emir del barrio de los almacenes se llevó la mano a la mejilla ante la alusión. Alzó distraídamente la vista sin moverse del sillón, sin molestarse en abrir su ojo caído al ver quién le estaba hablando. Los dos emires no se tenían simpatía alguna.

—Si quieres saber la verdad, me está matando —exclamó, haciendo una mueca de dolor cuando el aliento le rozó la muela inflamada.

—¡Qué dolor! —dijo Lyim con afabilidad—. Puedo facilitarte el nombre de un buen barbero de mi barrio que te la arrancará sin que te des ni cuenta.

Rusinias dirigió una desconfiada mirada a Lyim, que no le había dicho una palabra amable en varios meses.

—Gracias —respondió con cautela—; es muy posible que lo necesite.

Lyim asintió con la cabeza, y entonces se vio obligado a dar un paso atrás pues los pasteleros irrumpieron en el salón a través de la cortina del arco de entrada. Cada uno de ellos empujaba un carrito repleto de pastelillos ricamente elaborados.

Tras ellos apareció el potentado. Su rostro reflejaba tanta impaciencia como el del catador de Lyim, que aguardaba ansioso y expectante los dulces prometidos. De acuerdo con la tradición, todas las cabezas se inclinaron.

—¡Qué bien! ¡Ya estáis todos aquí! —exclamó Aniirin III aplaudiendo—. ¡Cuánto me gusta el día de los impuestos! —añadió. Observó los carritos con ojos glotones pero su criado Mavrus le susurró algo al oído.

Con evidente contrariedad, el potentado se dispuso a saludar a sus emires dándoles la mano de forma apresurada. Saludó a Rusinias en primer lugar e inmediatamente después a Lyim. Aniirin le dedicó una amplia sonrisa, le estrechó la mano y se detuvo únicamente el tiempo necesario para que el emir pudiera contemplarlo con calma. El potentado daba la impresión de tener unos cincuenta años humanos, aunque Lyim sabía que debía de ser considerablemente mayor, si se tenía en cuenta la fecha, hecha pública, de su nacimiento. Su palma tenía la textura seca y la suavidad del papel característica de los viejos. La piel del dorso de las enjoyadas manos estaba salpicada de manchitas propias de la edad. El potentado tenía que agradecer su relativa juventud a algún tratamiento mágico o al hecho de haber llevado una vida sin preocupaciones.

A pesar de su gran capacidad para controlarse, Lyim tuvo dificultades para clavar la vista en el rostro del potentado: la cabeza tenía la forma de una calabaza puesta de lado y abandonada en el campo demasiado tiempo; la línea del cabello, irregular y en franco retroceso, contribuía a darle un aspecto ligeramente aplastado. La irregularidad se veía aún más resaltada por unas retorcidas venas azules. Desde tan cerca era imposible no fijarse en cómo se hinchaban a cada latido del corazón del potentado.

Si la extraña forma de su cabeza no hubiera bastado para llamar la atención, Aniirin tenía una característica que le habría costado ser víctima de lapidación a manos de los supersticiosos si hubiera tenido una posición de menor rango que la de potentado: uno de sus ojos era verde y el otro azul. A Lyim, Aniirin le parecía como mínimo un cuadro mal pintado, como si el artista no hubiera sido capaz de dibujar un círculo bien hecho o ni siquiera se hubiera molestado en decidir de qué color pintar los ojos del modelo.

Mientras el potentado se separaba de Lyim para dar la bienvenida a los demás emires, el mago advirtió que al menos la túnica dorada de Aniirin era cara y estaba bien confeccionada. Desgraciadamente, se le desprendió del hombro y le resbaló hasta la mano. Tenía la barriga redondeada a causa de la bebida, y el resto de su cuerpo estaba tan hinchado que su torso parecía un burdo saco repleto de patatas.

En cuanto hubo terminado de saludar, Aniirin no perdió ni un segundo y se lanzó sobre la gran bandeja de dulces a él destinada. Sin hacer caso de las cucharas para servirse, el potentado utilizaba los dedos rechonchos y llenos de anillos para coger pedazos de pasteles de la fuente, y se los chupaba después. Ante la silenciosa decepción de los atentos pasteleros, Aniirin ponía un pastelillo encima de otro, como si no tuviera espera, hasta que la bandeja quedó reducida a una triste masa de inidentificable bizcocho azucarado.

Siempre ocurría lo mismo.

Lyim esperó para quedarse el último de la fila, detrás del inquieto Vaspiros, que no cesaba de moverse. Tal como Lyim suponía, Rusinias no probó bocado. Si hubiera comido algún dulce, habría sido muy doloroso para su muela.

Mejor aún, todos los demás habían tomado por lo menos uno de los pastelillos favoritos de Aniirin: un esponjoso bizcocho relleno de chocolate y crema cuyo centro suave y untuoso ocultaba trocitos de granada caramelizada. El pastelillo había sido enteramente espolvoreado con canela y azúcar en polvo. Lyim los encontraba repulsivos, pero tomó un pastelillo de cada clase y procuró poner encima el favorito de Aniirin.

Sentado y sonriendo afablemente, Lyim observaba a sus colegas. En su juventud había viajado en compañía de un mago cruel, con la esperanza de aprender auténtica magia. Su mentor se había vuelto un absoluto transgresor por lo que respecta a las reglas de la hechicería, pero Lyim aprendió muchas técnicas de simulación antes de alejarse de él para siempre. Con gran disimulo, Lyim pasó un momento la manga de su camisa sobre la bandeja y la sacudió. Un fino polvo, indistinguible del de la canela, se posó sobre el esponjoso pastel.

La etiqueta exigía que nadie comiera antes de Aniirin; y eso nunca había representado un problema. Aquel día, sin embargo, Lyim observaba al potentado con suma atención. Aniirin había levantado el tenedor de dos puntas y estaba a punto de bajarlo.

—¡Espera! —gritó Lyim tan fuerte que incluso Aniirin, en su fascinado estado, se inmovilizó—. Tu catador todavía no ha probado tu comida, potentado —puntualizó, procurando que un deje de alarma se reflejara en su voz.

Aniirin, decepcionado, puso los ojos en blanco.

—Creía que podríamos ahorrarnos ese trámite. En las veladas que vengo celebrando desde hace años no ha sido envenenado nadie. ¿Acaso no me quieren mis emires y mi pueblo?

Lyim tosió con cierta incomodidad y luego se aclaró la garganta.

—Eso espero, potentado. Con todo, me temo que hoy, de entre todos los días, sea el menos indicado para olvidarse de esa práctica.

Aniirin ladeó su cráneo irregular con expresión recelosa.

—Habla.

Lyim moduló la voz.

—Me hubiera gustado no verme en la obligación de revelarte que de fuentes bien informadas he sabido que alguien quiere envenenarte y también a aquellos de tus emires con los que se tropiece.

Los demás emires contuvieron el aliento y miraron horrorizados sus bandejas. Mavrus se acercó al potentado, bloqueándolo con un brazo, como si aquello pudiera proteger a Aniirin de la comida emponzoñada.

—¿Quién es el traidor? —inquirió el potentado.

Lyim miró a Rusinias, pero su mirada sólo se posó unos breves instantes en él.

—Si lo supiera, en estos momentos el culpable ya estaría pudriéndose en las mazmorras.

—Sí, por supuesto —murmuró Aniirin. Incluso él tuvo la sensación de sentirse un estúpido por preguntarlo.

—¿Cómo has conseguido enterarte? —quiso saber Garaf.

—Igual que todos vosotros, tengo mis fuentes de información por toda la ciudad —explicó Lyim—. Me extraña que no te hayas enterado del complot, Garaf.

El emir interpelado gruñó, pero no dijo nada más. Ya se había arriesgado mucho más de lo que hubiera querido.

—Podemos andar haciendo conjeturas todo el día —dijo Lyim—, o bien podemos llevar a cabo una prueba que aclare el asunto. Veamos qué comida ha sido emponzoñada y cuál no.

Señaló con el dedo al rechoncho y poco favorecido joven que se había procurado como catador. Los ojos del muchacho se desorbitaron, el rostro se le bañó de sudor y palideció. Su miedo era patente, pero era igualmente obvio que no había manera alguna de escapar chillando de una sala en la que se hallaban reunidos los ciudadanos más influyentes de la ciudad. En el mejor de los casos, su huida sería interpretada como señal de culpabilidad. Incluso era posible que lo golpearan hasta matarlo antes de llegar a la cortina del arco de entrada.

Temblando de forma visible, el rufián callejero avanzó un paso. Lyim le entregó la bandeja de comida que había escogido.

—De modo deliberado he seleccionado un trozo de cada clase —explicó Lyim—. Asegúrate de que pruebas un poco de todos.

La mano que sostenía el tenedor temblaba. Se fue posando sobre los diferentes dulces, uno tras otro; tomaba un poquito de cada uno y lo llevaba hasta los recelosos labios.

Transcurrieron unos instantes muy largos y tensos. No comía nadie. Apenas respiraban. Lentamente, el joven sonrió, las profundas arrugas del rostro se le marcaron más y luego desaparecieron. Todo el salón suspiró con gran alivio. Junto a las cortinas, los restantes catadores fueron los que experimentaron un alivio mayor.

—¡Lo sabía! ¡Una falsa alarma! —se pavoneó Vaspiros.

Sin mediar palabra, el rechoncho rufián se agarró la garganta, gorgoteó una vez y cayó muerto sobre el alfombrado suelo.

En el salón estallaron chillidos y estrépito de porcelana china hecha añicos.

—¡Orden, señores! —gritó Lyim por encima del estruendo—. ¡Estáis destruyendo la prueba!

Poco a poco, el salón recuperó la calma.

—¿Es preciso continuar con las catas? —preguntó Lyim.

Pero después de la muerte del asustado joven, ningún otro emir iba a someter a su catador al mismo destino. Lyim había contado con el estúpido sentimiento de compasión de sus colegas.

—La muerte de tu catador no prueba nada —comentó Rusinias desde su sillón—. Tal vez alguien quería precisamente tu muerte, emir Rhistadt.

—Es una posibilidad, aunque no puedo imaginarme por qué alguien podía querer envenenarme sólo a mí —repuso Lyim—. Mi cargo no tiene especial importancia… A menos que uno de nosotros considere que su posición se está debilitando y tenga miedo de que yo se la pueda arrebatar.

El tono de voz de Lyim era bastante inocente, pero todo el mundo comprendió el objetivo de su puya. Evidentemente las noticias sobre las dificultades de Rusinias en la recaudación de impuestos se habían difundido por todos los barrios.

A quien menos gustó la mal disimulada acusación fue a Rusinias, que lanzó una mirada a Lyim más venenosa que el arsénico.

—Quizá tú mismo has preparado esta estratagema.

Por toda respuesta, Lyim arqueó una ceja señalando las manos vacías del emir.

—He advertido que no has comido nada en toda la velada, Rusinias —comentó secamente y comprobó que su observación había avivado la imaginación de todos los presentes.

—¿Cómo podría comer dulces con mi muela en tal estado? —protestó el emir, pero Lyim lo interrumpió bruscamente.

—Has cuestionado de forma perversa mi lealtad hacia Aniirin, Rusinias —afirmó con voz dura como un puño—. Si estás tan firmemente convencido de que este ataque sólo iba dirigido contra mí, ¿por qué no pruebas los dulces de nuestro potentado para demostrar tu convencimiento? Creo que están emponzoñados tal como os he dicho. Sin embargo, los probaré yo mismo si ello puede llevarnos a descubrir la verdad y a mantener a salvo al honorable soberano de nuestra ciudad. ¿Estás dispuesto a hacer lo mismo? —inquirió.

Para impresionar a los demás, Lyim empuñó un tenedor y cruzó la sala en dirección a la bandeja de Aniirin.

—Adelante, pruébalos —exclamó Rusinias—. Tanto si están envenenados como si no, esto no demuestra nada en mi contra.

—Puede que tengas razón —le respondió Lyim mientras se volvía hacia el emir de más edad—, pero eres la única persona de este salón que no ha probado bocado. Tu dolor de muelas te ha afectado en un momento inusualmente favorable. Vuelvo a preguntártelo, Rusinias: ¿estás dispuesto a demostrar tu lealtad y a catar estos dulces conmigo?

Como un animal acorralado, Rusinias miró en torno. Los demás emires guardaban silencio mientras sus nerviosas miradas pasaban de Lyim a Rusinias, de este al potentado y después se posaban en la bandeja de pastelillos colocada ante Aniirin.

—Si no he cogido ninguno de esos dulces ha sido exclusivamente a causa de mi muela —protestó Rusinias de nuevo—. Todos los aquí reunidos saben cuánto me duele.

Antes de que Rusinias pudiera pronunciar otra palabra, Lyim hundió el tenedor en el pastelito de crema situado en lo alto de la bandeja de Aniirin.

Mientras lo hacía, una lluvia de fino polvo venenoso se desprendió de su manga y cayó sobre los pastelillos que quedaban en la fuente. Lyim tomó un trocito del dulce con el tenedor y se lo llevó a los labios. En aquel momento supremo, sabía que su firmeza lo era todo. Había estudiado a aquellos hombres desde su llegada a Qindaras y sabía cómo iban a reaccionar bajo presión. Él era más fuerte que todos ellos. Mirando ferozmente a Rusinias, Lyim dirigió el tenedor hacia su boca abierta.

—¡Ya es suficiente! —gritó Aniirin. Lyim se volvió para encararse con el gobernador de Qindaras—. Emir Lyim, vas a dar tu tenedor al emir Rusinias. Él será quien pruebe mi comida en primer lugar.

Todos los ojos observaron cómo Lyim obedecía y cruzaba la habitación para detenerse ante Rusinias.

Rusinias hizo una mueca de dolor y se llevó la mano izquierda a la mandíbula. Pero se incorporó y cogió el tenedor de manos de Lyim.

—Voy a probarlo; no tengo miedo —afirmó mientras fulminaba a Lyim con la mirada y se llevaba el tenedor a la boca.

Ni el más mínimo ruido perturbaba la terrible guerra de nervios que había estallado entre los dos hombres. Lyim se veía a sí mismo como una columna de hierro templado que doblegaba a un ser de carne y hueso situado ante él. El trocito de pastel estaba junto a la lengua de Rusinias cuando Lyim advirtió un destello de comprensión en la mirada oblicua de aquel hombre.

Rusinias vaciló. Le palideció el rostro y un ligero temblor de la mano delató su miedo.

En aquel momento Aniirin se puso en pie, y con un gesto del brazo encargó a dos guardias que flanquearan al veterano emir.

—Te lo vas a comer, Rusinias —gritó el potentado—. Con tu propia mano o forzado por un guardia.

Rusinias, demudado, seguía paralizado.

—Sí, señor.

En el momento en que un guardia alargaba la mano para coger el tenedor, Rusinias cerró los ojos y se metió el trocito de pastel en la boca. Aspiró profundamente a causa del dolor de muelas y luego masticó. Después de tragárselo, osciló lenta y ligeramente de un lado para otro con los ojos todavía muy cerrados.

El silencio en la habitación fue roto al fin por el ruido del tenedor de plata al estrellarse contra el suelo, mientras Rusinias se doblaba por la mitad agarrándose el estómago. Luego se desplomó. Tumbado, daba patadas al suelo de madera mientras sonidos ininteligibles gorjeaban desde su constreñida garganta.

—¡Sacadlo de aquí! —aulló Aniirin mirando con profundo desprecio al hombre que había sido el oficioso heredero de su trono. Los guardianes agarraron a Rusinias, que aún seguía convulsionándose y gimiendo de forma horrible y, de modo nada delicado, lo sacaron a rastras del salón.

Lyim permaneció inmóvil, mientras los demás emires abandonaban la sala siguiendo a Rusinias. Mavrus ordenó que se llevaran el cuerpo del catador y los pasteles, con gran disgusto de Aniirin. Con expresión contrariada, el potentado salió del salón tras los carritos, lamentándose por la frustrada velada y por los buñuelos no probados.

Mavrus se detuvo junto a la cortina del arco de entrada y observó a Lyim con una mirada evaluadora y ligeramente crítica.

—Aniirin está ahora abrumado, pero no dudes que se repartirán los castigos y los premios que correspondan por este desgraciado incidente.

El criado se fue antes de que Lyim tuviera tiempo de responder con la oportuna dosis de humildad.

Una vez solo en aquella habitación profusamente adornada, Lyim se permitió reír.

La esencia de la sencillez.